Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

miércoles, septiembre 28

Occidentales en ISIS. La construcción social del monstruo yihadista

Este fanzine recoge las biografías de seis jóvenes occidentales que decidieron abandonar sus países de origen para integrarse en ISIS. En el momento en el que se escribieron los textos algunos de ellos habían muerto en combate, otros continuaban luchando y otros se hallaban en paradero desconocido. Los datos biográficos han sido obtenidos de medios como la BBC, la CNN y The Guardian. Es decir, de prensa occidental. La información sobre ISIS es difícil de encontrar –más de una vez hemos tenido la sensación de que los GEO´s iban a asaltar nuestra casa con el siguiente clic del ratón-, pero esa no ha sido la razón para elegir únicamente prensa occidental como fuente de información. Sabemos que muchos de los datos que hemos encontrado están exagerados y han sido manipulados, pero no nos importa. En realidad, la veracidad de la información es irrelevante. No nos importa saber con exactitud cómo era el ambiente en sus casas o con quién contactaron en las mezquitas a las que solían acudir. Lo que nos importa es saber por qué se escogieron en concreto esos datos y no otros, por qué se eligió un determinado enfoque y no otro para tratar la información. Dicho de otra forma: lo que nos interesa es analizar los discursos que hay detrás de los datos, las ideas que la prensa transmite cuando informa sobre este tema.

Partimos de la base de que todos los medios de comunicación sirven a unos determinados intereses. Estos intereses pueden ser hegemónicos o no, pueden buscar la continuidad del sistema o su desestabilización, pero son los que definen el discurso que va a transmitir el medio. La elección de medios de comunicación de masas como la CNN o la BBC se debe a que los que nos interesa en este fanzine es analizar los discursos del sistema respecto al Estado Islámico. No nos interesan aquí los puntos de vista críticos o contrahegemónicos: lo que queríamos conocer era el discurso oficial del sistema.

Todas las sociedades necesitan crear enemigos externos como forma de definirse. Algunos de estos enemigos se convierten en auténticos monstruos capaces de concentrar todos los temores de la sociedad, de servir como arquetipos a los que se dirigen todos los odios y miedos. La elección de estos monstruos sociales se debe a un conjunto de factores políticos, económicos y culturales, pero en ese conjunto los intereses de unos actores sociales tienen más peso que los de otros y en nuestra sociedad los intereses que más pesan son los de aquellos que ostentan las posiciones de poder. En este fanzine defendemos la tesis de que la figura del yihadista se ha convertido en uno de esos monstruos sociales. Creemos que una de las cosas que mejor lo demuestran es el discurso de los medios de comunicación respecto a esta figura, especialmente cuando se trata de alguien que ha vivido en Occidente y ha decidido abandonar su cultura y convertirse en uno de esos monstruos. En esos casos, el yihadista ya no es alguien de un país lejano que habla en una lengua desconocida, sino tu compañero de trabajo, el amigo de tus hijos, tu vecino. La cercanía provoca un aumento de la tensión social, y eso hace que el discurso del miedo se haga todavía más maniqueo. De esta forma es más sencillo cumplir los intereses de aquellos que promueven el discurso, intereses que en este caso tiene mucho que ver con la ocupación militar de Oriente Medio y el saqueo de sus recursos.

Las biografías que hemos incluido en este fanzine nos plantean muchas preguntas y contradicciones ideológicas para las que no tenemos respuesta. Sin embargo, una cosa sí tenemos clara: cada sociedad engendra los monstruos que teme.



domingo, septiembre 25

La cárcel y su mundo: reflexiones para una sociedad sin jaulas

Traducido por amotinadxs. Extracto de la conferencia con el título ‘La cárcel y su mundo. Reflexiones para una sociedad sin jaulas’ en Rovereto el 5 de diciembre del 2000 y publicada en italiano en la página web Anarchaos.

Cuatro puntos sobre los que reflexionar, nada más. La pregunta fundamental, la que todos los libros eluden siempre, dejándola al margen o tendiendo a confundir de modo más o menos eficaz, esta pregunta fundamental es: si la cárcel significa punición, castigo, pena, evidentemente, hace referencia a la transgresión de una determinada regla (de hecho, la punición interviene en el momento en que la regla se trasgrede, se viola). Ahora, la transgresión de la regla remite a su vez al concepto mismo de regla, es decir, a quién decide –y cómo– las reglas de una sociedad. Esta es la cuestión que los distintos operadores del sector, los expertos, no afrontan nunca. Esta es la cuestión que contiene todas las demás y que, si se desarrolla hasta el final, amenaza con derrumbar todo el edificio social y, con él, sus prisiones. ¿Quién decide, y cómo, las reglas de esta sociedad?

Está claro que todas las chácharas que se cuentan sobre el poder del ciudadano (“el ciudadano, esa cosa pública que ha suplantado al hombre”, decía Darien), sobre la participación directa, se muestran cada vez más como lo que realmente son, mentiras. Decidir, en esta sociedad y en todas las sociedades basadas en el Estado, en la división de clases, en la propiedad, lo hace una reducida minoría de individuos que se autodenomina representantes del “pueblo” y que imponen, basándose en determinados poderes ejecutivos (coercitivos), sus reglas. Esta definición, más bien genérica, resalta de inmediato que regla y ley, acuerdo y ley, no son sinónimos. La ley no es una regla como las demás, es una forma particular de concebir y definir la regla: la ley es una regla autoritaria, es una regla coercitiva impuesta, además, por una reducida minoría. Ahora bien, es posible concebir un modo completamente distinto de definir las reglas, o dicho de otra manera, de tomar acuerdos. Por tanto, si no hay coincidencia entre acuerdo y ley, la pregunta fundamental es: ¿cómo se puede puede castigar a un individuo o conjunto de individuos en base a una reglas coercitivas, esto es, leyes que nunca han suscrito, que nunca han aceptado libremente, que nunca han establecido? Esta es una cuestión extremadamente simple, pero que nunca se formula.

Sin plantear aun la pregunta de qué significa concebir las relaciones entre individuos en términos de punición, castigo, pena; sin plantear aun esta cuestión, es necesario preguntarse si es legítimo, justo, útil, agradable, que un individuo, un conjunto de individuos, sean reprimidos, castigados, encerrados, torturados por la transgresión de normas que nunca han concebido ni suscrito. Es esta la cuestión fundamental a la que se intenta encontrar respuesta, una respuesta que a pesar de ser teórica, debe hacerse espacio en la práctica. Ahora, evidentemente, en la misma forma en que planteo aquí el problema a contraluz, se puede ver cómo pienso afrontarlo.

El libre acuerdo es la posibilidad y la capacidad que varios individuos, más o menos numerosos en su asociación, tienen de establecer en común determinadas reglas para realizar su actividad, actividad cuyas finalidades e instrumentos controlan. Sin este control de las finalidades y los instrumentos del actuar propio, no existe autonomía alguna, que es exactamente la capacidad de asignarse las propias reglas. Existe entonces el dominio, el ser dirigidos por otros, por tanto, la explotación. Justo porque esta sociedad no se basa en el libre acuerdo, esto último se desarrolla solo dentro de pequeños grupos donde existe la conciencia de la posibilidad de tener relaciones de reciprocidad, de libertad, por lo tanto, sin formas coercitivas; pero más allá de pequeños grupos que, de forma conflictiva con la sociedad, buscan vivir de este modo, en este orden de cosas no existe una posibilidad parecida, porque precisamente vivimos en una sociedad basada en la división de clases, en el dominio y en el Estado que, de alguna manera, es producto y garante de esta división de clases y de este dominio.

Entonces se entenderá porqué esta sociedad tiene la prisión como centro, se entenderá porqué y para quién existe esta prisión. Y, partiendo justo de esta reflexión, se puede entender el problema de la punición y, así, el del derecho y, aun más concretamente, del código penal en el que los jueces basan sus sentencias que encierran bajo llave a hombres y mujeres en cualquier parte del mundo, en el que los policías encuentran la autoridad para arrestar, los carceleros para vigilar, el asistente social de la cárcel para invitar a la calma y la colaboración, el cura para encontrar materia funcional a sus prédicas sobre el sacrificio, la renuncia, la culpa (por citar algunos de los que garantizan este sistema social). Partiendo de esta reflexión uno se puede dar cuenta de que, en la sociedad actual, la cárcel es un problema insuprimible, porque el problema del crimen, es decir, de la transgresión de las normas coercitivas (las leyes) es un problema fundamentalmente social.

Por decirlo de otra forma: mientras existan ricos y pobres, existirá el robo; mientras exista el dinero, no habrá nunca suficiente para todos; mientras exista el poder, nacerán siempre sus fuera de la ley. Por lo tanto, dándole la vuelta a la cuestión, la cárcel es una solución estatal a los problemas estatales, es una solución capitalista a los problemas capitalistas. El problema del robo, al igual que el de todos esos crímenes que tienden a discutir el orden social, como las revueltas, las resistencias, las luchas insurreccionales, etc., todos estos problemas están vinculados a la raíz misma de esta sociedad. Es evidente que estamos todavía en el ámbito de las reivindicaciones. Las respuestas solamente pueden venir de una práctica social desde la que es posible delinear únicamente algunas perspectivas. Precisamente, porque hablar de estos problemas formulados así no nos permite salir de ese imagen social donde solo ahí tienen sentido.

En realidad, la cárcel es un elemento central, fundamental de esta sociedad; está presente en toda la sociedad y no se confunde solo con esos edificios que físicamente confinan a determinados hombres y determinadas mujeres. ¿Por qué es un eje de esta sociedad? Justamente porque la represión cuya expresión más radical es la cárcel no se entiende como algo diferente al consenso forzado, cuya paz social en la que se basa el orden actual de las cosas, entendiendo por paz social no la convivencia pacífica de las personas, sino la convivencia pacífica entre explotadores y explotados, entre dominadores y dominados, entre dirigentes y ejecutores.

Así, la paz social es esa condición producida por órganos muy precisos, como la magistratura y la policía, pero al mismo tiempo por todas esas instituciones –sean estas el trabajo, la familia, la escuela, el sistema de los medios de comunicación de masas, etc. – que hacen imposible o extremadamente difícil cualquier pensamiento crítico y, por tanto, cualquier voluntad de transformar radicalmente la vida propia; en resumen, esa trama de relaciones, de palabras y de imágenes que presenta el actual orden de las cosas no como un producto histórico, y, por tanto, como todos los productos históricos, modificable, sino como un hecho natural que nadie tiene la posibilidad ni el derecho de poner en entredicho. Así, si nosotros vemos la cárcel (y, más en general, la represión cuyo ejemplo es la cárcel) como una prolongación de esas normas sociales que cotidianamente nos imponen una supervivencia cada vez más privada de sentido, entonces, vemos que la cárcel es un espectro que se agita contra los inquietos que podrían, en un determinado momento de su vida, ponerle fin a esta forma de sobrevivir, a esta forma de estar atados en sociedad y luchar para conquistar la libertad, una dignidad diferentes. Este espectro se agita continuamente ante los ojos capaces de mirar más allá, de lanzarse más allá de las jaulas sociales.

Desafortunadamente –y esta es la paradoja de la sociedad en la que vivimos– esos ojos son pocos, porque ese deseo de rebelarse ya es un esfuerzo, un salto que se conquista con dificultad, porque para vencer, muchas veces, no es ni el miedo al castigo, miedo que afecta solo a quienes, por un motivo u otro, se meten en el problema concreto de transgredir las reglas de una manera que no conviene a esta sociedad, para todos los demás basta el chantaje, continuo e incesante que es el vivir civilmente, el vivir socialmente con todas sus obligaciones y sus prestaciones. Incluso antes de este miedo al castigo, es decir, la represión preventiva es la incapacidad de imaginar una vida diferente: sin tener una alternativa –no como modelo social, sino como proyecto de vida, de modificación de lo existente–; sin tener esta alternativa en la cabeza, no queda más que aceptar este mundo.

