Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

martes, enero 30

Quiero tener mi tumba...

Quiero tener mi tumba
lejos de los campos santos,
donde blusas blancas no haya
ni panteones dorados.

Quiero que a mí me entierren
lejos de esos lugares falsos
donde la gente al año viene
a depositar sus llantos.

Quiero que a mí me entierren
arriba en el monte alto,
junto a aquel pino grande
que sólo está en el barranco.

Mi tumba quiero que esté
entre dos piedras de canto,
compañeros míos han de ser
pintadas culebras, verdes lagartos.

No quiero que a mi entierro vengan
curas laicos y romanos,
y las flores han de ser
un manojo de punzantes cardos.

Tampoco quiero que vengan
a decir discursos y salmos,
con banderas y oropeles,
vicio del mundo civilizado.

Para discursos los graznidos
de los cuervos y los grajos,
el aullido del zorro viejo
cuando ciego es abandonado.


Ramón Vila Capdevila (Caracremada). Maquis anarquista catalán

sábado, enero 27

Anarquía versus democracia


Es relativamente frecuente encontrarse con algunos autores o componentes del movimiento libertario que equiparan la anarquía con la democracia. Según este punto de vista la anarquía, como escenario resultante de la revolución social que pone fin al Estado y a la propiedad privada, constituye un orden en el que las funciones de gobierno que antes eran desempeñadas por personal especializado en los órganos estatales son asumidas por la propia sociedad, de tal modo que las decisiones son tomadas de forma directa por sus integrantes, normalmente reunidos en asambleas o foros públicos. Esta es la denominada democracia directa para diferenciarla de la democracia parlamentaria o representativa. Sin embargo, la democracia como sistema político y social responde a una tradición ideológica y política que tiene un origen muy concreto que difiere en muchos aspectos de los postulados libertarios, lo que indudablemente afecta a los resultados a los que dan lugar en cada caso.

No es cuestión de establecer una genealogía de la democracia dentro de la teoría política ni de la historia de los sistemas políticos, sino que es suficiente con establecer aquellos rasgos que la caracterizan y que la distinguen de la anarquía, lo que en último término ayuda a dilucidar lo erróneo que resulta equiparar a esta última con aquella. Así pues, en primer lugar hay que apuntar que la democracia, en su acepción teórica y práctica, es el gobierno de la mayoría, lo que ya deja bastante claro la profunda divergencia que este sistema alberga en relación a la anarquía. Por este motivo la democracia es, por principio, la negación de la libertad. En esencia la democracia no es otra cosa que un despotismo de las mayorías en el que la fuerza del número hace que estas se impongan por sí mismas, lo que en última instancia conduce a la primacía de lo puramente colectivo en perjuicio de la esfera individual que es completamente eliminada. El sujeto directamente no existe porque es la voluntad de la mayoría la que concentra de un modo unitario y centralizado la capacidad decisoria, al mismo tiempo que esta es extendida a todos los ámbitos.

Si tenemos en cuenta a uno de los principales referentes ideológicos modernos de la democracia, Rousseau, nos percataremos en primer lugar de la ausencia del sujeto en su pensamiento político debido a que consideraba que todo cuanto estuviera fuera de la comunidad no merecía ser tomado en cuenta. La comunidad, o más concretamente el pueblo, lo abarca todo. Rousseau se opuso a cualquier noción de individualidad en la medida en que construyó su particular filosofía en oposición al individualismo de su época, y que se fundaba en la consideración del egoísmo racional como algo moralmente bueno. Rousseau, en cambio, se basó en la existencia de sentimientos comunes como base de la existencia de un vínculo entre los integrantes de una comunidad, con lo que la moralidad de la persona es inevitablemente la del grupo. Se trata de una moralidad que enseña siempre la sumisión al grupo y la conformidad con la voluntad del mismo. Indudablemente este planteamiento deja muy poca libertad personal dado que el individuo prácticamente no cuenta nada. La comunidad es, entonces, el valor moral más alto hasta el punto de que fuera de ella no hay nada moral, pues de ella los individuos obtienen sus facultades mentales y morales gracias a las que llegan a ser humanos. Además de esto la comunidad, al fundarse en un vínculo real que une a sus miembros, constituye una “persona moral”. De esta forma posee una voluntad que, según Rousseau, es la voluntad general que tiende a la conservación y bienestar del todo y de cada una de las partes, al mismo tiempo que es la fuente de las leyes, y constituye de esta manera la norma de lo que es justo o injusto. Esto hace que sea la voluntad general la encargada de regular la conducta de los miembros de la comunidad.

De todo lo anterior se deriva una noción de la comunidad en la que sus integrantes no tienen derechos contra ella. Esto se debía a que Rousseau rechazó la idea del estado de naturaleza que otros filósofos de su época defendían, con lo que el sujeto viene al mundo en una sociedad que no ha creado, que le preexiste, y que además se funda en un sentimiento común de sus miembros. Por tanto, según este punto de vista, no hay ningún individuo fuera de la comunidad, y lo que el individuo es se lo debe a la comunidad a la que pertenece. La voluntad general es la que ejerce la dirección de toda la comunidad. De hecho Rousseau sintetizó esto al afirmar que “cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo”.[1] El sujeto se disuelve en la comunidad que a través de la voluntad general dirige a sus integrantes. La preeminencia de la comunidad es tal que es gracias a ella que el individuo es humano. Pero lo importante aquí es que la voluntad general representa un hecho único respecto a la comunidad, es decir, que esta tiene un bien colectivo específico. Por decirlo de alguna manera la comunidad vive su propia vida, realiza su propio destino y sufre su propia suerte. La comunidad es, entonces, superior a la suma de sus partes al tener una voluntad propia que es la voluntad general que opera como una fuerza universal y coactiva que mueve y dispone a cada una de las partes del modo conveniente al todo. Cualquier derecho que pueda existir sólo puede darse dentro de la comunidad, de forma que el derecho de cada particular está siempre subordinado al derecho que la comunidad tiene sobre todos.

La comunidad es la que decide y determina la extensión de la esfera individual y con ello los derechos de los que eventualmente pueda disfrutar el sujeto. Los derechos y libertades individuales resultan ser una concesión sujeta a la tutela de la comunidad que es la que, por medio de sus leyes y convenciones, se ocupa de regularlos conforme al bien general que la voluntad general se encarga de determinar. Por tanto, y según este razonamiento, no existen derechos inviolables frente al bienestar general, y en última instancia no existen en absoluto derechos y libertades individuales ya que no serían otra cosa que una limitación de la voluntad general cuando esta última es considerada absoluta, sagrada e inviolable. Así las cosas, la voluntad general no admite oposición, lo que conduce directamente a utilizar la coacción contra quien se niegue a obedecerla, algo que Rousseau consideraba que era una forma de obligar al individuo desobediente a ser libre. Entonces, la coacción, según este punto de vista y su consecuente razonamiento, no es coacción como tal ya que cuando un hombre quiere individualmente algo distinto de lo que el orden social le da únicamente desea su capricho, con lo que no sabe en realidad cuál es su propio bien ni cuáles son sus propios deseos. En el fondo se trata de una mera restricción de la libertad que es presentada como un modo de aumentarla, al mismo tiempo que la coacción no es presentada como coacción al afirmar que con ella se hace el bien general. La consecuencia de todo esto, como ya se ha dicho, es el sometimiento completo del individuo a la comunidad hasta el punto de llegar a eliminarlo cuando sus convicciones son contrarias a las convicciones de la sociedad. La tendencia de la democracia es, entonces, la búsqueda de la unanimidad, lo que va en claro perjuicio de la individualidad y de la diversidad.

El individuo es, entonces, un apéndice de la comunidad al ser esta la que determina la esfera del juicio privado. El pueblo como cuerpo es soberano, mientras que el gobierno es un órgano que tiene poderes delegados que le pueden ser retirados o modificados según la voluntad general. La democracia, en este caso directa, es ejercida por el propio pueblo en asamblea debido a que su soberanía no puede ser representada sin que con ello se incurra en una usurpación o suplantación del pueblo. Pero la capacidad legislativa del pueblo es, tal y como acaba de ser expuesto, ilimitada al tener la capacidad de intervenir en la esfera individual y de determinar su extensión, al mismo tiempo que su voluntad general es inapelable, de tal manera que exige obediencia. Por todo esto la democracia resulta ser un despotismo de la mayoría que es la que determina la voluntad general. De este modo la voluntad de la mayoría se convierte en ley que se hace efectiva al estar provista de la fuerza necesaria para aplicarla a quienes la desobedezcan. Todo esto es lo que hace que la democracia sea en último término un sistema de votaciones en el que los individuos, reducidos a la condición de simples números, desarrollan dinámicas de mayorías y minorías, de ganadores y derrotados, con la correspondiente competición en la que lo que prima es la fuerza del voto y donde la argumentación y el razonamiento sólo sirve como elemento justificativo de estas sucesivas correlaciones de fuerzas entre mayorías y minorías.

La obligatoriedad de las decisiones de la voluntad general gracias al respaldo de la coerción, unido a la omnipotencia de las mayorías, es lo que anula cualquier libertad y autonomía individual. Esto es lo que hace posibles situaciones como aquellas en las que una mayoría impone su particular idea religiosa con la que priva a una minoría de su libertad al ser obligada a hacer una contribución para suplir los gastos de unas rogativas en cuya eficacia no cree. Igualmente cuando la mayoría se declara como patriótica e impone democráticamente a la minoría la obligación de verter su sangre por una causa que le es completamente desconocida. Lo mismo ocurriría si la mayoría se mostrase partidaria del sistema capitalista y con ello despojase democráticamente a la minoría disidente de su libertad económica al ser sometida a una relación de explotación. La democracia implica la obligatoriedad del cumplimiento de las decisiones adoptadas por la mayoría, y esto conlleva, a su vez, la existencia de un poder ejecutivo y de unos mecanismos de coerción con los que forzar la voluntad de los disidentes que componen las minorías. Así pues, las democracias no conocen ningún límite para el ejercicio de la voluntad general, y el individuo queda así relegado a la condición de un esclavo de la mayoría que se encarga de dictar leyes, normas y convenciones sobre todo cuanto se le antoje, y a exigir al mismo tiempo la más completa sumisión. Bajo una igualdad formal, que en nada sustancial afecta al terreno económico, el individuo es esclavizado a la tiranía de la mayoría y reducido a la condición de un número incapaz de sustraerse de la influencia perniciosa de la multitud.

Todo lo anterior contrasta con la anarquía y, en definitiva, con los postulados libertarios. En este punto es necesario hacer unas precisiones previas antes de exponer las principales diferencias que manifiesta la anarquía en relación a la democracia, y que son bastante esclarecedoras desde el punto de vista intelectual e histórico. En primer lugar hay que apuntar que los orígenes modernos del anarquismo como tendencia política e ideológica son diversos, pudiendo hacer una diferenciación en dos niveles: por un lado en el plano de la cultura erudita encontramos como principal antecedente del anarquismo en cuanto filosofía política a William Godwin, al que posteriormente le seguirían diferentes pensadores de mayor relieve como Proudhon y Bakunin; y por otro lado, en el plano de la cultura popular, nos encontramos con la práctica social desarrollada por las sociedades primarias en diferentes continentes y de las que habló Piotr Kropotkin en su obra El apoyo mutuo. Estas sociedades representaban de alguna manera un anarquismo inconsciente en la medida en que su forma de organizarse y de vivir se correspondía en muchos aspectos con los principios ácratas, pues en ellas no existían la propiedad privada, la autoridad y tampoco ninguna institución coercitiva, al mismo tiempo que las decisiones solían ser tomadas colectivamente en asamblea. El anarquismo como fenómeno social, político e ideológico de masas moderno ha sido el resultado de una fructífera influencia recíproca entre la cultura erudita, y por tanto las creaciones filosóficas de los principales pensadores que integran la tradición libertaria, y la cultura popular de las sociedades primarias. Esto explica que el anarquismo llegase a ser en diferentes lugares un fenómeno de masas en el que la población encontró en las ideas anarquistas una especial afinidad que guardaba cierta correlación con su modo de vida y de entender el mundo.

