Una de las características principales de nuestro tiempo es la concentración de la población en grandes aglomeraciones impersonales ilimitadas, vertebradas únicamente por ejes viarios, fruto de la globalización, o más claramente, de la disolución de un capitalismo de naciones acotadas en un capitalismo de regiones urbanas interconectadas. El fenómeno se conoce como metropolitanización. El tipo de asentamiento resultante, la metrópolis, determina una nueva forma de relación y de gobierno, luego una cultura distinta, individualista y consumista, y un estilo de vida diferente, más artificial y dependiente, más industrial y mercantilizado, determinado casi enteramente por los imperativos de la terciarización productiva. En efecto, las metrópolis son antes que nada los centros de acumulación de capitales más idóneos para la mundialización de los intercambios financieros, suceso responsable directo de los desastres ecológicos y sociales que nos asolan. La urbanización intensiva que las alimenta no es más que la readaptación violenta del territorio a las exigencias desarrollistas de la economía global. El área metropolitana es la concreción espacial de la sociedad capitalista globalizada. En esta fase, el crecimiento económico, inscrito en la naturaleza sustancial del capitalismo, es fundamentalmente destructivo, insostenible, tóxico, y por consiguiente, conflictivo. Los efectos sobre la salud física y mental de la población concentrada son terribles y los daños ambientales se asemejan a los de una guerra contra el campo y la naturaleza: desertificación y salinización de suelos, acidificación de océanos, rotura de los ciclos biológicos, polución del aire, las aguas y las tierras, acumulación de basuras, despilfarro energético, agotamiento de recursos, pérdida de la biodiversidad, calentamiento global, despoblación, etc. El capitalismo, que ha tropezado con sus límites internos, la obtención de plusvalías, alcanza los externos, la finitud de los recursos. Paralelamente, las economías autóctonas se arruinan, pues la producción local de bienes y alimentos no puede competir con la gran producción industrial. En consecuencia, la agricultura tradicional, la pequeña producción y el pequeño comercio tienden a desaparecer en favor de las plataformas logísticas, la industria deslocalizada y las grandes superficies. Igual que pasó con los artesanos en el periodo de arranque del capitalismo moderno, el campesinado se volvió superfluo, y su cultura, obsoleta. El territorio se vacía imparablemente y se degrada; los habitantes excedentarios de los pueblos y pequeñas ciudades se vuelven reserva de mano de obra y emigran a las cada vez más inhabitables conurbaciones donde reina la desigualdad y el desarraigo, mientras que las urbes medianas se estancan y declinan. Cuando la industria agroalimentaria y el turismo son preponderantes, el proceso de vaciado rural puede proseguir sin obstáculos, pues son necesarios para la conversión completa del territorio en capital, motor imprescindible de desarrollo desbocado y fuente mayor de los necesarios beneficios.
La cuestión social hoy menos que nunca se manifiesta como exclusivamente laboral, habiendo perdido el mundo del trabajo su antigua centralidad. Tampoco como problemática circunscrita a los conglomerados urbanos, por más que las consecuencias indeseables de la metropolitanización —formación de guetos periféricos, contaminación atmosférica y lumínica, ruido, servicios públicos insuficientes o inexistentes, gentrificación, precariedad, desahucios, pobreza, etc.— originen numerosas protestas. El territorio, convenientemente despoblado y ferozmente desequilibrado y esquilmado por prácticas extractivistas, se diversifica como manantial de ingresos y adquiere peculiaridades económicas complementarias a las de la conurbación: reserva urbanizable, soporte y contenedor de infraestructuras, productor de recursos energéticos, albergue de residuos, lugar de la agricultura industrial y la ganadería intensiva, espacio para el ocio, la segunda residencia o el turismo rural… La agresión al territorio produce involuntariamente un desplazamiento geográfico del eje de las luchas, que en los países turbocapitalistas ocurren en su defensa. La cuestión social reaparece entonces como cuestión territorial, y, dada la despoblación rural —casi absoluta en el Estado español, con el consiguiente abandono de decenas de miles de pequeñas explotaciones y millones de hectáreas de cultivo— su expresión más auténtica aunque más dificultosa es la vuelta al campo. Sin embargo, un verdadero sujeto colectivo con una finalidad unificadora y transformadora clara no consigue concretarse.