De hecho, en la actualidad, para hacernos aceptar esta sociedad, la propaganda dominante ya casi no usa los argumentos del orden justo, aceptados en base a los sacrosantos principios de la propiedad, del derecho, de la moral (la suya, evidentemente), sino que dice más simplemente y sin adornos: no existe otra cosa. Por lo tanto, dado que no existe otra cosa, porque o ha terminado ya en la basura de la historia o es impracticable, entonces no queda más que resignarse y aceptar esta sociedad. Esta condición, más que ser una condición de consenso, entendiendo consenso como un asentir consciente, directo y libre a determinadas situaciones, a determinados acuerdos, es la de un consenso por defecto, esto es, un no-disenso: se vive en esta sociedad simplemente porque no se consigue imaginar y practicar cualquier cosa diferente. (Y esto nos remite nuevamente al discurso inicial sobre la diferencia entre libre acuerdo – condición de reciprocidad – y leyes – condición de jerarquía).

Todo lo que esta sociedad vende como Progreso, como metas a alcanzar, es cada vez más manifiestamente impresentable, porque los desastres producidos por este modo de vida (en forma de opresiones, de hambrunas, de catástrofes enmascaradas como naturales pero en realidad profundamente sociales) están ante los ojos de todos. El poder mismo, esa megamáquina en la que la política, la economía, la burocracia, el comando militar se confunden, apuesta hoy por un discurso catastrofista: el mundo se dirige al desastre evidente, pero dado que somos nosotros quienes lo hemos creado –nos dicen los expertos pagados para serlo–, somos también los únicos poseedores de la clave para resolverlo. Así, dentro de este baile inmóvil de disfraces sociales y de remedios artificiales, a su vez portadores de nuevos desastres, la imaginación se congela, se coloniza; ninguna alternativa es posible y por lo tanto todo continúa mediante consenso negativo, por no-disenso. Pero evidentemente no todos estamos de acuerdo con estas reglas.

Si nos tomamos al pie de la letra la ideología dominante, la liberal, se nos dice que el vivir social es el resultado de un contrato estipulado del que no se sabe bien ni el cuándo ni el por quién, en cualquier caso, por generaciones anteriores, ante el que las generaciones presentes no pueden hacer otra cosa que adaptarse: esto ya es más bien indicativo del modo de concebir los acuerdos, establecidos una vez no se sabe bien el por quién y que después debería vincular (la ley, precisamente) el resto del tiempo a todas las generaciones futuras de la humanidad. En todo caso, estas estupideces las contaron también filósofos bastante acreditados y por tanto se dice, este “se” impersonal que es todos y nadie, que esta sociedad es fruto de un contrato.

Ahora bien, es evidente que cuando existen millones de individuos (porque siempre hay que pensar con un ojo puesto en el planeta y en la historia, desde el momento en que el Poder quiere empujarnos a pensar en un eterno presente que no tiene ninguna referencia con el pasado y, sobre todo, nos cierra los ojos ante el funcionamiento del modelo democrático a escala planetaria) a quienes se les niega incluso el mínimo vital, este contrato social es una tomadura de pelo asesina. Cuando se habla de democracia, no hay que tener presente solo la televisión, las compras de Navidad, los coches nuevos y las consecuencias que todo esto implica a nivel social y psicológico; hay que tener presente también los campos de trabajo forzado en Indochina, el hambre de las poblaciones del sur del mundo, las guerras sembradas por todo el planeta, porque todo esto es la periferia de nuestras ciudadelas democráticas. El mismo orden capitalista democrático que asegura a determinados súbditos, en vistas a un determinado desarrollo político, económico, burocrático, un cierto modo de vivir, impone a otros que se pudran en las reservas, en los guetos.

Si nos metemos en el asunto de tomar al pie de la letra esta ideología del contrato social –del que las diferentes teorías ortopédicas son el simple corolario– se hace evidente entonces que para quien no tiene de qué vivir, para quien ni siquiera es considerado ciudadano, porque no tiene los documentos en regla, porque no le dejan pasar en las fronteras, para quien es forzado a condiciones de clandestinidad, de invisibilidad social, para mujeres y hombres como estos (y hoy son millones), el presunto contrato ha sido violado para siempre, en el momento en que no garantizan ni siquiera los medios de subsistencia. Ahora bien, incluso filósofos que eran de todo menos libertarios, de todo menos partisanos de la emancipación individual y social, sostenían que cuando un contrato se viola unilateralmente, quien sufre los efectos tiene todo el derecho de ir y tomar esos bienes, esas riquezas, esas condiciones que le han sustraído; si no tiene ningún acceso a este mundo de la propiedad es necesario y justo que ataque ese mundo alargando las manos sobre las riquezas, es decir, robando.

Dentro de esta sociedad, aunque el problema parezca numéricamente poco consistente, porque son pocos en términos generales a los que se recluye, el chantaje de la cárcel pesa sobre millones de individuos. La supervivencia se hace cada vez más precaria, basta pensar en las razones concretas por las que la mayor parte de ellos acaba en la cárcel procesados y después condenados y recluidos; se trata, en su gran mayoría, de pequeños delitos, hurtos, tráfico que un ordenamiento legislativo diferente podría no considerar como delitos mañana, y así cancelar de un solo golpe todo aquello que durante décadas ha sido considerado crimen. Y esto hablando de la universalidad de los principios que deberían valer en cualquier lugar y en cualquier época. Las razones sociales del crimen son tan evidentes, que los reformadores del Estado deben hacer cómo que hacen algo.

Existe una diferencia profunda entre la perspectiva de abolir la cárcel en esta sociedad, cosa que significaría reforzar el dominio dando un toque de respetabilidad a un orden social profundamente autoritario, y la de destruirlo –lo que significa: destruir todas las condiciones sociales que la hacen necesario. Esto es una cosa completamente diferente. Paradójicamente, la única perspectiva no utópica no es la de pensar que pueda existir el dinero sin el hurto, el poder sin las revueltas, la colonización sin la resistencia; es la de subvertir desde la raíz las condiciones que hacen todo esto necesario, suprimir las clases y derrocar todos los Estados.


Massimo Passamani

jueves, septiembre 22

El cuerpo y la revuelta

Toda la historia de la civilización occidental puede ser leída como una tentativa sistemática de excluir y segregar el cuerpo. De Platón en adelante, esto ha significado en repetidas ocasiones esquizofrenia represiva, afán de control, inconsciencia que psicoanalizar, fuerza de trabajo que encuadrar.

La separación platónica entre cuerpo y alma, separación llevada a cabo con toda la ventaja para la segunda (“el cuerpo es la tumba del alma”) acompaña también a las expresiones aparentemente más radicales del pensamiento. Ahora esta tesis es defendida en numerosos textos de filosofía, casi todos, a excepción de los que se mantienen al margen del aire enrarecido e insalubre de la universidad. Una lectura en este sentido de Nietzsche y de autores como Hannah Arendt ha encontrado su adecuada sistematización escolástica (psicología fenomenológica, pensamiento de la diferencia y un largo etcétera encasillador). 

Sin embargo, o tal vez por eso, no me parece que se haya reflexionado a fondo sobre el problema, cuyas implicaciones resultan fascinantes.

Una liberación profunda de los individuos comporta una profunda transformación de la manera de concebir el cuerpo, su expresión y sus realizaciones.

Por un aguerrido legado cristiano tendemos a creer que la dominación controla y expropia una parte del hombre sin mellar así su interioridad (y sobre la división entre una presunta interioridad y las relaciones externas habría mucho que decir). Cierto, la explotación capitalista y las imposiciones estatales adulteran y contaminan la vida, pero creemos que nuestra percepción de nosotros mismos permanece inalterada. Así, también cuando imaginamos una ruptura radical con esta realidad, estamos seguros de que es nuestro cuerpo tal como lo concebimos ahora el que tomará parte en ella.

Yo creo al contrario que nuestro cuerpo ha sufrido, y continúa sufriendo una terrible mutilación. No sólo por los aspectos evidentes del control y de la alienación determinados por la tecnología (que los cuerpos hayan sido reducidos a depósitos de órganos de recambio, como demuestra el triunfe de la ciencia de los trasplantes, parece que está claro. Pero la realidad me parece bastante peor de cuanto nos desvelan las especulaciones farmacéuticas y la dictadura de las medicinas entendidas como ente separado y de poder). Los alimentos, el aire, las relaciones cotidianas han atrofiado nuestros sentidos. El sinsentido del trabajo, la sociabilidad forzosa y la aterradora banalidad en la conversación, regimentan tanto el pensamiento como el cuerpo, ya que no es posible ninguna separación entre ellos.

La dócil observación de las leyes, los paréntesis carcelarios en los que se encierran los deseos, que precisamente en cautividad se transforman en una triste contrafigura de ellos mismos, debilitan el organismo tanto como la contaminación o la medicación forzosa.

“La moral es extenuación”, dijo Nietzsche.

Afirmar la vida propia, esa exuberancia que pide ser entregada implica una transformación de los sentidos no menos importante que la de las ideas o las relaciones.

La determinación ética de quien deserta y ataca las estructuras del poder es una intuición, un instante en el que se saborea la belleza de los compañeros y la mezquindad del deber y la sumisión. “Me rebelo, luego existimos” dice una frase de Camus, que me fascina como sólo una razón para la vida puede hacerlo.

Frente a un mundo que presenta la ética como el espacio de la autoridad y la ley, creo que la única dimensión ética se encuentra en la revuelta, en el riesgo, en el sueño. La supervivencia en la que estamos confinados es injusta porque afea y embrutece.

Sólo un cuerpo distinto puede realizar esa mirada ulterior a la vida que se abre al deseo y a la reciprocidad, y sólo un esfuerzo hacia lo bello y hacia lo desconocido puede liberar nuestros cuerpos encadenados.


Massimo Passamani

lunes, septiembre 19

Superando el Turismo


En los Viejos Días el turismo no existía. Gitanos, caldereros, y otros verdaderos nómadas, incluso ahora vagan por sus mundos a voluntad, pero nadie pensaría en llamarlos “turistas”.

El turismo es una invención del siglo XIX -un periodo de la historia que a veces parece haberse alargado de forma antinatural. En muchos sentidos, aún estamos viviendo en el siglo XIX.

El turista busca Cultura porque en nuestro mundo, la cultura ha desaparecido en el estómago de la cultura del Espectáculo, ha sido derribada y sustituida con el Centro Comercial y el show televisivo. Porque nuestra educación sólo es una preparación para una vida de trabajo y consumo, porque nosotros mismos hemos dejado de crear. A pesar de que los turistas parezcan estar físicamente presentes en la Naturaleza o la Cultura, uno podría considerarles fantasmas encantando ruinas, carentes de toda presencia física. No están realmente ahí, sino que se mueven a través de un paisaje mental, una abstracción (“Naturaleza”, “Cultura”), coleccionando imágenes en lugar de experiencia. 

Demasiado frecuentemente sus vacaciones suceden entre la miseria de otras personas e incluso se añaden a esta.

Hace no mucho, algunas personas fueron asesinadas en Egipto por ser terroristas. He aquí …. el Futuro. Turismo y terrorismo: ¿hay diferencia?

