Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

martes, junio 29

Tengo un coño que me tapa toda la cara

 

No nacemos hombres ni mujeres: venimos al mundo con unos genitales sobre los que se inscribirá todo el orden de lo simbólico, unos enunciados que afirman ser meramente descriptivos cuando son en realidad performativos. 

 

Que la mujer no nace, sino que se hace, lo sabemos desde que Simone de Beauvoir publicó El segundo sexo en 1949. No nacemos hombres ni mujeres, sólo venimos al mundo con unos genitales sobre los que se inscribirá todo el orden de lo simbólico, unos enunciados que afirman ser meramente descriptivos cuando son en realidad performativos. Nos agujerean las orejas, nos nominan en femenino o masculino, nos acarician o nos dejan llorar para hacernos fuertes, nos llaman “princesas” para que años más tarde nos puedan llamar “putas”, nos cortan el pelo o nos lo dejan crecer lánguido y largo, elogian nuestra feminidad todavía púber, enseñan a los niños a ser agresivos y competitivos, a que les gusten los deportes y gocen ganando, y a las niñas a ser objeto del deseo de estos atletas imberbes para que puedan vencer también mediante la sumisión, pero de modo más estratégico. Nos feminizan y nos masculinizan a golpes de consignas, elogios y humillaciones. En este reparto de lo sensible, como diría Rancière, la dominación está asegurada, pero aquí, como en cualquier lugar, el amo se vuelve también esclavo. No sólo porque, como escribe Virginie Despentes, “el cuerpo de las mujeres solo pertenece a los hombres para contrarrestar el hecho de que los cuerpos de los hombres pertenecen a la producción, en tiempos de paz, y al Estado, en tiempos de guerra" (Despentes, 2018: 37), sino también porque ambos se vuelven esclavos de su deseo, del deseo que no son.

Los hombres querrían triunfar, como aprendieron a hacerlo en el campo de fútbol de la escuela, y poseer una o muchas mujeres que les recuerden constantemente su reino, tanto da si son putas, amantes, jovencitas o abnegadas madres, tanto da si el campo de fútbol del patio de la escuela se ha convertido ahora en empresa, literatura, arte o universidad. Las mujeres desarrollan el gusto por la sumisión, se vuelven esencialmente masoquistas. Quieren encarnar el ideal que la masculinidad ha preparado para ellas. Dulces, misteriosas, vulnerables, bellas y jóvenes, inalcanzables en su feminidad, suficientemente inteligentes para sostener el monólogo de los hombres al que, por educación, llamaremos conversación, pero no tanto como para subvertir de raíz los términos del diálogo. Se sienten realizadas al ser víctimas preferenciales, arruinadas como mujeres al ser rechazadas. Se pasan la vida tratando de gustar a los hombres. Incluso si son exitosas en sus campos profesionales piden perdón en la cama sometiéndose a los códigos binarios que atraviesan la más secreta intimidad. Sucede que la cultura deviene naturaleza, que como decía Valéry, “lo más profundo está en la piel”, y nuestros cuerpos dóciles a la sumisión y al mandato expresan en la intimidad la situación de dominio social y económico a la que estamos todos sometidos.

Nada es natural ni biológico. La mujeres no estamos hechas para gustar, ni los hombres para ganar. Si “no hay relación sexual”, como afirma Lacan, no es porque la comunicación no sea posible y cada cual haga el amor con su fantasma edípico, sino porque entre amo y esclavo nunca hubo relación, aún menos entre esclavos que necesitan creer que son amos cuando es ya demasiado evidente que no lo son. Obtener, a través de las relaciones sexuales, el reconocimiento del personaje que creemos encarnar cuando hemos asimilado hasta los huesos la heterosexualidad normativa, esa trama cultural y política de desigualdad y descarga, quizás nos sea de ayuda para reforzar el ego que necesitamos para sobrevivir en este capitalismo de emprendedores neoliberales, pero lo que es seguro es que no hay relación con el otro. No la hay ni siquiera con nosotros mismos.

Más allá del feminismo de la igualdad y del feminismo de la diferencia

Es por ello que tanto el feminismo de la igualdad como el de la diferencia fracasan en este punto. Empoderarse, llegar a ser iguales que los hombres, con los mismos derechos y capacidades, como quería Beauvoir, es seguramente más justo que asumir la sujeción, pero no cambia nada en el reparto de la dominación. Nos masculinizamos, aprendemos a hablar la lengua de los hombres, se llamen Žižek, Lacan o Derrida, obtenemos reconocimiento, en la cama exigimos tener orgasmos, pagamos para que las tareas domésticas las hagan otras mujeres, inmigrantes y racializadas. Importa poco aquí quién lleva el falo. El falo seguirá reinando y el poder sólo ganará más adeptos. “Añadir mujeres y batir”, ironizaba Fox Keller, para describir esta situación de falsa emancipación. Agregamos a las instituciones la cuota de mujeres políticamente correcta y hacemos que el falocentrismo siga funcionando como si nada hubiera ocurrido.

El feminismo de la diferencia (Irigaray, Cavarero…), por el contrario, quisiera que algo cambiase de veras por una vez. Imprimir en la escritura, el saber, la sociedad, las instituciones, las relaciones en general, el punto de vista de las mujeres. El gusto por el cuidado del otro, la maternidad, el hecho diferencial biológico, o bien una historia compartida de dominación, devienen así los criterios para feminizar la sociedad, para desplazar esta mirada androcentrada que todo lo ordena. Nuestra historia literaria, filosófica, científica, cultural, artística es una historia de hombres que se relatan a sí mismos, que se felicitan. Dicen que les gustan las mujeres, pero sólo como otro, como no-todo, como musas, como madres y proletariado que les cuidan los hijos, como ocasión para su productividad, tradicionalmente mediante la melancolía y el amor o desamor romántico, de ahí que revindiquen el sufrimiento como parte de él. De eso se alimentan los creadores. Se congratulan, se lamen las heridas, se animan los unos a los otros, “se aman entre ellos” (Despentes, 2018: 145).

Las violaciones colectivas no evidencian sino cómo les gusta contemplarse los unos a los otros: fuertes, erectos, agresivos, dominadores hasta el paroxismo. El otro, la víctima de turno, es sólo un pretexto para escenificar su narcicismo. Por otra parte, los más concienciados “ayudan” en casa, y fuera dejan que las mujeres trabajen su relato silenciado: que lean a otras mujeres, que rehagan su historia, que estudien filósofas, científicas, artistas, activistas que no han tenido lugar en la narrativa hegemónica androcentrada. Los estudios de género se financian y tienen su lugar en el mercado, su pequeño espacio académico y su estantería en las librerías. Mientras tanto, los hombres siguen haciendo filosofía, historia, política y ciencia de la seria, y las mujeres dejan de molestar dedicadas como están a “sus labores”, ahora feministas.

En este sentido, resulta trivial la disputa entre el constructivismo y el esencialismo. Cuenta poco si somos mujeres porque tenemos vagina y por lo tanto la posibilidad de ser madres o si lo somos porque compartimos una historia de dominación. El caso es que la diferencia sexual acaba siendo identitaria y crea comunidad. Nos defendemos de la dominación desde el lugar mismo que nos ha sido asignado por el enemigo. Condenadas a debatirnos entre la masculinización colaboracionista y la afirmación de una identidad femenina impuesta por el otro, es necesario en este punto preguntarse por qué a la diferencia sexual la llaman diferencia cuando en realidad quieren decir identidad.

La otra diferenzia

En el vértice de esta aporía es donde la perspectiva de la deconstrucción me parece del todo necesaria. Desde su primera conferencia sobre La Différance dictada en 1968 hasta su seminario Geschlecht III, la cuestión de la diferencia, y por lo tanto, de la diferencia sexual, transita toda la obra de Derrida. La diferencia, para Derrida, no ha sido nunca la diferencia entre dos identidades. En todas las polaridades metafísicas (esencia/apariencia, cultura/naturaleza, hombre/animal, racional/irracional, logos/escritura o masculino/femenino, que es la que nos ocupa aquí), la diferencia no señala nunca la oposición, como sí querría hacerlo la idea misma de diferencia sexual que se enarbola. Es, por el contrario, el primer término de la oposición el que necesita afirmar su identidad para jerarquizar y diferenciarse de aquello que lo podría contaminar y, por tanto, poner en cuestión su dominio. El temor de la masculinidad a la homosexualidad no habla sino de esto.

