Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

martes, marzo 29

Guerra, ecofascismo, colapso: intuiciones

 

 

Me preguntan a menudo, en los actos públicos que se suceden para sopesar lo que ocurre en Ucrania, cómo cabe relacionar ese conflicto con categorías como las que se refieren al ecofascismo y a un posible colapso general. Mi aturdimiento de estas horas poco más me permite que enunciar aquí, al respecto, algunas intuiciones someras. 

Cuando, en los últimos años, he empleado el polémico término ecofascismo, lo he hecho para identificar un proceso en virtud del cual algunos de los estamentos dirigentes del globo —conscientes de los efectos del cambio climático, de las secuelas del agotamiento de las materias primas energéticas y de la manifestación, en la trastienda, de un sinfín de crisis paralelas— habrían puesto manos a la tarea de preservar para una minoría selecta de la población recursos manifiestamente escasos. Y a la de marginar, en la versión más suave, y exterminar, en la más dura, a lo que se entiende que serían poblaciones sobrantes en un planeta que habría roto visiblemente sus límites. En esa perspectiva, el ecofascismo no sería en modo alguno un proyecto negacionista vinculado con marginales circuitos de la derecha más extrema, sino que surgiría, antes bien, en el meollo de algunos de los principales poderes políticos y económicos. Aunque tendría como núcleo principal a las elites del mundo occidental, a ellas podrían sumarse, ciertamente, otras radicadas en espacios geográficos diversos, y entre ellos el configurado por las llamadas economías emergentes. El ecofascismo hundiría sus raíces, por lo demás, en muchas de las manifestaciones del colonialismo y del imperialismo de siempre, que en adelante tanto podrían apostar por el exterminio, ya sugerido, de quienes se estima que sobran como servirse de poblaciones enteras en un régimen de explotación que en mucho recordaría a la esclavitud de hace bien poco. En más de un sentido el ecofascismo sería, en fin, una forma de colapso. No creo que haya palabra mejor para retratar las consecuencias de una reducción dramática, vía genocidio y procesos afines, de la población mundial.

 El concepto de ecofascismo plantea inmediatamente, con todo, un problema central de delimitación de ritmos temporales, solapamientos y agentes implicados. No es lo mismo un ecofascismo desplegado antes del colapso que otro manifiesto después de este último. Si en el primer caso las estructuras de poder y represión hoy existentes conservarían incólumes sus capacidades —y el horizonte de una nueva guerra mundial no sería desdeñable—, en el segundo cabe concluir que las instancias en cuestión habrían experimentado un notable debilitamiento. Con el agregado, eso sí, y por detrás, de que los mismos procesos que conducen, o pueden conducir, al colapso están en el origen del ecofascismo. Hablo, de nuevo, del cambio climático y del agotamiento irrefrenable de muchos recursos básicos. En la que parece su forma presente, el primer horizonte mencionado, el de un ecofascismo previo al colapso, invitaría a identificar en paralelo una confrontación entre elites —de ahí la metáfora, que es algo más que eso, claro, de la guerra— antes que una colaboración entre estas, de tal suerte que más que hablar de ecofascismo, en singular, habría que hacerlo entonces de ecofascismos, en plural, y de ejercicios de inclusión y de exclusión como el que probablemente se dirime en Ucrania. En el buen entendido de que la confrontación que invoco bien podría traducirse en una aceleración espectacular de las pulsiones que conducen al colapso.

¿De qué manera se concreta lo anterior en el escenario de estos tiempos oscuros? Responderé que si me veo en la obligación de prestar atención a estas discusiones es porque los acontecimientos se van acumulando con una velocidad extrema que impide su procesamiento sereno. Estoy pensando en la dimensión represiva que ha acompañado, y acompaña, a la digestión de la pandemia, de la mano de lo que en la mayoría de los escenarios ha sido un formidable ejercicio de servidumbre voluntaria que a buen seguro interesa, y mucho, a los estrategas del ecofascismo. Pero estoy pensando, también, en el reguero de noticias que se hizo valer el otoño pasado en la forma de rupturas de los circuitos económicos, financieros y comerciales, de problemas crecientes en el suministro de materias primas energéticas, de encarecimientos notabilísimos en los costos de transporte y de desbocadas operaciones especulativas. Agrego a la lista el globo sonda austriaco de un ejército empeñado en perfilar una plena autonomía en materia de energía y agua en los cuarteles para desde estos socorrer a una desvalida población civil, víctima imprevista de un apagón general...

