Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

domingo, julio 29

Turismo industrial y consumo de lugares exóticos


“El turismo es la libertad de los empleados para llevar el capital de un mercado a otro, la polinización del dinero”

 Del poemario Mañana sin amo, de Juako Escaso
 

Viajar se ha convertido en esa mezcla bastarda de necesidad, derecho y premio que nos promete “cargar las pilas” y “desconectar” de la sofocante cotidianidad. Detrás de los anuncios de viajes asoma siempre la idea de que nuestro día a día es algo que bien merece una “escapada”, en una muestra de que el capitalismo es capaz incluso de rentabilizar la conciencia de que el mundo que ha creado es difícilmente soportable. Basta con ser ciudadanos documentados y trabajadores para ocupar una plaza en alguna de las lanzaderas del transporte moderno y aterrizar de forma rápida y confortable en cualquier oasis lejos de donde vivimos y trabajamos. Allí correrá el aire. Podremos, por fin, degustar cierta libertad individual y disfrutar de un sinfín de comodidades y cosas bonitas. Un afuera en el cual alimentar nuestro espíritu y gozar de experiencias intensas, olvidando inocentemente nuestras obligaciones. Con la sola condición, eso sí, de que al cierre de este higiénico paréntesis volvamos más frescos a la tensión del trabajo, a las responsabilidades de la máquina de la que formemos parte.

Este discurso en torno al “viaje” se difunde masivamente tras la II Guerra Mundial y es entonces cuando la apuesta turística es estructurada a nivel global. El contexto de posguerra requiere abrir nuevos frentes económicos y muchos Estados -que en adelante serían del Bienestar- compran y venden la idea de viajar como fuente de ingresos y placer para sus contribuyentes. Es el momento de democratizar el viaje y de incorporar a las clases trabajadoras al gusto de “hacer turismo”, convirtiendo esta industria en un motor esencial de la globalización capitalista. El gigante despierta y toma cuerpo en una época marcada por la innovación técnica en los transportes, especialmente en el sector aeronáutico. A la cabeza, empresas de Europa occidental, Estados Unidos y, posteriormente, Japón, que convierten al Mediterráneo y al Caribe en las primeras piscinas del turismo internacional. Así, llamaremos “turismo industrial” a la forma que adopta el viaje cuando se realiza mediante el sistema de relaciones e infraestructuras que el Capital y los Estados han dispuesto para la explotación turística de lugares a escala mundial. Esto conlleva urbanizar los territorios, infraestructuras avanzadas de transporte para llegar a ellos, concentrar los servicios en torno a empresas especializadas, colocar a los destinos en los circuitos de agencias de viaje, y una oferta estructurada para satisfacer los deseos de los visitantes. En pocas palabras, la producción en cadena de ocio y viaje, así como el mercadeo de los aspectos materiales e inmateriales de los territorios turistizados.

Imaginamos que habrá gente “viajada” que no se sienta identificada con el turismo de masas ni con la idea de viaje apuntada al inicio. Nos pasa algo parecido, pero no nos interesa entrar en el manido y tramposo debate de turistas versus viajeros, ni profundizar en qué queremos de nuestros propios viajes. Lo que sí afirmamos es que si en algún momento hemos conseguido viajar, ha sido sobre todo cuando corríamos despavoridos huyendo del turismo industrial -y de sus huellas en nuestras propias actitudes y prácticas1.

Más lejos, ¡vayámonos más lejos!

En décadas más recientes, junto a esta idea de “viaje” abrazada por el turismo de masas, se ha venido promocionando todo el imaginario que sugiere lo exótico, hasta el punto de que no parece extraño desconocer nuestra comarca pero ser unos entusiastas de la cultura masái.

En este texto hablaremos de lugares exóticos como aquellos que desde una perspectiva occidental representan la lejanía y la alteridad, tanto geográfica como cultural y de paisaje. Nos referimos a territorios que principalmente se ubican en el Sur económico, con una marginal o muy reciente inserción en la sociedad industrial y donde predominan aún modos de vida rurales no tecnificados. Lugares cuyos habitantes jamás podrán devolver la visita a los turistas, a no ser que lo hagan como fuerza de trabajo migrante. Y lugares, también, por los que de vez en cuando hay que dejarse caer de vacaciones, para conocer otras culturas – mucho mejor cuanto más alejadas y diferentes a la propia-, y para no quedar excluido de cierto estatus como “personas de mundo”.

Personas de mundo y, al mismo tiempo, agentes colonizadores. No es casual que la industria comience a promocionar esta marca exótica de forma paralela al proceso de descolonización. La creciente intervención del capital transnacional y las políticas desarrollistas aplicadas por los organismos internacionales desde los 60’, continuaron en la práctica el mismo proyecto histórico del colonialismo, dando alcance a un número creciente de territorios dispuestos a ser convenientemente civilizados, modernizados y explotados.

Por otro lado, la consolidación en el mercado de este ingrediente exótico coincide además con las necesidades de un sector que ha pasado de modelos turísticos fordistas y a gran escala, a una diversificación y segmentación que pide nuevas rutas, ofertas personalizadas, paquetes sofisticados y alternativas a un modelo tradicional que con su tedio de masas generó también el deseo de novedad y distinción.

En este sentido, no existe una misma noción de lo exótico compartida por todos los turistas. Su invocación se da en muy diversos nichos del turismo industrial: etnoturismo, turismo rural comunitario, turismo espiritual, turismo humanitario, turismo sexual, ecoturismo, turismo de riesgo, turismo de la miseria, turismo curativo…2 Si bien todos ellos comparten esa pulsión por confrontarse con lo otro -con lo que está fuera y es extraño, diferente-, la actitud, los fines y la forma de esa confrontación tienen tantos matices que se requeriría más tiempo y espacio para adentrarse en el asunto. Por poner solo un ejemplo de esta diversidad, imaginemos por un lado a quien ve en lo exótico una oportunidad para cuestionar su propia epistemología y lograr “desnudar las certezas” 3, y a quien desea satisfacer el capricho de ser masajeado por manos indígenas mientras absorbe un daikiri en una playa paradisiaca.

En este texto hablaremos de cómo lo exótico engrasa la máquina turística, señalando las prácticas e ideas que transforman los lugares en mercancía, tasados por su valor de cambio y confeccionados para ser objetos de consumo. Nos centraremos en el lado de los visitantes, en sus motivaciones, discursos y acciones, describiendo también las consecuencias más visibles que esta forma de mercantilización tiene en los territorios y en la vida de sus pobladores.

La propaganda del paraíso

Permítanos (…) venderle este maravilloso “multidestino”. Usted podrá encontrar todo lo que ha soñado para sus vacaciones: hermosas y paradisiacas playas cubiertas de fina arena blanca, tocadas por el inconfundible mar turquesa del Caribe; (…) Áreas Naturales Protegidas, costeras, selváticas y marinas, lagunas, bosques y arrecifes de gran biodiversidad (…); un bosque tropical imaginariamente bien conservado, antes territorio de chicleros y otros montaraces (…). Una tierra de historias de piratas, aventuras y huellas de su presencia (…). Igualmente, podrá disfrutar de ciudades de historia colonial como Mérida, (…); arena, sol y sexo en Cancún (…); contacto con la naturaleza “virgen” Punta Herrero; experiencias espirituales y esotéricas en Tulum o contacto cultural en las innumerables localidades mayas selváticas que han emprendido sus propios proyectos eco-turísticos. Por supuesto, imposible dejar de mencionar el impresionante circuito de sitios arqueológicos encabezados por Chichen Itzá (…); las haciendas henequeneras convertidas en hoteles boutique; los parques temáticos o ecológicos como Xcaret o Xel Ha; las tradiciones culinarias de la región, los ritmos musicales y el carácter tropical de su gente, por ende alegres y sensuales para atenderle a usted4.

La publicidad, el discurso de las agencias de viaje y los contenidos de la industria cultural relacionada con el turismo5, han conseguido acercarnos al deseo de conocer lugares y países de los que apenas habíamos oído hablar y que de la noche a la mañana se convierten en tendencia mundial. Lo que se sabe en la calle sobre ciertas regiones viene mediado exclusivamente por estos mensajes publicitarios, y tal vez por alguna propaganda de ONG6, pues ni siquiera aparecen en las noticias de los medios de masas. El desconocimiento de la vida de la gente o de la situación política suele ser absoluto. Se trata, al fin y al cabo, de una serie de jardines coloniales a los que realizar agradables visitas, llevar la civilización y el desarrollo, y prestar una atención “humanitaria” en momentos puntuales.