Desde este punto de vista, aunque pueda molestar, no hay diferencia entre masculino y femenino. Es la masculinidad, en su necesidad de afirmarse pura y diferenciarse la que inventa la diferencia sexual, tal como es la humanidad del hombre la que se esfuerza sin éxito por distinguirse de la animalidad. Aquello que Derrida nombre diferenzia, que escribiremos con “z” en lugar de “c” para mantener la homofonía con la que juega, señala justo la imposibilidad de toda identidad. La différance, que Derrida escribe incorrectamente con “a”, designa a nivel espacial un diferir entre cosas, un no ser igual, pero sobre todo, en su dimensión temporal, la diferencia difiere, se da para más tarde, siempre a través de un rodeo que no llega jamás al éxtasis de la presencia inmediata. Différance, con “a”, como diferencia con “z”, señala también algo esencial en la crítica a la crítica tradicional a la escritura (logocentrismo) que Derrida lleva a cabo, y es que la diferencia entre “diferenzia” y “diferencia” con “c” sólo es legible, sólo se da en el texto, del mismo modo que la masculinidad sólo se afirma en los cuerpos de las mujeres.

Pronunciados en voz alta los dos términos dicen lo mismo, pero escritos y leídos dicen otra cosa. La diferencia con “z” dice que identidad no hay, que no hay masculinidad, ni humanidad, ni ninguna esencia que no se haya tenido que afirmar pasando a través de su contrario. ¿Qué sería del hombre sin la invención de la feminidad? ¿Qué sería del pensamiento, del logos, si no fuese por su rodeo estructural y necesario a través de la escritura, de aquello que ciencia y filosofía rechazan por literario, desearían no tener que necesitar, pero sin lo cual no serían posibles? Y sin embargo, la masculinidad, la humanidad, el pensamiento, las ideas y las esencias, no se dan jamás en presente. Nadie encarna la masculinidad porque en el lugar donde quisiéramos hallar su esencia sólo encontramos diferencia, un diferir consigo mismo, un aplazamiento irremediable. Las esencias, las identidades, los modelos, son un mito filosófico que se ha vuelto político. Nos matamos demasiado para ser hombres, mujeres, racionales, civilizados, porque no soportamos la contaminación con aquello que desearíamos desterrar y que hemos inventado para no tener que enfrentarnos a la indecibilidad.

Cuando Derrida aborda la cuestión de la diferencia sexual, esto es, de lo que a partir de ahora podemos llamar ya identidad sexual, en textos como La ley del género (1986), Éperons (1978) o Geschlecht (1987), lo hace siempre para poner en cuestión este binarismo que nos amordaza. El género es la ley, sea éste sexual o literario. “Debes, no debes, dice el género” (Derrida, 1986: 234). La biopolítica, nos lo habrá enseñado Foucault, habrá consistido en la invención de la sexualidad a partir del siglo XIX, en la obligación de identificarnos en función de nuestra orientación sexual o de patologizarnos a causa de nuestra desorientación. La medicina, la psicología, el discurso jurídico y científico habrán contribuido a una normalización generalizada que no pasa únicamente por la heterosexualidad normativa sino por la clasificación y la identificación con nosotros mismos, de forma obligada, en virtud de nuestras prácticas y preferencias sexuales. La sexualidad es la norma, sea normativa o no. Heterosexuales, homosexuales, trans, queer… cumplimos con la norma desde el momento en que nos sentimos pertenecer a un género.

 No sé pertenecer a ningún género

“No sé pertenecer a ningún género”, tal como dice Derrida a propósito de la literatura, sería quizás el mejor revulsivo para aquel grito de Virginie Despentes: “tengo un coño que me tapa toda la cara” (2018: 123). Con este grito, Despentes denuncia la identificación a la que estamos sometidas por el simple hecho de tener vagina, así como la violencia, la humillación y la sumisión que se deriva de ello. Sin duda, la denuncia debe seguir vigente porque la situación de desigualdad y violencia es demasiado flagrante. Pero de nada nos valdrá si no deconstruimos a la vez todas las identificaciones de género, y en primer término la de la masculinidad —que de otra parte nadie encarna ni debería desearlo— en la medida en que es la que ordena y genera este binarismo que humilla, explota y mata. No querer pertenecer a ningún género, justo porque no se puede, porque la ley y la norma exigen una identificación imposible y de cabo a rabo ficticia, sería la afirmación de una verdadera diferencia, de una diferencia sexual “que no estuviera ya sellada por el dos” (Derrida, 1992: 115). Quizás, no ya una diferencia sexual sino una sexualidad diferenciándose a cada encuentro, sea con alguien del sexo opuesto o no.

 Feministas, ¡un esfuerzo más!

Aprender a desidentificarse, a relacionarse con el otro desde la diferenzia, es el único modo de dejarse afectar sin sumisión estratégica y sin tratar al otro como objeto de deseo preformado. “A cada cual sus n sexos”, decían Deleuze y Guattari. A cada cual su trabajo de deconstrucción del género para que la relación sexual sea un acontecimiento a celebrar en lugar de un mero intercambio de descargas y beneficios simbólicos.

Desde este punto de vista el feminismo, sin duda, no saldrá indemne, pero tampoco dejará de ser vindicado, sino que la feminidad de lo femenino ya no estará aquí asegurada. O mejor, que la feminidad consiste justamente en el desplazamiento de la polaridad, en el abandono del mundo de las esencias, en la ironía ante las seguridades de los hombres de ciencia que todo lo ordenan, tal y como Derrida habrá leído en un cierto Nietzsche. La ausencia de verdad, de identidad, en Nietzsche, tiene nombre de mujer (Derrida, 1978-79: 52). Es una cierta idea de la feminidad, dionisíaca y danzante, transgresora y fronteriza, la que permite ir más allá de la masculina locura clasificatoria. Un archi-femenino sería, en este sentido, tan reclamable como la archi-escritura. De esta mujer que ya no es sólo mujer, Helène Cixous, también da cuenta cuando escribe:

Pero sé por experiencia (sólo sé después de la experiencia, es decir, después de error) que con frecuencia una mujer no es un mujer, ni un hombre, un hombre, que con frecuencia una mujer, un hombre, es un conjunto de X elementos. Conozco una mujer que a la segunda ojeada es un conjunto de cinco niños y una niña. En cuanto a las ojeadas siguientes… No sé quién es mi conjunto. ¿Quiénes son yo? ¿Pretendo que mi soy-yo es mayoritariamente mujer? Experimento una sensación inquietante cuando hablo de estos conjuntos. Me parece que en la escena político-social de hoy día son sobre todo las mujeres, más que los hombres, los que son conjuntos ocupados, poblados, naturalizados, injertados, por una cierta cantidad de partes del otro, y que gran parte de los hombres están ocupados por elementos mayoritariamente masculinos (Cixous, 2005: 224).

Las mujeres, sobre todo, son las que se perciben como conjuntos ocupados, las más proclives abandonar las falsas identificaciones de género, las más dispuestas a dejarse sentir y ser afectadas. Lo hemos aprendido a base de golpes. No hay nada natural en todo esto. Si el feminismo debe ser todavía reivindicable no será ya para colaborar con el sistema a fuerza de masculinización, ni para atrincherarse en una identidad que crea comunidad pero que nos sitúa en el lugar mismo en el que nos ha dispuesto el adversario, sino para hacerlos estallar desde dentro. Que no somos nada sino deseo de alteración y experiencia, más allá de todo código y de todo género, quizás serán las mujeres quienes nos lo enseñen, quienes lo enseñen también a los hombres que no soportan ya más las exigencias a las que los constriñe su masculinidad impuesta. Nos jugamos en ello nuestras relaciones más íntimas, que son también políticas, y tal vez matriz de toda relación con el otro. Llegará un día en que gracias al influjo de estas mujeres que ya no lo son, si acaso cinco niños y una niña a la segunda ojeada, gracias a su sentimiento inquietante de no saber pertenecer a ningún género, nos avergonzaremos de haber exhibido cuerpos de mujer en los anuncios publicitarios, de haberlos prostituido, tanto fuera como dentro del matrimonio, de haberlos vejado con tanta impunidad. Tal como hoy no osamos siquiera recordar que hace sólo unos pocos años, justo hasta la fecha de unas esplendorosas olimpiadas, tuvimos a un hombre negro disecado y expuesto en un museo de Barcelona.