Para que nada falte, en fin, de por medio se han hecho valer las secuelas, difíciles de evaluar, de una crisis como la ucraniana. Hay tres, con todo, que se antojan evidentes. La primera, un generoso regalo del sagaz presidente ruso de estas horas, asume la forma de un rápido y formidable fortalecimiento de una organización, la OTAN, que, frente a lo que reza la propaganda oficial, anuncia un horizonte inquietante de militarización, autoritarismo, intervencionismo, injerencias y represión de las disidencias. No sé por qué todo ello me huele a ecofascismo y, con él, a los espasmos del imperialismo más manido y tradicional. La segunda es la certificación de que los imperios que en su caso se oponen, o parecen hacerlo, a semejante ignominia —y pienso, claro, en la Rusia de los oligarcas y las desigualdades— no proponen otra cosa que la misma pócima miserable. La tercera, en fin, es la ausencia, en los estamentos oficiales, y sin excepciones, de cualquier conciencia de los límites. En esos estamentos no se ha abierto espacio alguno para el designio de poner freno al proyecto macabro del crecimiento, para la urgencia de redistribuir radicalmente los recursos y para la premura de desarrollar respuestas de carácter colectivo.

Asistimos, antes bien, a una nueva e inquietante huida hacia adelante, que unas veces es pintoresca —Irán y Venezuela vuelven a la anormalidad de las relaciones comerciales— y otras asume la forma del delirio de un fracking renacido y de una energía nuclear recuperada, con la marca España —por lo que veo— felizmente en cabeza de los flujos energéticos mundiales. No sé si lo que hay por detrás son palos de ciego o, muy al contrario, un proyecto cada vez más consciente, perfilado y criminal. Pero me da que el colapso ya no es cosa del futuro: está aquí.

 

 Artículo publicado originalmente en la web de Carlos Taibo Nuevo Desorden.

sábado, marzo 26

Crisis permanentes

 

A las crísis económicas cíclicas del capitalismo, que es lo mismo que decir que el capitalismo es la crisis, se une hace dos años el inicio de una crisis sanitaria de envergadura, que hace que vivamos permanentemente con (aún más) miedo y, consecuentemente, agachemos la cerviz y obedezcamos a las autoridades en nombre del ‘sentido común’. Sin haber salido del todo de la pandemia del Covid, con diversos grados de intensidad y variantes durante este tiempo, todo el foco mediático y político mundial se coloca en la intolerable agresión militar del ejecutivo de Rusia a su vecina Ucrania, país rico en ciertas materias primas y, sobre todo, región geoestratégica a la que la OTAN había seducido en diversas ocasiones. Ya digo, totalmente condenable la invasión encabezada por el gobernante ruso Putin, no hace tanto aliado de Estados Unidos, como repulsivo es el militarismo en general; no obstante, deberíamos estar muy lejos de asumir el maniqueísmo y la simplificación a la que nos empujan los medios occidentales.

Que infinidad de personas mueran en otras regiones del mundo por acciones bélicas no es nuevo, a pesar de la falta de interés de los diversos poderes, incluido el cuarto; ahí están Yemen, Afganistán, Siria, Irak, Palestina, Etiopía, Myanmar…, y muchos otros conflictos activos en el mundo ante los que miramos hacia otro lado, tal vez porque son meras piezas en este intratable mundo que hemos construido. Mi solidaridad con la población civil que sufre, con la ucraniana, por supuesto, y con todas y cada uno de ellas; mi repulsa más enérgica con el militarismo y con todos aquellos que lo fomentan, que es lo mismo que sentar las bases para el enfrentamiento entre los pueblos; en este inefable país, llamado España, sabemos mucho de eso tras la herencia de cuatro décadas de dictadura militar. Ahí si soy tajante y visceral, una actitud consecuencia de la moral más elemental, pero en absoluto simplista; que, incluso, opciones políticas transformadoras quieran hacernos creer que los ejércitos son necesarios para salvaguardar la soberanía nacional parece una broma de mal gusto. Del mismo modo, la más profunda solidaridad con los ucranianos que se ven obligados a migrar, a los que por supuesto hay que acoger como hermanos; mi repulsa más enérgica contra la hipocresia de aquellos que niegan asilo a otros pueblos del mundo, tal vez porque su piel no es tan clara ni su procedencia asumiblemente occidental.

