
El desastre causado por las inundaciones provocadas por la “gota
fría” del 29 de octubre pasado, especialmente en la parte sur del Área
Metropolitana Valenciana, no tiene nada de natural. En la génesis y
desarrollo de la mayor catástrofe habida en la zona han confluido cuatro
causas antinaturales muy imbricadas en los modos de habitar, trabajar y
administrar la cosa pública bajo un régimen capitalista. La primera, de
origen industrial, es el calentamiento global generado por la emisión
de gases de efecto invernadero de las fábricas, calefacciones y
vehículos, causante de fenómenos meteorológicos extremos como la
d.a.n.a. La segunda, de carácter político, es la incompetencia culpable
de la administración estatal y autonómica, cuya irresponsable pasividad y
negligencia podría tacharse de homicida. La tercera, de características
económicas y sociales, es la suburbanización completa de la periferia
agraria de la ciudad de Valencia, o sea, la conversión de los municipios
de la Huerta en un gran suburbio-dormitorio y en una zona poligonera
logística, comercial e industrial. La cuarta, consecuencia de la
anterior, es la motorización generalizada de la población suburbial,
forzada por la tajante separación que el desarrollismo ha implantado
entre los lugares de trabajo y de residencia.
El calentamiento global debido a la quema colosal de combustibles
fósiles por parte de la actividad industrial y la circulación, ha sido
llamado “cambio climático” por los dirigentes para disimular su
naturaleza económica. Los maquillajes ecológicos a que ha dado lugar la
aparente oposición de las élites al aumento global de temperatura han
promocionado un capitalismo “verde” de poco efecto en las coronas de las
metrópolis, modeladas por un urbanismo salvaje y unas infraestructuras
viarias envolventes que vuelven inoperantes incluso las medidas
“descarbonizadoras” más pueriles (puntos de recarga eléctrica,
ajardinamientos, uso de bicicletas, etc). ¿Qué sostenibilidad puede
darse en espacios metropolitanos insostenibles por esencia?
La gentuza gobernante y la clase política en general no es
absolutamente inepta en todos los terrenos, al contrario, es bastante
capaz en lo que concierne a sus propios intereses, ajenos claro está a
los intereses de la población que administran. La profesionalización de
la gestión del poder ha fabricado seres con una psicología especial, muy
centrada en la disputa partidista por parcelas de autoridad y con una
falta de sentido de la realidad tan grande, que permite aflorar sin
pudor su lado más canalla y fullero, librando involuntariamente al
espectáculo una imagen de parásito y estafador. Nadie se merece ese tipo
de políticos, ni siquiera los que les votan, pero dada la manera de
funcionar el sistema de partidos y los medios de comunicación, no pueden
haber de otra clase.
En la actualidad, el área metropolitana de Valencia, la AMV de los
asesinos del territorio, apelotona a cerca de un millón de personas,
mayoritariamente trabajadores, sobrepasando la población de la misma
capital. Esta concentración poblacional es un hecho dinámico, de origen
relativamente reciente. A partir de los años sesenta del pasado siglo se
desencadenó un proceso triple de industrialización extensiva,
urbanización descontrolada y regresión agrícola, por el cual la
periferia urbana se convirtió en un foco económico de primera magnitud,
paraíso de los promotores inmobiliarios e importante fuente de empleos.
Desarrollismo de la peor especie. Para el caso que nos ocupa, los
municipios de la Horta Sud, que en 1950 apenas superaban todos juntos
los cien mil habitantes, hoy, en 2024, ya satelizados y proletarizados,
alcanzan el medio millón. Solamente un pueblo como Torrent, sobrepasa
los 90.000 habitantes. La comarca alberga además 27 polígonos
industriales y tres grandes superficies comerciales. Es atravesada por
la rambla de Chiva, o del Poio, una torrentera que recoge aportaciones
de varios barrancos y toda clase de vertidos contaminantes, yendo a
parar a la Albufera. Ni qué decir tiene que los rendimientos pecuniarios
del negocio inmobiliario colmataron a muchos de ellos, mientras
edificios, naves, calles e incluso huertos se repartían por las zonas
inundables, y los de concepción más insensata ocupaban los bordes o
incluso partes del mal cuidado cauce de la rambla principal, que recogía
aguas de la Foya de Buñol. Curiosamente, la ciudad de Valencia se ha
salvado de la riada gracias al desvío canalizado del Turia construido en
tiempos de Franco, garantizando una división geográfica “de clase” que
las autopistas de circunvalación y los corredores del AVE no han hecho
más que reafirmar. A un lado, la Valencia gentrificada, la de los
turistas, hombres de negocios y funcionarios, con el precio de la
vivienda y el alquiler por los cielos; al otro, las excrecencias
metropolitanas carentes de servicios públicos eficaces, habitadas
mayoritariamente por gente modesta de medios escasos. Simplificando: la
Valencia de las clases posburguesas y la no-Valencia de las clases
populares.