 

Obras citadas en el texto:

— Derrida, J., (1984b), “La loi du genre”, en Parages, Galilée, Paris, pp. 249-287.
— Derrida, J, (1984a), Otobiographies. L’enseignement de Nietzsche et la politique du nom propre, Galilée, Paris.
— Derrida, J. (2008), “Coreografías”, Lectora 14, pp. 157-172.
— Cixous, H. (2005), “Cuentos de la diferencia sexual”, Lectora 21, pp. 209-231.
— Despentes, V. (2006), Teoria King Kong, L’altra Editorial, Barcelona.

La versión completa de este texto se puede encontrar en el libro de Laura Llevadot: Jacques Derrida. Democracia y soberanía, Gedisa, Barcelona, 2020.

 

Laura Llevadot   

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sábado, junio 26

Cuando desollasteis al gato negro...

 


Cuando desollasteis al gato negro

hubiera bastado para hacer la revolución.



Cuando acusasteis de bruja a la anciana

hubiera bastado para hacer la revolución.



Cuando quemasteis aquel bosque

hubiera bastado para hacer la revolución.



Cuando la mujer abortó por vuestras patadas

hubiera bastado para hacer la revolución.



Cuando colgasteis del árbol al negro

hubiera bastado para hacer la revolución.



Cuando arrancasteis la uña del meñique

hubiera bastado para hacer la revolución.



Cuando os quedasteis mirando la agonía

hubiera bastado para hacer la revolución.



Cuando sonreísteis al recibir el soborno

hubiera bastado para hacer la revolución.



Cuando lanzasteis la bomba número uno

hubiera bastado para hacer la revolución



Ahora el estupor nos impide calcular

cuál sería vuestro merecido

y nuestro resarcimiento.

 

Ana Pérez Cañamares. Economía de guerra. 

miércoles, junio 23

Respetar el derecho a vivir libres


El día 8 de abril, la organización Cruelty Free International hizo pública una investigación llevada a cabo en el laboratorio de experimentación animal Vivotecnia, en Madrid. Gracias a esta, salieron a la luz las prácticas vejatorias, el maltrato y la crueldad que pueden tener lugar en las instalaciones de este tipo de empresas. El laboratorio fue denunciado y obligado a cesar su actividad mientras las autoridades realizan su propia investigación.

Gran parte de la sociedad condenó las acciones expuestas. Se organizaron alrededor de 20 manifestaciones en varias ciudades del estado español durante dos fines de semana para exigir la liberación de los animales. Cientos de personas acudieron a las protestas y consiguieron hacer visible la indignación y la voluntad de luchar por los derechos de los animales. Gracias a la difusión de los hechos a través de las redes sociales y gracias también a la cobertura mediática de la noticia, se ha cuestionado la supuesta necesidad de experimentar con animales en laboratorios.

Puede que el ensañamiento revelado en el vídeo de Vivotecnia no se dé en todas partes, pero es innegable que la experimentación animal implica sufrimiento y que las condiciones de bienestar son inaplicables. No hay manera de hacer enfermar o padecer una dolencia física o psicológica a un animal sin que este sufra. Los animales son conscientes de todo lo que les sucede; sienten dolor, se estresan, se alegran, se entristecen e incluso son capaces de dejarse morir ante situaciones que ya no pueden aguantar más. Se sabe de gatos en protectoras que no superan un abandono, no se adaptan a su espacio y dejan de comer arrinconados y hundidos en una depresión letal.

Imaginemos lo que debe sufrir un animal en un laboratorio. Encerrados de por vida en espacios o jaulas pequeños, sin paseos al aire libre, sin establecer vínculos con sus semejantes o con los humanos que se limitan a manipularlos con mayor o menor cuidado para causarles dolor a corto o largo plazo. Sin entender por qué están allí ni por qué les tratan de esa manera. Sin saber que nada de lo que hagan o intenten cambiará sus circunstancias.

Es un infierno innecesario que se ha convertido en un negocio más a costa de miles de vidas. La experimentación animal actualmente no está justificada bajo ningún concepto. Se llevan a cabo pruebas de productos cosméticos y de limpieza con el único objetivo de comprobar los límites de su toxicidad. En cuanto a los fines médicos, según un estudio de Doctors Against Animal Experiments: “Entre el 92,5% y el 95% de todos los medicamentos que resultan ser efectivos en estudios animales fracasan en las posteriores fases clínicas 1 a 3 en humanos. Esto es debido a que o bien no funcionan o bien causan efectos secundarios graves”.

En el año 2018, un grupo de investigadoras hizo pública una recopilación exhaustiva de todas las autoridades, centros de investigación, organizaciones de derechos animales, bases de datos y revistas académicas que informan, apoyan y se centran en métodos alternativos a la vivisección. En 2019, la Cátedra de Investigación Animales y Sociedad de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid publicó un artículo en el que presentaba algunas alternativas a la experimentación animal ya existentes.

En 2020, más de 70 profesionales de la comunidad científica hicieron pública una carta en la que reclaman “un cambio de mentalidad y un calendario preciso para cambiar las regulaciones y poder acelerar el desarrollo de los medicamentos que tienen más posibilidades de ser más seguros, más efectivos y más baratos sin el uso de animales”. Señalan que el hecho de que se probaran vacunas para la COVID-19 directamente en humanos debería sentar un precedente. Además, a raíz de los hechos denunciados en Vivotecnia, la Red Española para el Desarrollo de Métodos Alternativos a la Experimentación Animal (REMA) envió un manifiesto al Gobierno español en el que solicitan la inversión y el paso hacia métodos de investigación sin animales.

Por otro lado, como individuos que vivimos en sociedad deberíamos reflexionar sobre los comportamientos humanos dentro del laboratorio Vivotecnia que han sido expuestos en la misma investigación. ¿Por qué hay personas capaces de ejercer tanta violencia y mostrar tanto desprecio hacia unos animales cuyas vidas tienen en sus manos?

En una sociedad especista, muchas personas maltratan e incluso matan a animales que no son humanos simplemente porque los consideran inferiores. La mayoría de especies animales son consideradas como objetos que pueden ser usados para extraer un beneficio. Muchas personas abusan de quienes perciben como más débiles o menos inteligentes. Proceden de forma muy similar cuando condenan consciente o inconscientemente a otras personas que no piensan, no son o no viven como ellas. Pruebas de ello son el racismo, el sexismo y la discriminación física que sufren muchos individuos a diario.

Otro factor que contribuye a la violencia y la normaliza son las prácticas de tortura animal que son legales, pero nos anulan la empatía. Es decir, la tauromaquia, la caza, la explotación ganadera y los mataderos. Desgraciadamente, es habitual encontrar en las redes fotos de cazadores con la misma actitud burlesca y cruel que vemos en el vídeo de Vivotecnia; así como escenas denunciadas por varios investigadores en mataderos de todo el mundo.

Podemos decir que en nuestra sociedad no se condena la violencia ni se educa en el respeto hacia los demás. Siguen habiendo feminicidios, violaciones, acoso, bullying, pederastia y más maltratos. Parece que se acepte el abuso de poder como método para alcanzar metas, riqueza o cualquier cosa que nos apetezca llamar felicidad.

La experimentación animal y el caso de Vivotecnia ponen de manifiesto que nuestra crueldad no tiene límites cuando convertimos la violencia en una forma de explotación para obtener beneficios. Conseguir la liberación de los animales encerrados en ese laboratorio y la implantación de métodos de experimentación alternativos no acabará con estos defectos en nuestra sociedad.

Es necesario rechazar todas las demás formas de violencia injustificada. Es hora de admitir que los animales de otras especies tienen conciencia e intereses, son individuos. Cada animal tiene una manera de ser única, al igual que no hay dos seres humanos iguales. No es justo que a algunos les tratemos como si fuesen una masa inanimada de la que aprovecharnos, porque no lo son. Son seres vivos que tienen la capacidad de sentir, como cualquier humano o humana.