No, no es nada nuevo que vivamos en un mundo político y económico que, todavía, provoca la muerte diaria de incontables personas. Y no se trata de algo puntual, ni consecuencia de un mundo imperfecto, la evidencia nos dice que es el producto de un sistema inicuo globalizado, cuyos dirigentes contemplan a la población como meras piezas desechables de un tablero; observen ahora al presidente, del gobierno más progresista que jamás ha visto este indescriptible país, y su posición sumisa ante los intereses de la dictadura de Marruecos y el abandono de los saharauis, otro pueblo olvidado. Parece mentira que haya tipos, normalmente acólitos de aquellos que tienen algo de poder, que consideren que el progreso, a pesar de todas estas miserias, es una realidad paulatina. Lo más estremecedor, no es tanto la manipulación permamente, que por otra parte ha llegado ya a cotas impensables en este caldo de cultivo, sino la capacidad para aceptarla sin el menor asomo de pensamiento crítico. Un parte de la población, abiertamente papanatas y sumisa ante los de siempre, y otra deseosa de que llegue alguien con dotes innovadoras, que enderece el rumbo de las cosas; es decir, ávidos de papanatismo, de ser manipulados y sometidos por otros con nuevos collares. Se supone que todos los seres humanos somos seres racionales e inteligentes; aunque, los síntomas son para dudarlo, seguiremos presentando batalla, moral e intelectual. Que me perdonen el símil bélico, ajeno a cualquier tentativa militar, pero no pienso entregar las armas.

 

Juan Cáspar

miércoles, marzo 23

Metropolice. La ciudad de los polis

 

 
 
 
Londres, Nueva York, Pekín, Madrid…Metropolice podría ser cualquier ciudad neoliberal desgarrada por la desigualdad, atravesada por la precarización del trabajo, las políticas de fronteras y el desmantelamiento de los servicios públicos. Metropolice es un territorio fracturado, atravesado por la fragilización de los vínculos sociales, en el que la desconfianza atraviesa los espacios vividos, depositándose en cada rincón y en cada una de las esferas de nuestra vida cotidiana.

Metropolice es el poder clasista y colonial que se ejerce en la urbe y sobre la densa trama de territorios y sujetos que la componen; un poder cuyo Actor privilegiado es lo que hoy conocemos como policía

Jose Ángel Brandariz, uno de loa autores del libro metropolice, seguridad y policía en la ciudad neoliberal (Traficantes), nos acerca a esta reflexión para repensar lo policial y su poder en las últimas décadas.
 
 

domingo, marzo 20

Antimilitarismo

 


«Sin ejércitos, no habría guerras», aseveración que puede parecer pueril en principio, pero que en realidad se trata de una perogrullada como un castillo. Es decir, hablamos de una organización armada, ferozmente jerarquizada, que sirve a los intereses de un nación, que es lo mismo que decir de un Estado, que viene a ser el poder político, que a su vez lo forma principalmente una oligarquía sujeta a determinados intereses, que no suelen coincidir en lo más mínimo con la sociedad de la que forman parte. Es decir, incluso a estas alturas, puede haber tarambanas que se crean esa mistificación inicua llamada «patriotismo», pero la realidad que no quieren ver ante sus ojos es que, si los conducen a la guerra, obedecen a los intereses de una clase dirigente. Así de sencillo. Alguien puede identificar un ejército, meramente, con la defensa armada de un pueblo o de una comunidad, pero seamos serios y usemos la semántica de forma mínimamente decente.

Recuerdo, hace ya unas décadas, cuando el servicio militar era todavía obligatorio en este inefable país, una emotiva entrevista a un insumiso encarcelado, en aquel programa televisivo de Jesús Quintero, Cuerda de presos; el chaval aseguró algo así como que, tal vez, habría muchos motivos para luchar, como hacerlo por lo más desvalidos o defender una sociedad más justa, pero nunca para formar parte de una institución autoritaria que enfrenta a los pueblos. Efectivamente, no me pude sentir más identificado con aquellas palabras, que creo tienen que ver, de forma rotunda, con lo que es el antimilitarismo. De hecho, tal vez no me declararía nunca como «pacifista», y ni siquiera como «antibelicista», ya que son términos a menudo desprendidos de contenido y suscritos en ocasiones, de forma cruelmente cínica, por aquellos que promueven las guerras. Desde que recuerdo, y en nombre de la moral más elemental, me he opuesto a esos organismos que uniforman, a todos los niveles, y enseñan a los jóvenes a asesinar a otros de diferente origen.