En cualquier caso entre las principales diferencias que pueden identificarse entre la anarquía y la democracia son fundamentalmente dos: por una parte la negación del principio de autoridad, lo que implica asimismo la oposición a cualquier forma de gobierno al ser considerada fuente de toda clase de males; y por otra parte el valor e importancia que para el anarquismo tiene el individuo. Respecto a esto último es interesante destacar que el pensamiento libertario se forjó en gran parte a partir de ciertas ideas ilustradas y liberales que tenían al individuo como fundamento de su propuesta filosófica y política. Sin embargo, el anarquismo, además de asumir la idea de la existencia del sujeto con su propia esfera privada y su correspondiente autonomía, fue capaz de integrarlo en la comunidad al considerar que este no puede vivir aisladamente como plantea el liberalismo, que lo presenta esencialmente como un átomo. De esta forma el anarquismo es capaz de concebir al individuo como parte de la comunidad sin que ello suponga su disolución y la pérdida tanto de su personalidad como de su propia esfera privada y de su correspondiente autonomía. El pensamiento libertario no concibe la anarquía como un avasallamiento del individuo por la comunidad, como sin embargo sucede en la democracia, sino que reconoce la importancia del individuo como sujeto provisto de su correspondiente personalidad, al mismo tiempo que lo concibe como parte de una comunidad amplia y diversa en la que cada persona conserva su individualidad. Por tanto, la homogeneización y el colectivismo democráticos, que van contra el individuo al disolverlo en una masa uniforme como resultado de la centralización, no forman parte de la propuesta libertaria.

Por otro lado, y como consecuencia de todo lo anterior, la comunidad, al ser considerada una realidad diversa y plural compuesta por sujetos provistos de su correspondiente individualidad y personalidad, no admite estructuras coercitivas ni de poder que la gobiernen, o que en su caso ejerzan funciones de gobierno en su nombre o bajo un pretexto pretendidamente administrativo. La organización de la sociedad, por el contrario, se funda en una convivencia no forzada de sus integrantes basada en el libre acuerdo y, por tanto, en la voluntariedad. La anarquía, entonces, constituye un escenario en el que el ámbito colectivo ocupa un lugar específico y limitado a lo puramente imprescindible para hacer posible esa convivencia voluntaria, lo que implica que el individuo disponga de un máximo de libertad y autonomía para el desarrollo pleno de sus facultades y personalidad. Esto es posible en la medida en que la anarquía supone que las decisiones colectivas sean tomadas sobre la base del libre acuerdo, y que este tenga lugar en aquel espacio decisorio que constituyen las asambleas populares.

La anarquía implica, por tanto, una diferenciación entre el ámbito colectivo y el individual, de tal manera que aquello que afecta al conjunto de la comunidad constituye la excepción al circunscribirse a aquellas cuestiones que afectan directamente a la convivencia colectiva. La anarquía limita y circunscribe la esfera comunitaria y hace que el individuo disponga de la máxima libertad, lo que va en el sentido contrario de la democracia que se ocupa, en cambio, de limitar y circunscribir, e incluso anular, la esfera individual en provecho de la comunidad que ostenta así una capacidad máxima para legislar sobre todos los ámbitos de la vida humana incluido, también, el terreno individual. De esta manera en anarquía la comunidad, a través de la asamblea, únicamente decide sobre su propio ámbito mientras que la esfera privada e individual queda al margen de su actividad. Esto es posible en la medida en que los miembros de la comunidad retienen individualmente más de lo que ceden a la propia comunidad.

Asimismo, la limitación del ámbito específicamente colectivo supone, a su vez, una limitación funcional de la capacidad de tomar acuerdos de la asamblea popular que se traduce en una organización social marcada por un mínimo de normas imprescindibles para la convivencia. En tanto en cuanto la anarquía presupone una sociedad compuesta por individuos éticos ello implica que el número de normas que organicen la convivencia sea por necesidad mínimo, y que estas se limiten a ser la expresión de los acuerdos alcanzados en aquellas cuestiones que son de vital importancia para la existencia misma de la comunidad. De todo esto se deriva que una sociedad compuesta por individuos éticos apenas necesita normas, mientras que en aquellas sociedades donde abundan las normas la libertad se resiente. En este sentido la anarquía conlleva una organización mínima de la sociedad, y por tanto plantea una sociedad escasamente institucionalizada, lo que se manifiesta en clara contraposición con el orden estatal que, por el contrario, se caracteriza por su tendencia a establecer una organización máxima de la sociedad que se expresa en un alto grado de institucionalización.

Pero tan importante como todo lo anterior es la forma en la que desde los postulados libertarios se concibe el desarrollo de los procesos decisorios dentro de la asamblea. Mientras que la democracia basa fundamentalmente sus decisiones en la fuerza de la mayoría y, en definitiva, en la fuerza del voto, el anarquismo excluye esta dinámica de mayorías y minorías, de ganadores y perdedores, de vencedores y vencidos, que alienta la competición, debilita la cohesión social y destruye la libertad al basarse en una continua imposición de una voluntad general que es deificada. En contra de los presupuestos democráticos que hacen de la asamblea un espacio de luchas de poder en el que emergen facciones que pugnan por imponerse las unas frente a las otras, en la que hacen su aparición los demagogos de todos los tipos que tratan de embaucar al público al tiempo que traban alianzas en secreto y, de este modo, amañan decisiones, el anarquismo plantea un proceso decisorio completamente diferente. En este sentido el pensamiento libertario, a la hora de abordar la cuestión relativa a las decisiones colectivas, ha manifestado una especial sensibilidad a la importancia y necesidad de mantener la convivencia y la cohesión social al representar valores fundamentales para la existencia de la comunidad. En la medida en que la buena convivencia y la cohesión social son importantes estos sólo pueden alcanzarse a través del libre acuerdo y de la posesión común de la riqueza. Esto significa que los acuerdos se alcanzan no por medio de la imposición de la voluntad de una mayoría, sino que por el contrario son el resultado de un esfuerzo colectivo dirigido a construir consensos que permitan dichos acuerdos. Esto significa integrar las diferentes posturas que eventualmente pueden darse en la comunidad en un acuerdo común eficaz, de tal manera que la decisión resultante sea satisfactoria para todas las partes.

El enfoque libertario de los procesos decisorios en el marco de la asamblea popular implica no sólo la existencia de individuos éticos, sino también una disposición a la colaboración y cierta empatía que permita a cada una de las partes ser capaz de ponerse en el lugar de los demás. Estos factores, sin olvidar el papel que desempeña la existencia de unos valores comunes, son los que hacen posible una convivencia no forzada basada en el libre acuerdo. Todo esto, a su vez, presupone la inexistencia de una autoridad y, sobre todo, de estructuras coercitivas permanentes que eventualmente pudieran servir para imponer las decisiones tomadas. El libre acuerdo supone la participación voluntaria de los miembros de la comunidad en la aplicación de las decisiones adoptadas en la asamblea. Asimismo, el acuerdo es libre en la medida en que se basa en la voluntariedad y en la ausencia de instrumentos de coerción que obliguen su cumplimiento. La ejecución de los acuerdos depende de quienes los toman. De esto se deduce que la comunidad es en última instancia una unión entre diferentes individuos para beneficio de los mismos, de manera que como conjunto no tiene nada que imponer a sus integrantes, con lo que cada individuo tampoco tiene la obligación de aceptar ninguna resolución colectiva que no le convenga o le agrade. Esto es lo que hace que el individuo sea dueño de sí mismo junto a los demás, con lo que se reserva la capacidad de poder desvincularse de decisiones con las que no está de acuerdo, así como la capacidad de abandonar la comunidad a la que pertenece cuando le plazca y poder así integrarse en cualquier otra.

La democracia directa contempla la existencia de funcionarios públicos como secretarios, magistrados, administradores, etc., que representan una delegación de poder limitada y circunscrita a un mandato específico y temporal, susceptible de ser revocado en cualquier momento. La anarquía, en cambio, no plantea nada de esto como una necesidad inherente de la sociedad al descartar por principio la existencia de cualquier tipo de poder ejecutivo, independientemente de la forma en la que este se manifieste y las restricciones a las que eventualmente pueda estar sujeto, tal y como sucede en las diferentes versiones de democracia. Por el contrario, la anarquía constituye el marco general de convivencia en el que cada comunidad elige la forma concreta de resolver las cuestiones organizativas que afectan a la convivencia y a su existencia misma, sin por ello recurrir a la formación de poderes ejecutivos que de un modo delegado operan en el seno de la propia comunidad, y que rápidamente se convierten en una amenaza para la libertad al ser fuente de relaciones de explotación y dominación que desembocan en regímenes opresivos. Asimismo, en un sentido puramente práctico cabe apuntar que es lógico que desde el anarquismo no se contemple como una necesidad la existencia de administradores en calidad de poderes delegados por la comunidad, en tanto en cuanto la anarquía supone una situación en la que el grado de institucionalización de la comunidad es mínimo, lo que se debe sobre todo a su pequeña dimensión y a su escasa complejidad. En este tipo de contexto se hace innecesaria la existencia de cargos que, aún no siendo permanentes, desempeñen poderes delegados. Así, en contraste con la democracia la tendencia en anarquía es a que la comunidad misma reunida en asamblea se ocupe de determinar a quién o quienes les corresponde la responsabilidad de ejecutar los acuerdos tomados en cada caso concreto, e incluso el modo concreto de ejecutarlos, lo que tampoco impide que sea la propia comunidad en su conjunto, de manera concertada, la que se encargue de aplicarlos.

En no pocas ocasiones se dice que la creación de consensos que permitan la adopción de acuerdos es muy difícil, y que esto refleja la imposibilidad de poner en práctica los postulados libertarios en la organización de la sociedad. Sin embargo, tal y como ha sido expuesto, la anarquía es posible en la medida en que se den una serie de precondiciones como las ya señaladas. Así, la anarquía no puede darse en una sociedad como la que impera en la actualidad, pues no existen unas condiciones favorables. Esto es especialmente claro en la medida en que la anarquía no es factible en una sociedad de masas donde la población no se conoce entre sí. Por el contrario, la anarquía, al establecer las decisiones en el nivel más bajo de la sociedad, únicamente puede darse en comunidades locales lo suficientemente pequeñas como para que sus integrantes se conozcan entre sí, y en la que se den lazos de familia, amistad, opiniones o intereses con casi todo el resto. Este tipo de contexto es el que de alguna manera hace que los integrantes de la comunidad sean conscientes de la importancia de las decisiones que tomen, pues tendrán que vivir con las consecuencias que se deriven de ellas.

En cualquier caso la anarquía supone que las decisiones sean tomadas por los propios individuos sin interferir en las decisiones de alguna otra persona. Las decisiones tomadas en grupos pequeños son responsabilidad exclusiva de sus integrantes en tanto en cuanto no afecten a otros. En cambio, cuando las decisiones tienen un impacto más amplio y afectan al conjunto de la comunidad es cuando son tomadas en su ámbito correspondiente que es la asamblea popular. La asamblea, lejos de ser una legislatura o un parlamento, constituye el foro en el que los miembros de la comunidad se reúnen para abordar aquellas cuestiones que son comunes a todos ellos para tomar los correspondientes acuerdos. Se trata de un órgano decisorio al que cualquier vecino puede asistir y en el que nadie es elegido. La metodología que plantean los postulados ácratas hacen que el tratamiento de las cuestiones específicas que son abordadas en la asamblea para tomar acuerdos diste mucho de la dinámica democrática. En tanto en cuanto la actitud general de sus participantes es la colaboración, el ganar no constituye la meta principal. Más bien la importancia dada al compañerismo, la convivencia y las buenas relaciones hacen que lo que se consiga a partir de los acuerdos tomados sea que todos los miembros de la comunidad ganen. De todo esto se desprende que la mecánica decisoria democrática, basada en el voto y que reduce al individuo a la condición de un simple número, tiende por su propia naturaleza a cercenar la convivencia. Por el contrario, la metodología libertaria implica un trabajo colectivo que se desarrolla en la asamblea y que busca la adopción de compromisos mediante la creación de consensos amplios.