No se trata de que todas las personas amen a todos los animales. No hace falta amarles para exigir su derecho a vivir libres. Tampoco amamos a todos los seres humanos, pero les debemos respeto y defendemos sus derechos cuando estos son amenazados o les son arrebatados.

Cuestionarse hábitos y costumbres requiere valor. Pero es algo que podemos hacer individualmente para tomar decisiones y conseguir una sociedad más amable, más sana y menos agresiva en un mundo más sostenible. Aceptar que podemos vivir sin consumir carne ni productos de origen animal es un acto revolucionario. Dejar de apoyar la explotación animal en todas sus formas puede ser el camino hacia un nuevo concepto de igualdad y de justicia que proteja a todos los seres vivos del planeta.

No estamos obligados a criar, torturar y matar animales. Hay infinitas formas de ser felices respetando el derecho de todos y de todas a vivir libres. Hoy en día existen alternativas para todo y para todas las personas. La información es poder y está a nuestro alcance. Resolvamos dudas y veremos que vale la pena apostar por una relación de respeto incondicional y desinteresado hacia los demás, sean de la especie que sean. Cada vida cuenta, cada acción cambia nuestro mundo.

 

Laura Muñoz

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domingo, junio 20

Razones para el rebrote de las ideas anarquistas en el S. XXI


A pesar de los esfuerzos del sistema, el Capital, el Estado y las ideologías dominantes por erradicar, controlar, domesticar y someter las ideas libertarias y la intervención social del anarquismo, éste vuelve a fluir entre las personas, en sus reacciones personales y en las comunidades más básicas de La sociabilidad. Como señala Vanina Escales al reseñar el libro de Tomás Ibáñez Actualidad del Anarquismo (2007), “Frente a las costras de la quietud, el anarquismo toma las formas del agua; inventa su curso frente a los obstáculos, se moviliza y embiste contra las manifestaciones de la dominación”.

Ciertamente estamos en un período de pensamiento único, como ni se atrevieron a pensar George Orwell o Aldous Huxley cuando imaginaron sus sociedades distópicas pero el camino hacia la transformación social por el que transita la humanidad desde hace miles de años no se ha acabado porque la vida se va abriendo camino y el anarquismo es vida. Es la hora del anarquismo, del movimiento libertario como catalizador de la resistencia y los síntomas para hacer esta afirmación son muchos.

Desde el punto de vista de las ideologías, el capitalismo productivo, empresarial e industrial que generaba cierto “estado de Bienestar” en las sociedades desarrolladas y occidentales desde la II Guerra Mundial, ha evolucionado al capitalismo financiero, especulativo y globalizado, como analiza Antonio Galeote en el artículo “Vigencia del Anarquismo” [http://periodicoellibertario.blogspot.com/2018/04/vigencia-del-anarquismo.html].

Estamos ante la última fase evolutiva del capitalismo que está significando importantes cambios ideológicos al apostar por el fin de las ideologías, que habían estado encargadas de gestionar el capitalismo clásico y por la implantación del pensamiento único.

Con la globalización y la financiarización, el capitalismo está exterminando a la clase media, lo que supone el fracaso de la ideología socialdemócrata como herramienta al servicio de la gestión económica del capital ya que el capitalismo puede prescindir de sus contrarrevolucionarios servicios.

Por otra parte, el fin del capitalismo de Estado o comunismo de Estado centralista y corrupto que hizo aguas con la fulminante debacle de la Unión Soviética y la caida del Muro de Berlín, representó el descrédito absoluto de las “ideas de izquierda” entre las clases más populares. El camino quedo expedito para que la expansión sin límites del modelo único neoliberal y capitalista se aplicase en EEUU, Europa, Rusia o China y con matices más totalitarios en Cuba o Venezuela.

También asistimos a la drástica reducción de los derechos laborales, la institucionalización y burocratización del sindicalismo al servicio del sistema, el arraigo y re-creación cultural entre la población de contravalores como la violencia, el egoísmo, la insolidaridad, el individualismo o el darwinismo social.

La reacción a este proceso desideologizador ha provocado el surgimiento de dos posiciones contrapuestas. Por una parte, la aparición de populismos con sistemas políticos y personajes individualistas, ególatras, caudillos imperialistas, nacionalistas, racistas, xenófobos, supremacistas, androcéntricos y misóginos patriarcales como Donald Trump, Matteo Salvini, Jair Bolsonaras, Marine Le Pen, Boris Johnson… Y al mismo tiempo, el rebrote del movimiento anarquista con sus señas de identidad revitalizadas y las prácticas libertarias revitalizadas para protagonizar la resistencia, la subversión, la lucha contra esa nueva, implacable y atroz dominación que representa el capitalismo del siglo XXI.

Las ideologías, excepto la anarquista o libertaria, conviven, mejoran o propician el capitalismo y el Estado (neoliberal, socialdemócrata, centralista, totalitario, nacionalista o populista) mientras que el anarquismo cuestiona todas las opciones y opta por una crítica radical y racional tanto al capitalismo como el Estado.

Otro elemento que ha propiciado el resurgir del anarquismo de forma renovada son las Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación, al posibilitar prescindir de estructuras jerarquizadas y favorecer los procesos de autoorganización, aunque en este caso también hay que tener en cuenta la perversidad de dichas tecnologías para controlar a toda la humanidad, ya sea generando ciberdependencia o como nos enseñaron Julian Assange con Wikileaks o Edward Snowden y la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos.

Tambien propicia el rebrote anarquista, la sobredosis de control y reglamentación a la que está siendo sometida la población, cínicamente, en beneficio de nuestra seguridad pero a costa de la libertad.

Existen pues síntomas claros de que el anarquismo se está abriendo paso, que se detectan influencias positivas en este siglo XXI. Uno de ellos es la ingente cantidad de autores, autoras, libros, publicaciones… que abordan la temática anarquista ya sea desde el activismo, el ensayo (Comité Invisible, Daniel Colson, Peter Gelderloos, Uri Gordon, David Graeber, Tomás Ibáñez, Nelson Méndez, Frank Mintz, Carlos Taibo, John Zerzan…) o la historia (Julián Casanova, Agustín Guillamón, Chris Ealham, Dolors Marin, Julián Vadillo, Laura Vicente…), lo que representa, sin lugar a dudas, el interés creciente de la sociedad sobre esta opción político social.


                                                                  Jacinto Ceacero

Este texto es parte de un artículo más extenso titulado “El anarquismo se abre camino en la sociedad del siglo XXI”, originalmente publicado en la revista Libre Pensamiento # 100, Madrid, otoño 2019.

jueves, junio 17

Negras tormentas

 


Negras tormentas agitan los aires… decía la mítica canción, y en efecto así fue. Una pesada chapa de plomo y de dolor se abatió sobre todo el país para sofocar la utopía que había animado al pueblo a tomar la calle y a levantar barricadas contra la barbarie. La distopía, el negro futuro que se vislumbraba en aquella canción, no tenía porque ser muy detallada ni dibujada con gran precisión, su sentido se manifestaba escueta y brutalmente en el infame grito atribuido, con razón o sin ella, a Millán Astray ¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!

La lucha entre aquella utopía que pudo llegar a ser, y que incluso lo consiguió fugazmente, y la siniestra distopía que por desgracia se hizo real durante tan largo sufrimiento, deja bien patente la importancia de fomentar, de cuidar, de cultivar la utopía para plantar cara a esas negras tormentas que desde los inicios de la humanidad no dejan de ensombrecer su vida.

Ahora bien, ocurre que, por momentos, la nítida distinción entre utopías y distopías se torna borrosa y se difumina. Algunas utopías, cortadas por el mismo patrón que diseñó Tomás Moro, el padre de las utopías modernas, dibujan con tal precisión idílicas sociedades, que la prometida felicidad se asemeja más a la de un pájaro en rígida jaula de hierro que a la de una golondrina surcando libremente los cielos. No en vano Moro encerraba su utopía en una isla cuyo nombre adquirió rango de epónimo. Con su afán de perfección los modelos sociales ofrecidos por esas utopías acabarían por configurar, incluso si tienen tonalidades libertarias, la más horrenda de las distopias, que no es otra que la de un mundo exento de libertad y donde no quepa ni siquiera el concepto de esta.