De las tres razones arcaicas para viajar – llamémoslas “guerra”, “comercio” y “peregrinaje” -, ¿cuál dio origen al turismo? Algunos responderían automáticamente que peregrinaje. El peregrino va “allí” a ver, y normalmente tras algún souvenir de vuelta; el peregrino saca “tiempo” de la vida diaria; el peregrino tiene objetivos no-materiales. En este sentido, el peregrino prefigura al turista.

Sin embargo, en su viaje el peregrino sufre un deslizamiento de su consciencia, y para el peregrino este deslizamiento es real. El peregrinaje es una forma de iniciación, y una iniciación es la apertura a otras formas de cognición.

Para detectar algo de la verdadera diferencia entre el peregrino y el turista, podemos comparar sus efectos en los lugares que visitan. Los cambios en un lugar -una ciudad, un templo, un bosque- pueden ser sutiles, pero al menos pueden ser observados. El estado del alma puede ser objeto de conjeturas, pero quizá podamos decir algo sobre el estado de lo social.

Lugares de peregrinaje como La Meca pueden servir como grandes bazares para el comercio, e incluso como centros de producción (como la industria de seda de Benares), pero su principal es la “baraka” o “maria”. Estas palabras (una árabe, otra polinesia), se traducen como “bendición”, pero también conllevan otra serie de significados.

La derviche nómada que duerme en un templo para soñar con un santo muerto (una de la “Gente de las Tumbas”) busca iniciación o avance en el camino espiritual; una madre que lleva a su hijo enfermo a Lourdes busca sanación; una mujer sin hijos en Marruecos tiene la esperanza de que el Marabout la haga fértil si ata un andrajo al viejo árbol que crece fuera de la fosa; el viajero a La Meca anhela el mismo centro de la Fé, y cuando las caravanas caen bajo la vista de la Ciudad Santa el hajji grita, “Labbaïka Allabumma!” (¡Estoy aquí, Señor!)

Todos estos motivos se reunen en la palabra baraka, que a veces parecería ser una sustancia palpable, medible en términos de carisma o “suerte” ampliados. El lugar sagrado produce baraka, y el peregrino la coge. Pero la bendición es un producto de la Imaginación: por tanto no importa cuantos peregrinos se la lleven, pues siempre habrá más. De hecho, cuanto más cojan, más bendición producirá el lugar sagrado (ya que un templo popular crece con cada rezo respondido).

Decir que baraka es “imaginario” no es llamarlo “irreal”. Es lo suficientemente real para aquellos que lo sienten. Pero los bienes espirituales no siguen las reglas de la oferta y la demanda como lo hacen los bienes materiales. Cuanta más demanda, más oferta. La producción de baraka es infinita.

Como contraste, el turista no desea baraka sino diferencia cultural. El peregrino, podríamos decir, deja el “espacio secular” de la casa y viaja al “espacio sagrado” del templo para experimentar la diferencia entre lo secular y lo sagrado. Pero esta diferencia queda como intangible, sutil, espiritual, invisible a la mirada “profana”. La diferencia cultural sin embargo es medible, aparente, visible, material, económica, social.

La imaginación del “primer mundo” capitalista está agotada. No puede imaginar nada distinto. Así que el turista deja el espacio homogéneo del “hogar” para el espacio heterogéneo de los lugares extranjeros, no para recibir una “bendición” sino para admirar lo pintoresco, la mera visión de la diferencia, para ver la diferencia.
 
El turista consume diferencia.

Sin embargo, la producción de diferencia cultural no es infinita. No es “meramente” imaginaria. Sus raíces parten del lenguaje, el paisaje, la arquitectura, costumbres, olor, sabor. Es muy física. Cuanto más se utiliza o más se coge, menos queda. Lo social puede producir una cierta cantidad de “significado”, una cierta cantidad de diferencia. Una vez se ha ido,… se acabó.

Durante los siglos quizá un determinado lugar sagrado atrajo a millones de peregrinos – y aun así de algún modo, a pesar de todo lo que fue observado y admirado y rezado y por muchos souvenirs que se compraran, este lugar retenía su significado. Y ahora, tras 20 o 30 años de turismo, ese significado se ha perdido. ¿Dónde fue? ¿Cómo sucedió esto?

Las verdaderas raíces del turismo no se anclan el peregrinaje (ni en el comercio “justo”), sino en la guerra. Violación y pillaje fueron las formas originales del turismo, o más bien, los primeros turistas siguieron diréctamente a la batalla, como buitres humanos obteniendo del campo de batalla carnaza para un botín imaginario; imágenes.

El turismo se alzó como un síntoma de un Imperialismo que era absoluto – económico, político, y espiritual.

Lo que es realmente increíble es que se hayan asesinado tan pocos turistas. Quizá exista una complicidad secreta entre estos enemigos reflejados. Ambos son personas desplazadas, deprivados de amarras, a la deriva en un mar de imágenes. El acto terrorista existe sólo en la imagen del acto; sin CNN, sólo sobrevive el espasmo de una crueldad sin sentido. El acto turista existe sólo en las imágenes de ese acto, fotos y souvenirs; de otro modo nada permanece excepto las cartas de las compañías de crédito y un residuo de “millas libres” de alguna compañía aérea. El terrorista y el turista son quizá los productos más alienados del capitalismo post-imperial. Un abismo de imágenes los separa de los objetos de su deseo. De alguna extraña forma, son gemelos.

Nada toca relmante la vida del turista. Cada acto del turista está mediado. 

Cualquiera que haya sido testigo de una falange de americanos o de un autobús de japoneses avanzando sobre alguna ruina o ritual puede darse cuenta de que incluso su mirada colectiva está mediada por el medio del ojo multifacetado de la cámara, y que esa multiplicidad de cámaras, videocámaras, y grabadoras forma un complejo de brillantes placas que se pueden pulsar, que componen su armadura de mediación pura. Nada orgánico penetra este caparazón insectoide que sirve al tiempo como crítico protector y mandíbula predadora, capturando velozmente imágenes, imágenes, imágenes. En su punto más extremo esta mediación toma la forma del tour guiado, donde cada imagen es interpretada por un experto licenciado, un guía de los Muertos, un Virgilio virtual en el Infierno de la falta de significado – un funcionario menor del Discurso Central y su metafísica de la apropiación -, un alcahuete de éxtasis sin carne.

El verdadero lugar del turista no es el lugar de lo exótico, sino el no-lugar (literalmente el espacio utópico) del espacio de la mediana, el espacio de entremedias, el espacio del viaje en sí mismo, la abstracción industrial del aeropuerto, la dimensión de máquina del avión o el autobús.

Así, el turista y el terrorista – estos fantasmas gemelos de los aeropuertos de la abstracción -, sufren un hambre idéntica por lo auténtico. Pero lo auténtico se retira cuando se acercan. Cámaras y armas se encuentran en el camino del momento de amor que es el sueño oculto de todo terrorista y turista. Para su miseria secreta, todo lo que pueden hacer es destruir. El terrorista destruye significado, y el terrorista destruye al turista.

El turismo es la apoteosis y la quintaesencia del “Fetichismo de la Comodidad”. Es el definitivo Culto a la Mercancía, la adoración de “bienes” que nunca llegarán, ya que han sido exaltados, alzados a la gloria, deificados, adorados y absorbidos, en el plano de puro espíritu, más allá del hedor de la mortalidad (o la moralidad).


Hakim Bey

viernes, septiembre 16

Cuando...


Cuando olvidemos nuestras canciones
bailaremos a su compás.

Cuando el viento llore ceniza
será demasiado tarde.

Cuando la razón no se tenga en pie
nos doblarán la otra rodilla.

Cuando levantemos los brazos
colgarán sus paraguas.

Cuando el hambre llame a la puerta
señalarán su camino con migas de pan.

Cuando vuelvan las golondrinas
harán de su metáfora propiedad privada.

Cuando nos quitemos el mono
veremos al esclavo.

Cuando hablen en nombre de la libertad
el eco agachará la cabeza.

Pero cuando abramos las manos
florecerá la revolución en ellas.




MANuEL GONzÁLEz. De Cicatrices en los tobillos, Amargord. Madrid, 2015.
En: Contra. Poesía ante la represión. Ed. Coordinadora Anti represión de la región de Murcia. 2016

martes, septiembre 13

Autonomía obrera, anarcosindicalismo, anarquismo



Texto inédito de Miquel Amorós en el que se tratan temas antaño muy comunes como los Sindicatos Únicos, los Consejos de Fábrica y los Consejos Obreros. Para la charla en el Ateneo Popular de Alcorcón (Madrid), 28 de febrero de 2015.

La cuestión de la autonomía ha estado ligada a las primeras manifestaciones históricas de la clase obrera. Por autonomía se entendía la independencia del movimiento obrero respecto de otras clases, especialmente de las facciones radicales de la burguesía que intentaban servirse de él como fuerza de choque para alcanzar sus objetivos particulares. Significaba pues, auto-actividad, autoorganización, auto-orientación política y económica. La Asociación Internacional de Trabajadores fue la primera organización que plasmó la autonomía obrera en su divisa: “la emancipación de los trabajadores será obra de ellos mismos.” Sin embargo, la manera con que concretar dicha autonomía dividió a la Internacional en dos bandos: los “marxistas”, partidarios de la lucha parlamentaria y la autoridad central, y “bakuninistas”, enemigos de la política y de cualquier autoridad, rechazando colaborar con ningún movimiento político “que no tuviera por fin inmediato y directo la emancipación total de los trabajadores”. La derrota de La Comuna de París acentuó estas diferencias, determinando una separación entre acción política y lucha económica; para los socialdemócratas marxistas era prioritaria la primera, y para los anarquistas bakuninianos, los preparativos revolucionarios catapultándose en la segunda.

La preponderancia socialdemócrata, p. e. en Alemania, se tradujo en la formación de partidos obreros a cuyas tácticas electorales debían supeditarse las uniones o sindicatos, mientras que allá donde se impuso la influencia anarquista, p. e. en España, las asociaciones obreras empleaban tácticas antipolíticas. Por un lado, el voto en busca de reformas graduales y la mediación política de los conflictos; por el otro, el federalismo, la acción directa y la huelga insurreccional apuntando hacia metas revolucionarias. La socialdemocracia se consideraba la vanguardia dirigente del proletariado y en su mayoría aspiraba a la conquista del Estado burgués de forma escalonada, por etapas, gracias a un movimiento fuertemente organizado, centralizado y disciplinado. Al final, un capitalismo burocrático de Estado enmascarado como socialismo. En el extremo opuesto, los anarquistas no podían imaginar una liberación dentro del Estado y gracias a él: “Estado significa dominación, y cualquier dominación supone sujeción de las masas y, por consiguiente, explotación en provecho de una minoría gobernante cualquiera” (Bakunin). El anarquismo societario se orientaba en cambio hacia un movimiento sin estados mayores y con un alto grado de espontaneidad, aspirando a implantar directamente, sin transiciones ni intermediarios, un régimen social igualitario no estatal basado en la federación libre de sociedades de productores. Un comunismo libertario. El concepto de Productor u obrero libre emergía en aquellos tiempos frente al de Asalariado o esclavo del capital.