Como rápidamente puede deducirse el anarquismo no plantea un único procedimiento a la hora de tomar acuerdos, sino que ofrece un marco general en el que los principios que lo inspiran sirven de guía a la hora de llevarlos al terreno práctico para aplicarlos a cada circunstancia concreta. Por este motivo no pueden obviarse aquellas situaciones en las que inicialmente es imposible alcanzar un compromiso que permita tomar un acuerdo, de forma que existen distintas maneras de abordar una posible solución. Algo relativamente frecuente en este tipo de casos es posponer la adopción de un acuerdo si se trata de una cuestión que no requiere una decisión inmediata. De este modo la comunidad puede reflexionar y discutir el problema antes de otra reunión. Si a pesar de esto no se logra tomar un acuerdo la comunidad siempre puede explorar una forma en la que la mayoría y la minoría puedan separarse temporalmente de tal modo que cada una se lleve consigo su particular preferencia. Cuando las diferencias son irreconciliables sobre una determinada cuestión la minoría siempre tiene dos opciones posibles. Puede ir con la mayoría en esta ocasión concreta y anteponer la armonía y convivencia de la comunidad como un valor más importante que el problema en sí mismo. También cabe la posibilidad de que la mayoría trate de conciliar a la minoría con una decisión sobre otra cuestión diferente. Si todo lo demás falla la otra opción que se le presenta a la minoría es la de escindirse para formar una comunidad separada en la que recrear la anarquía. Si la secesión no constituye un argumento contra el estatismo, sino que obedece a otro tipo de razones, ello no invalida la anarquía como sistema. En lo que a esto respecta hay que reconocer que la anarquía no es un sistema perfecto sino que simplemente es un sistema mejor que los demás.

Como puede verse las diferencias entre anarquía y democracia son considerables, lo que cuestiona abiertamente la equiparación que a veces suele hacerse entre ambas al considerar la primera una forma específica de democracia, catalogada generalmente como democracia directa. Pero a todo lo anterior hay que añadir que la anarquía, como escenario resultante de la revolución social, conlleva una serie de transformaciones que afectan a la totalidad de la esfera humana, y más concretamente a los cimientos de la actual sociedad burguesa y capitalista. En lo que a esto se refiere la anarquía conlleva la formación de una sociedad sin clases en la que existen unas condiciones no sólo de libertad razonable a nivel individual y colectivo, sino también la existencia de una igualdad social que hace que las diferencias en el seno de la comunidad no descansen en la riqueza o en el poder acaparados por algunos de sus integrantes, sino en el desarrollo de sus particulares cualidades personales. En cambio, la democracia, incluso si es directa, no es incompatible con la desigualdad social y por ello mismo con la existencia de una sociedad de clases.

La democracia constituye una reorganización del poder mediante el que las mayorías, que son identificadas con el pueblo y la voluntad general, pasan a ocupar el lugar del Estado. La comunidad pasa a ser un poder mucho más amplio, concentrado, centralizado y robusto en comparación al Estado, pues a diferencia de aquel ya no conoce ninguna limitación en su capacidad legislativa. El gobierno democrático consuma la fusión entre pueblo y Estado, de tal forma que la denominada función pública logra investirse de una legitimidad máxima con el establecimiento de administradores, portavoces, comités, secretariados permanentes, etc., que, aún sin necesidad de desempeñar sus cargos de un modo profesional, conforman un poder en sí mismo por las funciones ejecutivas que llevan a cabo bajo la cobertura de ser meros administradores encargados de aplicar la voluntad general. Pero juntamente con esto la democracia es, asimismo, un régimen amenazante en la medida en que absolutamente todo es susceptible de ser legislado, y consecuentemente de ser sometido al escrutinio, regulación y supervisión de la nueva deidad encarnada por el pueblo y su voluntad general. El carácter centralizador de la democracia, que opera como fuerza centrípeta, ejerce un efecto uniformizador en el que la individualidad es completamente laminada y barrida, de forma que el sujeto pierde toda autonomía y personalidad al quedar supeditado al capricho de la voluntad general de la comunidad. Así se explican los desvaríos del jacobinismo republicano y del Terror, que encuentran en la democracia su expresión más inequívoca como forma de gobierno, tipo particular de totalitarismo en el que el sujeto no existe porque la masa, representada por las mayorías, lo es todo y lo gobierna todo.

Si bien es cierto que la democracia es un significante en disputa al que desde diferentes posiciones ideológicas se le asignan significados distintos, no por ello deja de ser bastante evidente, a tenor de todo lo hasta ahora expuesto, que mantiene una diferencia sustancial respecto a la anarquía. Esto se manifiesta no sólo en el bagaje ideológico que se encuentra detrás de la democracia, con sus correspondientes exponentes intelectuales y sus diferentes realizaciones prácticas, sino que igualmente se refleja en los escenarios tan dispares a los que, de un modo casi inevitable, generan la democracia y la anarquía respectivamente. Por todo esto no resulta nada extraño que los viejos y nuevos movimientos totalitarios hoy se reivindiquen como demócratas, desde la vetusta izquierda a los populismos neofascistas. El poder, de un modo u otro, siempre persigue tener un mayor contacto con la población para disponer de la más amplia base social posible, porque así el poder crece y se robustece, tarea que realiza con notable éxito la democracia. Este sistema de gobierno demuestra ser una simple dictadura de las mayorías en la que al individuo se le asigna la obligación en forma de derecho de ser un esclavo de ellas. La anarquía, por el contrario, es el sueño de quienes están despiertos y persiguen romper ese círculo vicioso del poder que todo lo destruye y pervierte a su paso, porque entienden que una sociedad libre es imposible sin individuos libres.

[1] Sabine, George H., Historia de la teoría política, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 448


Esteban Vidal

miércoles, enero 24

Abajo el trabajo

¿Cuanta vida te cuesta tu trabajo? El trabajo es lo contrario a la vida, a la libertad. Cuanto mas tiempo estés trabajando, gastando tiempo y energía en el, menos tiempo tienes para disfrutar de la vida, de lo que te apetece, de la libertad.

Jamás antepongas el trabajo a tu vida, a tu libertad. El tiempo perdido jamas vuelve. La vida perdida no se puede recuperar, y no debería tener precio.

No te adaptes a donde no estés cómoda. El trabajo es el pilar fundamental del capitalismo. Defiende tu derecho a la abstención, y a la pereza. Esa debería ser la lucha. Desconfía de quienes defienden “el trabajo” o se enorgullecen de el. ¿Esclavas orgullosas? Trabajamos por obligación, y cargamos con esa pesada carga. Tu vida vale mucho mas, y no tiene precio con el que se pueda negociar, aunque otras quieran precisamente eso, negociar con tu esclavitud, con tu vida, con tu libertad… Insisto, desconfía de estos parásitos.

No son los lunes una mierda. Es la jornada laboral, la que es una mierda, que nos roba la vida, la libertad, el tiempo para estar con las nuestras, o con nosotras mismas, para hacer lo que queramos, para disfrutar, para ser plenos. Es el trabajo contrario a todo esto. Es el trabajo la base principal sobre la que sostiene el capitalismo, y de la que se aprovechan aquellas que dicen estar de tu lado. Trabajamos por obligación, pero trabaja solo cuando no te quede mas remedio, y lo menos posible…

En resumidas, cuanto mas trabajo, peor. No queremos mas trabajo, queremos su abolición.


domingo, enero 21

Una dosis de nihilismo para el anarquismo

Los motivos por los que tantas personas se entregan a causas trascendentes (póngase aquí el término que se quiera, todos trasuntos de la vieja idea de Dios), ajenas en mi opinión a todo valor libertario, se nos antojan tan abstrusos como irritantes; por ello, tal vez el anarquismo necesite siempre de cierto nihilismo, la permanente reflexión crítica con los valores instituidos con el objeto de que germine un nuevo horizonte libertario.

Empecemos, una vez más, con que consideramos que el anarquismo no se reduce a ideología o doctrina alguna, y si así lo consideramos caemos en los viejos errores dogmáticos (autoritarios), quizá incluso de forma aún peor al adornarse con una retórica libertaria. Así, cada vez estoy más convencido de que las ideas libertarias necesitan de una buena dosis de nihilismo. Aunque haya quien, seguramente dogmáticos de diverso pelaje, insista en que  los nihilistas son seres sin ningún principio moral, ni de tipo alguno, que pretenden seguramente la mera destrucción de la civilización, de nuevo nos encontramos con visiones reduccionistas, superficiales o, directamente, falaces. El nihilismo, tal y como lo veo y sin entrar en densas disquisiciones filosóficas, no es casualidad que a veces se la haya confundido con un escepticismo radical, ya que se trata en mi opinión de la negación de que haya una esencia en la realidad humana. Así, puede entenderse como el rechazo de principios absolutos, lo que consideramos uno de los grandes males que ha llevado al enfrentamiento de la humanidad, y todo se encuentra en movimiento, poco o nada permanece en ese cambio.

Entraríamos aquí en una (compleja, es cierto) discusión sobre los valores humanos, de la que ya nos hemos ocupado en otras ocasiones, entre el absolutismo de esos principios esenciales y un relativismo, al que a veces se defenestra con una visión vulgar según la cual se equiparan todos los valores. La negación del absolutismo, que encuentro en la misma línea del nihilismo que nos ocupa en este texto, y que es posible que nos haga tomar partido abiertamente por el relativismo, supone un mayor compromiso con la realidad al buscar los valores en la práctica humana y no en algún tipo de instancia trascendente. El anarquismo, debería resulta obvio, haya su razón de ser en esa práctica social y humana, en la permanente libre experimentación. De ahí que lo identifique, al menos en parte, con el nihilismo, con un constante movimiento que destruye valores en nombre de una nueva realidad. Comprender esto es, precisamente, no incidir en los viejos valores y vías (y, consecuentemente, en los viejos errores), algo que no siempre los anarquistas terminamos de comprender y parece que adoptamos principios absolutos, tendencia del ser humano con la que deberíamos mostrarnos extremadamente críticos al subordinarle a instancias trascendentes, aunque no las queramos llamar Dios o Estado.

Este compromiso dogmático con "causas trascendentes" es lo que seguro explica, incluso en algunos libertarios, el permanente despropósito de una humanidad reincidente en soluciones autoritarias. El anarquismo es, como enemigo del dogmatismo e impulsor de la permanente innovación, el mejor preparado para una época posmoderna en que la falta de asideros empuja a tantas personas a adoptar viejas soluciones dogmáticas. Precisamente, es esa falta de seguridad, de un suelo firme sobre nuestros pies, la que puede provocar la lucidez nihilista y libertaria, hacernos comprender que no hay que abrazar nuevas certezas y estrecheces y sí ensanchar nuestro horizonte y multiplicar nuestra existencia. El nihilismo, a pesar de que es cierto que pueda identificarse con una visión meramente negativa, conlleva también la creación de nuevos valores al destruir la pasividad y el conservadurismo de los viejos. El anarquismo, en cualquier caso, no posee esa connotación negativa al tener siempre preocupaciones sociales y ninguna lectura elitista de la realidad humana, pero como dije parece necesitar de cierto afán nihilista. Resulta significativo que los anarquistas clásicos insistieran en esa faceta creadora de la destrucción, ya que había que acabar con los viejos valores instituidos para que germinara algo nuevo. El nihilismo hay que identificarlo también con la rebeldía, con la capacidad para decir no a toda idea trascendente para, precisamente, trasladar esos valores a la realidad humana.