Una estrategia importante de esta publicidad desplegada por los Estados y las empresas se basa en que el turismo es ese “placer inocente en el que todos ganan”7. Esta idea fuerza ha logrado convencer a las clases turistas y a gran parte de las poblaciones anfitrionas de que, a diferencia de otros sectores, se trata de una industria sin humos, muy amiga del medio ambiente, sostenible, generadora de riqueza y empleo, y una encantadora vía para el enriquecimiento cultural mutuo y la revitalización de las identidades locales. Nos dicen, en resumen, que es una actividad beneficiosa para todos los que entran en juego, sobre todo y precisamente para aquellas regiones que el etnocentrismo capitalista considera “menos desarrolladas”, que es donde se suelen ubicar estos destinos exóticos.

¿Cómo se ha conseguido esta aceptación social? Una de las causas es la menor visibilidad de los impactos directos del modo de producción, en comparación, por ejemplo, con la imagen de una fábrica que contamina aires, suelos y ríos. Esto se debe a que la industria turística es en sí un sistema compuesto por multitud de procesos deslocalizados, cuyas ramificaciones se extienden a la práctica totalidad de la sociedad industrial, desde la fabricación de los aviones que desplazarán a los turistas (dependientes a su vez de la industria del petróleo), pasando por el sector de la construcción y la especulación inmobiliaria, hasta llegar en sí a la producción de todas las cosas y servicios que los propios turistas usarán en sus destinos. Por otra parte, la imposición capitalista a escala mundial de las ideas de progreso, crecimiento y desarrollo, identifica a las regiones no insertas en esa lógica como eriales subdesarrollados o poco y mal civilizados8, que deben ser modernizados y ubicados por fin en la distribución productiva y funcional del capitalismo global9. Por el contrario, y como iremos viendo, esta inocente industria oculta sistemáticamente una nocividad que se deja ver a poco que miremos entre los pliegues de ese “desarrollo” que defiende con tanto orgullo. 


Puedes leer el artículo completo aquí

jueves, julio 26

Libres Y Salvajes nº 4


Sale a la calle el cuarto número de la publicación de pensamiento contra la máquina Libres y Salvajes. Este número viene encuadernado, con portada en cartulina y un grabado artesanal en la portada diseñado por J. Ginés (instagram: j_gines_). Agradecemos al colectivo Candao Crew su colaboración para financiar la revista y todas las demás personas que han participado traduciendo, escribiendo, cediéndonos sus textos, corrigiendo,etc... En este número podréis encontrar artículos sobre nanotecnología, defensa de la tierra, resistencias históricas a la máquina, nuevas tecnologías, permacultura, etc... El precio de la revista es de 4 euros, 3 euros para distribuidoras. Puedes hacer tu pedido en blogmoai@gmail.com. Adjuntamos a continuación un extracto de la editorial.

Este número de la revista sale con casi tres años de retraso. Los motivos son varios y nos parece importante nombrarlos. En primer lugar, nuestro tiempo y energía para dedicar al proyecto han disminuido, y gran parte de nuestro esfuerzo se ha dirigido a otro proyecto importante, la creación de una pequeña editorial y distribuidora. Tras la traducción y edición de Ned Ludd y la Reina Mab, de Peter Linebaugh, nos sumergimos en un texto propio, 12 Historias Ludditas, además de la maquetación y edición de otros textos más breves y otros que vendrán. Esto mermó nuestro trabajo en la revista, aunque no fue lo único.[]

Sí, hay objetivos claros que no varían ni en la publicación ni en nuestras vidas. El odio a quien destruye el planeta, la rabia por la pérdida cada vez más acentuada de autonomía individual y colectiva, por la pérdida de conocimientos milenarios imprescindibles para una vida autosuficiente. La necesidad de conocer momentos, culturas y transformaciones pasadas o presentes que nos ayuden a obtener una visión global del punto en el que nos encontramos y a afrontar los cambios que vendrán. El sabor amargo en la boca al ver cómo quienes se enfrentan a la dominación y pretenden emanciparse de todo estado y autoridad se acomodan y se justifican en el uso inconsciente de nuevas tecnologías esclavizantes.

Hemos visto cómo avances tan recientes como la iluminación artificial o el automóvil han dado paso al panóptico del futuro, la smart city, ciudades inteligentes para autómatas humanos. De la misma manera, el control y dominación de la tierra con los transgénicos ha dado paso a la nano-bio-tecnología mientras científicos y tecnócratas capitalistas campan a sus anchas por el espacio exterior en busca de algún otro recurso que explotar. Queremos y necesitamos conocer cómo han sido y son exterminadas las culturas preindustriales y cómo nuestros predecesores, los ludditas, fueron borrados de la historia y así aprender de ello. Pretendemos ser críticos, que no dogmáticos, con las nuevas tecnologías. El whatsapp y los smartphones se han adueñado de las relaciones sociales, lo cual nos duele, pero nos duele mucho más cuando se apoderan de nuestras amigas y personas afines o cercanas. Algunos de estos temas se tratan en este cuarto número de Libres y Salvajes, mostrando una realidad que nos deprime, nos aboca a la derrota y a la desesperación.

Las posibilidades de romper las cadenas tecnológicas son menores conforme las redes del sistema de dominación se fortalecen y se entrelazan, cerrando sus resquicios. Sin embargo, aún queda algo de animal salvaje en el fondo de muchas personas, un instinto tan natural como inherente que lucha por liberarse en el interior de cada ser. Y un jabalí es más peligroso y más furo si está herido, y nosotros lo estamos. Aún quedan ejemplos de jabalíes que resisten a ser cazados por el mundo moderno y civilizado, aún hay hueco para la autonomía y la desdomesticación, aún podemos ser cimarrones y liberarnos de la correa y el collar que nos han puesto a la fuerza pero que a veces lucimos con orgullo. La resistencia indígena, las luchas en defensa de la tierra, la defensa de los bosques, la recuperación de semillas milenarias, los proyectos de okupación rural, la crítica antitecnológica y anarquista, la recuperación de saberes... Todos estos proyectos e ideas nos motivan, nos hacen volver a la carga y con más fuerza en este envite desordenado y desesperado.[]

lunes, julio 23

La tiranía de la inmediatez, la imagen y la palabra



Sobre las detenciones producidas por reconocimientos en base a vídeos subidos a internet

“La Policía Nacional ha detenido a los cuatro responsables que originaron los disturbios de Lavapiés el pasado 15 y 16 de marzo, tras la muerte del mantero Mame Mbaye por un paro cardíaco. Algunos videos, filmados durante los altercados y colgados en diversas redes sociales, han facilitado la investigación. Los arrestados son ciudadanos senegaleses con antecedentes por tráfico de drogas”.

Con estas palabras comienza una noticia del ABC del pasado 11 de mayo que relata la detención de cuatro senegaleses imputados por supuestamente participar en los disturbios de Lavapiés de marzo (recordamos que relatamos lo ocurrido aquí).

Podríamos hablar sobre varias cuestiones que se abordan en este artículo, como el hecho de que se pasan por el forro la presunción de inocencia de los detenidos, la innecesaria criminalización que se hace asociándoles con unos antecedentes por tráfico de drogas que nada tienen que ver con los desórdenes, o la exoneración de cualquiera que pudiera tener responsabilidad en la muerte de Mbaye, a pesar de que varias personas atribuyeron ese paro cardiaco a la persecución que sufrió mientras trabajaba la manta. Pero esta vez hemos decidido pararnos a hablar del hecho de que las detenciones se produjeron gracias a los vídeos colgados y difundidos en redes sociales.

No se trata de la primera que pasa. Ni la última tampoco. El 29 de mayo, sin ir más lejos, se realizaron registros judiciales en tres viviendas de Madrid para buscar pruebas de la participación de algunas personas en las manifestaciones de la contracumbre del G20 del pasado verano en Hamburgo. Según la prensa, se les había identificado gracias a distintos vídeos de Youtube, incluidos algunos subidos por páginas de contrainformación internacionales.

A propósito de una situación parecida, hace seis años publicamos en este medio un texto titulado “La tiranía de la imagen”, en el que argumentábamos que “no hay lógica alguna en identificar el que una convocatoria sea abierta con el que deba ser grabada compulsivamente. ¿Cuántas fotos y cuántos vídeos son necesarios para contar cómo fue la movilización?, ¿cuál es su utilidad real? Es más: ¿adónde nos conducen este tipo de dinámicas?, ¿caminamos hacia un modelo de protesta en el que todos acudamos con nuestro dispositivo y nos grabemos los unos a los otros con una sonrisa de estupidez en la cara? Lo que en todo caso queda claro es que mientras se hacen fotos, se graba y se tuitea gratuitamente, ni se habla, ni se piensa, ni se comparte. Y por lo tanto, el espacio común se disuelve de nuevo en esa miríada de imágenes que van y vienen, que causan simpatía, pero poco más… que en definitiva, no mueven a la acción, al cambio, al compromiso para con los otros y la determinación de construir herramientas con las que afrontar lo existente.