Antes de abordar la más amenazadora de las actuales distopías quisiera precisar que más que acoger las utopías como bellos productos hechos para alimentar los sueños, es preciso hacer de ellas acicates para la acción. En lugar de disfrutar con la contemplación de un mundo ideal, lo que se requiere es poner las utopías en acción, enraizarlas en el presente y que hagan cosas aquí y ahora. Además, para evitar que la utopía acabe por cercenar la libertad es necesario restar precisión a sus propuestas para que dejen plenamente abiertas las puertas a la improvisación, a la autonomía y a la libre creatividad social.

El genero literario de la ciencia ficción abunda en relatos donde el poder de la imaginación crea prefiguraciones de lo que más tarde se materializará, y eso nos informa de paso sobre los temores y las fantasías que agitan las épocas en la que nacen dichos relatos. La ciencia ficción inspira angustiosas distopías, y parece que una de las mas preocupantes es actualmente la que gira, explicita o implícitamente, en torno al concepto de singularidad, es decir al preciso momento en el cual la inteligencia artificial superará nuestras capacidades cognitivas y escapará de nuestro control. Es obvio que ese tipo de distopía se sustenta sobre la enorme innovación que ha supuesto la revolución informática en el ámbito de las milenarias tecnologías de la inteligencia

Hoy, sin embargo, no son las consecuencias de la informatización generalizada del mundo las que nutren la principal distopía, sino que el más acuciante de los relatos catastrofistas está protagonizado por la colapsología. El temor a que las condiciones de vida en el planeta se deterioren al punto de amenazar la supervivencia de la especie humana, o incluso, mas genéricamente, la propia vida, tanto animal como vegetal, y hasta la existencia de la Tierra. La actual pandemia ha aportado un ingrediente suplementario al dramatismo de ese escenario, apuntando al ecocidio como uno de los factores, si no el principal, de la expansión del actual coronavirus y de todos los que, sin duda, le sucederán.

No cabe duda de que la degradación medioambiental constituye un enorme peligro, y que la movilización popular en su contra es indispensable. Ahora bien, también se puede apreciar cómo esa distopía orienta la respuesta de las poblaciones hacia la defensa de la vida en su acepción más biológica, no eliminando, pero sí dejando en un segundo plano lo que hace que valoremos la vida, por ejemplo, la defensa de la-libertad-en-la-igualdad. Quede claro que no estoy insinuando que no hay que defender la vida, es obvio que sin vida ni hay libertad ni hay literalmente nada, pero sin libertad tampoco hay, para el ser pensante, una vida que sea digna de ese nombre y que merezca ser defendida. Lo que sostengo es que la defensa de la vida y la de la libertad son inextricables, no pueden ir por separado, no es la vida lo que importa, sino la vida conectada con otros valores tales como la libertad; sobra la magnificación de la vida por sí misma, como un valor absoluto y descontextualizado de su imbricación con otros valores.

Por otra parte, tampoco se puede obviar que la focalización sobre la degradación del ecosistema como uno de los principales factores de las pandemias, ignora por completo el papel determinante que desempeña en la rápida expansión de los contagios el espectacular incremento demográfico producido en las últimas décadas, así como el papel que tiene el aumento de la densidad de las poblaciones hacinadas en megalópolis. Quede claro, aquí también, que no se trata de restar importancia a la lucha ecologista, sino de abogar por la incorporación de la variable demográfica y de la concentración poblacional a las consideraciones que suelen versar principalmente sobre las variables energéticas y las consecuencias del modo de usarlas.

Además, resulta preocupante que, a semejanza de las iluminaciones cuya intensidad deja en la oscuridad todo lo que tienen a su alrededor, la fascinación por el riesgo ecológico impida percibir lo que constituye hoy la mayor amenaza para nuestro futuro mas inmediato, una amenaza que de triunfar tornaría imposible la propia lucha ecologista.

En efecto, el carácter bifronte de la revolución informática que sigue consolidándose, progresando y transformando el mundo, con sus innumerables aspectos positivos, pero también con sus múltiples consecuencias negativas, está propiciando el ascenso de un nuevo tipo de totalitarismo que difiere de todos los anteriores y los deja muy pequeños.

El aspecto negativo que más se suele resaltar en las distopías relacionadas con la informática es, junto con las incógnitas planteadas por la singularidad y con el esperpento de la insurrección de los robots, el de la ubicuidad de la vigilancia y de la total transparencia de las personas ante la mirada de los poderes. Multiplicación de los dispositivos que proporcionan datos sobre individuos y colectivos, capacidad de almacenarlos ad eternum y sin límites, colosales posibilidades de tratarlos y creación de sofisticados algoritmos que extraen el máximo provecho de los yacimientos de datos, etc. etc.

El capitalismo de la vigilancia es la nueva cara que ofrece la constante mutación de un capitalismo que se nutre tanto de sus errores como de todo lo que se opone a él, y que se reinventa sin tregua. La ubicuidad de la vigilancia se completa con la sofisticación de los instrumentos represivos contra el desacato de las leyes, las actividades subversivas y las protestas sociales, pudiendo desembocar incluso en la eliminación preventiva de los supuestos desafectos (ahí están esos drones encargados de la «vigilancia armada» para mostrarnos que no se trata de ciencia ficción)

Sin embargo, hay otros dos aspectos que no por recibir menor atención dejan de ser menos preocupantes. Uno remite a los procedimientos de control que no tienen que ver directamente con la vigilancia, sino con la obligatoriedad de ser participe del mantenimiento del sistema, clausurando cualquier posibilidad de sobrevivir en su seno si no se contribuye a su desarrollo. En efecto, es cada vez mas perentoria la obligación de sumergirse totalmente en la informatización del mundo para acceder a toda una serie de servicios que van desde la atención sanitaria, a las gestiones administrativas, o a las actividades culturales y de ocio entre otros aspectos. Si una persona no tiene acceso a la red, sus posibilidades de no quedar marginada desaparecen, y son, a veces, las propias posibilidades de inserción laboral las que se esfuman por completo debido a la expansión del teletrabajo.

El otro aspecto remite a las posibilidades abiertas por la revolución informática en el ámbito de la medicina y de la ingeniería genética. Los avances que la informática está posibilitando en todo lo que atañe al complejo medico-industrial son sencillamente enormes, al igual que el dinero que generan. Con ello, no es solo que la medicalización de la vida y el perfeccionamiento del biopoder cobran alas, es también que con la ingeniería genética se abren las puertas al eugenismo positivo y con ello a la era transhumana. Ese tipo de eugenismo no tendría por qué suscitar especiales temores si no fuese porque la propia lógica del sistema en el cual el transhumanismo se instalará, es decir, el sistema capitalista, augura que se basara en criterios tales como conseguir la mayor sumisión de las personas «mejoradas», o su mayor rentabilidad económica.

¿Cómo hacer frente a esa distopía, es decir, a las negras tormentas que ya están oscureciendo el horizonte y que anuncian un mundo exento de libertad? La verdad es que no resulta fácil encontrar la forma de neutralizarla, aunque quizás las prácticas hacker nos ofrecen algunas pistas parciales, pero si algo está claro es que el primer e ineludible paso consiste en tomar conciencia de lo que supone la instauración de ese nuevo tipo de totalitarismo que borra de un plumazo cualquier posibilidad de desarrollar practicas de libertad. Sin la menor duda, el anarquismo debe situar en un lugar preferente de su agenda la tarea de extender la concienciación de su militancia y de la población acerca de la amenaza que ya representa el totalitarismo de nuevo tipo que se nos hecha encima.

 

Tomás Ibañez
Publicado en la revista Al Margen nº 117

viernes, junio 11

Apátrida

 


Nunca me inspiraron confianza los himnos nacionales.

Frente a ellos esgrimo el trino de los mirlos,

la acústica del copo de nieve en las ventanas.

En el insumiso ejército de las corrientes de viento

me reconozco, ante el ruido de sables, apátrida confeso.

Nunca nadie me ha impuesto una cruz del mérito

ni me he cuadrado ante el paso de ninguna enseña.

Reniego de las salvas de artillería

que, con la absurda excusa de rendir honores,

alborotan el vuelo del pájaro

y disuelven la sublime forma de las nubes.