Los neorrurales no constituyen en ninguna parte un colectivo lo bastante numeroso como para formar con los jóvenes lugareños, los investigadores disidentes, las mujeres y el campesinado residual un verdadero sujeto político. El sujeto se constituye al segregarse radicalmente un grupo disconforme para construir su mundo; en cambio, la oposición al cáncer desarrollista en ninguna parte se distancia demasiado de los métodos convencionales. A menudo, recurre a la mediación de la política tradicional y acepta cohabitar con el viejo orden social. No se plantea la administración concejil, el acceso popular a la tierra o el desmantelamiento de su explotación industrial. A pesar de todo, en el territorio se despliegan con mayor profundidad todas las contradicciones del capitalismo y estatismo, pero la dominación —el sistema, el poder, la clase dirigente— aún es capaz de neutralizarlas con mecanismos de cooptación y fórmulas de estabilización del estilo de la “economía social”, el “desarrollo rural”, la “transición energética”, el “decrecimiento” no conflictual o el “nuevo pacto verde”. La defensa del territorio es objetivamente anticapitalista, pero subjetivamente todavía no lo es. El éxodo rural acabó con la sociedad campesina en Europa e hizo imposible la comunidad de intereses en el campo y, por lo tanto, la formación de una clase sólida y activa. Por eso, se da el caso de un sujeto en estado gaseoso, concretado en “entidades”, plataformas o coordinadoras, que busca cambiar la sociedad sin molestar a sus elites y trata de salir del capitalismo sin romper la puerta. Y, por eso, la actual defensa del territorio es incapaz de revertir la situación a pesar de la contribución no desdeñable de las insatisfechas masas periurbanas, pues la meta proclamada consiste solo en “cambiar el modelo de desarrollo”, por supuesto, gracias a una benévola disposición de las instituciones “repensadas” o “reinventadas” por no se sabe quién, no en acabar con el capitalismo, la jerarquía y el Estado. En verdad, sobre la defensa del territorio pende la espada de Damocles de la institucionalización, la promoción de líderes y el malestar encauzado. Solamente un colapso urbano podría alterar tales limitaciones, habida cuenta de que las metrópolis son cada vez más vulnerables, ya que los problemas derivados del cambio climático o las dificultades en el suministro de agua, electricidad, combustibles o alimentos podrían fácilmente volverlas inviables.
Únicamente en tierras latinoamericanas, determinadas condiciones históricas opuestas a lo que los dirigentes llaman “progreso” han permitido subsistir a un campesinado numeroso, en parte indígena, que mantuvo sus tradiciones comunitarias de autoproducción, autodefensa y autogobierno. Allí la resistencia a las acometidas de la globalización ha podido reconstruir una identidad revolucionaria, o sea, una clase peligrosa. La actividad eminentemente defensiva de las comunidades rurales ha colocado el problema agrario en el centro de la cuestión social, irradiando la influencia del campo sobre las barriadas marginadas de la urbe. Es así como la defensa del territorio da un salto cualitativo hacia la sublevación de la tierra y se convierte en espejo donde ha de contemplarse la lucha urbana. Políticamente, con la reivindicación del poder de decisión —de la soberanía— para las asambleas territoriales autónomas; económicamente, con la voluntad de transferir los recursos de la metrópolis al campo; socialmente, con las prácticas autogestionarias y autoorganizativas. Indudablemente, en ese contexto de contradicciones emergentes que impide al sistema dominante presentarse como parte principal de la solución, como hace por aquí, el antagonismo entre campo comunitario y extractivismo industrial se acentúa, volviéndose a la vista de todos irresoluble en el marco de un régimen capitalista y estatista. Cada trecho que se avance en la producción y distribución alternativas, cada terreno que se ocupe, cada jerarquía que se suprima, significará un retroceso de dicho régimen, o sea, de la dominación, por lo que cabrá esperar una contraofensiva a la que parar, que, lógicamente, será autoritaria en su concepción, y policial, incluso militar si la situación lo exige, en su realización.
No entiendo la sublevación de la tierra como una mera expresión típica de la neo-lengua de la izquierda doméstica, ni creo que con ella se aluda al levantamiento retórico de un 15M o a las inocentes demandas dirigidas a los gobiernos de la seudomovida Extinción-Rebelión o de los colapsólogos patentados. Hay que entenderla en su significado literal: la revuelta contra el poder establecido de un amplio sector de la población erigido en sujeto colectivo —en clase— que quiere vivir según sus deseos, sin mediaciones exteriores, y para eso exige cambios revolucionarios en la economía, la política y la sociedad. Es una respuesta insurgente ante las consecuencias catastróficas del crecimiento económico y también la etapa culminante de un proceso de lucha social. En los países sin agricultores el proceso apenas está empezando; se busca el camino a través de tanteos, discusiones, liberación de espacios, escaramuzas y experimentos. El objetivo es una sociedad civil compuesta por comunidades autoorganizadas, con raíces en la tierra, separada lo más posible del Estado y de “los mercados”, y en consecuencia, desurbanizada, desestatizada y desglobalizada. Este desde luego no se alcanza con SMS (el arma preferida de Negri), monedillas, simulacros circenses, quejas mesuradas a la autoridad o manuales de colapsología. Para salir del capitalismo hay que enfrentarse decididamente a él. Pero, a pesar de multiplicarse las situaciones críticas de todo tipo y las implícitas amenazas de derrumbe, el régimen capitalista y estatista continúa reproduciéndose, porque encuentra nuevos aliados por el camino con los que perseverar en la misma dinámica de poder y crecimiento. Su capacidad destructora del espacio público, y por consiguiente, de la percepción de la verdad, es infinita. Las predicciones apocalípticas no le arredran, más bien lo contrario. La catástrofe lo nutre. Así pues, nunca le detendrán desfiles carnavalescos, candidaturas electorales, fórmulas asociativas prodigiosas o cualquier otra clase de sucedáneo convivencialista. Todo eso forma parte de su mundo. Tal como antes se decía, en la guerra como en la guerra, si es que realmente hay que evadirse de él.
Miguel Amorós
Para el ciclo de debates online «Sublevaciones de la tierra», moderado por la Revista SABC, el 15 de noviembre de 2022
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