Ya hemos insistido en la necesidad de pensar el sentido real de los megas y megas de información que se almacenan en la red una vez ha pasado el evento que sea. Pero, ¿qué es lo que queda detrás? En ocasiones puede haber unas cuantas fotos que ayuden a reflejar el sentido general de la protesta (y que si están hechas con cierta reflexión jamás serán incriminatorias de nada) y otras que recojan las actuaciones de la policía (y que sirvan para denunciar sus prácticas y evidenciar su a la población cuáles son sus quehaceres reales). El resto suele ser una masa informe e ingente que no ayuda nada a la comunicación entre iguales, pero que brinda una información muy preciada a los maderos y periodistas [a este respecto vemos necesario realizar un breve inciso y llamar la atención sobre dos fenómenos cada vez más frecuentes: 1) el cómo en los telediarios y periódicos se utilizan imágenes y vídeos de la red; 2) la escena bizarra en la que medios de contrainformación, manifestantes, periodistas y la propia policía graban una situación de cierta tensión dentro de una protesta… si todos hacen lo mismo, ¿no habrá algo que sea preocupantemente común?]”.

En los tiempos que corren parece que no hemos aprendido nada y manifestantes, periodistas, tuiteras, medios de contrainformación y agentes de policía siguen grabando todo lo que sucede, sin importar las consecuencias para terceras personas.

Pero no sólo debemos cuidar el uso que hagamos de las imágenes, sino también el de las palabras. La tiranía de la inmediatez premia al primero en publicar una información, ya sea en forma de retuits, o de tomarse en consideración su opinión, lo que nos aboca perpetuamente a una carrera por dar la primicia de una noticia, que suele encontrarse huérfana de reflexión y de visión estrategia. ¿Cuántas veces hemos visto publicado en redes posts como “Detenido un compañero de nuestro colectivo”, o “detenida una vecina del barrio que intentaba parar un desahucio”? Quizás su estrategia de defensa pase por no reconocer la pertenencia a un determinado colectivo, o por declarar ante un juez que no buscaba parar un desahucio, sino que simplemente pasaba por allí. Si no se sabe la información que se busca difundir por parte de las afectadas, decidir por ellas se convierte en una actividad arriesgada.

No pasa nada por no difundir algo en directo si puede afectar a alguien. Una reflexión un poco más pausada unas horas o días tarde puede ser más productiva que una primicia. Y no debemos olvidar que “las luchas que nos hacen fuertes no siempre albergan esa épica que buscan las cámaras (otras veces sí, que quede claro), pero será la solidaridad cotidiana y solo ella (expresada a través de asambleas, grupos de trabajo, conflictos laborales, etc.), con su habitual ausencia de glamour la que nos permita hacer frente a esta pesadilla” (www.todoporhacer.org/la-tirania-de-la-imagen).


viernes, julio 20

La cultura “fake” en el supermercado ideológico: las mentiras y sus feligresías




Tapizada como está nuestra Historia con mentiras de todo tipo, vivimos una fase del engaño que mutó también mediáticamente hacia lo que parece un nuevo “callejón –ideológico– sin salida”. Sin dejar de ser un gran negocio. Una nueva-vieja mercancía de la propaganda dominante disfrazada de “filosofía” para incautos, nos ha convertido en consumidores voraces de falsedades para enseñarnos a admirar nuestro despojo y explotación como obra “maestra” de un sistema cuyo sentido no se limita a producir pobres sino, también, seres engañados y dóciles.

Le llaman “pos-verdad” a la “plus-mentira” y a la lógica de un sistema de mentiras, actualizado, bajo reglas que el “consumidor” desconoce –relativamente– pero que acepta bajo las fórmulas largamente ensayadas con los parámetros del modo de “comunicación” predominante. Se trata de “la edad de las mentiras” de “gran calidad” y con no pocas pautas para que cierto pensamiento (y gusto) afiancen simpatías, coincidencias y placeres derivados de las falacias. La estética de lo falso.

Es el camino que encontró la ideología de la clase dominante para darse sobrevida. Ya no saben qué inventar. Han manoseado todos los recursos “filosóficos” que prohijaron y hoy no tienen cosa significativa que proponer porque queda en claro que no tienen futuro. Entonces mienten con todo. La ideología de la clase dominante tiene efectos nocivos, desde sus torres de marfil mass media, aliadas con no pocas mafias “académicas”, para idear falacias que son “consumidas” por personas que, con no poca frecuencia, lo gozan. Muchas creen que es indispensable sustituir la verdad con mil mentiras.

Durante mucho tiempo la ideología burguesa ha ensayado modelos de falacias muy diversos, incluso con gran “realismo”. Han inventado su “verdad” absoluta –y su fatalidad– para que aceptemos como única realidad los intereses usureros del capitalismo. Ese “realismo” burgués ha potenciado el arte de mentir, no sólo en “agencias periodísticas” y “medios de comunicación cómplices”, sino incluso en documentales y campañas políticas, de “gran realismo”. Han sido líderes en el arte de la mentira vestida de “realidad”. Con ese “gran realismo” afirmaron la existencia de las “armas de destrucción masiva”, crearon “realidades” falaces y nos acostumbraron a aceptar, con mansedumbre, la palabrería de las campañas políticas como una forma necesaria del engaño. El “realismo” de las mentiras y su propagación impune no es más que otra modalidad narrativa inventada, exprofeso, para evangelizar audiencias bajo la tesis resignada de que “así es el mundo”, “así son las cosas”, es crudo y nada cambiará… y hay que hacerse cínicos porque eso queda “nice”. Está de moda.

En su modalidad más descarnada dicen que harán lo que jamás veremos y juran no hacer todo lo que, después, hacen para ahogarnos. Juran terminar con la “inflación”, juran “no endeudar a los pueblos”, prometen “pobreza cero”… en el colmo de las falacias de “campaña” enfatizan su “odio a la corrupción” para esconder sus complicidades con los paraísos fiscales y con las mafias financiaras. Se yerguen como adalides de la “renovación” para articular las más rancias formas del saqueo y la explotación, mientras culpan a otros de las canalladas que ellos mismos tienen preparadas para su “gestión”. Así ganan elecciones, feligresías y defensores. Lo falso promovido como real.

Ese realismo con que se desgarran las vestiduras para mentir, presenta al mundo como un caso sobre el cual la única solución son ellos con sus mentiras, casi siempre estrambóticas, y se las impone, cronométricamente, como la verdad publicitaria suprema que se financia en su mundo con “rating”. Esa lógica del engaño ideada por los laboratorios de propaganda política para resolver la trama del capitalismo, y sus crisis, viene en capítulos de falacias. Y eso embelesa a muchos por comodidad individualista. Mentir pasó a ser un gran negocio y dejarse engañar un evento que no exige esfuerzo. Algunos creen ver en “las falacias oligarcas” la escuela sacrosanta del “pragmatismo” para darle estatus a lo que es un fraude premeditado por los farsantes que juegan al póker con todas las cartas a su favor. Nadie se engañe, no es la realidad, es una ficción, a veces muy forzada, barnizada con realismo narrativo. Y tiene adeptos voluntaristas entre sus víctimas.

Y todo eso sirve, además, para esconder la realidad de un mundo donde la industria imperialista más importante es la fabricación de armas; para esconder las conductas delincuenciales de no pocos negocios ilegales (cuarteles de guerra psicológica); el tráfico de drogas, armas y personas. Una realidad a la que la inmensa mayoría de los seres humanos está sometida por una minoría pavorosamente armada y experta en engañar. Una realidad en la que, por otra parte, crece el malestar, avanzan las revoluciones y hay hambre de ideas para derrotar al capitalismo. Se moderniza un arsenal con los dispositivos tecnológicos y psicológicos más avanzados en la ruta de reprimirnos ideológicamente con la historia de que “todo es mentira”, de que hay que resignarse y de que hay que disfrutarlo.