Me pregunto si algún soldado ruso puede creer que su causa, la de la reciente agresión militar al pueblo ucraniano, tiene algún tipo de justificación o son meros autómatas en manos de un ejecutivo implacable. En otro conflicto militar perpetuado, me pregunto también si puede haber algún soldado sirio con algún motivo para pensar que están al servicio de su patria, al reprimir con las armas a opositores al régimen político imperante, o más bien obedecen, de manera acrítica, órdenes de una clase gobernante. Del mismo modo, y de forma especialmente escalofriante, me pregunto si todos aquellos soldados, de Arabia Saudita y de otros países, que llevan años bombardeando a la población yemení con inumerables muertos, pueden estar orgullosos de lo que hacen en nombre de su patria. Una cruenta guerra, esta de Yemen, especialmente olvidada por los medios, tal vez por la connivencia de de las potencias llamadas «democráticas» y por no provocar una migración que afecte a nuestro mezquino Occidente. Se dice que hay decenas de conflictos bélicos activos en el mundo, la mayoría olvidados al no interesar al mundo «desarrollado», mientras algunos continúan alabando el militarismo y fomentando esa mistificación llamada «patriotismo» que impide la deseada fraternidad universal. Sí, hay mucho motivos para luchar y, tal vez, en ocasiones extremas incluso no tendríamos más remedio que coger un arma; formando parte de un ejército, que son, efectivamente, los que hacen las guerras entre Estados, no se me ocurre ninguno.

 

Juan Cáspar

jueves, marzo 17

Dentro de un orden

 


Ángela dice que las motos, los coches y los camiones 

tienen chimeneas, chimeneas pestosas... 


Estos días de verano las chimeneas pestosas 

se alargan y arraciman junto al mar. 

Si les fuera posible, algunos se bañaban con el coche puesto. 


La gente dice que va a la playa 

pero la playa desapareció hace años, 

van a un estercolero en el que, al final, 

hay agua y música como de olas. 


Hoy, además, la playa huele a gasoil, un fuerte olor 

que no parece preocupar a la abarrotada gente de la orilla. 


Las niñas se bañan y yo miro a mi alrededor 

un campo sembrado de papeles de aluminio, 

botellas de cristal, tampones, pañales, colillas, latas 

y restos de comida en descomposición 

que ignoran la proximidad de los contenedores de basura. 


Me acuerdo de Quiñones, un poeta que no he leído, 

que, probablemente, nadie vaya a leer nunca 

pero al que no le hubiera hecho falta escribir ni una sola línea 

para ser recordado no como escritor 

sino como el abuelo 

que todos los días salía a limpiar las playas de Cádiz. 


Hace un siglo Juan Ramón hablaba de la limpidez de estos sitios, 

casi nadie ha leído a Juan Ramón Jiménez 

pero todos lo conocen por Platero... 


Es como si, al final, fueran los actos de amor 

más simples y desinteresados 

los que acaban dando la talla exacta de la obra de un hombre. 

Así que me pongo a recoger basura 

sonriendo aquella sentencia comunista que, solemne, proclamaba: 


A cada quien según sus necesidades, 

de cada cual según sus posibilidades, 


y pienso que, en efecto, al menos en contaminar, la sentencia 

se ha cumplido, 

y el proletariado contamina con lo que puede, sabe y le dejan, 

y el capital con lo que quiere. 


Vuelvo del contenedor a mis asuntos 

mientras un niño tira un envoltorio de chicle, 

una chica apaga en la arena su colilla, 

una señora entierra peladuras y restos de fruta, 

un tipo arroja tras de sí un botellín de cerveza, 

unas motos arrasan las dunas, 

los 4x4 destrozan un poco más el paisaje 

y, a lo lejos, un superpetrolero monocasco de treinta años 

termina de limpiar sus bodegas 

y en la orilla, las niñas 

me dicen que han salido del agua porque el agua les pica 

y me preguntan que qué son esas bolitas olorosas, pegajosas, 

tóxicas, cancerígenas 

con las que está jugando la gente, en la orilla. 