Por supuesto, cuando hablamos de idea trascendente, podemos referirnos a Dios, pero también a su trasunto político como es el Estado (o, mejor aún, al Estado-Nación). Por lo tanto, esas ideas trascendentes, "eternas" para los dogmáticos, adoptan diversas caras (Dios, Estado, Nación, Pueblo, Humanidad…) y propician la subordinación del individuo concreto; de esa manera, se impide el movimiento que propicia los nuevos valores trasladados a un ámbito y un compromiso humanos. Si de verdad creemos en la emancipación, deberíamos equilibrar nuestras convicciones con un nihilismo sobre el que emerja un contexto de nuevos valores, que suponga nuevos retos y compromisos. Es cierto que todos, en mayor o en menor medida, estamos impregnados de los viejos valores, somos en algunos aspectos "hijos de nuestros tiempo", algo que tal vez explique los errores que se cometen al insistir en vías que de forma pertinaz la historia demuestra que son erróneas. Por eso, parece imprescindible esa reflexión crítica, que parece cada vez más ausente en la sociedad actual, en forma de un cierto nihilismo que posibilite el movimiento hacia nuevas vías y mejores valores. Un nuevo contexto en el que, de manera más o menos obligada por las circunstancias, se nos empuje, en lugar de a abrazar causas abstractas que conllevan el dogma y la herejía para los otros, a razonar de manera amplia y a la convivencia con nuestros semejantes. Si, en lugar de ello, consciente o inconscientemente, estamos contribuyendo a la construcción de una nueva deidad sobre la que la humanidad debe también postrarse, aunque se adorne con cierta retórica "libertaria" y pretenda abanderar los valores más bellos, nos conducimos de nuevo hacia el abismo.


jueves, enero 18

¿Ya no nos recuerdas?




Somos aquellos niñxs que estábamos mañana, tarde y noche en la calle, en el barrio, por fuera de tu vivienda. Aquellos de los que tantas y tantas veces oíste o te preguntaste: “¿Pero estxs niñxs no tienen padres?” o “¿dónde están los padres?” o “la culpa la tienen los padres”…¿La culpa de qué? Esa fue la pregunta que te falto hacerte u oír.

Somos aquellxs niñxs que si eras de nuestra edad, tus padres te prohibían estar con nosotrxs, no te querían ver con nosotrxs, y tantas y tantas veces te advirtieron de nosotrxs. “Nosotrxs” esa masa de seres uniformes que no se sabían de donde salían pero que nuestra mera e infantil inocencia ya molestaba.

Somos aquellxs niñxs que debajo de nuestros bermudas asomaban dos piernas delgadas como ramas, donde en nuestras pequeñas y famélicas rodillas siempre las teníamos llenas de heridas, sangre mezclada con suciedad; “churretes” de mierda en nuestras caras y piernas. La misma sangre y posiblemente también la misma suciedad que anidaba en nuestros jóvenes corazones desde muy temprano.

Somos aquellxs niñxs de manos muy sucias, y uñas largas y negras resultado de estar todo el día en la calle. Y es que ¿Acaso había algún otro lugar donde ir? Somos aquellxs niñxs que nos vendíamos por cualquier cosa comestible, y es que el hambre no entiende de explicaciones.

Somos aquellxs niñxs de churretes negros en la cara, y pelos largos en la cabeza muchas veces con piojos, que cuando la situación era ya insostenible, quizás por la imagen de abandono que dábamos al tener el pelo así, o quizás como manera económica y radical de acabar con nuestros parásitos, nos veías aparecer con la cabeza absolutamente rapada cuando menos te lo esperabas. Eso sí, bastantes veces con algún mechón de pelo largo que nos quedaba ya que nuestros padres o amigos que nos pasaban la rapadora no eran peluqueros profesionales precisamente. Aquellas cabezas que preocupaban más su exterior que su interior.

Somos aquellxs niñxs que llevábamos la ropa con lamparones y numerosas manchas, pero que la suciedad no era lo que más destacaba de nuestra vestimenta. Lo que más destacaba eran como asomaban nuestros pequeños tobillos en los pantalones largos, o que los pantalones cortos eran más pequeños que los propios calzoncillos, o nuestras camisas las llevábamos pegadas al cuerpo debido a su pequeño tamaño. Y es que si, la ropa tenía que durarnos hasta que fuera inservible, por muy pequeña que nos quedara ya, o por muy sucia y rota que estuviera. Claras muestras de abandono se pensaba. Pero se olvidaban de profundizar acerca de por quién estábamos abandonados realmente, si por nuestros padres, o por la sociedad y el sistema en su conjunto.

Somos aquellxs niñxs sin calcetines, con la suela de nuestros viejos tenis despegada, y con la punta absolutamente abierta desde donde si te fijabas, podías ver nuestros dedos, y por donde los días de lluvia nos empapábamos y enfriábamos los pies. Tenis rotos debido a jugar al futbol con piedras, latas, botella o cualquier basura que ruede, y es que ni para pelotas nos alcanzaba, y cuando afortunadamente conseguíamos una, o la reventaban los coches al pisarla, o venia la policía a quitárnosla porque supuestamente “estábamos rompiendo los cristales con ella”. Nunca nos atrevimos a preguntarle qué alternativas para “jugar” nos proponían a unxs niñxs su excelentísimas autoridades.

Somos aquellxs niñxs que en nuestra casa nos echaban diciendo que nos fuéramos a la calle para no molestar, y en la calle nos echaban diciendo que nos fuéramos a donde vivíamos “a molestar”.

Somos aquellxs niñxs que buscábamos refugio en casetas echas de cartón cogidos de la basura más cercana, aunque la verdadera soledad la sentíamos en nuestro interior, que nos entreteníamos con un palo en la rama, herramienta perfecta para hurgar en jardines y containers de la basura, o matar nuestra curiosidad hurgando en ratas o gatos muertos. Somos aquellos niños que teníamos brechas en la cabeza debido a que cuando nos enfadábamos entre nosotros nos tirábamos piedras. Acción que a veces también repetíamos cuando nos cansábamos de las broncas, insultos y desprecios de los mayores y estábamos ya tan llenos de rabia que no nos conformábamos con el habitual corte de manga o escupitajo.

Somos aquellxs niñxs que alargábamos el tiempo que pasábamos en la calle, que intentábamos llegar lo más tarde posible a nuestra casa, nuestro infierno familiar, y es que sufríamos menos viendo los estragos de la droga, el alcohol, o la pobreza fuera que dentro de nuestra propia casa.
Somos aquellxs niñxs víctimas de todo tipo de abusos y golpes por parte de los mayores, que aprendimos a vivir, criarnos, y educarnos en la calle a refugiarnos y protegernos en nuestro grupo de amigxs, a cuidarnos entre nosotrxs, que vimos cosas que nunca debimos ver, que hicimos cosas que nunca debimos hacer, que aprendimos cosas que nunca debimos aprender, que descubrimos cosas que nunca debimos descubrir, que crecimos antes de hacernos mayores.
Nos culpaban cuando aparecían los containers o cualquier otro mobiliario envuelto en llamas. Nos asociaban de cualquier destrozo o acto de vandalismo que veían en el barrio. No dudaron en señalarnos, incluso en llamar a la policía para escondidas detrás de sus ventana, disfrutar del cruel abuso policial sobre unxs niñxs inocentes.

Somos aquellxs niñxs que nos predijeron un negro futuro, que acabaríamos yonkies, alcohólicxs, indigentes, en la cárcel o muertxs y que desgraciadamente en algunas ocasiones la desesperación de una vida sin vida desde el nacimiento hicieran que no se equivocaran.

Somos aquellxs niñxs que hemos sobrevivido. Aquellxs NIÑXS. Aquellxs NIÑXS DE LA CALLE. Que nos hemos hecho grandes, y que en nuestros corazones y estómagos anidamos el odio y la rabia de la calle, de la pobreza, de la miseria, del desprecio, de la humillación, de los abusos, de los golpes… Que tuvimos que aprender y vivirlo desde que éramos AQUELLXS NIÑXS. LXS NIÑXS DE LA CALLE. Y NOS DEBEN UNA VIDA.


lunes, enero 15

Qué distancia hay...


¿Qué distancia hay
entre el escaparate de la peletería
y la foca muerta a palos?

¿Qué distancia hay
desde el bote de crema facial reafirmante
al conejo ciego en el laboratorio?

¿Qué distancia hay
entre la sangre de la yegua preñada
y los experimentos de fecundidad
en las granjas porcinas?

¿Qué distancia hay
entre la mastitis bovina
y tu vaso de leche?

¿Qué distancia hay
entre el que acude a un reñidero de gallos
y un torturador?

¿Qué distancia hay
entre los vagones sellados
camino del campo de exterminio
y los vagones sellados camino
de los mataderos industriales?

¿Qué distancia hay
entre un cazador y un maltratador?

¿Qué distancia hay
entre una hamburguesa McDonald’s
y lo que queda de la selva del Amazonas?

¿Qué distancia hay
entre el caballo de carreras
y el niño del campo de refugiados?

Dulce es el nombre
de todo lo vivo sobre la Tierra,
y solo nosotros
podemos dejar de ser indiferentes, insensibles, crueles,

solo nosotros
podemos reverenciar

la vida.



Antonio Orihuela. Pelar cebolla. Ed. Amargord, 2017

viernes, enero 12

CONSIDERACIONES SOBRE EL DOCUMENTAL «MAÑANA» o del arte de dibujar ventanas en el interior de una mina


Con su obra «Técnica y civilización» (1934), Lewis Mumford nos legó un análisis muy completo de la relación existente entre el desarrollo tecnológico y la transformación cultural -y por tanto también económica- que las sociedades occidentales han sufrido en los últimos siglos. Su análisis está plagado de imágenes con una gran capacidad evocativa. Una de ellas es la de mina. Para Mumford, en la mina se encierra de manera paradigmática el núcleo de la mirada hacia el mundo que la ciencia moderna inauguró en el s. XVII, una mirada que supuso una discontinuidad radical en la relación entre el ser humano y, la que a falta de otro término menos problemático, llamaré naturaleza [1].

El minero, que sólo cuenta con la tenue luz de su candil para iluminar su caminar a través de los angostos túneles del subsuelo, no es capaz de captar formas o colores. Se diría que incluso los olores, inundados por el del sebo caliente, desaparecen allí. Esta fuente artificial de iluminación es también la responsable de que el día, y con él la mayor parte de los ciclos naturales, quede abolido. Este aislamiento convierte a la mina en el espacio por excelencia del trabajo. Trabajo concentrado, sin posibilidad de distracciones, extenuante. En las galerías no se puede hacer otra cosa que no sea picar, amontonar y arrastrar. Es más, en la evolución del régimen de trabajo de los mineros Mumford encuentra también una síntesis de las transformaciones que fue sufriendo la economía en general. Durante la Antigüedad el trabajo de extraer minerales de las entrañas de la Tierra fue cosa de esclavos y prisioneros de guerra. Para el agricultor, el ganadero o el artesano, una actividad como la minería a duras penas merecía el estatuto de trabajo. De ahí que el desarrollo de las técnicas metalúrgicas más avanzadas fuera relativamente tardío. Este desarrollo vino precisamente de la mano del inicio de las asociaciones de trabajadores libres -es decir, que funcionaban al margen de las estructuras gremiales- que en el s. XIV comenzaron a hacer de la minería su oficio en los territorios de la actual Alemania. Inicialmente pobladas por desheredados y marginales, las minas comenzaron a situarse en el centro de la vida social gracias al aumento de la demanda de minerales que siguió al desarrollo armamentístico y el papel central de éstas en el juego de la primera financiarización. Aunque no me detendré demasiado en ello, Mumford identifica con el nacimiento y extensión del capitalismo la rápida proletarización del trabajo en la mina -que prefiguró la explotación generalizada del mundo industrializado del s. XIX- y el uso de las minas reales como aval y elemento especulativo. De hecho, llega a señalar que hasta la misma noción de valor del Capitalismo, basada en la escasez y la fuerza de trabajo humana, deriva de la primitiva ocupación de extraer minerales de la tierra haciendo únicamente uso del pico y el músculo humano.