Un equipo de guionistas disfrazados de “periodistas”, escribe para que el arte de la mentira parezca una etapa liberadora e inevitable. Mentir a toda hora para que ya no importe lo “real”, incluso en el círculo de los “intelectuales” burgueses amaestrados por los monopolios de la “opinión pública”; incluso en los terrenos académicos. La lógica de las mentiras-mercancía despliega su propio lenguaje, en apariencia “serio”, y se hace pasar por aceptable, incluso, para sus víctimas. La filosofía de “las falacias de mercado” recurre a cuanto simbolismo encuentra, incluso hecho exprofeso, para que todos se traguen las mentiras y todos las acepten a-críticamente. Pero, a la hora de cobrar, a la hora de las ganancias, la “verdad suprema” siempre es el capitalismo. La parte más dura y dolorosa está en las “feligresías” de la mentira atrapadas en una emboscada descomunal y donde (contra su voluntad) aportan su cuota de complicidad para completar la tarea mass-media responsable de desfigurarlo todo con la fuerza significativa de los intereses burgueses decididos a cambiar el orden existente de la realidad. Y para eso, echan mano de las armas de la guerra ideológica y de las patologías esquizofrénicas más democratizadas. Hasta que la mentira estructural sea más verdad que la realidad objetiva, que el despojo a la clase trabajadora y que la lucha de clases.


 Fernando Buen Abad Domínguez
 

martes, julio 17

Jodidos turistas


Todos nos hemos reído de sus quemaduras al borde del cáncer de piel, sus caminatas a cuarenta grados y sus sandalias con calcetines. Puede que incluso hayamos esbozado una sonrisa de satisfacción al verles pagar un dineral por un plato de arroz con un montón de colorante amarillo. Y, sin embargo, todos queremos ser turistas. En el estadio actual del capitalismo, el viaje nos ofrece la promesa de abandonar nuestra rutina y entregarnos al placer, la diversión y el descanso. Nos aseguran que produce trabajo, que apenas contamina y que es la solución a la pobreza y al despoblamiento rural. Sin embargo, no es difícil intuir que la realidad es otra. Todo viaje alimenta al sistema del que promete evadirnos. Todo turista es un colono.

Este libro reúne artículos que analizan el fenómeno del turismo en varias de sus vertientes, desde los viajes internacionales a las casas rurales. Con una perspectiva crítica, los textos que lo componen analizan por qué viajamos, cómo viajamos y qué pasa cuando somos nosotros los que recibimos las visitas. 

Editado por Antipersona lo puedes pillar aquí

sábado, julio 14

De lo que le dije a Víctor Serge en una prisión de Petrogrado

 

Esta no es nuestra casa, Víctor,
esta no será nunca nuestra casa.
Este es solo el hogar
de los incendios y las orquídeas,
el lugar donde enterramos
decenas de caballos
en un agosto terrible,
donde dormimos entre los lirios
y lloramos por los fusiles
que nos habían arrebatado.

Nosotros, que no reconocemos
los tribunales de los justos
ni acatamos ninguna de sus leyes,
solo podemos comprar la libertad
con los cantos de los caimanes, Víctor,
pero hasta los caimanes enmudecen
con las crueles enfermedades del abismo.

Por qué no fuimos feroces,
por qué no asesinamos
con nuestras propias manos
a los hermosos adolescentes
que teorizaban sobre la revolución,
por qué les concedimos el don de la locura
y les llenamos el pecho de amapolas.

Esta no es nuestra casa, Víctor,
esta no será nunca nuestra casa.
Este es solo el lugar
donde los días fueron atroces
y nos molieron a golpes,
donde me trenzaste el cabello
en señal de luto
y nuestro lecho se llenó de cenizas.

Marchémonos de aquí, Víctor,
no estamos destinados
a morir entre la nieve.
Para nosotros está reservada
la única muerte que es luminosa.


Layla Martínez, del poemario inédito Cineraria. Tomamos el poema del número 1 de La Tormenta (Piedra Papel Libros y Calumnia Editorial, 2017).

miércoles, julio 11

Librepensadores, ayer y hoy

Identificar mero ateísmo con librepensamiento nos conduce a no pocas objeciones y problemas. Hay que distinguir entre la figura de un librepensador, propia de los siglos XVIII y XIX y lo que hoy podemos considerar que eso significa. Creo sinceramente, y lo digo también con bastante intención autocrítica, que desde posiciones ateas, lo que entendemos por un movimiento ateo combativo con la religión y más o menos organizado, se produce con cierta asiduidad esa ambivalencia de pretender ser progresista y librepensador y hacerlo únicamente desde posiciones, quizá no superadas, pero sí necesitadas de ser puestas al día conforme a nuevos discursos que resultan de lo más cuestionables. 

Hoy, así hay que considerarlo de manera permanente y muy crítica, no es lo mismo ser un librepensador que en la época que nace esa condición, en torno a lo que llamamos la Ilustración. Lo que quiero expresar es que me da la impresión de que existe quien se refugia en ese librepensamiento de los orígenes, de una época en que los paradigmas eran obviamente muy distintos, y sin embargo adopta una actitud bien poco librepensadora en la actualidad; de hecho, es posible que los auténticos librepensadores les parezcan personas equivocadas, a veces subversivas y peligrosas, adoptando con ello una condición en realidad tristemente conservadora. Dicho de modo elemental, el librepensamiento en origen consistía en escapar de un mundo de creencias aceptadas y de una serie de pautas establecidas (una serie de dogmas y prejuicios, así como la aceptación de una autoridad espiritual y, por extensión, también terrenal), lo cual tampoco elimina de un plumazo todo el pensamiento de aquellos autores que no podemos considerar librepensadores conforme a lo que será tal cosa a partir de la Ilustración.

La actitud librepensadora, de modo general, pudo ser en un principio dejar atrás la tradición y empezar a fiarse del criterio propio (no de lo que se repite, de lo que está establecido o aceptado); para que nos hagamos una idea, en la Edad Media, no solo existía la autoridad eclesiástica supuestamente legitimada por la divinidad, también se amparaban en la tradición filosófica establecida por Aristóteles (bien es verdad que un filósofo absolutamente mediatizado posteriormente por el cristianismo). Identificamos entonces el librepensamiento con un escepticismo que abre las posibilidades a un conocimiento más sólido. Para hacerse una idea de lo que supone el librepensamiento a partir de la Ilustración, nada mejor que la máxima de Kant aparecida en su texto ¿Qué es la Ilustración?: "Atrévete a saber". Ese "atrévete" supone dejar a un lado la tradición y la autoridad, atreviéndose a entrar en el mundo de conocimiento por uno mismo. Por lo tanto, la Ilustración puede definirse como la etapa en que la humanidad empieza a salir de su minoría de edad tutelada y lo hace por sí misma.

Sin embargo, hay que situar cada cosa en su momento histórico. Hoy, es fácil aceptar y aplaudir a las personas que pusieron en cuestión, por ejemplo, las supersticiones medievales; si miramos con esa misma severidad crítica nuestra propia actitud, nos daremos cuenta que tantas veces aceptamos con poca o ninguna crítica un montón de discursos establecidos (incluso, alguna amparada en lo que etiquetan como científico). En la actualidad, un librepensador solo puede ser aquel que pone en cuestión cualquier discurso, guiado solo por unos parámetros escépticos, críticos y tratando de establecer una base sólida para acceder al conocimiento. Quiero insistir en esa actitud crítica y librepensadora hacia lo establecido, pero también aplicar eso mismo hacia todo discurso, considerado alternativo, pero igual de cuestionable; por poner un ejemplo sencillo, tan denunciable es la tradición monoteísta como las paparruchas propias de la new age (que, tantas veces, critica lo reaccionario del cristianismo y presume de no sé muy bien qué modernidad). El librepensador debe ser, a mi modo de ver las cosas, constantemente irreverente; un respeto excesivo, y estoy hablando obviamente solo a las ideas y a los discursos (no a las personas), ya denota una falta notable de libertad de pensamiento.

Por otra parte, y aquí puede que entremos en un terreno más delicado, creo que el librepensamiento también está relacionado con una actitud militante; es decir, creer que uno piensa para algo, y no solo de un modo meramente contemplativo. A pesar de que el librepensamiento es forzosamente progresista (con todo lo que puede tener esa condición de relativa, dado el progreso tecnológico que se nos impone, pero aludiendo a mejora y a avance en todos los ámbitos humanos), tal vez su condición más aceptable sea una mezcla, tanto de optimismo, para pensar que vamos a llegar a alguna parte, como de cierto pesimismo, con el objeto de no caer en una actitud de que todo es posible (una suerte de omnipotencia que acabe en frustración). Para que se entienda lo que quiero decir, nada mejor que considerar a aquellas personas conservadoras, es decir, que aceptan la realidad tal y como se la ponen ante sus ojos, como totalmente ajenas al librepensamiento. Aparentemente, los que consideran que el mundo es francamente mejorable y no adoptan una actitud superficialmente benévola ante lo que les rodea (actitud, por otra parte, bastante humana, pero no pocas veces muy papanatas), suele acusárseles de ingenuamente optimistas; en realidad, no hay nada más triste y pesimista que aceptar el mundo tal y como es (y las evidencias dicen que es muy mejorable, que el pensamiento, y consecuentemente los paradigmas de actuación, deben avanzar).