Antonio Orihuela. Qué tarde se nos ha hecho. ERE

lunes, marzo 14

Rusia frente a Ucrania

 

 

 Hablamos con Carlos Taibo sobre el conflicto en Ucrania.
¿Qué razones hay detrás de esta intervención?, ¿Cual es la posición de Rusia?, ¿Y la responsabilidad de la OTAN y los paises occidentales en esta escalada?, ¿qué va a pasar con los recursos energéticos que exporta Rusia?, ¿Se beneficia el mundo Occidental de ese movimiento de piezas de Rusia? ¿se relanzará la OTAN, el militarismo y autoritarismo al calor de este enfrentamiento? ¿Se reduce todo a un choque de imperios?...

 La linterna de Diógenes

 

viernes, marzo 11

Redefender el territorio: Defender lo que ya está defendido, porque los enemigos de la Naturaleza son poderosos

 

 

Marina Isla de Valdecañas. Un proyecto de lujo ideado en un territorio legalmente protegido en Cáceres (España). Ciento ochenta casas unifamiliares, un hotel, un club náutico, un campo de golf y una playa artificial.

Una sentencia histórica da la razón a Ecologistas en Acción frente al PSOE. Todo lo construido —que es mucho— debe ser demolido y se debe restaurar a su estado anterior. El presidente de Extremadura, Fernández Vara (PSOE), no oculta su malestar y se atreve a decir que Extremadura está «sobreprotegida«. Como no le gustan las leyes, pensó que no tenía que respetarlas.

No se puede admitir que las leyes se incumplan y que los culpables no tengan ninguna condena. La sentencia deja muy claro que la Junta de Extremadura actuó contraria a Derecho. Sabían que era territorio protegido, sabían que era ilegal y continuaron su proyecto con la intención de que las leyes nunca se hicieran cumplir (se llama política socialista de hechos consumados). Y los culpables políticos no pagarán nada.

  

¿Quién pagará la demolición y la restauración? Debería ser asumida por la promotora en primer lugar y por las autoridades que concedieron los pertinentes permisos.

No es un caso único. Desgraciadamente, la sociedad tiene que trabajar para defender territorios valiosos. Y luego, hay que seguir trabajando para seguir defendiendo lo que ya está protegido. Es decir, hay que redefender el territorio.

Lo que está protegido legalmente, sigue desprotegido si no hay controles suficientes. Es una vergüenza que esta tarea de control descanse en ONG ecologistas. A la vez, demuestra la importancia de asociarse a estas organizaciones.

Algunos vecinos y la propia alcaldesa de El Gordo (del PP) siguen prefiriendo la ilegalidad —y el cemento— a la naturaleza, con la mala excusa de un puñado de empleos. No es razonable destrozar más ecosistemas naturales para conseguir riqueza y comodidad para una minoría (un puñado de ricos que bien podrían tener su segunda residencia en los pueblos de la zona, si tanto les gusta la región y tantas casas vacías hay).

RECORDEMOS: el medioambiente genera salud para todos. Pensar hoy que destruyendo la naturaleza se avanza es contrario a la lógica y a la realidad de un planeta en grave crisis ambiental. Algunos se agarran al destrozo ambiental como herramienta contra la despoblación de las zonas rurales. Lo primero que hay que plantearse es si esa despoblación es realmente tan mala como la pintan. Tras eso, es bueno saber que desproteger la naturaleza no asienta población. Hay que mirar otros factores: dotar servicios adecuados (sanidad, colegios, Internet…), ayudas al emprendimiento, facilitar el teletrabajo, etc.

Los dos grandes partidos de España, PP y PSOE, son incapaces de ponerse de acuerdo para leyes tan importantes como la de educación o la de empleo. Sin embargo, en destruir el medioambiente coinciden plenamente, incluso negando lo que dicen informes científicos del CSIC (contra el complejo Marina Isla de Valdecañas, por ejemplo). y atención: economistas y científicos de todo el planeta piden que, como mínimo, se proteja un tercio de la superficie del planeta para evitar el colapso de la naturaleza.

Las leyes de protección ambiental son lo poco que tiene la naturaleza para protegerse de los humanos. Pensamos que es bueno proteger territorios para conservarlos. Ahora bien, la experiencia demuestra que ni siquiera están protegidos, porque las leyes se incumplen: pasa en el Mar Menor, en el hotel ilegal El Algarrobico, en Daimiel, y también en el caso de Doñana y el esperpento del PP andaluz de querer legalizar los regadíos ilegales… Y sigue pasando en tantos otros sitios de España.

Cuidémonos de la clase política que habla de libertad, porque suelen hablar de su libertad y de sus intereses.