La mina, además, fue siempre un lugar repleto de peligros. Por un lado para los seres humanos que la poblaban. Un minero nunca sabía cuándo podía quedar atrapado por un desprendimiento o sufrir en sus carnes el impacto de la explosión provocada por la interacción entre los gases de la mina y su precaria iluminación. Pero no era necesario el elemento catastrófico y azaroso para que su salud se viera mermada, la prolongada exposición a la intensa humedad y, en general, a las duras condiciones del trabajo en las grutas, era fuente de frecuentísimas enfermedades crónicas como el reumatismo. Sin embargo, los peligros trascendían a los propios cuerpos humanos para extenderse al resto de la naturaleza. Mina siempre fue sinónimo de devastación en la forma de tala de bosques, desaparición de animales, contaminación del agua, etc. hasta el punto de que la vida humana llegaba a ser imposible en muchas regiones mineras. En resumen, y siguiendo a Mumford, podríamos decir que la mina fue el primer entorno completamente inorgánico habitado por el ser humano, el primer paso de una cruzada que dura ya siglos contra la vida en su carácter limitado y frágil, carácter que como seres humanos compartimos.

Hoy nuestro mundo es una gran mina. Lo es en primer lugar porque la artificialización del entorno ha alcanzado cotas que ni los más aventurados críticos de los siglos pasados podrían haber imaginado. Solamente hace falta pensar en la biotecnología y su capacidad de modificar las realidades más básicas de los seres vivos, o en el tipo de ciudades en las que se apiñan hoy más de la mitad de los seres humanos. Esas ciudades esquizofrénicas que son capaces de conjugar la desigualdad brutal encarnada en los slums y la promesa de las smart cities con su panoplia de implantes tecnológicos y su creciente capacidad de control enmascarada bajo la forma de un aumento de libertad. Pero si las sofocantes avenidas del mundo contemporáneo son las análogas de aquellas grutas y galerías de las minas del pasado, es sobre todo por el tipo de ser humano que las habita, el hijo de la gran mutación antropológica del siglo pasado. Lo que ayer fuera patrimonio de pobres desgraciados condenados a la oscuridad perpetua y a la muerte prematura es hoy el marco de relación hegemónico entre seres humanos y entre éstos y la naturaleza. La atomización, la mercantilización de cada vez más aspectos de nuestra vida, la personalidad-empresa del neoliberalismo, la administración del mundo y su avance incuestionado... Todo ello son ecos de la ceguera del minero, de su atrofia para todo lo que no sean los aspectos puramente cuantitativos; pero sobre todo es la forma refinada de una negación de la vida que nos lleva hoy a ver las fronteras de nuestra condición humana desdibujadas hasta el punto de no ser capaces ya de reconocerlas. Tampoco los peligros son menores. A la catástrofe que supone hoy el funcionamiento cotidiano de la gran máquina en la que se ha convertido nuestro mundo se le une una crisis ecológico-social que, tras siglos de desarrollo larvado, comienza hoy a dejar su capullo y dibuja un horizonte de disrupción a gran escala del metabolismo de las sociedades humanas. Y ante todo esto parece que lo único que somos capaces de hacer como sociedad es dibujar ventanas en las paredes de la mina pretendiendo así que podremos salir de ella.

Los ejemplos abundan en la literatura, la filosofía, la economía o la política. El transhumanismo, la ideología del crecimiento perpetuo o la tecnofilia desatada de nuestras sociedades son algunos. En la mayor parte de ellos se juega a negar los peligros y la realidad material de nuestro metabolismo social para dar lugar a retóricas tan tranquilizadoras como contrafácticas. La estrategia básica de estos discursos es afirmar que todos los valores, mecanismos económicos y consensos culturales que nos han llevado hasta el callejón sin salida en el que nos encontramos hoy son los que, mutatis mutandi, nos sacarán de él si tenemos la paciencia y la fe suficientes. Al fin y al cabo no debemos subestimar el papel de primera línea que las mitologías contemporáneas -el progreso, la tecnología, etc.- juegan en la extensión y el éxito de este tipo de estrategias. Hay, sin embargo, una parte de la población que no traga con algunos de los supuestos básicos de estos discursos. Es para ésta para la que se reservan los discursos más nocivos, aquellos en los que se afirma tomar como punto de partida la precaria situación de nuestro mundo y, por extensión, en los que las soluciones que se proponen pretenden ser también panacea de la misma. Un ejemplo claro de este caso es el documental Mañana (Demain). Si tuviéramos que resumir en unas pocas palabras lo que sus directores -Cyril Dion y Mélanie Laurent- plantean a sus espectadores responsables y ecológicamente concienciados en las dos horas de metraje, diríamos que su objetivo es demostrar que a día de hoy contamos con suficientes iniciativas pioneras en los ámbitos cruciales de nuestra vida social como para que la transición a un mundo futuro, en el que todos los comportamientos disfuncionales del cuerpo social quedaran superados, es planteable y factible. Para demostrarlo proponen un viaje por todo el mundo a la caza de distintos proyectos alternativos divididos en cinco ámbitos: la agricultura, la energía, la economía, la democracia y la educación. El formato entrevista, predominante durante toda la película, nos permite ir conociendo de manera cercana y personal las motivaciones de los protagonistas de las iniciativas, la historia de las mismas, los reflexiones en torno a su significación global y, en muchos casos, su profunda solidaridad con los valores y lógicas dominantes...

Sería largo y tedioso desarrollar un listado sistemático de todos los proyectos, argumentos y comentarios que integran el documental y que fundamentan la afirmación precedente. Sin duda en algunos casos la defensa del orden establecido es tan transparente que el espectador queda entre estupefacto y molesto. Por ejemplo, la inclusión de un proyecto que tiene como objetivo utilizar a presos como mano de obra para al instalación de grandes conglomerados de energías renovables industriales. También la aparición de una fábrica de papel en la que aprendemos que ser ecológico, o si queremos plantear la cuestión en términos más amplios ser partidiario de una transformación social, no requiere renunciar ni a la producción fabril ni a los males que le vienen asociados. Si realizamos unos cuantos retoques ecológicos en nuestra fábrica no sólo no tendremos que renunciar al productivismo, ¡de hecho los beneficios aumentarán! ¿Qué más da que la división del trabajo y la servidumbre maquínica de los trabajadores de la fábrica sea deshumanizante y alienante? Siempre y cuando hagamos una modesta renuncia al credo del crecimiento perpetuo, mostremos una concienciación ecológica políticamente correcta y, lo más importante, demostremos que todo ello no nos impide poder tener una empresa que genera beneficios en el juego de la economía global, todo irá sobre ruedas. Es más, seremos un ejemplo a imitar y nuestra empresa podrá disfrutar de publicidad gratis en un documental progre. Nos podría servir de igual modo la selección en el apartado de democracia del proyecto de renovación de la constitución islandesa, movimiento que a lo más que aspira es a defender al Estado frente a los envites de una economía globalizada cada vez más agresiva. No entraré aquí en muchas consideraciones sobre el papel que ha jugado y juega el Estado a la hora de pensar en los problemas que nuestro mundo tiene y el modo de hacerles frente. Sin embargo, incluso aquellos defensores de un papel activo y positivo de algo parecido a un ente estatal en la labor de pensar el qué sea una sociedad libre y en los modos de alcanzarla, estarán de acuerdo en que renovar la constitución de un Estado liberal opulento con el fin de salvaguardar la libertad de consumo de su población no es precisamente el tipo de estrategia en la que deberíamos estar pensando. Lo anterior, en cambio, no es lo peor que el documental nos reserva. Y es que en el grueso de los casos problemáticos la defensa del statu quo recorre veredas más sutiles, adopta estrategias de embozo que hacen dicha defensa más peligrosa precisamente por inadvertida.

Una de estas estrategias veladas es el cierre interesado del plano, o si queremos ser más claros, la omisión interesada de datos fundamentales para comprender y contextualizar proyectos y afirmaciones de los protagonistas de éstos. Quizá el ámbito en el que más se acusa este defecto es en el energético. Al hablar de las iniciativas que plantean hoy alternativas a nuestra extrema dependencia de los combustibles fósiles, los directores nos llevan hasta Islandia de nuevo para descubrirnos que el grueso del consumo energético de la isla proviene de centrales geotérmicas, grandes instalaciones que aprovechan el calor del interior de la tierra para generar electricidad.

De lo que no oiremos una palabra es de que las localizaciones en la corteza terrestre en las que una práctica de este tipo es posible son tan limitadas como errática su distribución, lo que convierte el caso islandés en una tremenda excepción. La película también recala en el despacho del alcalde de Copenhague, gracias al cuál aprendemos que una gestión responsable y previsora de una ciudad es la solución a cualquier problema de abastecimiento energético. Basta con imitar la gran central de producción de energía eólica situada varios metros en el interior del mar desde la costa danesa para garantizar de por vida el suministro de las ciudades del mundo. Es más, si a esto le unimos políticas de eficiencia energética y la imparable tendencia a la desmaterialización de las sociedades occidentales desarrolladas –desmaterialización tan falaz como verídica es la industrialización descontrolada y nociva de la zonas que producen nuestras mercancías, p. e. China- lo que el documental parece indicar es que sólo faltaría algo de voluntad política para que la problemática energética fuera un capítulo cerrado para siempre.

La situación, por desgracia, está lejos de ser esa. En primer lugar porque en ningún momento se hace referencia explícita a que un ámbito tan fundamental como el transporte -especialmente relevante en tanto que en el documental no se cuestiona la globalización con un fenómeno nocivo, ni se plantea una necesaria descomplejización metabólica- depende casi en un 90% de la energía fósil. Y por mucho que políticas de fomento del uso de la bicicleta acompañadas de modificaciones materiales concretas en los espacios urbanos puedan reducir el uso del coche en el interior de las ciudades, caso que se ilustra también para la capital danesa, el grueso del transporte internacional en la forma de grandes cargueros transatlánticos y de camiones no puede ser sustituido por bicicletas. Llega a ser irritante como los directores despachan la cuestión del desmesurado consumo energético de nuestro mundo con una entrevista a un profesor de Universidad que critica aceradamente la utilización de pantallas publicitarias en el metro parisino... Bien, es cierto que es una realidad dañina y energéticamente inviable pero, ¿en serio creemos que nuestro peor problema a nivel de consumo es ese? Por otro lado el tratamiento de las renovables que se vislumbra en todo el metraje deja de lado dos realidades esenciales. La primera, su naturaleza subsidaria de los combustibles fósiles. Ésta es especialmente sorprendente que no se aborde cuando el ejemplo de producción eólica que los directores eligen requiere para las labores de mantenimiento del uso de ¡helicópteros! Aunque este sea un caso extremo, en general la instalación, mantenimiento y sustitución de los generadores de renovables necesitan utilizar energías fósiles en funciones no electrificadas y que sólo podrían ser electrificables si se diera una transformación bastante profunda del grueso de la infraestructura energética.