El librepensamiento fue en origen una ruptura con el esquema de pensamiento de tradición religiosa; por eso, hoy se sigue identificando habitualmente al librepensador con una persona no creyente. En la actualidad, es necesario también romper con otros paradigmas de pensamiento establecidos; no es posible considerar solo un librepensador al que se muestre crítico con las teorías religiosas o, en nombre de cierto cientifismo, con todo lo sobrenatural. Incluso, denota una notable falta de librepensamiento la aceptación de ciertos discursos solo porque se denominen científicos, sin tratar de comprender los numerosos factores e intereses que influyen a la hora de establecer y de aceptar un discurso. Incluso, si en su momento el librepensador solía poseer una confianza enorme en el progreso, hoy también tenemos que ser críticos con la perversión a la que se ha sometido dicho término; una actitud encomiablemente librepensadora hoy en día es liberarse también de ese progreso artificial, impuesto también por lo establecido, y apelar a propuestas auténticamente propias.

Con estas reflexiones, no estoy hablando neceariamente de una condición posmoderna, por mucho que haya criticado cierta concepción del progreso y considere cuestionables según qué discursos científicos; aunque tengamos en cuenta el fracaso de la modernidad en demasiados aspectos, hay que considerar el proyecto moderno emancipador como pendiente y muy reivindicable. El librepensamiento, permanentemene renovado, parece esencial para llevar a cabo ese proyecto de emancipación, siendo críticos con esa objetivación técnico-científica propia de la modernidad y tantas veces asociada al poder establecido (los posmodernos suelen asociar la modernidad con el autoritarismo o absolutismo); no es posible la independencia del pensamiento sin una consciencia de la propia individualidad, liberándose del lastre de todo lo establecido por una época concreta, así como por toda la tradición correspondiente. Me quedo con una actitud librepensadora iniciada en un escepticismo crítico, caracterizada por la irreverencia hacia lo establecido, o con cualquier discurso con la aspiración de imponerse, y con el compromiso permanente con la mejora de la realidad.



domingo, julio 8

Mundial de fútbol: el gran circo internacional


Se lleva a cabo una nueva edición de la Copa Mundial de Fútbol, ahora en Rusia, y notamos una vez más, cómo millones de seres humanos en el orbe pasan horas y horas frente a sus televisores, prácticamente hipnotizados e idiotizados por el evento en cuestión. Multitudes absorbidas cada cuatro años por un espectáculo que de deportivo tiene poco y de negocio tiene mucho (beneficiando obviamente a una minoría); alienados por el evento estrella del Circo de nuestros días, que aprovechan la élite económica global y sus operadores políticos (Gobiernos) para controlar y distraer de forma insana a las masas.

Durante un mes no hay nada más importante para millones de personas en distintos rincones del planeta, que observar a 22 individuos pateando un balón, quienes supuestamente representan al gentilicio de 32 naciones. Durante un mes pasan a un segundo plano noticioso, gracias a la realidad deportivo-virtual proyectada por grandes empresas televisivas y otros medios masivos de difusión e imposición de matrices informativas, numerosos problemas socioeconómicos y ecológicos, y casi se olvidan tantos conflictos que bañan en sangre al Cercano y Medio Oriente, a América Latina y a África. Para ejemplificar el comentario anterior, es pertinente advertir que mientras los aficionados y fanáticos del fútbol celebran con histeria jugadas y goles de sus selecciones favoritas en Rusia 2018, Estados Unidos con el “loco” de Trump a la cabeza política, en franco desespero por la deteriorada economía norteamericana, amenaza a medio mundo; la crisis capitalista golpea con fuerza a los pobres, los fundamentalistas hacen estragos en distintos lugares de la Tierra, y el ejército terrorista de Israel continúa asesinando mujeres, niños y ancianos palestinos.

Si al pueblo romano lo distrajeron e idiotizaron con las luchas de gladiadores y otros espectáculos realizados en el Coliseo, a la humanidad actual la manipulan y alienan con eventos como la Copa Mundial de fútbol, que más que un acontecimiento deportivo es una gigantesca y muy rentable operación comercial, que beneficia en su mayor parte a la FIFA y a un puñado de corporaciones. Para la minoría que controla económicamente al planeta, y para todos los gobernantes que atienden a los intereses de ésta, el máximo torneo futbolístico es una oportunidad de oro considerando la distracción de las masas, y favorecería, por ejemplo, la ejecución de medidas impopulares y la recuperación de cierta credibilidad gubernamental.

Desearía cada gobernante proburgués-lacayo del mundo, con el objetivo de seguir manteniendo adormecidas e idiotizadas a las masas, que la Copa Mundial de fútbol se realizara todos los años; pero en su defecto se celebran regularmente torneos de clubes profesionales de fútbol y/o de otros deportes, y se difunden ampliamente novelas (teleculebrones), realities show, concursos de belleza y otras porquerías que aportan su grano de arena al embrutecimiento sostenido de los pueblos. El Circo global no da un solo día de tregua a la humanidad oprimida y sumida en la ignorancia.

Extraído de http://canarias-semanal.org

jueves, julio 5

El descrédito / La ignominia al desnudo

 
La ignominia al desnudo

Al volver a publicar este escrito de hace más de tres años que titulamos “El Descrédito”, queremos señalar no sólo la pertinencia de sus análisis de la crisis española, sino constatar los resultados de su evolución en el presente. La crisis se sigue manifestando principalmente como crisis política, crisis de un gobierno débil, sin mayoría sólida, acorralado por los casos de corrupción. Pero en igual proporción, es una crisis de Estado, pues la debilidad del poder ejecutivo ha propiciado un ataque a sus vergonzosas bases constitucionales por parte de grupos de poder catalanes, beligerantes con el “modelo territorial” centralista, embate relativamente victorioso. Cuando el centro se descompone, cada elemento actúa por su cuenta. En esas condiciones, el “diálogo” con la oposición es inútil, y con los soberanistas es imposible, por lo que la crisis política que estos han provocado y mantienen, se intenta resolver únicamente con mecanismos jurídicos. La justicia española está dotada de un arsenal punitivo formidable, de forma que cualquier actividad política o social puede considerarse delictiva, puesto que por pacífica y espectacular que sea, subvierte igualmente un orden establecido que pasa por sus momentos más bajos.


La prensa y la televisión, en manos de grupos financieros o plutocracias locales, reflejan perfectamente los intereses en juego de las corporaciones bancarias o los gestores autonómicos, junto con las opciones que barajan. Las agencias de calificación, los índices bursátiles, la prima de riesgo y las transferencias de poder marcan el camino de la política. En consecuencia, el descrédito de los partidos es total y los proyectos de recambio impulsados por los medios de comunicación y los fondos de reptiles no acaban de tener éxito, complicando más todavía la estabilidad política de las instituciones. Ni el ciudadanismo de izquierdas, ni el de derechas, ni tampoco el unionismo o el soberanismo, han podido aclarar un panorama demasiado complejo, porque la crisis política no es más que un detalle de una crisis más profunda, mundial, ecológica, cultural y social. El capitalismo se mantiene gracias a los proyectos faraónicos y las guerras que aseguran la marcha de la economía, lo que en España equivale a decir gracias al control del Mediterráneo Sur, a la construcción y el turismo. Los efectos negativos en forma de desigualdad, precariedad, trabajo basura, privatización de servicios públicos, museificación de los barrios antiguos, pensiones de miseria y burbuja de alquileres, han salido reforzados, pero la gran masa de población consumidora, uniformizada y conformista, dejándose llevar por los eventos y las modas, apenas ha variado. Las clases medias asalariadas, narcisistas y tecnófilas, manipuladas por los medios y horrorizadas ante la posibilidad de un Estado fallido, aceptan todo lo que el poder les ofrece. Convenientemente aleccionadas, terminaran deseando la opresión y odiando a los oprimidos. En consecuencia, la base popular del sistema de dominación permanece en su lugar. La crisis se estanca y absorbe desde dentro.


La crisis económica actúa selectivamente, amontonando en los márgenes del sistema a las masas golpeadas por la pobreza, a las que se quiere desesperadas y degradadas sicológicamente, para poder utilizarlas como enemigo del orden y volcar en su contra a las clases medias atemorizadas. Algo así como lo que está pasando en las ciudades del Estrecho, un laboratorio donde se están experimentando las políticas de contención del futuro. Sin embargo, las dos terceras partes de la población quedan relativamente a salvo de los efectos destructivos inmediatos del desarrollismo económico, permaneciendo aisladas, en contacto únicamente virtual con la realidad, y eso permite que la crisis política difícilmente evolucione hacia una crisis social, quedando empantanada en el barrizal político. Las protestas políticas, teatrales y simbólicas, ignoran las cuestiones sociales que solo se esgrimen con fines electorales; por otro lado, los movimientos sociales auténticos, reflejo de la parte de la sociedad civil activa y con voluntad de autoorganizarse, todavía recurren a la parafernalia típica del marketing político y en general se limitan a exigir al Gobierno medidas favorables.