El crecimiento de la AMV destapó problemas de conectividad entre el
extrarradio y el centro, obligando a una movilidad deficientemente
asistida por autobuses, metro y trenes. Además, la conexión entre
municipios es casi nula. En la periferia-dormitorio se vive de cara a la
capital, no de cara al vecino. En consecuencia, la conversión del
trabajador de las afueras en automovilista frenético es obligatoria: el
coche es la prótesis necesaria del proletariado posmoderno. Es un
instrumento de trabajo cuyo mantenimiento corre de su cuenta. Como
resultado, de los 2’7 millones de desplazamientos diarios que hay en la
corona metropolitana, las tres cuartas partes se hacen en vehículo
privado. El parque de automóviles es ahora impresionante: en 2022 por la
AMV aparcaban más de un millón de turismos, furgonetas y camiones, y
cerca de 500.000 lo hacían en la propia Valencia. Entre 50 y 60
vehículos por cada cien habitantes. No sorprende entonces que los coches
hayan sido las máquinas más siniestradas por la “barrancada” -más de
120.000- y que su amontonamiento por todas partes parezca tan
impresionante.
“Solo el pueblo salva al pueblo” es un eslogan espontáneo que ha
hecho fortuna al comienzo de la tragedia. La ausencia total de reacción
administrativa había sido felizmente suplida por la presencia de miles
de voluntarios llegados de cualquier parte de España que realizaron las
tareas más urgentes: limpieza de barro y enseres estropeados, achique de
locales, atención a ancianos y enfermos, reparto de agua y alimentos…
Adolescentes y jóvenes de la capital, mecánicos, enseñantes, vecinos
afectados, cocineros, bomberos, médicos, enfermeros, agricultores, etc.,
improvisaron grupos de trabajo y de cuidados, guarderías, comedores,
farmacias ambulantes, puntos de reparto, alojamiento y hasta un hospital
de campaña para responder a las urgencias del momento. Cuando el Estado
fallaba, cuando la chusma burocrática que toma decisiones equivocadas
escurría el bulto acusándose unos a otros, cuando los bulos inundaban
las redes sociales, emergía la sociedad civil, el voluntariado, sin más
motivación que la solidaridad y la empatía con los damnificados. Los
primeros cinco días estos han sobrevivido sin más ayuda que la de aquél.
Lo que nos induce a creer que a poco que el pueblo se autoorganice y se
libere de trabas en condiciones menos extremas, el Estado y la clase
política sobran. Realmente nadie los necesita. El horror, la inhumanidad
y la política parda van de la mano. Incluso según los parámetros de
verdad típicos de la sociedad del espectáculo, esa confraternidad
malhechora es real, puesto que ha salido por la tele.
Notas para la participación en el programa Contratertulia que emite Ágora Sol Radio, habido el 5 de noviembre de 2024.
La parsimoniosa vuelta a la indecente normalidad
Pasados tres meses, las consecuencias desastrosas de la gota fría han
estado presentes: las ayudas oficiales llegaban con pasmosa lentitud,
los bajos de los edificios permanecían llenos de lodo, los cauces de los
barrancos y ríos acumulaban basura, los campos continuaban embarrados,
los escombros no habían abandonado las calles, ni tampoco los montones
de coches siniestrados. El comercio de barrio no reaparecía, las
escuelas estaban en lastimoso estado, el trasporte público funcionaba
mal, mientras flotaba en el aire un polvo mórbido causante de
congestiones pulmonares y el mal olor de las aguas residuales que las
depuradoras estropeadas no podían eliminar. La responsabilidad de los
burócratas al frente de la gestión de emergencias se diluía en un mar de
barullo político. En ese aspecto, hoy nada ha cambiado.
Las peores secuelas del desastre las ha sufrido un colectivo
particularmente vulnerable, el de los inmigrantes. Su condición de
fuerza de trabajo irregular -y por lo tanto, invisible- les había hecho
idóneos para el trabajo precario y el empleo sumergido, formas extremas
de explotación que la justicia estatal ignora porque el desarrollo
económico depende de ellas. A esto hay que añadir la criminalización que
resulta de las campañas xenófobas y racistas promovidas en las redes
“sociales” por la derecha cavernícola. En la Horta Sud metropolitana
hubo 26 ahogados extranjeros, lo cual no es extraño puesto que hay más
de cuarenta mil trabajadores ‘sin papeles’, y por consiguiente, sin
derecho a la asistencia médica, a las ayudas económicas y a las
indemnizaciones. El hecho de no existir para el Estado condenaba a los
inmigrantes a la miseria extrema, algo tan repugnante que despertó una
fuerte indignación popular e impulsó las primeras acciones solidarias
“desde abajo” en pro de su regularización. La situación se ha podido
paliar parcialmente este mismo febrero con la disposición del Gobierno
de conceder permisos de residencia y trabajo a 25.000 inmigrantes
durante un año.