El sindicalismo revolucionario fue una corriente doctrinal que reivindicaba la independencia de los sindicatos en relación con los partidos, y propugnaba la lucha sindical como la única específicamente obrera. Nació en Francia con la creación de la Federación de las Bolsas de Trabajo en 1892 y de la CGT en 1895, siendo una reacción contra la desunión que provocaban los partidos y contra la subordinación de la lucha social a la contienda parlamentaria. Fue pues un intento de conseguir la unidad de la clase por encima de cualquier ideología recurriendo a los sindicatos, órganos que no solamente habían de consagrarse a la lucha económica y al control obrero, sino que se habían de convertir en instrumentos de formación social y de gestión de la producción en el periodo posrevolucionario. El sindicalismo revolucionario no negaba la acción política, sino que se separaba de ella; sus tácticas eran la acción directa contra la clase patronal, el boicot, el sabotaje y la huelga general, gracias a la cual debutaría el proceso revolucionario. Los sindicatos, hasta entonces simples organismos de defensa, ya no eran contemplados solamente como bastiones contra la explotación, sino como motores de la revolución y constructores de la nueva sociedad. Sin embargo, la marea nacionalista de 1914 sumergiría a los sindicatos, que no se opondrían a la movilización militar ni a la guerra. Eso comportaría el fin del sindicalismo revolucionario como tendencia mayoritaria en Francia, pero en España dio un paso hacia adelante: la CNT mantendría una actitud antimilitarista y adoptaría una estructura sindical descentralizada apoyada en federaciones locales y sindicatos únicos, a la manera de la IWW americana, que abarcaban todos los oficios de una industria determinada. En el Congreso de La Comedia de 1921 tomaría el comunismo libertario como finalidad. En posteriores reuniones acordaría no adherirse a la Internacional Sindical Roja promovida por los bolcheviques y prohibir el desempeño de cargos a militantes afiliados a partidos. Quedaba constituido lo que más tarde recibiría el nombre de anarcosindicalismo. Los intentos de cambio en el Congreso reorganizador de El Conservatorio, en 1931, encontraron una fuerte oposición por parte de los sectores anarquistas. La moción de intervención política y la conversión de los sindicatos en federaciones de industria a escala estatal despertaron una fuerte oposición interna, llevando la CNT a la escisión, que no fue superada hasta el Congreso de Zaragoza, mayo de 1936, a costa de mutuas concesiones de las partes enfrentadas. La guerra civil revolucionaria confirmaría el carácter constructivo y administrativo de los sindicatos, verdaderos organismos unitarios de la clase obrera tras las alianzas UGT-CNT, pero desmentiría su antimilitarismo y su apoliticismo: la burocracia sindical, secundada por la burocracia ideológica anarquista,   actuaría como un auténtico partido patriótico, llevando la clase obrera al desastre.

Si bien la necesidad de organizarse eficaz y libremente no encontraba trabas insalvables en los países democráticos, en los países absolutistas como Rusia las sociedades obreras estaban condenadas a la clandestinidad, desde donde no podían ejercer demasiada influencia. Los sindicatos no resultaban prácticos, puesto que la mayoría de los trabajadores quedaban al margen. Durante el movimiento insurreccional de 1905, la clase obrera creó espontáneamente en San Petersburgo un organismo nuevo, unitario, donde confluían todas las corrientes proletarias, dándose la tarea de transformar las masas de huelguistas en tropas de combate: el Consejo de Delegados Obreros o Soviet. El soviet era la organización que respondía a necesidades ofensivas; significaba que los obreros, la mayoría sin organizar, habían pasado al ataque. Era “la forma natural y espontánea de toda gran acción revolucionaria del proletariado”, resultado de una huelga de masas, en palabras de Rosa Luxembourg (hoy diríamos huelga salvaje). La huelga de masas se diferenciaba de la huelga general de los sindicalistas revolucionarios por su espontaneidad, pues no nacía de una convocatoria, y el papel fundamental era desempeñado por los obreros no organizados, no por los sindicalistas. Los partidos y los sindicatos más bien eran arrastrados por el impulso revolucionario, muy a su pesar. Al constituirse el Consejo y dedicarse éste a organizar la vida social en todos sus ámbitos, se pasaba de la economía a la política y, a poco que la huelga salvaje adquiriese visos de batalla en regla, se pasaba de la política a la revolución. Así pues, los Consejos representaban intereses colectivos que iban mucho más allá de los económicos. Eran organismos autónomos del proletariado, pero no representaban a los obreros en función de un oficio, una profesión o un trabajo determinado, sino como miembros de una clase. Eran órganos democráticos revolucionarios de clase, la plasmación de la autonomía obrera en el momento ofensivo, cuando el proletariado se aprestaba a vencer a sus enemigos y se preparaba para dirigir la producción y administrar la sociedad prescindiendo de los patronos y de los representantes del Estado.

En 1917, la situación revolucionaria rusa puso de nuevo en escena a los Consejos Obreros, a los que se añadían Consejos de Campesinos, de Marineros y de Soldados. Evidentemente no surgían para modificar el mercado laboral elevando el precio de la fuerza de trabajo, sino para ocupar el lugar de los ayuntamientos, de los parlamentos y del resto del aparato estatal. Encarnan la forma de la revolución, a la que ningún partido ni ningún sindicato podían representar. Son su expresión de masas inmediata. En la medida en que la victoria no era segura, su posición resultaba inestable y, tal como sucedió en 1918 en Alemania y Hungría, donde el peso de la socialdemocracia era considerable, los Consejos viraron hacia posturas conservadoras que les auto-limitaron y al final provocaron su disolución. En tanto que instrumentos de la destrucción del capitalismo se alineaban contra los sindicatos, quienes con afán de supervivencia se aferraban a los esquemas de negociación burgueses.

Los sindicatos habían sido creados en una época de expansión capitalista y formaban parte del orden institucional, donde abrevaba una burocracia sindical con intereses semejantes a los de la burguesía. Al entrar en crisis el capitalismo, su papel defensivo y regulador dejó de cumplimentarse, puesto que para el proletariado no se trataba de reforzarse dentro del capitalismo, sino de acabar con él. Entonces, ante la dimisión general de los sindicatos, junto con las huelgas salvajes y las ocupaciones aparecieron otras maneras de organizarse como las asambleas de huelguistas, los comités de fábrica y las coordinadoras.

Pronto dichas formas desbordaron el marco económico y actuaron políticamente, con la consiguiente oposición de la burocracia sindical y partidista. En una fase organizativa superior, tales estructuras dieron lugar a los Consejos Obreros. No obstante, toda revolución que permite subsistir formas anteriores de poder estatal o que deja constituirse formas nuevas, cava su propia tumba. En Alemania, la socialdemocracia supo paralizar la dinámica consejista para después apartarse, posibilitando la supresión de los consejos por medios policiales y militares. En Rusia, los bolcheviques pusieron en pie un aparato policial y un ejército que marcando distancias, facilitó el desarrollo de una burocracia político-estatal destinada a domesticar y convertir en elemento decorativo a todo el sistema consejista, no sin ahogar en sangre los consejos que se resistieron, como los de Kronstadt y los del Sur de Ucrania (makhnovistas).

En España, en 1936, los sindicatos únicos desempeñaron el mismo papel que los Consejos en lo relativo a la defensa de la revolución, la producción y administración. La consigna “Todo el poder a los sindicatos” era la traducción del lema ruso “Todo el poder a los soviets.” A pesar de todo, la revolución española no desmanteló el Estado burgués sino que trató de utilizarlo para consolidarse, viéndose forzada a una renuncia tras otra, con la agravante de alimentar una burocracia obrera que se convirtió en uno de los factores principales de su derrota. Cuando se desencadena la contrarrevolución, o sea, cuando el Estado recobra fuerzas, tanto el terreno de los Consejos como el de los sindicatos revolucionarios se contrae, puesto que no han podido o sabido forjar una fuerza capaz de contenerlo y anularlo. Tras un corto periodo decadente, donde se trasforman en organismos técnicos de mediación y cogestión, unos y otros desaparecen.

A menudo se ha confundido Consejo Obrero con Consejo de Fábrica, dos realidades completamente diferentes. El Consejo de Fábrica surgió durante el movimiento de ocupaciones de marzo de 1921, en Turín, en tanto que organismo encuadrando a los obreros en su lugar de trabajo por encima de los sindicatos.

Existía el precedente similar de los Shop stewards ingleses de 1915-1920, y el de los Comités de Fábrica rusos. El Consejo de Fábrica era un órgano representativo de base con funciones económicas relacionadas con el “control obrero” de la producción. Carecía pues de las funciones político-administrativas del Consejo Obrero, que obedecía a una fase superior de la lucha de clases. En gran parte ejercía tareas que habían correspondido a los sindicatos, como la representación directa de los trabajadores o la gestión de la producción frente al capitalismo. No era la fórmula definitiva de la autonomía de clase en el periodo prerrevolucionario, sino sólo su primer peldaño. Los Consejos de Fábrica formaron parte de los Soviets en Rusia y terminaron confundiéndose con ellos en Alemania, antes de ser definitivamente aplastados. La derrota del fascismo no planteó de nuevo la necesidad de Consejos en el bloque capitalista occidental, pero sí en el bloque estalinista. El sistema de Consejos reapareció en Hungría en 1956 como respuesta popular al terrorismo policial y a la dictadura de partido, planteando al mismo tiempo la reorganización de la economía sobre bases verdaderamente socialistas y no sobre los pies de barro de un capitalismo estatalista. Así pues se daba la dualidad entre Consejos Revolucionarios (que abarcaban a los artistas, escritores, soldados, estudiantes y funcionarios) con funciones claramente de gestión política, y los Consejos de Trabajadores (o de Fábrica), que sustituían a los venales sindicatos del régimen en tanto que representación genuina de los intereses económicos de los obreros. El sistema de Consejos se reveló como la única alternativa democrática no sólo a la dictadura, sino al sistema parlamentario. La democracia directa de las asambleas es lo más opuesto que cabe a la seudodemocracia de partidos, porque solamente en ella es posible la realización de los principios políticos de igualdad y libertad. La república consejista de Hungría duró doce días, siendo aniquilada por los tanques rusos. Es remarcable el hecho de que el régimen no tuvo problemas en hacer concesiones económicas, sabedor de que en esa esfera las crisis no llegan a cuestionarlo. Sin embargo, la represión intelectual fue implacable. La verdadera libertad no nace del trabajo y el consumo, sino del pensamiento. Un pueblo sumiso es el que no piensa, bien porque no le dejan, bien porque ha perdido la facultad de pensar. Ese principio es la gran aportación del totalitarismo a la dominación. La reconstrucción que siguió a la guerra mundial dio lugar a un largo periodo expansivo propicio a los pactos sociales desarrollistas. Durante los momentos de crisis posteriores –Mayo del 68 en Francia, Revolución de los Claveles en Portugal, Movimiento Asambleario de 1975-77 en España, Movimiento por la Autonomía en Italia, Solidarnosc en Polonia, caída del Muro de Berlín- los consejos de fábrica hicieron acto de presencia con denominaciones diferentes, pero tuvieron una existencia efímera.

La clase obrera no llegó a disponer de un nivel de coherencia y cohesión suficiente para imponerlos e impulsarse hacia adelante, en la dirección revolucionaria. No fueron más que destellos anticapitalistas condenados a una extinción rápida, pues la economía de mercado, integrando al capitalismo burocrático de Estado, pudo superar con relativa facilidad las contradicciones que los originaron.