Rechazo las condecoraciones en el pecho,

las marchas militares, los hueros escudos de armas.

No conozco ni galones, ni insignias

y siempre pensé que un cuartel

era el antónimo perfecto de la palabra hogar.

Con la suficiente lejanía que ofrece la trinchera,

sin casaca y sin espuelas,

la única frontera que defiendo desde la atalaya

acorazada de la costumbre

es el costado de tu espalda en la noche de los tiempos.

 

 

Daniel Zazo. Singladuras.

martes, junio 8

Limpieza étnica en Sheikh Jarrah y bombardeos israelíes sobre Gaza

 


Mohammed El Kurd es un poeta palestino de 22 años. Su historia vital es la de la ocupación en tiempo real. La mitad de su casa, situada en el barrio de Sheikh Jarrah, en Jerusalén Este, fue ocupada en 2009 por colonos judíos. Él tenía entonces 11 años. Desde entonces ha crecido con esos hombres a su lado, que buscan expulsarle a él, a su familia y a 27 familias más en Sheikh Jarrah. Lo mismo sucede en el área de Silwan con 84 familias que afrontan demandas de desalojo presentadas por colonos que reclaman su propiedad. A veces, cuando Mohammed regresaba de la escuela, los colonos coreaban consignas como «pronto estaréis durmiendo en un basurero en Ramala» o «a sangre y a fuego expulsaremos a los árabes«. Su abuela, Rifqa, – que murió en 2020 con 103 años – resistió durante años los intentos de desalojo y se convirtió en un icono en el barrio.

A principios de mayo se encontraba previsto que el Tribunal Supremo israelí se pronunciara de una vez por todas sobre los derechos de vivienda de las familias de Sheikh Jarrah. Durante estos días se celebraron algunas protestas – mayoritariamente pacíficas – pro-palestinas, las cuales provocaron que el Supremo suspendiera la publicación de su sentencia. A las habituales protestas en los territorios ocupados se han sumado las manifestaciones palestinas dentro de las fronteras de Israel, algo poco común. Estas movilizaciones no están organizadas por partidos políticos, sino por jóvenes activistas palestinos, comités vecinales y colectivos de base. Buscan evidenciar que no nos encontramos ante un conflicto inmobiliario entre particulares y que la palabra “desahucio” no ilustra adecuadamente lo que puede suceder. “Esto es un desplazamiento étnico forzoso”, explicó El Kurd ante distintos medios de comunicación.

La limpieza étnica palestina y el cinturón judío

Yonatan Yosef, portavoz de los colonos israelíes en Sheikh Jarrah, parece darle la razón a El Kurd: “Tomamos casa tras casa, toda esta zona será un barrio judío. No hemos terminado el trabajo, después iremos al siguiente barrio, y tras ello iremos a otro. Nuestro sueño es que todo Jerusalén Este sea como el Oeste, la capital judía de Israel”, explicaba en una entrevista con varios medios. Otro colono añade lo siguiente: “Lo veo como la continuación del proyecto sionista. El regreso a Sión. ¿A costa de los árabes? Sí. Pero nuestras instituciones también fueron construidas a costa de los árabes que vivían aquí. Y el propio Estado israelí”.

El origen del conflicto se remonta a 1948, cuando se fundó el Estado de Israel y se desplazó forzosamente a más de 700.000 palestinos (un episodio conocido como la Nakba). En 1957, gracias a la intervención de Jordania, miles de familias palestinas fueron reubicadas en el barrio de Sheikh Jarrah. Cuando en 1967 Jerusalén Este fue ocupada ilegalmente por Israel, el Gobierno de Tel Aviv aprobó la Ley de Asuntos Legales y Administrativos, que determina que los terrenos de Jerusalén Este que hubieran pertenecido a judíos (y solo a judíos) antes de 1948 serían devueltos a sus dueños si los reclamaban. Los palestinos, por su parte, serían trasladados forzosamente, vetados de entrar siquiera en el Estado de Israel y de visitar las tierras de sus ancestros y desposeídos de sus tierras, acciones contempladas como un crimen de guerra por el Estatuto de Roma. B’Tselem, la principal organización israelí de derechos humanos, señaló en 2019 que la Justicia israelí ha revocado la residencia de más de 14.500 palestinos de Jerusalén Este.

En una visita a Jerusalén Este en 2002 el entonces ministro de Turismo Binyamin Elon señaló que el plan estratégico para la ciudad era asegurar «un cinturón de continuidad judía de este a oeste».

En 2021, este cinturón judío se va expandiendo y los territorios palestinos se van reduciendo y se encuentran cada vez más desconectados, lo cual imposibilita la creación de un Estado propio: Cisjordania se encuentra físicamente separada de Jerusalén Este por el muro (el cual, en palabras del historiador Ilan Pappé, convierte a Cisjordania en “la cárcel más grande de la Tierra”) y Gaza se compone de municipios divididos por controles militares imposibles de sortear.

Y es en este contexto en el que comenzaron, a principios de mayo, las protestas contra los desplazamientos forzosos en Jerusalén Este que previsiblemente autorizará el Supremo.

Con un tono de voz suave y calmado y un buen dominio del inglés, Mohammed El Kurd se convirtió en el símbolo de la resistencia palestina de Jerusalén Este, durante una entrevista en la CNN. La “periodista” le preguntó “¿Apoya usted las protestas violentas surgidas en solidaridad con usted y con familias como la suya?” a lo cual le respondió El Kurd “¿Apoya usted mi desposesión violenta y la de mi familia?”. Tras unos segundos de incómodo silencio la entrevistadora repitió “Simplemente quiero saber si usted apoya las protestas que han estallado apoyándole a usted y a su familia”. El Kurd respondió “Apoyo movilizaciones populares contra la limpieza étnica, sí”.

Estados Unidos y la comunidad internacional

La frase “¿Apoya usted mi desposesión violenta y la de mi familia?” recorrió el mundo. Resume a la perfección la situación que estamos viviendo: una limpieza étnica, en vivo y en directo, ante los ojos de la comunidad internacional, que permanece impasible.

 

Naciones Unidas sostiene, al menos oficialmente, que todos los territorios ocupados por Israel desde 1967 son ilegales e insta a su retirada de todos ellos. Pero su inacción y el apoyo expreso de Estados Unidos ha supuesto que Israel ha podido operar con impunidad e, incluso, proclamar Jerusalén como la capital indivisible de Israel y el pueblo judío.

Se trata del caso de colonialismo más reciente de nuestra historia, produciéndose ante nuestras narices y ante la indiferencia del mundo entero.

“Muerte a los árabes” en Al-Aqsa

En este contexto de tensiones y protestas en Jerusalén Este, y en pleno Ramadán, la policía israelí tomó la zona de Haram al-Sharif, o el Noble Santuario, el tercer lugar más sagrado del mundo para los musulmanes porque es donde se encuentra la mezquita de Al-Aqsa. Esta misma zona, conocida como el Monte del Templo, es de gran importancia también para la fe judía, pues es el lugar donde se encontraba el templo del rey Salomón, destruido por los babilonios y desde hace años diferentes grupos extremistas judíos disputan la administración de este lugar sagrado.
El 10 de mayo, jornada en que se celebra el Día de Israel, se produjeron enfrentamientos en Haram-al-Sharif, después de que un grupo extremista de supremacía judía organizara una marcha en la que los participantes corearon “Muerte a los árabes” y algunos palestinos atacaran a judíos ortodoxos. Los incidentes finalizaron con cargas y disparos de la policía, que incluso se adentraron en la mezquita y agredieron a fieles que rezaban en pleno Ramadán.


Bombardeos en Gaza

Al día siguiente de las cargas en la mezquita, Hamas lanzó algunos cohetes hacia Jerusalén Oeste. Y a esta acción y a la escalada de tensiones le siguieron bombardeos israelíes en Gaza contra, supuestamente, objetivos de Hamas. Evidentemente, los dos bandos en conflicto no son simétricos y la sofisticación y letalidad de las bombas israelíes es notablemente superior a la de Hamas. No en vano, Estados Unidos le brinda un apoyo armamentístico a Israel de 3.800 millones de dólares anuales.