Pero en segundo lugar, al dejar de lado la realidad de igual modo limitada de los minerales que conforman e integran los generadores -por ejemplo las tierras raras-, además de los costes sociales elevadísimos que su extracción implica, se genera la ilusión de que la extensión de las centrales de producción renovable no tiene frente a sí límite alguno. A todo ello se une un silencio total sobre la cuestión de la organización de la producción y la titularidad de las centrales. Ni una sola palabra sobre el hecho de que las grandes centrales de producción renovable son a día de hoy propiedad de las mismas empresas titulares del grueso de la producción fósil, empresas que a lo largo de las últimas décadas han despuntado por su violento centralismo y por su prácticas terroristas con las personas que han defendido sus territorios frente a su avance e invasión.

En otros ámbitos estas ausencias son también notables. Pensemos en la asunción absolutamente acrítica del papel del Estado en nuestra organización social, actitud que es especialmente pronunciada en el abordaje de la cuestión de la educación. Al elegir como ejemplo de enfoque educativo alternativo el encarnado en el sistema educativo finés, los directores vienen a decirnos que no hay nada que discutir sobre la existencia de la escuela o el monopolio estatal de su gestión. También en el ámbito de lo económico resulta tremendamente llamativo, como comentaba al hilo de la cuestión energética, que no aparezca ni una sola mención a la globalización económica y sus dinámicas asociadas más allá de el supuesto estado de crisis en el que se encuentra.

Eso lleva a que, cuando se aborda la cuestión de las monedas alternativas, el discurso subyacente sea que éstas sólo tienen sentido en el marco de una economía global con una moneda dominante que tiene que de igual modo tender a serlo. Así, estas monedas alternativas no se convierten en la posibilidad de desarrollar una mayor autonomía local al reforzar la producción y el intercambio a pequeña escala, y por supuesto ni por asomo se plantean como una estrategia de transición hacia una desmonetarización que tras una fase de normalización del intercambio local y de generación de redes de confianza pudiera instaurar la posibilidad de un trueque. Nada de eso. A través de los ojos de los directores estas monedas se convierten básicamente en la condición de posibilidad de un ya imposible funcionamiento saneado del capitalismo global. Es decir, frente a la huida hacia adelante descontrolada de una economía mundial financiarizada que, sedienta de beneficios, acumula en sus márgenes a población inempleable de la que no puede ya garantizar la mera reproducción material, las monedas alternativas se convirtirían en aceites que engrasaran el motor económico alzándose precisamente como mediadores de la reproducción material mediante la producción y el intercambio local. Todo ello con el fin de que, en el uso dual junto a la moneda oficial, el mecanismo pueda seguir su movimiento desenfrenado. Es hipócrita hablar de alternativas económicas sin poner sobre la mesa que la única alternativa posible es, como mínimo, una salida del Capitalismo. Lo económico juega también un papel central en otra estrategia omnipresente en el documental. Ésta consiste básicamente en ejercer un reduccionismo violento en casi todos los proyectos que limita el rango de posibles valores a encarnar a uno sólo: el productivismo. Quizá el caso más paradigmático de ello sea la visita que los directores realizan a una granja permacultural en la Normandía francesa. Allí, de mano de los permacultores, descubrimos las miserias de la agricultura convencional: su abuso de pesticidas y suelos, su enfoque meramente económico, etc. Sin embargo, lejos de presentar la permacultura como una alternativa emancipatoria, fácilmente replicable y, en mi opinión lo más relevante, con un enorme potencial para la extensión descentralizada; lo único que oímos machaconamente, una y otra vez, es que la permacultura es más productiva y, por supuesto la palabra mágica, rentable. Este tipo de enfoque centrado en la cuestión del beneficio se repite en muchas ocasiones a lo largo del documental.

En resumen, y para no agotar al lector, se podría decir que en las dos horas de película vemos como una y otra vez algunos de los dogmas centrales de nuestra sociedad se repiten hasta la saciedad: el tecnoptimismo, el productivismo, la monetarización,... Aquellos valores de la mina que han conformado y dado aliento a nuestra civilización salen indemnes de esta supuesta mirada crítica. Sobre todo en lo relativo a la dialéctica entre naturaleza y técnica. Se podría decir que enfoques como el de este documental dan una vuelta de tuerca a la ruptura fundacional con la naturaleza que constituyó la partida de nacimiento de nuestra civilización. Si durante siglos hemos vivido de espaldas a la naturaleza creyendo que las galerías de nuestra cultura industrial eran suficiente aislamiento de la misma, vemos hoy como el nivel del agua de nuestra mina aumenta y el aire es ya casi irrespirable. Sin embargo, lejos de salir de ella, lejos de romper con esa mirada que nos separa del mundo natural, pretendemos hacer de la naturaleza otra forma de técnica, nuestra intención es modificar el mundo a una escala tal que la distinción orgánico e inorgánico deje ya de tener sentido. Así, las soluciones básicamente técnicas en un sentido elluliano que conforman la espina dorsal de la propuesta de cierto ecologismo institucional bien reflejado en esta pieza de video, proponen finalmente que la salida a los desastres de nuestro mundo social administrado no es acabar con sus dinámicas, sino extender esa administración al grueso de la vida en la tierra. Sólo de ese modo podremos salvarnos, sólo así conseguiremos cambiarlo todo para finalmente dejarlo todo igual.

Con lo anterior no pretendo decir que todas las iniciativas que aparecen en el documental, o que más en general se plantean desde ciertas trincheras ecologistas, sean nocivas o desechables. Algo así sería un sinsentido. Por ejemplo, las iniciativas democráticas en los pueblos de la India, la permacultura o la extensión de los huertos urbanos, todas ellas reflejadas en el documental, forman para mí parte de cualquier estrategia que se plantee hoy seriamente y de manera radical la posibilidad de una autonomía política y material para el ser humano. Como cualquier otro minero más forzado a vivir en el subsuelo, ¿cómo criticar a quién trata de hacer algo más amplia la gruta o traza algún que otro dibujo en la pared para tratar de humanizar un ambiente hostil hasta ese grado? Tampoco se debería interpretar de los párrafos precedentes que yo tengo la solución definitiva, el camino infalible a seguir, la visión preclara desde la que juzgar todo y a todos. La crítica precedente se dirige más bien a productos como Mañana, producciones culturales cerradas que al dar una determinada forma instrumental a las iniciativas hoy en marcha, enmarcándolas a su vez en un discurso muy determinado, generan la tranquilizadora ilusión de que ya existe una solución a todos nuestros problemas, solución que además debe ser estrictamente técnica. Sin embargo, lo único que hacen es cerrar los ojos ante la profundidad y la verdadera naturaleza de dichos problemas. Si seguimos creyendo que las ventanas que muchos se dedican a dibujar en las paredes de nuestra mina son verdaderas salidas, terminaremos por rompernos la cabeza contra la piedra en el intento de escapar.


Adrián Almazán Gómez
Aparecido en la revista Ekintza Zuzena

[1Hablar hoy de naturaleza nos coloca en una posición comprometida ya que, tal y como reflexionó Bertrand Charbonneau en su obra «El jardín de Babilonia», la modernización nos ha conducido hasta el punto de albergar una noción de naturaleza básicamente hija de los efectos de la industralización sobre las sociedades humanas. Sin embargo otros autores, como Gary Snyder, no dejan de reinvidicar la existencia positiva de «lo salvaje» como un otro del mundo humano. En fin, la querella asociada a la dicotomía sociedad/naturaleza es antigua y no tendría sentido tratar de finiquitarla en un texto como este.

martes, enero 9

Cultura de la violación. Apuntes desde los feminismos decoloniales y contrahegemónicos


¿Qué sucede cuando la violación no es un hecho aislado sino el producto de una estrategia planificada de control y aniquilación de una comunidad o una etnia? ¿Pueden los cuerpos racializados, migrantes, ubicados históricamente por debajo de la línea de lo humano, tener algún tipo de restitución legal en una Europa racista, colonial, capitalista y heteropatriarcal cuando son violados? ¿Qué sucede cuando la denuncia de una violación es utilizada para atacar a un colectivo por motivos raciales, como sucedió en Colonia recientemente? ¿Qué ocurre cuando ni siquiera puedes señalar a tu violador o vengarte de él? ¿Cómo modifica el análisis el hecho de que los cuerpos designados como violables sean también los de los hombres, como sucedió en la cárcel de Abu Ghraib? ¿Por qué las 43 niñas violadas y asesinadas en Guatemala apenas despertaron campañas de apoyo internacionales? ¿Hasta qué punto la cultura de la violación está inserta en nuestra cultura cristiana?

Los textos de Brigitte Vasallo, Úrsula Santa Cruz, Deyanira Schurjin y Ana Llurba plantean todas estas preguntas, pero también la certeza de que es necesario análisis mucho más profundos, capaces de matar de una vez por todas al colono racista y patriarcal que los blancos llevamos dentro.

Edita: Antipersona
[64 páginas. Encuadernación rústica sin solapas. Tapa blanda. Ilustraciones de cubierta Alba Feito. 14×18 cm]

Lo puedes conseguir aquí

sábado, enero 6

La Fase Crepuscular

 
Visión general del capitalismo en crisis partiendo de la obra de Jaime Semprun 
Por Miquel Amorós

LA FASE CREPUSCULAR

”Si consideráis al mundo racionalmente,
él también os considerará racionalmente,
esto es una determinación recíproca.”
(Hegel, La Razón en la Historia)

En una época abierta a todas las posibilidades de cambio radical como la de los años sesenta y setenta del siglo pasado, la mayor preocupación de sus partidarios giraba en torno a las formas de su realización total. En multitud de países había llegado la hora de la acción revolucionaria y había que superar con actos subversivos las contradicciones que empujaban la vieja sociedad de clases a desaparecer. Típicos títulos salidos de la pluma de Jaime Semprun durante esos años: “La Guerra social en Portugal”, “Manuscrito encontrado en Vitoria”, “Consideraciones sobre el estado actual de Polonia.” Era el momento de la lucha, del movimiento inteligente de las fuerzas sociales desplegadas, y, por consiguiente, de la táctica y de la estrategia. Se pasaba de la teoría a la acción; de las armas de la crítica a la crítica de las armas. Los escritos que mejor se corresponden con el periodo son los de agitación y análisis panorámico, los que estudian la evolución de la coyuntura y calculan su potencial. La verdad, largo tiempo atrapada en la carcasa de lo viejo, pugnaba por salir a la luz y mostrarse con toda su amplitud y su esplendor, objetiva y subjetivamente. Se daba por supuesto que la verdad existía y que era revolucionaria. De pronto, todo se simplificaba y aclaraba. Los opuestos se reconciliaban dialécticamente, mientras que la fragmentación y el particularismo típicos de la época moribunda cedían ante la unificación y la universalidad de la etapa iconoclasta. Pero, ¿qué sucedió en los ochenta, cuando las fuerzas liberadas por la crisis social no lograron superar el profundo desgarro provocado por las contradicciones no resueltas?