Oponer consejismo y anarcosindicalismo sería estéril y absurdo, pues ambas formas de autonomía se dieron en condiciones locales particulares, con tradiciones diferentes y grados distintos de organización, y en ellas colaboraron militantes obreros de diversas ideologías. Ahora, trascurrida la etapa globalizadora y cerrado el último ciclo desarrollista del capital, el problema principal más bien sería otro, a saber, el de la bajísima combatividad de la masa asalariada, su escasa disposición a organizarse y aún menos a abrirse perspectivas liberadoras. No sólo la masa muestra nulo interés por cuestionar la sociedad en la que sobrevive, sino que con su conducta resignada y autolimitada contribuye a su estabilización. Ninguna reivindicación contempla la abolición del capitalismo; ningún contenido lo trasciende. La pregunta de por qué la clase obrera dejó de manifestarse como tal hace más de treinta años no tiene fácil respuesta, pero cualquier actividad subversiva ha de empezar respondiéndola de modo convincente. Ninguna teoría de la revolución proletaria ha podido sobrevivir incólume a tal desaparición y a tanto conformismo, y el anarquismo no es ninguna excepción. Esto es así porque el ocaso de los revolucionarios acarreó el de sus teorías, hoy pálidos reflejos doctrinarios de un pasado idílico y mistificado. Bajo la etiqueta anarquista subyace organizaciones, ideologías y actitudes muy dispares, cuyo común denominador es la confusión, el guetismo y la presencia insuficiente o nula en los raros conflictos actuales. Sin embargo, del anarquismo queda una parte no vencida, el rechazo de la autoridad, de la política y del Estado, que ningún planteamiento con vocación subversiva puede soslayar. Del consejismo y anarcosindicalismo resiste el ejemplo de unidad, democracia directa y autonomía. Los grupos que comparten esas mínimas exigencias libertarias y consejistas –los grupos autónomos- han de aportar luz a la condición obrera actual que sirva de catalizador de un movimiento realmente social, antipatriarcal, anticapitalista y antiautoritario, al que el oportunismo no desvíe por cauces institucionales, y esa tarea es principal (aunque no exclusivamente) teórica. El pensamiento precede la acción, pero sólo como el relámpago al trueno. La cuestión social ha de invadir la esfera del pensamiento para convertirse verdaderamente en fuerza práctica. En cualquier caso, los grupos no han de colocar el activismo militante en el sitio que correspondería al debate y a la lucha social por llegar de los agraviados y oprimidos. No han de caminar por la senda vanguardista y aventurera, ni dentro ni fuera de las instituciones. La función de un grupo autónomo sería la de contribuir a una mayor conciencia de ese agravio y esa opresión, que tendría que materializarse en la creación de organizaciones más o menos formales de convivencia, autogestión y autodefensa. En fin, suscitar una autoorganización de la disidencia social verdaderamente comunitaria en el curso de las luchas que no dejan de producirse. Ellas son su medio y solamente en él han de mostrarse ejemplares. Solamente partiendo de ellas podrá desencadenarse un movimiento de segregación económica, política y social que dé al traste con el capitalismo y el Estado, dos palabras pero una misma cosa.


Miguel Amorós

sábado, septiembre 10

Contra toda forma de pedagogía. Charla de Pedro García Olivo

Audio de la charla de Pedro García Olivo en el contexto de las IV Jornadas de Educación Loco Matrifoco (Oviedo, 30 de abril, 2016). 

Peor que la escuela, el profesor; peor que el profesor, la consciencia pedagogista y pedagogizada. Pedagogías blancas (activas, participativas, democráticas) en tiempos de guerra. Simulacros de libertad en las aulas mientras aniquilamos la alteridad y nos apropiamos de sus riquezas. La escuela como poder etnocida, altericida, forjador de la Subjetividad Única.

miércoles, septiembre 7

¿Por qué vivimos en una prisión?

En esta sociedad existe un lugar donde una/o se encuentra perpetuamente bajo vigilancia, donde cada movimiento es monitoreado y controlado, donde todas/os están bajo sospecha, a excepción de la policía y sus jefes, donde se asume que todas/os son criminales. Hablo, de la cárcel, por supuesto…

Pero a un ritmo cada vez rápido, esta descripción se está ajustando cada vez más a los espacios públicos. Los centros comerciales y los centros de las principales ciudades están bajo video vigilancia. Guardias armados patrullan escuelas, bibliotecas, hospitales y museos. Una/o es registrada/o en aeropuertos y estaciones de bus. Los helicópteros policiales vuelan sobre las ciudades e incluso sobre los bosques, en busca del crimen. La metodología del encarcelamiento, que junto con la metodología policial son una sola, está siendo impuesta gradualmente en todo el paisaje social.

Este proceso está siendo impuesto por medio de miedo y las autoridades lo justifican sobre nosotras/os en función de nuestra necesidad de protección — de los criminales, de los terroristas, de la vigilancia y las drogas. Pero ¿quiénes son esos criminales y esos terroristas, quienes son tales monstruos que a cada momento amenazan nuestras vidas llenas de miedo? Solo un momento de cuidadosa atención es suficiente para responder esta pregunta. A los ojos de los amos del mundo, nosotras/os somos los criminales y los terroristas, nosotras/os somos los monstruos — potencialmente, al menos. Después de todo, somos las/os únicas/os a quienes ellas/os controlan y vigilan. Somos las/os únicas/os que son observadas/os por las cámaras de vídeo y registradas/os en las estaciones de bus. Una/o solo puede preguntarse si el hecho que este sea manifiestamente obvio es lo que provoco a la gente cegarse a ello.

El dominio del miedo es tal que el orden social incluso nos pide ayuda en nuestra propia vigilancia. Padres registran los pulgares de sus niñas/os en agencias policiales conectadas con el FBI. Una compañía con sede en Florida llamada «Applied Digital Solutions» ha creado el «VeriChip» (conocido también como «Ángel Digital») el que puede almacenar información personal, médica y de otros tipos, y se pretende que esté implantado bajo la piel. Su idea es promover en las personas su uso voluntario, para su propia protección, por supuesto. 

Prontamente puede estar conectado a la red del satélite del Sistema de Posicionamiento Global (GPS) de tal forma que cualquier persona con el implante pueda ser monitoreado constantemente[9]. Además, hay docenas de programas que fomentan la delación — otro factor que es también similar a las prisiones, donde las autoridades buscan y recompensan a las/os soplones. Por supuesto, hay otros presos que tiene una actitud bien diferente hacia esta escoria.

Pero todo esto es puramente descriptivo, una imagen de la sociedad/cárcel que está siendo construida a nuestro alrededor. Una comprensión real de esta situación que nosotras/os podemos usar para combatir este proceso, necesita un análisis más profundo. De hecho, la prisión y la policía se sostienen en la idea de que hay crímenes, y esta idea se sostiene en la ley. La ley es representada como una realidad objetiva mediante la cual las/os ciudadanas/os de un Estado pueden ser juzgadas/os. La ley crea, de hecho, una especie de igualdad. Anatole France expresó irónicamente esto señalando que ante la ley tanto a vagabundos como a reyes se les prohibió robar pan y dormir bajo puentes. Desde este punto, está claro que ante la ley todas/os nos volvemos iguales, porque nos convertimos simplemente en cifras no-seres sin sentimientos, relaciones, deseos y necesidades individuales.

El objetivo de la ley es regular a la sociedad. Esta necesidad implica que la sociedad no está satisfaciendo o llenando los deseos de todos quienes están dentro de ella. Esta existe más bien como una imposición sobre la mayor parte de aquellas/os que la componen. Es obvio que tal situación solamente podría llegar a ocurrir donde el más importante tipo de desigualdad existe — la desigualdad de acceso a los recursos para que cada una pueda crear su vida a su propia manera. Para aquellas/os que tienen la delantera, esta situación de desigualdad social tiene el doble nombre de propiedad y poder. Para las/os que están abajo, sus nombres son pobreza y sometimiento. La ley es la mentira que transforma esta desigualdad en una igualdad que sirve a los amos de la sociedad.

En una situación en la que todas/os tienen total e igual acceso a todo lo que necesario para realizarse a una/o misma/o y para crear su vida en sus propios términos, una riqueza de diferencias individuales florecería. Un vasto conjunto de sueños y deseos se expresarían a sí mismos, creando un aparentemente infinito espectro de pasiones, amores y odios, conflictos y afinidades. Esta igualdad en la que ni la propiedad ni el poder existirían, se empresaria por tanto la aterradora y hermosa desigualdad no jerárquica de individualidades.

Por el contrario, donde la desigualdad de acceso a los medios para crear la propia vida existe —por ejemplo, donde la gran mayoría de la gente ha sido despojada de sus propias vidas— todos se vuelven iguales, porque todos se convierten en nada. Esto es cierto inclusive para aquellas/os con propiedad y poder, porque su estatus en la sociedad no esta basado en quienes son, sino en lo que tienen. La propiedad y el poder (el cual siempre reside en un rol y no en una persona) es todo lo que tienen que vale la pena en esta sociedad. La igualdad ante la ley beneficia a los amos, precisamente porque su meta es preservar el orden que ellas/os gobiernan. La igualdad ante la ley disfraza la desigualdad social precisamente detrás de lo que la mantiene.

Pero, por supuesto, la ley no mantiene al orden social con palabras. La palabra de la ley no tendría sentido sin la fuerza física que se encuentra detrás de ella. Y esta fuerza existe en el sistema de aplicación de la ley y el castigo: la policía, la cárcel y el sistema judicial. La igualdad ante la ley es, en realidad, un delgado barniz que oculta la desigualdad de acceso a las condiciones de existencia, los medios para crear nuestras vidas a nuestro modo. La realidad constantemente rompe con este barniz y su control solo puede mantenerse por la fuerza y mediante el miedo.

Desde la perspectiva de los amos del mundo, todo somos, de hecho, criminales (potencialmente, al menos) todas/os somos monstruos amenazando sus dulces sueños, porque todos somos potencialmente capaces de ver a través del velo de la ley y escoger ignorarla y recuperar los momentos de nuestras vidas a nuestra manera, cada vez que podamos. Por tanto, la ley por sí misma (y el orden social de la propiedad y el poder que la necesitan) nos hace iguales precisamente al criminalizarnos. Esta es, por lo tanto, la lógica resultante de la ley y del orden social que la produce, que el encarcelamiento y la vigilancia se volverían universales, de la mano con el desarrollo del supermercado global.

A la luz de esto, deberla estar claro que no vale la pena hacer leyes más justas. 

No sirve vigilar a la policía. No vale la pena intentar mejorar este sistema porque cada reforma inevitablemente reproducirá el sistema, incrementando el número de leyes, aumentando el nivel de vigilancia y control, haciendo el mundo algo cada vez más parecido a una cárcel. Si deseamos tener nuestras vidas en nuestras manos, hay solo una manera de responder a esta situación. Atacar a esta sociedad con el fin de destruirla.

LA PROPIEDAD: LAS REJAS DEL CAPITAL QUE ENCIERRAN

Entre las grandes mentiras que mantienen el dominio del capital se encuentra la idea de que la propiedad es libertad. La naciente burguesía hizo esta reclamo a medida que particionaban la tierra con rejas de todo tipo — físicas, legales, morales, sociales, militares… lo que sea que hubieran encontrado necesario para cercar las riquezas asesinadas de la tierra y para excluir a las muchedumbres indeseables, salvo por su fuerza de trabajo.

Como muchas de las mentiras del poder, esta consigue engañar por medio de una maniobra propia de ilusionistas. Las multitudes “desencadenadas” de sus tierras fueron libres de escoger entre morirse de hambre o vender el tiempo de sus vidas a cualquier amo que las comprase. “Trabajadores libres” les llamaron sus amos, ya que a diferencia de las/os esclavas/os, los amos no tenían necesidad de responsabilizarse por sus vidas. Era solamente su fuerza de trabajo lo que los amos compraban. Les dijeron que ellas/os eran dueñas/os de sus vidas, aunque de hecho estas habían sido ya arrebatadas, renunciando a cualquier vestigio de opción real, cuando los amos capitalistas le pusieron cercos a las tierras y expulso a estos “trabajadores libres” a la búsqueda de su supervivencia. Este proceso de expropiación, que permitió al capitalismo desarrollarse, continúa hoy día hasta sus márgenes, pero otro truco ilusionista mantiene en el centro esta ilusión burguesa.