 Estos enfrentamientos se han saldado con más de 254 palestinos muertos (más de 60 de ellos niños), más de 1.700 heridos y la destrucción de numerosos edificios en Gaza (incluyendo oficinas de prensa). En el otro lado de la balanza, en el israelí, han muerto 12 personas, entre ellas una mujer india y dos hombres tailandeses.


El hecho de que, pese a contar con unas armas inteligentes, hayan muerto tantos civiles en Gaza, nos muestra, una vez más, que al Estado de Israel no le importan las vidas palestinas.

Según datos de Naciones Unidas, desde 2008 hasta 2020 han muerto 5.590 palestinos por ataques israelíes y se han producido 115.000 heridos. En el mismo periodo hubo 251 muertos israelíes por ataques palestinos y 5.600 heridos. 

Estados Unidos y Marruecos: aliados de Israel

En las últimas semanas hemos acudido a manifestaciones en apoyo a Palestina en ciudades occidentales y hemos visto actos de solidaridad preciosos, como el hecho de que los estibadores del puerto de Livorno impidieran salir a un barco que iba cargado de armas con destino a Israel.

 Pero también hemos presenciado declaraciones miserables de la derecha y ultraderecha europea expresando su apoyo claro e incondicional a Israel.

En cuanto a las posturas oficiales de los Estados, cabe destacar que durante los bombardeos en Gaza EEUU fue la única potencia del Consejo de Seguridad de la ONU que vetó una petición de alto el fuego.

Pero la postura marroquí es más desconcertante. Como ya explicamos hace unos meses, Marruecos, que siempre ha apoyado oficialmente la causa palestina, se abrió a reconocer el Estado de Israel a cambio de que Estados Unidos reconociera su soberanía sobre el Sáhara Occidental, a lo cual accedió Donald Trump. Con la llegada de Joe Biden a la presidencia su postura no cambió respecto de la de su predecesor y los pueblos palestino y saharaui se han visto abandonados una vez más y hermanados por la desgracia.

A mediados de mayo el régimen marroquí abrió sus fronteras en Ceuta coincidiendo con la ofensiva israelí después de que se descubriera que el Gobierno español ha dado asistencia médica al líder del Frente Polisario, Brahim Gali. Marruecos chantajea a España y Europa por la causa saharaui con el objetivo de presionar también a Biden, a cambio de su mediación en Palestina y de su posición en África. La dictadura alauí se ofrece para ser enclave para las tropas de Estados Unidos y aliado frente a la influencia china en el continente.

Por supuesto, Rabat también quiere mandar un mensaje a Madrid y Bruselas de que puede crearles un problema migratorio cuando quiera. Los países europeos están pagando a Marruecos, como hacen con Turquía o Libia, para que sean nuestra brutal policía fronteriza. El 18 de mayo el gobierno español aprobó el pago de 30 millones de euros a Marruecos con esta finalidad mientras que la Audiencia Nacional española reactivaba una causa por genocidio contra Brahim Gali tras una querella interpuesta por un hombre de confianza del rey de Marruecos.

Las potencias occidentales, con tal de mantener su hegemonía y poder en zonas remotas de África y Asia, se han puesto al servicio de quienes violan sistemáticamente los derechos humanos. Y quienes sufren las consecuencias son los más débiles.

 

Este artículo ha sido escrito con informaciones publicadas por Olga Rodríguez y Javier Gallego en distintas entradas publicadas en eldiario.es

 

 

sábado, junio 5

Contra el estupor

  

Termina el estado de alarma, lamentablemente, continua el estado de estupor.

No es una palabra que haya utilizado mucho en mi vida pero define bien la situación actual. Me parece especialmente acertada su acepción médica (no podía ser de otra manera en esta sociedad medicalizada en la que vivimos y en estos tiempos pandémicos) que dice lo siguiente: Estado de inconsciencia parcial caracterizado por una disminución de la actividad de las funciones mentales y físicas y de la capacidad de respuesta a los estímulos. De forma más general se define estupor como: Asombro o sorpresa exagerada que impide a una persona hablar o reaccionar.

La falta de respuesta, de reacción, es un elemento clave. Salta a la vista que la manera de afrontar la pandemia por los gobiernos de cualquier signo ha sido la gran excusa para poner en marcha medidas de control que van más allá de cualquier justificación médica o científica. El hecho de prohibir prácticamente todo a excepción de aquello que tenga que ver con el trabajo nos debería dejar muy claro que no todo es interés por nuestro bienestar. También hay otra cosa que no se ha prohibido, el continuado expolio a los eslabones más débiles de la sociedad. Desahucios, despidos y abusos laborales, robos ejecutados por bancos y empresas energéticas al amparo de las leyes hechas a medida y lo  que todavía no sabemos pero que aparecerá en forma de vasallaje hacia Europa a cambio de unos fondos económicos que como siempre acabarán sirviendo para hacer más ricos a los ricos y dejar nuevamente atados a la esclavitud salarial o a las humillantes limosnas al resto.

No hay respuesta a toda esa cantidad de estímulos, apenas unos pocos han osado desafiar las medidas represivas para alzar la voz y están pagando un alto precio por ello. No me refiero a los que sólo ven un problema en tener que llevar mascarilla y no poder ir al bar cada vez que se les antoja. Hablo de los que se la juegan por ellos y por los demás, los que ya tienen claro que la falta de libertad no ha llegado con la pandemia sino que siempre ha estado aquí.

Asombro o sorpresa que impide la reacción.

Por primera vez en la vida de muchas personas, que hasta la fecha se creían a salvo ya que todo lo malo y horrible de la vida sucedía siempre en otras latitudes, han visto (mejor dicho han sentido) su existencia amenazada. La sorpresa ha sido mayúscula y el miedo, atroz. El tratamiento de la información realizada sin excepción desde todos los frentes ha aumentado la sensación de asombro ante una anécdota que tenía que ver con murciélagos en el otro lado del globo hasta que se convirtió en la mayor de las plagas habidas en la historia de la humanidad. Día tras día, sin excepción, todo gira en torno a la pandemia. Al principio se competía por ver dónde había más contagios; más tarde la competición se extendió a los muertos; ahora tocan las vacunas… Pero la gran competición siempre ha girado alrededor de dónde era más sumisa (sensata y responsable decían los medios) la población. Al parecer dependía exclusivamente de esta sumisión el poder retomar la tan ansiada normalidad. Ciertamente, esta era la razón aunque no tenga que ver con cuestiones sanitarias.

Fin del Estado de alarma.

Y tras más de un año terminó la excepcionalidad (en su versión oficial). Ante la sorpresa de nadie lo que ha sucedido ha sido fiesta, celebración y vuelta a la rutina consumista. Saldremos mejores rezaba el mantra televisivo. De momento, salimos más pobres, más débiles y en un estado de estupor permanente. Casi un millón de nuevos pobres (oficialmente personas que viven con menos de 16 euros al día) que llevan a una cifra de casi 11 millones en todo el estado español, cientos de miles que engrosarán estas estadísticas en los próximos tiempos cuando acabe la mascarada de los ertes y las limosnas en forma de rentas mínimas. Pero todo suma, el estupor aumenta. Un año de entrenamiento intensivo en miedo y sumisión da para mucho. Incluso para rebajar más si cabe la capacidad de respuesta, para reforzar hasta el absurdo el modo egoísta de vida, el sálvese quien pueda.

Y a cada paso aumenta la sorpresa porque hemos pasado de protagonistas a espectadores. La vida es lo que sucede en las pantallas, en los medios. No es lo que nos sucede a nosotros mismos. Vivimos atrapados en una serie de infinitos capítulos en la que no nos reconocemos, como si no fuera con nosotros. Mientras aceptamos nuestro rol de espectadores, otros dirigen el espectáculo y deciden que va sucediendo.

Contra el estupor

Este estupor sólo es posible porque seguimos sorprendiéndonos. Seguimos creyendo que las decisiones que se toman son por nuestro bien, por el bien común. Seguimos pensando que el poder representa nuestra voluntad. No aprendemos.

Estupefactos sufrimos las consecuencias sin llegar a ser conscientes del todo hasta que, tal vez, sea imposible hacer otra cosa que no sea sufrir.