O bien el sujeto revolucionario no fue lo bastante poderoso y fue derrotado, o bien retrocedió ante la inmensidad de sus tareas hasta desvanecerse. No hubo un nuevo amanecer al que saludar. La revolución dejó de estar a la orden del día. Incluso se la acusó de traer consigo el totalitarismo y, por consiguiente, de indeseable. El poder unificador del ciclo revolucionario desapareció y los términos de la contradicción se hicieron independientes unos de otros. Por un lado la economía, el Estado, la civilización, el campo, la clase dominante; por el otro, la sociedad, el individuo, la naturaleza, la urbe, las masas dominadas. Los vínculos que los conectaban se rompieron. La subjetividad y la objetividad, el ser y la nada, el cuerpo y el alma, los medios y los fines, la afirmación y la negación, se separaron abruptamente. Fin de la totalidad feliz de la revuelta y de la armonía colectiva de sus protagonistas. La recuperación, trabajando para la industria de la memoria, permitió mercantilizar sus fragmentos. Repercutió en la filosofía, el arte, la cultura, la crítica social, la literatura y la política, dando lugar a un sinfín de sucedáneos. “El Compendio de Recuperación” es un texto de combate contra ella. Se acabaron las utopías, los ideales, y en fin, la modernidad sólida. Triunfaron el individualismo masificado y el encierro amueblado en la vida privada. La libertad se convirtió en libertad de consumir y la sumisión a los imperativos del consumo se volvió algo habitual y cotidiano. El proyecto de comunidad universal devino yuxtaposición de átomos deshumanizados. La cultura popular se redujo drásticamente a lo utilitario. El lenguaje se empobreció, poblándose de neologismos técnicos y posestructuralistas. La realidad resultaba entonces ininteligible y se envolvía en un cúmulo de representaciones, todas ellas incompletas y arbitrarias, y, por lo tanto, quiméricas y falsas. Las fantasmagorías que la sustituyeron desde entonces no han hecho más que oscurecer las mentes y volver los seres humanos ajenos a la vida real, ya que no alcanzan a entender su racionalidad, pues su mirada no atraviesa la superficie de las cosas, no va mas allá de lo contingente y se queda en las apariencias exteriores, en el espectáculo.

La transformación del mundo según pautas libertarias fue abortada finalmente en los ochenta, quedando los revolucionarios forzados a un repliegue sobre sí mismos del que sólo los más conspicuos intentaron salir mediante la reflexión crítica. El pájaro de Minerva emprende el vuelo a la medianoche. La elaboración teórica nace pues de la constatación de un fracaso, el de la revolución social, al que no se consideró definitivo. Las perspectivas de cambio revolucionario se alejaban, pero la victoria de la dominación no había resuelto ninguna de las contradicciones esenciales; más bien las había agudizado. Las crisis eran por lo tanto inevitables. El movimiento antinuclear, la juventud de Tien an menh, el pueblo de Soweto, la Solidarnosc de los obreros polacos y la caída del muro de Berlín, por ejemplo, eran señales de un futuro saludable. El pensamiento crítico no pretendía más que tender puentes entre las revueltas pasadas y las futuras. Su tarea era pasajera: intentaba actualizar la condena universal del actual estado de cosas para salir de un laberinto cuyas vueltas se iban alargando demasiado. La teoría era la herramienta con la que el crítico no sólo intentaba explicar la época con el fin de sobrevivir a la miseria moral y al vacío que la caracterizaban, sino con la que aspiraba a reunir de nuevo las fuerzas latentes de la negación, aquellas que continuaban haciendo de la insatisfacción su causa. Es el objeto, por ejemplo, de libros como “La Nuclearización del Mundo” y de la revista “Enciclopedia de la Nocividad”. Así pues, la teorización no significó en modo alguno pasividad o retiro: la puerta siempre estuvo abierta para la acción por mínima que fuera la ocasión de practicarse. Teoría y práctica no se opusieron sino para fusionarse en una totalidad reconstruida, pero tal fusión no sucedió y hoy por hoy aún está lejos de concretarse. No se andaba desencaminado, pero se pecó de optimismo, se confió demasiado en el poder disolvente de la verdad y se valoró en exceso la negatividad de los conflictos: por un lado, la verdad se relativizaba y dejaba de tener efecto alguno en un mundo dominado por la falsedad; por el otro, la negación era incapaz de devenir pasión creadora. La crisis había alcanzado también al movimiento obrero y a sus ideales de emancipación. La sociedad capitalista sobrevivió y supo prevenirse contra los escándalos y las revoluciones volviendo superflua, gracias a las nuevas tecnologías, a una parte de la población obrera, la fuerza productiva central. No es que cada vez más trabajadores potenciales rechazaran ingresar en el mercado del trabajo, sino que dicho mercado rechazaba a un número creciente de trabajadores. La presión del paro y el temor a la exclusión causaron tantos estragos como la propaganda consumista, por lo que, ni una conciencia universal ni menos una voluntad popular pudieron cuajar, o dicho de otra manera, el sujeto revolucionario, las fuerzas de la negación y la afirmación, la nueva comunidad combatiente de individuos deseosos de organizar libremente su vida, no consiguió formarse. Las reglas de la mercancía y la ideología del progreso siguieron determinando las relaciones sociales tanto en la vida cotidiana, cada vez más colonizada, como en la vida pública, cada vez más profesionalizada. Al globalizarse el capitalismo y expandirse las nuevas técnicas de comunicación, el espectáculo penetró tan profundamente en el imaginario social que llegó a sustituir completamente la realidad. De resultas, la irracionalidad contaminó cualquier razonamiento. Y sin pensamiento racional no hay sujeto real.

El ser humano solamente puede realizarse en una sociedad libre, pero en la sociedad contemporánea la libertad se ofrece únicamente como espectáculo, el no-lugar de la resolución ficticia de las contradicciones sociales. Espectáculo también de la política, de la vida social, de la cultura y de la revolución si cabe. Espectáculo de la autorrealización, cada vez menos creíble, puesto que el grado de frustración ya es demasiado elevado para contrarrestarse con simulacros. Ante ello las seudomovidas “de izquierda” se emplean a fondo. Las ideologías izquierdistas son al espectáculo lo que el pensamiento crítico es a la revuelta. Constituyen el primer peldaño hacia la sumisión espectacular. Cumplen la función consoladora en otro tiempo encomendada primero a la religión y luego al consumo: hacer soportable la miseria personal y la sensación de fracaso. El izquierdismo actual intenta adoctrinar a los sectores desclasados, principalmente juveniles, para movilizarlos en nombre de abstracciones como por ejemplo la clase obrera, el pueblo o la ciudadania. No lo hace en pro de una sociedad en libertad, sin Mercado ni Estado, sino en pos de una renovación de la economia neoliberal que incluya mejoras del deteriorado estatus social de dichos sectores. A eso llaman “transición al postcapitalismo”. A pesar de la destrucción del medio obrero, de la proliferación de funcionarios y empleados, y de la automatización de la industria, una minoría vanguardista sigue asignando un papel redentor al proletariado industrial. Apenas cuentan en sus analisis el desclasamiento y la alienación, fáciles de comprobar en la generalización entre los asalariados de una mentalidad idéntica a la de la clase media. En un mundo sin sentido, cuando más absurdas sean las teorías mejor calado tienen. Sin embargo, la mayoria de izquierdistas si que han adaptado sus estrategias a la presencia estabilizadora de esa masa asalariada filistea a la que llaman “ciudadania”. La “ciudadanía” surgió como el sujeto imaginario del moderno cambio político, ocupando en el terreno institucional la centralidad que la clase obrera dejó vacante al perder su identidad y su ser. Ella se confirma por el hecho de votar, no por el de pensar y actuar. El principio regulador de su ser es el derecho al voto, no el derecho a la rebelión. En tanto que nueva clase universal no fundamenta su existencia en el escándalo de la desigualdad, la alienación y la opresión; más bien se apoya en su capacidad electoral y en el poder del Estado. Se comporta pues más como un grupo de presión que como una clase. Accede a la realidad gracias a las urnas, no a las protestas.

No se suele dar mucha importancia a la novedad clave de la civilización industrial posmoderna, a saber, la expulsión a los márgenes de la sociedad, sin medios materiales suficientes, de ingentes masas abandonadas a la degradación psicológica y a la miseria. En efecto, actualmente más de mil millones de pobres viven en las periferias metropolitanas del mundo. Hoy en día, sólo las víctimas inmediatas de la economía -los campesinos expulsados del campo, los excluidos del mercado laboral, los trabajadores temporales y precarios, los parados y marginados, los endeudados y desahuciados, los indocumentados y los sin techo, los refugiados y los desplazados, etc.- son susceptibles de reaccionar violentamente contra su situación material y espiritual inhumana, pero no están en condiciones de inventar actividades libres que les encaminen hacia la superación revolucionaria de su situación. La clase dirigente bien que lo sabe, puesto que, aunque no tema en absoluto que ese subproletariado se convierta en el “ejército de reserva” de una revolución inexistente y que casi nadie desea, aprovecha su violencia para legitimar la transformación del Estado “del bienestar” en un Estado penal, merced a un endurecimiento punitivo, una legislación restrictiva y una policía con amplios poderes y alto grado de impunidad. En definitiva, las auténticas capas desfavorecidas han dejado de desempeñar función alguna en las ideologías salvacionistas de la posmodernidad. La idea de concederles una “renta básica” o de embarcarlas en proyectos “cooperativos” subvencionados con el fin de reintegrarlas en el consumo, es de origen neoliberal. Los izquierdistas hace tiempo que se consagraron enteramente a las nuevas clases medias bajo amenaza de depauperación, de conducta más previsible y políticamente más rentable. El ciudadanismo representa la ideología del fin de la clase proletaria como referente doctrinal. Pero ¿qué ocurre con los desarraigados de la mundialización, con los habitantes de las zonas abandonadas por la economía, extraños en un mundo hostil y en descomposición, sin esperanza ni futuro?

El resultado del desclasamiento general, fenómeno que discurre en paralelo a la proletarización total, es una persona desubicada, ignorante, sin normas ni valores, indiferente al conocimiento y al saber, frustrada y rencorosa, enemiga de todo y de todos. Ya no estamos en una lucha de clase contra clase, sino en una especie de guerra de todos contra todos. Puede que a primera vista no sea tan evidente, pero a juzgar por el frenesí y la histeria que subyacen en los hechos cotidianos, los individuos parecen artefactos a punto de estallar. Sólo el miedo les retiene, pero no por completo. Los valores de clase -el respeto, la lealtad, la compasión, la generosidad, y, sobre todo, la solidaridad- han dejado de practicarse, de suerte que los motines de la desesperación sustituyen a las huelgas generales, pero sin efecto acumulativo alguno. En la periferia metropolitana, se siguen produciendo levantamientos desde 1981, año de la algarada de Brixton (desde agosto de 1965, si tenemos en cuenta los disturbios raciales de Watts). Los alborotos suburbanos son puramente destructivos, vandálicos; no reivindican ni se coordinan, no emiten consignas ni tienen portavoces, están despolitizados, desorganizados, sin objetivos. Una chispa de indignación los enciende y el cansancio o el aburrimiento los apagan. Revueltas sin conciencia sobradamente motivadas, pero que el Estado puede utilizar e incluso provocar si necesita coartada para reforzar los mecanismos autoritarios. Jaime ha sido el primero en hablar de esa posibilidad bien real de montaje provocador en “El Abismo se repuebla”. No faltará quien crea ver en tales movimientos, por supuesto desde lejos, el retorno del verdadero proletariado, y habrá quien considere positivamente sus monstruosas carencias, pero ello es debido a la fascinación que ejerce la nada, rebautizada como deseo permanente de insurrección, sobre los jóvenes urbanos intelectualizados, insumisos pero incapaces de una rebelión propia. Estos nuevos ideólogos no se inquietan ante la ignorancia y la sinrazón, enaltecen el egoismo, hacen tabla rasa de la cultura, ignoran la historia y estetizan la violencia, los rasgos típicos no sólo del desplazado suburbial, sino del individuo posmoderno, solipsista, normalmente integrado. Glorifican el enfrentamiento con las fuerzas del orden y los incendios en tanto que estadio supremo de la revuelta. Bueno, no es exactamente la revuelta, sino el espectáculo del caos, la “deconstrucción” total. Leyendo semejantes diatribas se tiene la impresión de que tratan de ocultar la crisis en lugar de explicarla. La retórica sofisticada y apocalíptica, a menudo salpicada con verdades de cajón, citas escogidas y alusiones históricas estilo “Comité Invisible”, no cambia la naturaleza oscura de las visiones tremendistas. Al suprimir con más o menos destreza el pasado, la memoria, la verdad objetiva y el mismo pensar, se suprime la contradicción, la tensión entre posturas antagónicas, el contenido de la vida real y el sentido de la lucha. Todo transcurre en una perspectiva lineal rigida que trata de dar sentido a la proliferacion de hechos violentos inconexos, artificialmente encadenados. La nada, como la muerte, es liberadora a su manera. Si la verdad no existe, la realidad tampoco: cualquier especulación está permitida, cuanto más catastrofista mejor. Como dice Nietzsche: “No hay hechos, sólo interpretaciones.” Esta clase de razonamiento conviene tanto a la dominación, que es perfectamente legítimo preguntarse si acaso no es fruto de ella. El discurso del poder, léxico aparte, no es esencialmente diferente. Asi pues, el discurso de la revuelta no debe de apostar por la negatividad absoluta; esa es una enseñanza aprendida del pasado. Los días felices de la revolución nunca volverán a menos de que una masa considerable de gente decida vivir de otro modo y se sitúe negativa y positivamente –dialécticamente pues- al margen de lo establecido. Mas ¿es eso lo que pasa?