Se nos dijo que la propiedad es una cosa y que la conseguimos con dinero. 

Según esta mentira, la libertad se basa en las cosas que podemos comprar y que se incrementa al acumularlas. En la búsqueda de esta libertad que nunca está verdaderamente alcanzada, la gente se encadena a actividades que no son de su elección, renunciando a cualquier opción real, con el propósito de ganar dinero que se supone le comprará libertad. Y mientras sus vidas son consumidas al servicio de proyectos que nunca les han sido propios, ellas/os gastan sus salarios en juguetes y entretenimiento, en terapias y en drogas, los anestésicos que garantizan que no vean a través de la mentira.

De hecho, la propiedad no son las cosas que alguien posee. La propiedad son las rejas — las rejas que nos mantienen dentro, que nos tiene afuera, todos los límites por los cuales nuestra vida se nos es robada. Por lo tanto, la propiedad es, por sobre todo, una restricción, un limite de tal magnitud que garantiza que ningún individuo podrá realizarse completamente mientras estos límites existan.
Para entender completamente esto, debemos ver a la propiedad como una relación social entre las cosas y la gente, mediadas por el Estado y el mercado. 

La institución de la propiedad no podría existir sin el Estado, el que concentra el poder en las instituciones de dominación. Sin las leyes, las armas, los policías y los tribunales, la propiedad no tendría una base real, ninguna fuerza para sustentarla.

A decir verdad, se podría decir que el Estado es en sí mismo una institución de la propiedad. ¿Qué es el Estado, sino una red de instituciones por las cuales controla cierto territorio, y sus recursos son asegurados y mantenidos mediante la fuerza de las armas? Toda la propiedad es en el fondo perteneciente al Estado, ya que existe solo con el permiso y bajo la protección de aquel. 

Dependiente de los niveles de poder real, esta protección y este permiso pueden ser quitado en cualquier momento y por cualquier motivo, y la propiedad volverá al estado. Esto no quiere decir que el Estado sea más poderoso que el Capital, sino más bien que los dos están tan profundamente conectados que constituyen un único orden social de explotación y dominación. Y la propiedad es la institución a través de la cual hace valer su poder en nuestra cotidianeidad, imponiéndonos el hecho de trabajar y de pagar con el fin de reproducirla.

Por lo tanto, la propiedad es en realidad el alambre de púas, el cartel que dice “no pasar”, la etiqueta con un precio, el policía y la cámara de vigilancia. El mensaje que cada uno de estos trae es el mismo: una/o no puede usar o disfrutar de algo sin permiso, el que debe ser otorgado por el Estado y pagado con dinero en alguna parte del proceso.

No se vuelve entonces una sorpresa que el mundo de la propiedad, dominado por el Estado y el Capital sea un mundo empobrecido donde la carencia, no la satisfacción, llena la existencia. La búsqueda de la realización individual, bloqueada en cada vuelta por una u otra reja, es reemplazada por la competencia (que homogeniza y atomiza) por acumular cosas, ya que en este mundo el “individuo” es medido solo según las cosas que tiene. Y la inhumana comunidad de etiquetas con precios se empeña en enterrar la singularidad por debajo de las identidades que se encuentran en las ventanas de las tiendas.

Atacando las posesiones de las/os dueñas/os de este mundo —rompiendo las ventanas de los bancos, quemando los vehículos policiales, explotando la oficina del empleo o rompiendo máquinas— ciertamente tiene su mérito. Una/o puede conseguir un poco de placer, si acaso algo más, y varias acciones de este tipo pueden incluso obstaculizar proyectos específicos del orden dominante. Pero, al final, debemos atacar a la propiedad como institución, a cada cerco físico, mental, moral o social. Este ataque empieza con el deseo de cada una/o de recuperar nuestra vida y determinarla de la forma que nosotras/os queramos. 

Cada espacio y cada momento que recuperamos a esta sociedad de consumo y producción nos proporciona un arma para expandir esta lucha. Pero, como un compañero escribió “… esta lucha o se extiende o no es nada. Solo cuando los saqueos sean una práctica a larga escala, cuando el intercambio de regalos se subleve contra el comercio de productos,[5] cuando las relaciones no están ya mediadas por mercancías y los individuos le dan su propio valor a las cosas, solo entonces la destrucción del mercado y del dinero —que es la misma que la demolición del estado y de cada jerarquía— se vuelve una posibilidad real”, y con esta, la destrucción de la propiedad. La revuelta individual contra el mundo de la propiedad debe expandirse en una revolución social que eche abajo cada reja y abra todos las posibilidades para la realización individual.


Wolfi Landstreicher

domingo, septiembre 4

Los hombres “dóciles”

1) Dado el conflicto, el disturbio, la insurgencia, los historiadores (y el resto de los científicos sociales) inmediatamente se disponen a investigar las “causas”, a polemizar sobre los “motivos”, a buscar “explicaciones”, a “interpretar” lo que se percibe como una alteración en el pulso regular de la Normalidad. “Causas” de los ‘furores’ campesinos medievales (Mousnier), “causas” de las ‘revoluciones burguesas’ del siglo XIX (Hobsbawn), “causas” de las ‘revoluciones de terciopelo’ de 1989 en el Este socialista,… Sin embargo, la ausencia de conflictos en condiciones particularmente lacerantes, que hubieran debido movilizar a la población; los extraños períodos de paz social en medio de la penuria o de la opresión; la misteriosa docilidad de una ciudadanía habitualmente explotada y sojuzgada, etc.; no provocan de igual modo el ‘entusiasmo’ de los analistas, la ‘fiebre’ de los estudios, la proliferación de los debates académicos en torno a sus “causas”, sus “razones”…

Se diría que la docilidad de la población en contextos histórico-sociales objetivamente explosivos, bajo parámetros de sufrimiento, injusticia y arbitrariedad a todas luces ‘insoportables’, es un fenómeno recurrente a lo largo de la historia de la humanidad y, en su paradoja, uno de los rasgos más llamativos de las sociedades democráticas contemporáneas. Aparece, a la vez, como un objeto de análisis tercamente ‘excluido’ por nuestras disciplinas científicas, una empresa de investigación que nuestros doctores parecen tener ‘contraindicada’. ¿Por qué?

2) Wilhem Reich, en Psicología de masas del fascismo, llamó la atención sobre este hecho: lo extraño, lo misterioso, lo enigmático, no es que los individuos se subleven cuando hay razones para ello (una situación de explotación material que se torna insufrible en la coyuntura de una crisis económica, de la intensificación de la opresión política y de la brutalidad represiva, del germinar de nuevas ideas contestatarias,…), sino que no se rebelen cuando tienen todos los motivos del mundo para hacerlo. Esta era la “pregunta inversa” de Wilhem Reich: ¿Por qué las gentes se hunden en el conformismo, en el asentimiento, en la docilidad, cuando tantos indicadores económicos, sociales, políticos, ideológicos, etc., invitan a la movilización y a la lucha? Trasplantando su pregunta a nuestro tiempo, grávido de peligros y amenazas de todo tipo (ecológicas, socioeconómicas, demográficas, político-militares, etc.), con tantos hombres y mujeres viviendo en situaciones límite -no sólo “sin futuro”, sino también “sin presente”- y con un reconocimiento generalizado de la base de injusticia, arbitrariedad, servidumbre y coacción sobre la que descansa nuestra sociedad, podríamos plantearnos lo siguiente: ¿Cómo se nos ha convertido en hombres tan increíblemente dóciles? ¿Qué nos ha conducido hasta esta enigmática docilidad, una docilidad casi absoluta, incomprensible, sólo comparable -en su iniquidad- a la de algunos animales domésticos y, lo que es peor, a la de los “funcionarios”?

3) Isaac Babel, corresponsal de guerra soviético, cronista de la campaña polaca desplegada por el Ejército Rojo en torno a 1920, contempla atónito las matanzas gratuitas llevadas a cabo en nombre de la Revolución. Cuarenta soldados polacos han sido detenidos. Los reclutas cosacos preguntan a Apanassenko, su general, qué hacen con los prisioneros, si pueden disparar contra ellos de una vez. Apanassenko, educado en el internacionalismo proletario y en la universalización de la Revolución, responde: “No malgastéis los cartuchos, matad con arma blanca; degollad a la enfermera, degollad a los polacos”. Babel se estremece y mira hacia otro lado. Esa noche escribirá en su diario algo que no será ajeno a su posterior encarcelación y a su fusilamiento acusado de actividades antisoviéticas: “La forma en que llevamos la libertad es horrible”. 

Días después se repite la escena, pero ya sin necesidad de que los soldados cosacos pierdan el tiempo preguntando qué deben hacer a su general: degüellan a una veintena de polacos, mujeres y niños entre ellos, y les roban sus escasas pertenencias. A cierta distancia, Apanassenko, que se ha ahorrado la orden, los premia con un gesto de aprobación y de reconocimiento. Babel mira a los cosacos, sonrientes después de la matanza; los mira como se mira algo extraño, indescifrable, algo misterioso en su horror, algo terrible y, sobre todo, enigmático: “¿Qué hay detrás de sus rostros; qué enigma de la banalidad, de la insignificancia, de la docilidad?”, anota, al caer la tarde, en su Diario de 1920. 

Yo me pregunto lo mismo, me interrogo por este “enigma de la docilidad” que nos aboca, todos los días, a la infamia de una obediencia insensata y culpable. He mirado a mis excompañeros de trabajo, profesores, cosacos de la educación, como se mira algo extraño, indescifrable, algo misterioso en su horror (horror, por ejemplo, de haber suspendido al noventa por ciento de la clase; de haber firmado un “acta de evaluación”, con todo lo que eso significa: ¿cómo se puede firmar un “acta de evaluación”, aunque nos lo pida el Apanassenko de turno- “matad con arma blanca”?). Ante las pequeñas ‘unidades’ de profesores, avezadas en ese degüelle simbólico del “examen”, me he preguntado siempre lo mismo: “¿Qué hay detrás de sus rostros; qué enigma de la banalidad, de la insignificancia, de la docilidad?”. “Docilidad” también del resto de los funcionarios, de tantísimos estudiantes, de los trabajadores, de los pobres…

4) Recientemente, Daniel J. Goldhagen, en Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto, ha subrayado, de un modo intempestivo, la culpabilidad de la sociedad alemana en su conjunto ante la persecución y el exterminio de los judíos; ha remarcado la participación de los alemanes ‘corrientes’, afables padres de familia y buenos vecinos por lo demás, gentes completamente normales (como reza el título de un libro de Christopher R. Browning, que constata también la cooperación -de manera voluntaria, desprendida, ‘generosa’- de muchísimos alemanes “del montón” en la empresa nacional del Holocausto), en todo lo que desbrozó el camino a Auschwitz. Estos alemanes corrientes, lo mismo que los cosacos de Apanassenko, torturaron y mataron a sangre fría, sin que nadie los obligara a ello, sin necesitar ya el empujoncito de una orden, deliberadamente, en un gesto supremo, y horroroso, de docilidad -seguían, sin más, la moda de los tiempos, se dejaban llevar por las opiniones dominantes, calcaban los comportamientos en boga, se apegaban blandamente a lo establecido… No es ya, como solía decirse para disculpar su aquiescencia, que ‘cerraran los ojos’ o ‘miraran hacia otra parte’ -eso lo hizo, mientras pudo, Babel-: abrían los ojos de par en par, miraban fijamente a los judíos que tenían delante, y los asesinaban. Es un hecho ya demostrado, por Goldhagen, Browning y otros, que estos homicidas no simpatizaban necesariamente con la ideología nazi, no eran siempre funcionarios del Estado (policías, militares,…), no ‘cumplían órdenes’, no alegaban ‘obediencia debida’: eran alemanes corrientes, de todos los oficios, todas las edades y todas las categorías sociales, hombres de lo más normal, tan ‘corrientes’ y ‘normales’ como nosotros; gentes, eso sí, que tenían un rasgo en común, un rasgo que muchos de nosotros compartimos con ellos, que nos hermana a ellos en el consentimiento del horror e incluso en la cooperación con el horror: eran personas “dóciles”, misteriosa y espantosamente dóciles. Toda “docilidad” es potencialmente homicida… Aquellos jóvenes que, en un movimiento incauto de su obediencia, se dejaron ‘reclutar’ y no se negaron a realizar el Servicio Militar, cuando la “objeción” estaba a su alcance, sabían, ya que no cabe presuponerles un idiotismo absoluto, que, al dar ese paso, al erigirse en “soldados”, en razón de su docilidad, podían verse en situación de disparar a matar (en cualquier ‘misión de paz’, por ejemplo), podían matar de hecho, convertirse en asesinos, qué importa si con la aprobación y el aplauso de un Estado. La docilidad mata con la conciencia tranquila y el beneplácito de las Instituciones. Goldhagen lo ha atestiguado para el caso del genocidio… En general, puede concluirse, parafraseando a Ciorán, que la docilidad hace de los hombres unos “aspirantes taimados a la dignidad de monstruos”.