Contras las víctimas se levantaba el muro de la inacción
institucional, mientras se evidenciaba la inoperancia de los
ayuntamientos y amenazaban las conclusiones iluminadas de los comités de
expertos gubernamentales augurando una “vuelta a la normalidad” tan
insatisfactoria como indecente. Los planes de reconstrucción que los
técnicos asesores elaboraban aislados en sus distantes despachos
provocaban desconfianza y recelo. ¿Qué tipo de normalidad buscaban? ¿más
urbanismo salvaje? ¿más metropolitanización? Si algo tenían claro los
afectados, es que nada tenía que volver a ser como antes. La parálisis
de las administraciones brindaba una nueva ocasión a la sociedad civil
-a las clases populares- para autoorganizarse. La reconstrucción era un
asunto en el que debía pesar mucho más la voluntad popular que los
intereses espurios, fuesen de índole burocrática, financiera o política.
A mediados de enero pasado se creó en la barriada de Los Alfafares la
Asociación de los Damnificados por la Dana/Horta Sud con la tarea de
acelerar los trámites legales para la obtención de ayudas y, en general,
para asesorar y defender los derechos de todos los afectados por la
barrancada, cosa que incluía una querella por lo civil contra los cargos
culpables de la gestión homicida de las emergencias.
De un momento a otro, el vaso de la paciencia tenía que colmarse y la
iniciativa popular, ponerse manos a la obra. A finales de enero, se
constituyó en el barrio de Parque Alcosa, también de Alfafar, el primer
Comité Local de Emergencia y Reconstrucción. Fue un verdadero acto de
desobediencia civil, pues las autoridades habían ordenado que el
vecindario se mantuvieran al margen. En el local de la Koordinadora de
Kolectivos del Parke se celebró una asamblea donde se puso de manifiesto
que la reconstrucción era demasiado importante para estar en manos de
funcionarios y políticos. La reconstrucción había de ser una obra
colectiva, “de abajo arriba”. En pocos días aparecieron una docena de
comités locales de emergencia con las mismas intenciones, a los que se
añadieron los comités de las cuatro pedanías inundadas de la ciudad de
Valencia. No era el momento de mostrar un exceso inútil de beligerancia,
por lo que invitaban a los ayuntamientos a sus reuniones y grupos de
trabajo, a la vez que proclamaban el deseo de coordinarse con las
administraciones para así poder discutir las propuestas y participar en
las decisiones. “No hay reconstrucción sin participación”, sería el
nuevo eslogan. La gente del extrarradio cobraba protagonismo dotándose
de un espacio autocontrolado para dar voz y poder de resolución a los
implicados, rechazando cualquier adscripción política. De alguna forma,
se quería colmar el vacío creado entre la sociedad civil y la
administración pasando por encima de la posición de los partidos
políticos al respecto, fenómeno tenido por superficial y de escasa
relevancia.
Cierto es que en las asambleas ha primado la eficacia inmediata y el
pragmatismo, pero en los mismos comunicados se trasluce el anhelo de
que la reconstrucción no acabe en una “normalización” favorable a los
intereses inmobiliarios y a la Banca. Algunos delegados y delegadas han
manifestado que el modelo de reconstrucción propuesto es insuficiente,
ya que persigue la simple estabilización de los suburbios y no tiene en
cuenta el dañado tejido social. En el deseo bien o mal formulado por los
portavoces de que los municipios del área metropolitana de Valencia
sean tratados como partes integrantes de la ciudad, reside la negativa
de los pueblos a ser simples dormitorios hacinados de la fuerza de
trabajo que necesita el capitalismo local. Un modelo alternativo no
puede estar basado en la acumulación de capitales, sino en “salvar la
Huerta”, reforestar las cuencas hidrográficas, restaurar los ciclos
hidrológicos, reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, o
sea, renunciar al uso de combustibles fósiles. Minimizar los impactos de
las danas recuperando sistemas naturales de drenaje, desurbanizar la
periferia suburbial, desmotorizar la urbe, dignificar el trabajo,
fomentar la autonomía de la población. No es un programa máximo, sino
más bien un conjunto de sugerencias con las que orientarse en una acción
colectiva realmente trasformadora.
Miquel Amorós
Este texto fue publicado en Nosaltres, nº 18, Invierno 2025 y actualizado por el autor para Redes Libertarias.