El capitalismo, en la fase tardía de la globalización, ha suprimido todo vínculo comunitario, cultura autónoma, sociabilidad, práctica colectiva, identidad de grupo, etc., despojando a los individuos de cualquier relación directa y profunda con sus semejantes y con su entorno, enfrentando a los unos con los otros. El homo posmoderno, privilegiado o marginado, es un indigente psicológico, un narcisista insensible con una carencia absoluta de empatía; cuando se desvanecen las apariencias y la función termina, ante sí no tiene realmente más que soledad y vacío. La experiencia social más verídica en el mundo tecnológico colonizado por la mercancía es la de la ausencia y la nada. Así es la alienación en la fase crepuscular. La mayoría tratará de huir, bien exigiendo seguridad para sumergirse aún más en una vida privada deplorable, en gran medida virtual y friki, bien recurriendo a identidades artificiosas y a causas ficticias, refugiándose como antaño en las ideologías o en las religiones. Los tiempos son propicios tanto para las evasiones militantes como para la esquizofrenia (hechos ya relacionados por Gabel), tanto para la falsa conciencia como para las reacciones psicopáticas contra una sociedad contemplada como entorno extraño y hostil. Quedan igual de abiertas la posibilidad de encerrarse en un caparazón bien acondicionado y la de arrojarse al precipicio. La OMS calcula que un 3 por ciento de la población mundial sufre psicopatías (Reich diría peste emocional), es decir, 160 millones de personas. Seguramente el porcentaje es mayor, el doble o incluso más. La frustración ha llegado tan lejos, que una considerable minoría rechaza acomodarse a una cotidianidad degradada y securizada y se lanza de cabeza hacia la muerte, llevándose por delante a los primeros que se le cruzan por el camino, figurantes involuntarios de sus hazañas. El pánico, la angustia y la depresión propician la sumisión incondicional, el cocooning y el suicidio silencioso, pero la rabia y el resentimiento desembocan en psicosis, violencia criminal e ideales de exterminio. No es algo exclusivo de una clase o subclase específica: la atracción del abismo es casi lo único de esta civilización en horas bajas que puede considerarse universal. Los frecuentes casos de jóvenes armados de familia pudiente que cuelgan sus cavilaciones patológicas en las redes sociales e incluso graban sus asesinatos en sus smart phones momentos antes de suicidarse o ser abatidos, son un buen ejemplo de hasta dónde puede llegar el revanchismo y la angustia existencial de los desequilibrados nihilistas cuando salen de la burbuja de la privacidad. Algo muy trivial, y sin embargo, muy corriente. En las condiciones actuales de enajenación, incluso resulta natural. El tejido social se deshilacha, se acaban los tiempos modernos y se repuebla el “abismo”, como dice Jaime Semprun, pero con gente de todas las clases. El extremismo suicida llama la atención al islamizarse, pero no nos engañemos, no es el Corán lo que alienta a los yihadistas de los guetos europeos, sino el desarraigo, el delirio, la sensación de poder y el fetichismo de las armas. Hechos similares vienen sucediéndose desde mucho antes. El mismo desprecio de la vida y el mismo culto a la muerte subyacen en la conducta del copiloto de Germanwings o del ultraderechista noruego responsable de la matanza en la isla de Utøya, en la de los autores de la masacre del Instituto Colombine (imitados en más de setenta ocasiones), o en los sicarios y las maras latinas.

La población bajo el capitalismo global ha perdido el rumbo y no dispone de líneas claras de conducta con las que orientarse: los modelos de la clase media satisfacen cada día menos. Las condiciones dominantes son pasablemente psicopáticas: bajo el complejo de Narciso, el enemigo siempre son los otros. No son pues los voluntarios lumpen del Estado Islámico un caso extremo de fundamentalismo mortífero que responsabiliza a todos los “infieles” de la opresión de un supuesto pueblo musulmán (otra abstracción), sino una de tantas apariciones de esa aberración tan laica típica de un capitalismo globalizado: el nihilismo. El Islam no tiene nada que ver, en cambio, internet sí. La cosa juega ya un rol demasiado importante para ser soslayado y ya podemos encontrar -por ejemplo, en Olivier Roy- estudios muy afinados. La crisis de la cultura ha sido el resultado de la eliminación completa de la subjetividad (del yo freudiano), los valores, la comunicación directa y la vida interior (eso que Derrida llama “metafisica”), consecuencia del dominio absoluto de la economía y de la apropiación unilateral del conocimiento científico y técnico por parte de sus ejecutivos. 

Paradójicamente, el progresismo de los dirigentes y el cientismo de los expertos han precipitado a la humanidad en la fosa del irracionalismo, acontecimiento celebrado como un triunfo filosófico por todos los pensadores posmodernos. Pero lo irracional no es real, el saber instrumental no es cultura y la ciencia no es la única forma de aprehensión de la realidad. Por otra parte, el progreso material termina acarreando fuertes retrocesos éticos. Ni el objetivismo tecnocientífico, ni la razón económica, determinan una manera humana de vivir, sino una supervivencia mecanizada. Cuando los saberes han sido desplazados de la vida real, o sea, de la cultura propiamente dicha -cuando el ser humano universal ha sido liquidado en provecho del individuo aislado, interseccionado y robotizado- nada tiene valor y todo da igual. El nihilismo impregna el modo de vida inhumano de los nuevos tiempos. Otros apuntarán a la sinrazón o la barbarie. Estamos no solamente inmersos en una crisis social global, sino en una crisis de la civilización, tanto en sus formas occidentales, como en las orientales. No hay choque entre culturas, hay disolución generalizada de todas ellas. En su punto culminante, la globalización, se han creado tales alteraciones en la vida cotidiana, tales desarreglos en las mentes de las personas, que la eticidad reguladora y moderadora de los comportamientos sociales ha desaparecido por doquier, de Norte a Sur y de Oriente a Occidente, convirtiéndose la sociedad global en una fabrica planetaria de perturbados, muchos de ellos fuera de control y con cargos dirigentes. Recordemos a propósito de esto último que, desde el acceso al poder de los militares argentinos y chilenos y la irrupción del narcotráfico a gran escala, la tortura, el asesinato y la desaparición se han convertido en una forma nada excepcional de gobierno.

La mundialización capitalista es el principal enemigo de sí misma. No teme ni a los conflictos ni a las crisis, siempre inevitables puesto que sus causas se multiplican, sino al carácter incontrolable del mal que ella misma fomenta (guerras incluidas), porque provoca fisuras en sus rangos y debilita sus fundamentos; por eso el catastrofismo está presente en su propaganda. La administración del desastre parte en busca de argumentos con que explicar sus malos resultados y justificar sus funestas decisiones. Y mira por dónde, al cubrirse una porción del nihilismo con el velo islámico, proporciona ésta el pretexto ideal para la construcción de un Estado mundial securitario, el instrumento con el que los dirigentes de este mundo absurdo tratan de evitar su hundimiento, aunque fuera al precio de sacrificar literalmente un amplio número de gobernados. Los cuerpos de seguridad ya encabezan los cortejos de manifestantes protestando contra el terrorismo. El control social generalizado y la aplicación del Derecho Penal del Enemigo se justifican de manera mucho más convincente con la proliferación de yihadistas espontáneos y solitarios –“terroristas”- que con el alarmismo de la descomposición social, basado hasta ahora en la delincuencia, el trafico de estupefacientes, la inmigración refractaria y los idealistas antisistema. Los “enemigos” son fundamentales para la estabilidad de una sociedad globalizada abierta a catástrofes imprevisibles. No obstante, repetimos, los verdaderos enemigos de la humanidad, los nihilistas de elite, irresponsables y dementes, ocupan ahora los puestos de mayor relevancia. Por desgracia, la insurrección queda todavía lejos; las escaramuzas anticapitalistas son demasiado débiles y minoritarias, cuentan con apoyos escasos y con no poco rechazo en la población mayormente conformista y temerosa. Encima, arrastran el peso muerto del reformismo ciudadanista y de las fórmulas convivenciales ilusorias tipo redes de consumo “responsable”, bancos de “tiempo” y monedas “sociales”. Como con el caos, hay que ser cruel con su valoración superlativa, que no obedece más que al autoengaño, al bluff activista y a la demagogia del ciudadanismo experimental. La mayoría de los que se embarcan en tales proyectos sienten pánico ante los males a los que arrastraría el derrumbe del edificio social, o ante la represión que podría desencadenar una acción demasiado radical, por lo que prefieren cerrar los ojos a lo evidente: el hecho de que ningún territorio significativo puede funcionar al margen de la norma capitalista y competir con el “sistema” sin que éste dé buena cuenta de él. A pesar de todo, por más victorias parciales que el sistema se apunte en su haber, por más pavor que inspire en la masa ciudadana su ruina, el capitalismo encierra contradicciones colosales que le condenan sin remisión. La carrera frenetica a favor del crecimiento economico ha desconyuntado irreversiblemente la sociedad, ha mundializado la corrupción, ha desencadenado guerras y engendrado dictaduras, y sin lugar a dudas acabará destruyendo el planeta.

Los revolucionarios de los sesenta y setenta subestimaron la capacidad de supervivencia del régimen capitalista, pero no se equivocaron en el diagnóstico. El que las minorías críticas no consigan hacerse oir por el momento, no impide que el grado de insatisfacción progrese y que la protesta lúcida pueda reaparecer y extenderse si una idea de vivir de otra manera –una cristalización de la consciencia histórica- logra prender en una masa de población numerosa donde estén bien representados los excluidos. El desabastecimiento y el hambre contribuyen a ello, pero no es lo determinante. Naturalmente, la supervivencia es lo primero, pero la imposibilidad de satisfacer las mínimas necesidades morales que dan forma al espíritu comunitario es el elemento de revuelta principal. Así sucedió en las revoluciones proletarias del pasado y así puede volver a suceder en las luchas en defensa del territorio, las únicas realmente llenas de contenido vital y con capacidad idealista. La reconstrucción de lazos comunitarios y la vuelta de la razón queda en el horizonte de la posibilidad, sin garantías, puesto que no se dispone de medios suficientes de autodefensa. Los resignados son por ahora mayoría y los arribistas, depredadores y enfermos mentales, numerosos, pero no cabe la menor duda de que la sociedad estatizada de mercado está destinada al desguace. Eso es lo único que realmente puede darse por seguro. Desde luego, esto no significa el triunfo automático de la causa libertaria, puede que incluso signifique lo contrario, que gane el Estado o que gane la barbarie nihilista, pero tampoco la libertad victoriosa es descartable. Todavía queda mucha tela que cortar. La historia nunca se detiene y a un periodo de sombras puede suceder una epoca de luz.


Para la presentación de El Abismo se Repuebla, de Jaime Semprun, en la feria del libro anarquista de Gijón, el 8 de septiembre de 2017.