5) Sostengo que este enigmático género de docilidad es un atributo muy extendido entre los hombres de las sociedades democráticas contemporáneas -nuestras sociedades. En la forja, y reproducción, de esa docilidad interviene, por supuesto, la Escuela, al lado de las restantes instituciones de la sociedad civil, de todos los aparatos del Estado. Me parece, además, que esa docilidad potencialmente asesina y capaz de convertirnos en monstruos, se ha extendido ya por casi todas las capas sociales, de arriba a abajo, y caracteriza tanto a los opresores como a los oprimidos, tanto a los poseedores como a los desposeídos. No resultando inaudita entre los primeros (empleados del Estado, propietarios, hombres de las empresas,…; gentes -como es sabido- con madera de monstruos), se me antoja inexplicable, sobrecogedora, entre los segundos: docilidad de los trabajadores, docilidad de los estudiantes, docilidad de los pobres,… 

Trabajadores, estudiantes y pobres que se identifican, excepciones aparte, con la misma figura, apuntada por Nietzsche: la figura de la “víctima culpable”. “Víctimas” por la posición subalterna que ocupan en el orden social -posición ‘dominada’, a expensas de una u otra modalidad del poder, siempre en la explotación o en la dependencia económica. Pero también “culpables”: “culpables” por actuar como actúan, justamente en virtud de su docilidad, de su aquiescencia, de su conformidad con lo dado, de su escasa resistencia. “Culpables” por las consecuencias objetivas de su docilidad…

Docilidad de nuestros trabajadores, encuadrados en “sindicatos” que reflejan y refuerzan su sometimiento. Desde los extramuros del Empleo, las voces de esos hombres que huyen del salario han expresado, polémicamente, la imposibilidad de simpatizar con el obrero-tipo de nuestro tiempo: “Es más digno ‘pedir’ que ‘trabajar’; pero es más edificante ‘robar’ que ‘pedir’”, anotó un célebre ex-delincuente…

Docilidad de nuestros estudiantes, cada vez más dispuestos a dejarse atrapar en el modelo del “autoprofesor”, del alumno participativo, activo, que lleva las riendas de la clase, que interviene en la confección de los temarios y en la gestión ‘democrática’ de los Centros, que tienta incluso la autocalificación; joven sumiso ante la nueva lógica de la Educación “reformada”, tendente a arrinconar la figura anacrónica del profesor autoritario clásico y a erigir al alumnado en sujeto-objeto de la práctica pedagógica. Estudiantes capaces de reclamar, como corroboran algunas encuestas, un robustecimiento de la disciplina escolar, una fortificación del Orden en las aulas…

Docilidad de unos pobres que se limitan hoy a solicitar la compasión de los privilegiados como privilegio de la compasión, y en cuyo comportamiento social no habita ya el menor peligro. Indigentes que nos ofrecen el lastimoso espectáculo de una agonía amable, sin cuestionamiento del orden social general; y que se mueren poco a poco -o no tan poco a poco-, delante de nuestros ojos, sin acusarnos ni agredirnos, aferrados a la raquítica esperanza de que alguien les dulcifique sus próximos cuartos de hora…

6) De todos modos, se diría que no es sangre lo que corre por las venas de la docilidad del hombre contemporáneo. Se trata, en efecto, de una docilidad enclenque, enfermiza, que no supone afirmación de la bondad de lo dado, que no se nutre de un vigoroso convencimiento, de un asentimiento consciente, de una creencia abigarrada en las virtudes del Sistema; una docilidad que no implica defensa decidida del estado de las cosas. Nos hallamos, más bien, ante una aceptación desapasionada, casi una entrega, una suspensión del juicio, una obediencia mecánica olvidada de las razones para obedecer. El hombre dócil de nuestra época es prácticamente incapaz de “afirmar” o de “negar” (Dante lo ubicaría en la antesala del Infierno, al lado de aquellos que, no pudiendo ser fieles a Dios, tampoco quisieron ser sus enemigos; aquellos que no tuvieron la dicha de ‘creer’ de corazón ni el coraje de ‘descreer’ valerosamente, tan ineptos para la Plegaria como para la Blasfemia); acata la Norma sin hacerse preguntas sobre su origen o finalidad, y ni ensalza ni denigra la Democracia. Es un ser inerte, al que casi no ha sido necesario “adoctrinar” -su sometimiento es de orden animal, sin conciencia, sin ideas, sin militancia en el frente de la Conservación.

Los cosacos dóciles de Babel no ejecutaban a los polacos movidos por una determinación ideológica, una convicción política, un sistema de creencias (jamás hablaban del “comunismo”; era notorio que nunca pensaban en él, que en absoluto influía sobre su comportamiento); sino sólo porque en alguna ocasión se lo habían mandado, por un espeluznante instinto de obediencia, por el encasquillamiento de un acto consentido y hasta aplaudido por la Autoridad. Goldhagen ha demostrado que muchos alemanes ‘corrientes’ participaron en el genocidio (destruyeron, torturaron, mataron) sin compartir el credo nacional-socialista, sin creer en las fábulas hitlerianas; simplemente, se sumergían en una línea de conducta lo mismo que nosotros nos sumergimos en la moda…

7) Ningún colectivo como el de los funcionarios para ejemplificar esta suerte de “docilidad sin convencimiento”, docilidad exánime, animal, diría que meramente alimenticia: escudándose en su “sentido del deber”, en la “obediencia debida” o en la “ética profesional”, estos hombres, a lo largo de la historia reciente, han mentido, secuestrado, torturado, asesinado,… Se ha hablado, a este respecto, de una funcionarización de la violencia, de una funcionarización de la ignominia… 

Significativamente, estos “profesionales” que no retroceden ante la abyección, capaces de todo crimen, rara vez aparecen como fanáticos de una determinada ideología oficial, creyentes irretractables en la filantropía de su oficio o adoradores encendidos del Estado… Son, sólo, hombres que obedecen… Yo he podido comprobarlo en el dominio de la Educación: se siguen las normas “porque sí”; se acepta la Institución sin pensarla (sin leer, valga el ejemplo, las críticas que ha merecido casi desde su nacimiento); se abraza el profesor al “sentido común docente” sin desconfiar de sus apriorismos, de sus callados presupuestos ideológicos; y, en general, se actúa del mismo modo que el resto de los ‘compañeros’, evitando desmarques y desencuentros. Esta “docilidad de los funcionarios” se asemeja llamativamente a la de nuestros perros: el Estado los mantiene ‘bien’ (comida, bebida, tiempo de suelta,…) y ellos, en pago, obedecen. 

Igual que nuestro perro condiciona su fidelidad al trato que recibe y probablemente no nos considera el mejor amo del mundo, el funcionario no necesita creer que su Institución, el Estado y el Sistema participan de una incolumidad destellante: mientras se le dé buena vida, obedecerá ladino… Y encontramos, por doquier, funcionarios escépticos, antiautoritarios, críticos del Estado, anticapitalistas, anarquistas,…, obedeciendo todos los días a su Enemigo sólo porque éste les proporciona rancho y techo, limpia su rincón, los saca a pasear… Me parece que la docilidad de nuestros días, en general, y ya no sólo la ‘docilidad funcionaria’, acusa esta índole perruna…

8) Desde el campo de la sicología -sicología social, sicología de la paz, sicología clínica,…- se han aportado algunos conceptos, elusivos y tambaleantes, con la intención de esclarecer este “enigma de la docilidad”, abordado como enigma de la parálisis (noreacción, ausencia de respuesta, ante el peligro, la amenaza o incluso la agresión). Partiendo de las tesis de Norbert Elias, que interpreta la civilización de los individuos como formación y desarrollo gradual de un “aparato de auto-coerción” (un aparato de auto-represión que lleva a los sujetos a no exteriorizar sus emociones, a no desatar sus instintos, a no manifestar su singularidad, a sacrificar su espontaneidad y casi a desistir de expresarse), Hans Peter Dreitzel ha defendido la idea de que “en los países industriales los individuos se encuentran doblemente ‘paralizados’ como consecuencia de la fuerza del aparato de auto-coerción y de la extremada complejidad de las cadenas de acción.” El “hombre civilizado”, vale decir el “hombre de Occidente”, es, desde esta perspectiva, un ser que se auto-reprime incesantemente, de modo que en él, y por ese hábito de la autoconstricción, de la autovigilancia, “la energía para huir o para oponerse está paralizada”(P. Goodman). Esta “parálisis”, esta “falta de energía para huir o para oponerse”, se resuelve al fin en aquella docilidad estulta y casi suicida de los hombres de las sociedades democráticas contemporáneas. En “Retrato del hombre civilizado”, Emil M. Ciorán abundó, por cierto, en esa visión de la Civilización como ‘degeneración’, como ‘retroceso’, como alejamiento de la base natural, biológica, del ser humano -olvido de nuestra espontaneidad y de nuestra animalidad.

Para Dreitzel, como para Goodman o para Ciorán, habría algo terrífico en el “proceso de civilización”; algo siniestro y no-dicho que acudiría justamente por el lado de aquel “aparato de autocoerción”, por el lado de la “parálisis” que origina y de la “docilidad” a que aboca; algo que nos erigiría, como he anotado, en aprendices desapercibidos de monstruos; algo, en fin, que echó a andar en Auschwitz y que aún no se ha detenido -un horror que nos persigue desde el futuro. En palabras de Dreitzel: “Hasta ahora sólo se han tomado en consideración las, aún así dudosas, ganancias humanitarias del proceso de civilización; y no sus pavorosos ‘costes humanos’ (…). En este país, Alemania, la cuestión se plantea con toda brutalidad: ¿Es Auschwitz un retroceso momentáneo en el proceso de civilización, o no será más bien la cara oscura del nivel de civilización ya alcanzado? ¿Cuánta coerción internalizada debe haber acumulado un hombre para poder soportar la idea, y no digamos ya la praxis, de Auschwitz?”. La interrogación es perfectamente retórica: Auschwitz sólo fue posible -y así lo considera Dreitzel- en el seno de una sociedad altamente civilizada; devino como un fruto necesario de la Civilización Occidental, un hijo predilecto de nuestra Cultura; se desprendió por su propio peso de este árbol de la auto-represión y de la docilidad que llamamos “Capitalismo Liberal”. 