 

Fuente: https://quebrantandoelsilencio.blogspot.com/2021/05/contra-el-estupor.html

miércoles, junio 2

Las distopías y el futuro


 Más allá de ser un tema de ciencia ficción y un genero literario, las distopías nos alertan del riesgo de un futuro configurado por sociedades totalitarias autocráticas. Así pues no es de extrañar que la gestión autocrática de la pandemia COVID-19 haya reactualizado ese riesgo y que los textos distópicos sean de tanta actualidad como profilaxis para evitarlo. No solo porque el futuro es nuestra mayor preocupación cuando lo que vivimos no nos place o nos angustia -como es el caso hoy en el aspecto sanitario, económico y relacional- sino también porque nuestra sensación de impotencia, para cambiar el rumbo de la historia, nos empuja inconscientemente a confiar en el potencial profiláctico de tales textos para cambiarlo. Y ello a pesar de ser conscientes de la imposibilidad de revertir la transconia del tiempo y de que nada permite saber con absoluta certeza lo que el futuro será. Pues, efectivamente, a pesar de no saber si las tensiones políticas y sociales provocadas por la pandemia COVID-19 y el cambio de la sociedad industrial a la digital serán para bien o mal, el hecho es que este desastroso presente nos hace temer -tanto en el plan económico como en el político, social y cultural- un futuro peor.

Temor a un futuro distópico potenciado por los efectos dislocadores de la pandemia y la disrupción tecnológica sobre nuestras vidas y la sociedad. No solo porque el fenómeno de dislocación de las estructuras políticas y sociales -vivido durante estos últimos 200 años- puede continuar y agravar la crisis de la democracia 'realmente existente', sino también porque esta crisis, en vez de incitar a mejorar la praxis democrática del conjunto de la sociedad, acentúa los déficits democráticos y las praxis de gobernabilidad autoritarias frente a las praxis de democracia directa de la base social.

No es pues de sorprender que, a medida que se han ido sucediendo los confinamientos y las medidas coercitivas en nuestras sociedades de democracia formal, la conciencia del peligro distópico se haya manifestado a través de numerosos textos anunciando una deriva distópica societal. Como tampoco es una sorpresa que esa deriva se fundamente en el modelo de control totalitario ya vigente en la China comunista actual.

Un modelo de control totalitario que los progresos de la cuarta revolución industrial (ingeniería genética y neurotecnologías) y la inteligencia artificial han hecho posible y que el capitalismo de vigilancia digital está extendiendo por todos los rincones del planeta. ¿Cómo no ver pues en ello un experimento global para cambiar -gracias a la pandemia y a la excusa del teletrabajo- las relaciones laborales y relacionales en un mundo sin fábricas, pero también sin sindicatos ni resistencias colectivas? Un mundo en el que poco importará si el Gran Hermano de 1984 (Orwel) es el Estado/Partido, como en China, o los Think-tanks y gabinetes de expertos del capital plutocrático anglo-norteamericano. Pues, en realidad, el Gran Hermano ya lo son los nuevos Señores Feudales Tecnológicos (los SeFTec) de las empresas chinas Global Fortune 500 y de las meritocracias robotizadas que controlan y deciden el funcionamiento de la economía y la política en el mundo.

Un poder de control y decisión que permite, por ejemplo, a los Jefes de Amazon (Jeff Bezos), Apple (Tim Cook), Google (Sundar Pichai) y Facebook (Mark Zuckerberg) anotar en sus cuentas bancarias unas plusvalías latentes de más de 16.000 millones de euro en un solo día (el 28 de Julio de 2020, día de su audiencia parlamentaria en el Capitolio estadounidense de Washington DC), mientras millones de seres humanos pasaban hambre ese día en el mundo.

Ante tal injusticia y crimen, lo que debe hacernos temer el futuro distópico no es solo lo que va a quedar de nuestras libertades formales en estas sociedades hypercontroladas, también debe hacérnoslo temer la conciencia y la indignación de que unos tengan todo y otros nada o casi nada. Pues es obvio que el capitalismo es y será siempre ese crimen de lesa humanidad. Porque, sea el asiático o el de las democracias robotizadas, la realidad es que el sistema meritocrático capitalista es el mismo, y que se privilegie una aristocracia 'de nacimiento o de la riqueza' por una del 'talento', el reclutamiento no favorecerá la igualdad. Ni siquiera la de oportunidades para todos. Y más aún con los efectos destructores de empleo provocados por el progreso tecnológico capitalista y la división de la sociedad en clases. Sin olvidar, además, la responsabilidad de esos dos capitalismos en la irracional explotación de la naturaleza que ha llevado al mundo al borde de una catástrofe ecológica que pone en peligro la vida en el planeta.

Es pues por todo esto que, a pesar de ser este futuro distópico y ecocida el más posible, lo digno y racional es no resignarse y luchar para que no lo sea. No solo porque el futuro puede ser otro sino también porque vale la pena intentarlo por razones dignas y racionales, y también existenciales e históricas.

Historia y devenir humano…

Efectivamente, además de ser lo más digno, lo racional es pensar objetivamente el futuro en función del presente; pero también del pasado. No solo por ser éste una sucesión de presentes, que nos aporta información y enseñanzas sobre el devenir humano, sino también por mostrar esta información y estas enseñanzas que la historia no es lineal, que está hecha de avances y retrocesos. Además de depararnos frecuentes sorpresas, como ha sucedido y sucede con el devenir humano. Ese proceso evolutivo que ha dado a nuestra especie una mayor capacidad de acción para sobrevivir y extenderse en su hábitat planetario. Inclusive en el periodo antropoceno, que es el de nuestra época. Una época caracterizada por la descomunal capacidad de la especie humana para modificar la naturaleza geológica de nuestro planeta Tierra.

Pues bien, si miramos objetivamente la historia y el devenir humano, lo que vemos y constatamos es que nuestra capacidad y los medios para hacer la existencia más segura y placentera para todos no han cesado de acrecentarse, y que esto ha sido posible a pesar de las locuras autodestructivas y del paradigma civilizador que haya sido el dominante.

Un paradigma que a lo largo de la historia humana no ha cesado de oscilar entre el bien y el mal, demostrando que tanto lo uno como lo otro son posibles. Pero también que el instinto de sobrevivencia y el deseo de libertad son capaces de sacar a la humanidad de los contratiempos y orientar la historia -aun en los peores periodos de ésta- hacia horizontes más prometedores. No olvidemos cómo terminó la criminal locura distópica nazi/fascista. Esa amenaza que no hace aún un siglo y durante algunos años estuvo a punto de convertirse en el paradigma civilizador dominante anunciado para durar al menos un milenio. Como tampoco debemos olvidar el fin de otras dictaduras, el derrumbe del Muro de Berlin y antes el Mayo del 68 y el 15M después, ni que aún continúan regímenes dictatoriales en China y otros países.

Efectivamente, la historia no ha cesado de ser este permanente combate entre la aspiración a dominar de unos y la de ser libres de otro, y nada indica que no vaya a seguir siéndolo.. No es pues solo por razones dignas y racionales sino también por razones existenciales e históricas que es legitimo y lógico pensar que el futuro puede ser otro y que vale la pena luchar para que lo sea.

Y aún más ahora, por ser más necesaria que nunca la lucha contra la dominación. No solo para impedir que los que la ejercen nos impongan un futuro distópico sino también para que acaben haciendo la vida imposible con su irracional desarrollismo ecocida que nos está llevando al colapso medioambiental. Un colapso que pone en peligro el devenir humano en el planeta y podría poner fin a la historia.

Un final paradójico y absurdo dada la extraordinaria singularidad de la aventura humana. Una aventura que requirió millones y millones de años para que se dieran en el universo las condiciones propicias a la organización de la materia de modo a hacer posible el surgimiento de la vida, y muchos millones de años después el comienzo de esta singular aventura. ¿Cómo resignarse pues a un final tan paradójico, tan absurdo?

Lo del futuro no es pues una cuestión baladí, ya que las distopías implican la perdida de nuestra libertad y la continuidad del capitalismo el peligro de la extinción de la vida. Luchar contra esos dos peligros es pues un deber ético y una necesidad vital. No es pues cuestión de ser optimista o pesimista sino de ser o no consecuente con la idea que nos hacemos del humano y su futuro.

 

Octavio Alberola

Articulo publicado en la revista Al margen, n° 117