Lejos de menospreciar a las mujeres que reclaman una igualdad real, a los jubilados que exigen pensiones dignas, al personal que protesta contra la privatización de la sanidad, a los desahuciados que resisten, a los inmigrantes que se baten por sobrevivir, a los campesinos que defienden el modo de vida rural, etc., bien al contrario, consideramos tales manifestaciones como signos de la emergencia de la cuestión social, todavía por unificar, a las que no falta más que un lenguaje propio, sin tópicos populistas, que describa la realidad de la forma más verídica. El rechazo de las mediaciones administrativas, políticas, sindicales o asistenciales, llevará el combate autónomo de los colectivos mencionados a convertirse en el eje de la lucha liberadora contra la imposición de una vida indigna esclava de la economía. La crisis política solamente es la punta del iceberg económico navegando a la deriva. Las luchas reales, si alcanzan un grado de autonomía suficiente, serán capaces de contemplar los problemas económicos y políticos como problemas sociales, cuya resolución dependerá de la fuerza que consigan acumular las masas implicadas y su empleo inteligente en la demolición del sistema opresor. En caso contrario, las candidaturas ciudadanistas, las medidas económicas neoliberales y las fórmulas políticas autoritarias acarrearán componendas contra natura, más partitocracia y dispositivos policiales en abundancia.


Miguel Amorós, 31-05-2018



El descrédito

¿Qué es la democracia? La democracia es el robo, hubiera contestado un nuevo Proudhon a juzgar de las cantidades exorbitantes de dinero público que fluye hacia las arcas de los particulares bien situados o bien relacionados con los partidos, tras haber “donado” la cantidad que procede a fundaciones-tapadera o haberla entregado directamente a los receptores políticos en sobres o bolsas. Los apologistas del régimen pactado con el franquismo y, en general, los que de alguna manera se benefician de él o tratan de justificar sus privilegios, han dicho por activa y por pasiva que la democracia es el estado de libertad y derecho que los españoles nos dimos después de duras luchas contra el franquismo. La dictadura era la soberanía del dictador; la democracia es la soberanía de la nación, que no se ejerce directamente, sino a través de un parlamento compuesto por diputados de partido y de un gobierno de partido. Es pues una soberanía delegada. No se trata de la soberanía de la ley, de la verdad o de la razón, atributos de un pueblo libre, sino de la soberanía de los partidos, o mejor de las cúpulas de los partidos, que recogen a la vez el testigo de la dictadura pasada. Estructurados verticalmente, funcionan como maquinarias burocráticas cuyo poder se concentra en una dirección dotada de gran discrecionalidad. Los “españoles”, la “nación” o “España” son entes imprecisos en sí, cuando no son meras formas de decir Estado. El Estado español los define a su imagen y les da forma, no al contrario: la Autoridad determina lo que es pueblo español y lo que no es. El Estado es el verdadero soberano, y los partidos ahora son su esencia: lo que llaman “democracia” es en realidad un régimen partitocrático, definido en lo esencial por las reglas del sistema capitalista del que forma parte. La partitocracia responde a una forma particular de representación de la voluntad popular secuestrada –considerada ésta como deseo de la “ciudadanía”, o sea, del electorado cautivo– que corre a cargo de asociaciones particulares de intereses: los partidos. Éstos van asociados a los negocios, puesto que la profesionalización y el tren de vida de sus dirigentes, las necesidades financieras de los aparatos y la propia naturaleza desarrollista del Estado obligan a esa relación. Y así se ha dado la paradoja de que el coste de la supuesta democracia, y por lo tanto, de la supuesta soberanía nacional, viene determinado por el apetito enorme de la burocracia partidista. El ejercicio democrático no es algo distinto del aprovisionamiento de la clase política. La partitocracia española es un ejemplo palmario de lo que hablamos.


En España, el régimen de partidos tardó un tiempo en consolidarse; el que necesitó para controlar las carreras de altos funcionarios y jueces, disponer del dinero de las cajas de ahorro, desarrollar una legislación penal regresiva, crear montones de leyes urbanizadoras y nombrar numerosísimos cargos inútiles. En una coyuntura expansiva de reconversión estatal, impulso de grandes proyectos innecesarios y especulación inmobiliaria –responsable de la creación de una masa asalariada conformista– la partitocracia disfrutó de un alto grado de aceptación social. Las relaciones de la política con el dinero de los constructores parecían beneficiar a todos, o al menos, no perjudicar a demasiados. Por eso, lo que llaman democracia pudo descansar casi tres décadas en la mentira de que los políticos trabajaban mal que bien por el interés general, y de que no formaban una clase social particular, una especie de elite extractiva con intereses que no tenían nada de públicos. Sólo cuando sus unilaterales decisiones destinadas a paliar las nefastas consecuencias de la globalización económica lesionaron el peculio de amplios sectores de gobernados, surgió la decepción y el enojo popular. A pesar del control de los grupos financieros sobre los medios de comunicación, las exacciones de los partidos saltaron a la primera plana. Cualquier evidencia de prácticas corrientes y asumidas como, por ejemplo, la administración desleal, el amiguismo, la malversación o el cobro de comisiones, fue interpretada como un abuso intolerable por quienes nunca antes se habían ocupado más que de sus asuntos privados y siempre habían firmado cheques en blanco a los partidos. En esta atmósfera de indignación pacata, algo tan obvio como la financiación en negro de los partidos y sindicatos, las tarjetas opacas de las cajas o las cuentas oscuras de los allegados y familiares de políticos, resultaban irritantes y desmoralizadoras a quienes habían cumplido religiosamente con el ritual del voto y la declaración de hacienda. El hecho de que las revelaciones obedeciesen a denuncias interesadas, hallazgos accidentales, abusos imposibles de ocultar o simples derivaciones de otros casos, por más que los jueces miraran para otro lado, tenía la virtud de poner en evidencia tanto la honestidad de los políticos y la legitimidad de la administración estatal, como la independencia del poder judicial, rebajado a mero instrumento de la partitocracia. Pero, desacreditado el Estado, ¿hay alguien que realmente crea en la justicia?


La crisis de la Justicia viene de lejos, de cuando se volvió trivial el hecho de que era una para los “representantes” y otra para los “representados.” En términos caciquiles: una para el caballo y otra para el que lo ensilla. La Justicia española está centrada casi exclusivamente en el pequeño delito contra la propiedad y el trapicheo al pormenor. A la cárcel sólo van los pobres, no los ladrones de guante blanco o los corruptos. De los 70.000 presos actuales, en plena sucesión de escándalos de corrupción, solamente hay 35 por “delitos económicos”. La Fiscalía Anticorrupción –y más aún los juzgados de instrucción– es incapaz de perseguir la delincuencia política. En teoría la ley autoriza el procesamiento del presunto culpable, pero en la práctica, sobre todo cuando aquél está protegido por un partido, las dificultades procesales, la provisionalidad de los instructores, los retrasos y la falta absoluta de medios, la hacen casi imposible. La instrucción suele frenarse, aplazarse o incluso estancarse durante años, y cuando finalmente llega la causa a los tribunales, los acusados son condenados a unas penas simbólicas, cuando no absueltos o indultados. Los jueces, que temen complicarse la vida profesional, se dejan presionar y obedecen a instrucciones superiores, evitando pruebas y testimonios que induzcan a condenas. Por otro lado, los miembros de las máximas instancias de la judicatura, el Tribunal Supremo, el Constitucional, la Fiscalía del Estado y el Consejo General del Poder Judicial, deben su nombramiento al consenso partidista, así como las correspondientes instancias autonómicas, por lo que es poco probable que actúen en detrimento de los intereses de quienes les colocaron en sus asientos. Es más, tal situación ha permitido que la corrupción se introdujera en el aparato judicial, como antes lo había hecho en el funcionariado.