Auschwitz es la verdad de nuestras democracias, el resumen y el destino de las mismas…

Goldhagen ha hablado de la “responsabilidad individual” de todos y cada uno de los alemanes de ayer en el genocidio (por participación o por pasividad). Karl Otto Apel ha añadido la idea de una “responsabilidad heredada”, como alemán, en todo lo que su pueblo ha podido hacer (“Soy hijo de este pueblo y pertenezco a la tradición sociocultural e histórica de este pueblo… No puedo negar que soy corresponsable de lo que este pueblo haya podido hacer”). Dando un paso más, y acaso también para no satanizar en exceso a los alemanes (el Diablo no tiene patria: ya se ha globalizado), yo me permito apuntar la corresponsabilidad de todos nosotros, en tanto hombres dóciles, en el Auschwitz que ya conocemos y en los que tendremos ocasión de conocer. En la medida en que consintamos que la docilidad acampe a sus anchas en nuestro corazón y en nuestro cerebro, seremos los padres morales y los artífices difusos de todos los Holocaustos venideros…

9) Otros psicólogos, como Harry Stuck Sullivan o el americano Ralph K.White, han intentado concretar un poco más los mecanismos psíquicos que acompañan y casi definen la mencionada “parálisis” del hombre contemporáneo. Y han aludido, por ejemplo, a la autoanestesia psíquica y a la desatención selectiva.

La “autoanestesia psíquica” permite al ‘hombre civilizado’, que ya ha interiorizado unos umbrales estremecedores de contención, hacerse insensible al dolor derivado de la percepción del peligro, de la constatación de la amenaza -dolor de una comprensión de la iniquidad de lo real-, y al padecimiento complementario de la conciencia de su esclerosis (reconocimiento de aquella “falta de energía” para huir o para oponerse). Autoanestesiado, todo lo acepta: la insidia de lo de ‘afuera’ y la vergüenza de lo de ‘adentro’; las miserias de lo social y su propia miseria de ser casi vegetal, casi mineral, monstruosamente dócil. Todo se admite, a todo se insensibiliza uno, como mucho con una “ligera mezcla de resignación, miedo, impotencia y fastidio” (Lifton).

Por su parte, la “desatención selectiva”, un ‘mirar a otro lado’, ‘desconectar interesada y oportunamente’, pretensión de no-ver, no-sentir y no-percibir a pesar de todo lo que se sabe, quisiera “lavar las manos” de la parálisis y de la docilidad cuando el sujeto se enfrenta por fin a las consecuencias de su no-movilización: la atención se concentra en otro objeto, cambiamos de canal perceptivo, hacemos ‘zapping’ con nuestra conciencia. Desatención selectiva por no querer “asumir” a dónde lleva la docilidad… White señala que la “desatención selectiva” se estabiliza en algunos individuos, ampliando su campo, haciéndose casi general, a través de una sobreatención compensatoria (una atención focalizada obsesivamente sobre un único objeto, o sobre unos pocos objetos), sobreatención de índole histérico-paranoide. En el caso de los profesores, hombres normalmente dóciles, paralizados, extremadamente ‘civilizados’ (es decir, ‘autoreprimidos’), cabe observar, en efecto, cómo la “desatención selectiva” que les lleva a ‘desconectar’, a ‘no querer saber’, de su propio oficio (“el tema de la enseñanza no me interesa nada”, me han dicho a menudo), se complementa con una “sobreatención histérico-paranoide”, un centramiento desaforado y enfermizo, devorador, en algo noescolar, extraescolar, algo que de ningún modo remite o recuerda a la Escuela: sobreatención a algún ‘hobby’, a algún proyecto (construcción de una casa, preparación de un viaje, estudio de una operación económica,…), a algún interés (afectivo, o sexual, o intelectual, o…), a alguna cuestión de imagen (la línea, el cuerpo, el vestir, los signos de ostentación,…), etc. Como la “autoanestesia psíquica” no es muy efectiva en el caso de la docencia -el sujeto se expone casi a diario, y durante varias horas, a la fuente de su dolor-, la “desatención selectiva” (desinterés por la problemática escolar, en sus dimensiones sociológicas, políticas, genealógicas, ideológicas, filosóficas,…) y la “sobreatención histérico-paranoide” paralela quedan como los únicos recursos para procurar ‘sobrellevar’ la mentira de una tarea envilecedora y la conciencia de que nada se le opone, nada se trama contra ella.

10) Desde un campo muy distinto, y con unos intereses divergentes, Marcel Gauchet, analista y comentarista de ese otro “enigma”, ese otro “absoluto desconocido” (está entre nosotros, pero no sabemos con qué intenciones), que llamamos Democracia Liberal -ya he adelantado que, en mi opinión, los regímenes liberales conducen a una modalidad nueva, inédita, original, de “fascismo”-, ha pretendido asimismo arrojar alguna luz sobre este desasosegante “misterio de la docilidad contemporánea”. Gauchet parte precisamente de lo que podemos conceptuar como docilidad de la ciudadanía ante la forma política de la democracia liberal -una docilidad que no significa respaldo firme y convencido, sino mera tolerancia, aceptación desapasionada y descreída. Detecta, incluso, “un movimiento de deserción cívica de la democracia que la abstención electoral y el rechazo hacia el personal político en ejercicio está lejos de medir suficientemente”. En el momento en que el régimen demoliberal se queda sin antagonistas de peso (por la cancelación del experimento socialista en la Europa del Este), parece también que no convence a la población y que simplemente se ‘soporta’. Gauchet habla de una “formidable pérdida de sustancia de la democracia, entendida como poder de la colectividad sobre sí misma, que explica la atonía, o la depresión, que ésta sufre en medio de la victoria”. El aliento que mantiene viva la democracia no es otro que el aliento de la docilidad: como fórmula vigente, consolidada, que de todos modos “está ahí”, se admite por docilidad; pero ya no despierta ilusiones, ya no genera entusiasmo, no suscita verdaderas adhesiones, resueltas militancias. “Si está ahí, y parece que no tiene recambio, que siga estando; pero que no espere mucho de nosotros”: esto le dice el ‘hombre dócil’, todos los días, al sistema democrático… Curiosamente, la hegemonía de la cultura democrática se ha acompañado de una despolitización sin precedentes de la población.

Incapaz de “amar” o de “odiar” el sistema político imperante, inepta para “afirmar” o “negar” una fórmula de la que deserta sin acritud -o que ‘acepta’ sin convicción-, la ciudadanía de las sociedades democráticas se hunde hoy en una apatía difícil de explicar. Marcel Gauchet busca esa explicación en un terreno equidistante entre lo social y lo psicológico. Consumido en inextinguibles “conflictos interiores”, corroído por innumerables “dilemas íntimos”, atravesado por flagrantes “contradicciones”, el hombre de las democracias -sugiere Gauchet- ya no puede cuestionar nada sin cuestionarse, no puede combatir nada sin combatirse, no puede negar sin negarse. “Lo que combato, yo también lo soy (o lo seré, o lo he sido)”. De mil maneras diversas el hombre contemporáneo se ha involucrado en la reproducción del Sistema; y obstaculizar o torpedear esa reproducción equivale a obstaculizar o torpedear su propia subsistencia. Gauchet menciona el atascamiento, la inmovilización, que se sigue de esos “imposibles arbitrajes internos”, de esas “perplejidades desorientadoras”, de esos “torturantes dilemas” de cada sujeto consigo mismo. Entre estas contradicciones paralizantes encontramos, por ejemplo, la de aquellos críticos del Estado y del autoritarismo que se ganan la vida como funcionarios o insertos en un aparato o en una institución de estructura autoritaria; la de los enemigos del Mercado y del Consumo que se aficionan a los “mercados alternativos” y a un consumo de élites, de privilegiados (artículos ‘bio’, o ‘eco’, o ‘artesanales’, o de ‘comercio justo’, o…); la de los padres de familia ‘antifamiliaristas’; la de los “defensores de la libertad de las mujeres” enfermos de celos cuando sus mujeres quieren hacer uso de esa libertad ‘con otros’; la de los antirracistas que no terminan de ‘fiarse’ de los gitanos; etc., etc., etc. La lista es interminable, y ninguno de nosotros deja de aparecer entre los afectados…

Sólo se puede luchar de verdad desde una cierta coherencia, desde una relativa pureza; si se consigue que nos instalemos en la inconsecuencia y en la culpabilidad, se nos habrá desarmado como luchadores, se nos habrá desacreditado ante los demás y ante nosotros mismos, se habrá dejado caer sobre nuestra praxis el anatema de la impostura, de la doblez, de la falsía. Por otro lado, “asumidas” dos o tres contradicciones, se pueden asumir todas; cerrados los ojos a dos o tres pequeñas miserias íntimas, se pueden cerrar a la miseria total que nos constituye. La docilidad del hombre contemporáneo se alimenta, sin duda, de este juego paralizador de las contradicciones personales, de este astillamiento del ser a golpes de complicidad y culpabilidad. El individuo que se sabe culpable, cómplice, apoyo y resorte de la iniquidad o de la opresión, dócil por no poder rebelarse contra nada sin rebelarse contra sí mismo, no encuentra para sus conflictos interiores otra salida que la seudo-solución del “cinismo” (percibir la incoherencia y seguir adelante) o la huida hacia ninguna parte de la “negativa a pensar”, del vitalismo ciego, amargo, del sensualismo desesperado… No sé si con estas observaciones de Gauchet, sumadas a las de Dreitzel y otros, el “enigma de la docilidad” se hace un poco menos opaco, un poco menos abstruso. Desde luego, no son suficientes…

11) Algunos autores asumen esta docilidad de la ciudadanía contemporánea como un hecho incontestable, un factor siempre operante; una realidad casi material que han de incorporar a sus análisis, pero sin ser analizada en sí misma; evidencia que ayuda a explicar muchas cosas, aunque permaneciendo de algún modo inexplicada (¿inexplicable?); cifra de no pocos procesos actuales, que no se sabe muy bien de dónde procede o a qué responde. Calvo Ortega, abordando cuestiones de educación, subraya, en esa línea, el “enorme automatismo del comportamiento social”; y M. Ilardi ha apuntado el “fin de lo social” como cancelación de toda forma de apertura insubordinada al Sistema…

Yo, que tampoco hallo muchas explicaciones a esta faceta dócil del hombre de las democracias, y que me resisto a esquivar el problema mediante la apelación a “conceptos-fetiche” (el concepto de alienación, por ejemplo), quiero remarcar no obstante la responsabilidad de la Escuela en la forja y reproducción de esa rara aquiescencia. Estimo que se está diseñando una “nueva” Escuela para reasegurar la mencionada docilidad, hacerla compatible con un exterminio global de la Diferencia y sentar las bases de una forma política inédita que convertirá a cada hombre en un policía de sí mismo (“neofascismo” o “posdemocracia”). Junto a la docilidad de las gentes, la disolución de la “diferencia” en irrelevante “diversidad” prepara el camino de ese Sistema. Y la Escuela está ya allanando las vías…


Capítulo (1) LOS HOMBRES “DÓCILES”: ‘ASPIRANTES TAIMADOS A LA DIGNIDAD DE MONSTRUOS’ de su libro El Enigma de la Docilidad (Virus Editorial, Barcelona, 2005)