Desde los comienzos de la Transición, la corrupción ha sido prácticamente legal; por eso se halla tan generalizada. Hasta la reforma del Código Penal de 2013, la financiación ilegal de los partidos no era delito; ni siquiera existían éstos como entidades susceptibles de responsabilidad jurídica. La prevaricación, la fechoría política más grave y extendida, no comportaba pena de prisión. La Ley de Contratos aún permite adjudicaciones sin pasar por concurso con tal que el coste se fraccione, mientras que la ocultación de dinero al fisco por debajo de los 120.000 euros no se considera fraude. Todavía hoy, diciembre de 2014, no existe ninguna oficina que estudie el origen de los patrimonios sospechosos, pero además, los cargos electos son aforados y, por lo tanto, sus desmanes no pueden ser investigados más que por tribunales superiores, cuyos miembros son nombrados oportunamente en los parlamentos. Así pues, los políticos imputados participan en la elección de aquellos que los han de investigar: se puede suponer el resultado de las indagaciones. El Banco de España, la Comisión Nacional del Mercado de Valores y el Ministerio de Hacienda son muy remisos a facilitar datos a los jueces, y lo hacen con cuentagotas. El Tribunal de Cuentas no puede cruzar datos con la Agencia Tributaria, la contabilidad de los partidos es comunicada con seis años de retraso y, en fin, los aumentos patrimoniales, los sobresueldos, las dietas y los gastos de los políticos son imposibles de establecer si no se producen filtraciones; las prácticas locales recaudatorias siguen ignorándose, y en definitiva, la procedencia y la cuantía del dinero que maneja la clase política se desconoce completamente. Se tiene la impresión de que todo el sistema judicial y administrativo esté organizado para permitir la corrupción. Por eso no hay medidas que logren atajarla.


Hasta ahora los escándalos no habían acorralado a los políticos, puesto que la masa satisfecha y optimista que los votaba no consideraba males mayores, por ejemplo, el tráfico de influencias, la información privilegiada, la falsedad documental, el fraude, la estafa o el cohecho, ya que directamente no la afectaban. La prueba es que los políticos prevaricadores obtenían amplias mayorías electorales. Parecía que el enriquecimiento ilícito, el despilfarro y el nepotismo los hacían más populares. La masa domesticada de votantes no cuestionaba la captación irregular de fondos, el blanqueo de capitales o la patrimonialización de las instituciones, sino que los consideraba una característica común de la “democracia.” Pocos creían ilegítimo aprovechar oportunidades de hacer dinero cuando se ocupaba una poltrona. La “democracia por la que tanto habían luchado los españoles” era obra exclusiva de los partidos y, como ésta se fundamentaba en la confluencia del interés privado y el interés político, lógico era que los cargos públicos se llenaran los bolsillos. Pero el principio cínico del vive y deja vivir –ocúpate de tus asuntos y deja robar al prójimo– solamente funciona en época de estabilidad y bonanza. Otra cosa muy diferente ocurre cuando ordeñar las instituciones coincide con –e incluso conduce a– la quiebra, el paro, las privatizaciones, los desahucios, los recortes y el irritante rescate de la banca. Ante un reparto desigual de los costes de la crisis y una revelación brutal del alcance de la corrupción, lo menos que se puede decir es que la sumisión se hace pesada. El “pueblo” ya no tan resignado –la clase media asalariada, los empleados en precario y los jóvenes sin expectativas– pierde la confianza en los partidos tradicionales y sabiéndose víctima de sus responsables, exige que los victimarios devuelvan el dinero robado y que los culpables paguen por los desperfectos. En tanto que masa timada y perdedora, empieza a cuestionar al Estado en su forma actual, originando un vacío que el soberanismo y las nuevas formaciones ciudadanistas se han aprestado a llenar.


El hastío de masas no lleva aparejado un rechazo frontal de todos los partidos, sino la exigencia de una renovación de la partitocracia. El descrédito del Estado no conduce a su negación, sino a una exigencia de reconstitución. Es el momento de las opciones regeneracionistas e independentistas, no el de las luchas populares autónomas. La violencia necesaria para ello no sale de los estadios deportivos. Para la masa perdedora no se trata de salir a la calle; más bien, de salir en los medios. O de salir a la calle para salir en los medios. Ahora los escaños se obtienen en las tertulias televisivas, en las entrevistas y en los telediarios. Por otra parte, el rechazo no es compartido por todos: en 2009 la corrupción preocupaba solamente al 9% de la población. Al despuntar 2013, tras cuatro años de crisis, una encuesta de El País mostraba que el 48% del público admitía empezar el año con espíritu animoso, frente a un 43% pesimista. Al menos casi dos tercios de la masa afecta al parlamentarismo –la que no está en paro– aún se creía a salvo de la crisis. Aunque opinaran que la economía andaba de mal en peor, casi todos afirmaban que por el instante su situación era buena. Excusamos decir que buena parte lo hacía bajo los efectos de ansiolíticos y somníferos, cuyo consumo se ha duplicado. Un año y pico después, el pesimismo ha aumentado sensiblemente, pero la revuelta social sigue ausente, mientras que el panorama político pugna por readaptarse sin cuestionarse por ello la menor institución, limitándose a cambios de fachada. La casta ha sido pillada en mal momento: la demanda de leyes de financiación y transparencia muy claras que reduzcan y libren a la publicidad las cuotas de plusvalía social exigidas por su modus vivendi, contradice su necesidad de afianzar el estatus social de clase parasitaria que la obliga a mantener el ritmo de dispendio y ocultar sus fuentes proveedoras de fondos. Pero por ese lado las cosas no van a cambiar y con mayor razón se retrasará sine die una ley de enjuiciamiento criminal que responsabilice a los altos cargos de los partidos y sindicatos de las tropelías cometidas por ellos o sus subordinados. Si los delitos fueran imputados a todos los delincuentes, la clase política entera acabaría entre rejas. Así que no se resuelve sino para aprobar medidas paliativas de dudosa eficacia, como disminuir el gasto de administraciones secundarias (por ejemplo, los municipios), privatizar servicios (la sanidad, el agua), amnistiar fiscalmente las bolsas de dinero negro y promulgar una ley de transparencia con suficientes sombras, a la espera de un periodo de crecimiento que cree empleos y sumerja de nuevo la masa desclasada en el consumismo y el cocooning. Para quienes hayan quedado inhabilitados o hayan agotado sus posibilidades en la política siempre queda el paso a la empresa privada, la llamada “puerta giratoria”, pues la política de partido y la economía bancarizada son lo mismo. Las altas finanzas son lo que hay al otro lado de la partitocracia.


En los medios se habla de “crisis de legitimidad” y de “quiebra del capital ético”, en un enésimo intento de ocultar que estamos ante una clase explotadora al descubierto y que el sistema en el que se ampara es un régimen espurio. La realidad económica y política quedan todavía bajo el paraguas de la ideología dominante y del espectáculo. La cultura de masas pesa demasiado; la industria mediática busca soluciones en el marco del Estado, el coto de la clase política, que se concretan en abundantes medidas sin efectos palpables en el descompensado reparto de sacrificios. De esta manera, los plumíferos y bocazas de la claudicación pedían un esfuerzo “a todos”, es decir, a los empresarios y a los trabajadores, a los banqueros y a los pensionistas, a los funcionarios y a los políticos, a los empleados y a los usuarios –a la “ciudadanía” en general– para acoplar sus intereses particulares con los intereses generales del sistema. Los “representados” habían de confiar nuevamente con sus “representantes” y superar la actual “crisis de representatividad y de confianza” de los partidos. Para “restaurar el vínculo” entre ambas partes, los políticos deberían reformar el sistema “representativo” e incluso sacar de la chistera nuevas formaciones; los empresarios, tendrían que flexibilizar su trato con los sindicatos; los trabajadores y empleados públicos, renunciar a la seguridad del empleo y aceptar los expedientes de regulación, las privatizaciones y el retraso de la edad de jubilación; los funcionarios, rentabilizar su función; los estudiantes, pagar los costes reales de la enseñanza, y así sucesivamente. Desde el punto de vista de los voceros de la dominación, la culpa se ha de repartir; es de todos. Justifican que los políticos se agarren a sus privilegios y hasta que los multipliquen, porque los demás también quieren “egoístamente” conservar íntegros sus derechos sociales. Con el mayor cinismo, afirman el hecho de que privilegios y derechos no son compatibles (hay de por medio una disimulada situación de clase). La solución mágica, pues, escapa a los protagonistas antagónicos, por lo que se tiene que recurrir a un tercero. Desde el punto de vista tecnocrático de los intereses que representa El País, se trataría simplemente de una asesoría de expertos comisionada por el parlamento para llevar a cabo una “auditoría democrática” y sugerir mecanismos de control consensuados. Desde un punto de vista ciudadanista, menos convencido de la culpabilidad universal y más centrado en el rescate de la clase media asalariada y la juventud universitaria, sería cuestión de una “democratización de la democracia”, una “refundación” del sistema, incluso de una “segunda transición” o una “revolución ciudadana”, obra de una red de votantes internautas que desde el espacio virtual impulsase una “nueva mayoría” parlamentaria ajena a los dos grandes partidos que hasta ahora se han ido alternando las tareas de gobierno.


Al no ofrecer salida al paro, al endeudamiento, a la precariedad y a la pobreza, los partidos mayoritarios y las instituciones estatales han pasado de ser la solución a ser el problema. Literalmente, en 2014 las encuestas los sitúan como el tercer problema grave del país, empatado con la corrupción, tras el paro y la deuda. Los arribistas que pretenden heredar su electorado, proponen reformar el régimen desde dentro, tal como hicieron los franquistas, “de la ley a la ley”. Para ello construyen partidos y coaliciones buenistas, con programas realistas y líderes pragmáticos dispuestos a la moderación y a los pactos. Sin embargo, desde cualquier lado, el sistema político es irreformable. Con una clase política de sustitución obtendríamos en poco tiempo los mismos resultados. Falla el sistema. La corrupción no constituye la excepción, sino que está inscrita en su naturaleza. Es parte esencial de él. Controlar a la clase política significaría controlar las ramificaciones que conectan con los grandes grupos económicos y financieros, bloquear ese flujo relacional, lo que en la práctica significaría la liquidación de dicha clase, y si ésta ha de demostrar valentía en algo, lo será rechazando autoinmolarse. Además, la causa primera de la crisis no es la corrupción, son los movimientos especulativos de las finanzas internacionales, fuera del alcance de los Estados. Los partidos no han hecho más que trasladar sus efectos a las masas asalariadas, puesto que esa es su función, destapando involuntariamente la caja de Pandora de las corruptelas. La reforma no significa nada si el Estado sigue formando parte del circuito financiero de la globalización. Pero separar al Estado de las finanzas internacionales significaría salir del capitalismo y la clase política existe gracias a la interdependencia entre Estado y Capital. O dicho de otro modo: el porvenir de la clase depende del desarrollismo estatal, y éste, del crecimiento capitalista. Abstenerse del capitalismo implica abstenerse de la política, pasar del Estado.


El hecho de que la mayoría popular se mantenga “serena” y actúe con “civismo” indica que la crisis en cierta manera se ha encarrilado, ha pasado a ser parte del orden. La partitocracia tiene cuerda para rato. Nadie cree en un estallido social, porque nadie que tenga algo que perder lo desea, y no lo desea porque lo teme. El miedo es el responsable de que la masa apele al Estado desesperadamente, corra con los gastos y pague los platos rotos con resignación, o como mucho, aliente pasivamente los “movimientos sociales” y las alternativas “refundadoras” ciudadanistas. Las masas asalariadas no quieren desertar, no quieren otra forma de vivir, por eso se aferran a lo existente. Los tiempos no están suficientemente maduros para cambios radicales y la reconciliación de clases transcurre tanto por las carreteras principales como por cañadas y veredas. La dislocación del esqueleto social no es suficiente. La crisis no ha afectado todavía a los fundamentos de la dominación; es una crisis a medias. Pocos se están viendo obligados a elegir otras maneras de vivir, a regular su conducta según nuevos valores solidarios, a constituir una comunidad que satisfaga sus necesidades de libertad y seguridad al margen del Estado. La crisis no ha alumbrado más que un nuevo reformismo de tinte socialdemócrata e identitario, que con un lenguaje políticamente correcto, “democrático” a tope, persigue un capitalismo de nuevo cuño. La subversión ha de tenerlo muy en cuenta.


Miguel Amorós, 18-12-2014. Reproducido en la revista Argelaga, nº 6, como editorial.

lunes, julio 2

La cultura de la enajenación

La enajenación se produce cuando la persona se siente respecto a sí misma como un extraño, sus actos ya no le pertenecen y las consecuencias de los mismos pasan a convertirse en dueños suyos, se subordina a ellos e incluso los idolatra; grandes pensadores contemporáneos, como Erich Fromm, consideran que se trata de uno de los efectos perniciosos del capitalismo.

Con la enajenación, puede decirse que hablamos de un proceso de cosificación, en el que la persona no se relaciona productivamente consigo misma ni con el mundo exterior. Antiguamente, las palabras "enajenación" o "alienación" se referían a la locura, a la persona desequilibrada por completo. En el siglo XIX, Marx y Engels utilizaron esas palabras, no ya como una forma de locura, sino como un estado en el que la persona actúa razonablemente en asuntos prácticos, pero constituye una desviación socialmente moldeada en la que los propios actos se han convertido en "una fuerza extraña situada sobre él y contra él, en vez de ser gobernada por él". Pero Fromm nos recuerda una acepción mucho más antigua, referida en el Antiguo Testamento con el nombre de "idolatría". La idolatría, tal y como sostiene la tradición, sería la situación en que el hombre invierte sus energías y creatividad en fabricar un ídolo, para después adorarlo y verter sus fuerzas vitales en esa "cosa". El ídolo no es ya el resultado de un esfuerzo productivo, sino algo exterior al hombre y por encima de él, al que acaba sometiéndose. La enajenación es el ídolo como representación de las fuerzas vitales del hombre.

Todas las religiones desembocan en este concepto de idolatría que explica Fromm, el hombre proyecta sus capacidades en la deidad y no las siente ya como suyas, en un proceso de difícil reversión. Toda subordinación puede considerarse un acto de enajenación e idolatría. Pero el fenómeno idolátrico no se produce solo en un plano sobrenatural, tantas veces lo adorado de ese modo es una persona (en el terreno personal, en el amor, o en el sociopolítico, con el jefe o el Estado y, me atrevería a decir, en el vulgar caso de los ídolos deportivos). En este caso, el ser alienado proyecta todo su sentimiento, su fuerza y su pensamiento en la otra persona, sintiéndola como un superior. No se concibe al otro, ni a sí mismo, como un ser humano en su realidad y se ve al "superior" como portador de potencias humanas productivas. En la teoría de Rousseau, y en el totalitarismo posterior, el individuo renuncia a todos sus derechos y los proyecta en el Estado como único árbitro. Se rinde culto, en plena enajenación, a alguna clase de ídolo: Estado, clase, partido, grupo...

También puede hablarse de idolatría y enajenación, no solo en relación a otra persona, también en relación a uno mismo. Cuando uno se somete a pasiones irracionales, como el ansía de poder, ya no se siente con las cualidades y limitaciones de un ser humano, sino que se convierte en esclavo de un impulso parcial proyectado en objetivos externos y capaz de someterle. Aunque se tenga la sensación de hacer lo que se quiere, la persona es arrastrada por fuerzas independientes de ella, se siente una extraña para sí misma y para los demás. Lo común a todo fenómeno idolátrico (a una deidad, a un jefe, al Estado, etc.) es la enajenación, el hombre es ya un portador activo de sus propias capacidades y riquezas, sino una "cosa" reducida dependiente de poderes externos en los que ha proyectado su fuerza vital. Fromm insiste en que la enajenación forma parte de la historia de la humanidad, aunque difiera de una cultura a otra en su especificidad y en su amplitud. En la sociedad moderna, todas las cosas que el hombre ha creado han acabado situándose por encima de él y no es ya el creador y el centro de las mismas, sino su servidor. La definición más acertada sería que el ser humano, enajenado de sí mismo, se enfrenta con sus propias fuerzas, encarnadas en cosas que él mismo ha producido.

En este escenario, en un proceso avanzado de industrialización, el trabajador se encuentra despojado de su derecho a pensar y a moverse libremente. Apatía o regresión psíquica, son los resultados de acabar con la creatividad, con la curiosidad y la independencia de ideas en el trabajador. Pero Fromm también atribuye a los jefes o directores un papel enajenador, a pesar de manejar presuntamente el todo de la producción, se muestran enajenados del producto como cosa concreta y útil. Director y obrero tratan con monstruos impersonales, un descomunal gobierno político y/o económico, que determinan sus actividades. El fenómeno más significativo de una cultura enajenada es el de la burocratización. Los burócratas, políticos o económicos, se relacionan de modo impersonal con las personas, las manipulan como si fueran cifras o cosas. Los directores al servicio de la burocracia son inevitables en un contexto en el que el individuo se enfrenta a una vasta organización y a una extrema división del trabajo que le impiden observar el conjunto y cooperar de forma espontánea y orgánica con sus semejantes. Antiguamente, los jefes fundaban su autoridad en un orden divino; en el capitalismo moderno, el papel de los burócratas se considera sagrado al escapársele al individuo singular el funcionamiento de las cosas. La exacerbación de esta situación de burocratización, como fenómeno de una cultura enajenada, se dio en los Estados totalitarios, pero permanece en el Estado democrático y en el mundo de los negocios del capitalismo. Por muy libre que se considere uno en una situación personal, como es el caso de los pequeños propietarios, se sigue formando parte de un mundo enajenado, en los aspectos económicos y sociopolíticos a nivel general.


Publicado por Capi Vidal