 

Extraído de https://blogsostenible.wordpress.com

martes, marzo 8

De nacionalismos e imperialismos

 

En cierta ocasión, un amigo al que le tenía en cierta estima intelectual me soltó que el ser humano tenía una «tendencia dicotómica» (sic). Esto fue una respuesta ante mi sorpresa por su alabanza de la todavía inexplicablemente mitificada figura del Che Guevara, pero también por su defensa de la Revolución cubana, para mí, un fracaso a todos los niveles. Es decir, lo que se me quería aclarar es que había que posicionarse entre unos y otros, siendo los otros el capitalismo y el imperialismo yanki. En otras palabras, al parecer, hay que elegir siempre entre la peste y el cólera, sin que podamos insistir en que lo que queremos es estar razonablemente sanos y, sobre todo, no seguir propagando enfermedad alguna. En fin. Dicho sea esto como lúcida reflexión mía, por la tendencia del ser humano, no sé si tanto a la dicotomía como al papanatismo más lastimoso (bien alimentado por el maniqueísmo y la insistencia en el mito sin atender demasiado a la realidad). Ejemplos los podemos observar, por doquier, en nuestras sociedades «avanzadas» del siglo XXI, y eso cuando hace ya más de dos siglos en los que se pretendió que la razón crítica nos condujera, si no al paraíso terrenal, al menos a algo medianamente decente. Hoy, intereses de los poderes políticos y económicos han empujado de nuevo a jóvenes a matarse unos a otros por llevar una bandera diferente; desconozco si una mayoría de ellos creerá que su causa es la verdadera, dentro de la esa supuesta «tendencia dicotómica», o simplemente se ven condicionados por muchos factores para llevar a cabo hechos que atentan contra la moral más elemental.

El caso es que nuestra prensa occidental insiste, de una manera burda, en el maniqueísmo y la dicotomía para dibujarnos una causa militar defensiva, por parte de los países miembro de la OTAN, frente a la agresión imperialista rusa. Antes de adentrarnos en los entresijos de este nuevo, o tan nuevo, conflicto bélico, aclararé una vez más mi repulsa frente a todo militarismo. Incluido ese que quiere presentarse como «defensivo» frente a los malvados, ya que no deja de ser otro cuento en el que nos insisten. Los ejércitos, ni más ni menos, están al servicio de intereses políticos y economícos; habra quien se crea, lamentablemente a estas alturas, el patriotismo y la defensa de la nación en base a no sé muy bien qué valores, pero esta es la realidad principal para el que quiera verla frente a sus ojos. Es por eso que, no solo no creo en ninguna intervención militar, sino que soy abiertamente contrario al militarismo y a los que lo cultivan con mistificaciones inicuas. Eso no significa una abstracción frente a los problemas del mundo tal y como está configurado, todo lo contrario, se trata de profundizar en los mismos y, sobre todo, decir no a la ignominia. Putin, no debería hacer falta aclararlo, es el gobernante de una nación poderosa plagada de injusticias y, como se ha visto, con afán imperialista; él mismo, junto a los medios rusos, insistirán en una versión «dicotómica» del conflicto invirtiendo los roles de buenos y malos para justificar la agresión militar a Ucrania.

Por otra parte, no veremos apenas en nuestros medios la menor crítica a los intereses expansionistas de la OTAN y las potencias occidentales, incluido este inefable país en el que vivimos, aunque tengamos un gobierno increíblemente progresista. Habría que hacer memoria histórica, esa que tanto nos falta para tantas cosas, y recordar la historia reciente de Europa para comprender cómo se ha ido cercando a Rusia, desde Occidente, y por lo tanto alimentado ese terrible escenario y a ese «monstruo» llamado Vladimir Putin. Es paradójico que, tras el derrumbe de la URSS, Rusia se convirtiera en un aliado de Occidente; por ejemplo, el apoyo explícito a la intervención militar estadounidense en Afganistán y el más sutil a la invasión de Irak. A pesar de ello, en nombre de los intereses oligarcas de unos u otros, se mantuvo cierta guerra fría y, como vemos ahora de manera desgraciada, también muy caliente. Putin, o cualquier otro gobernante al que quiera presentarse como un nuevo Hitler, junto al terrible escenario que padecemos en la actualidad, es también una construcción de Occidente. Tampoco estaría de más recordar la historia reciente de Ucrania, plagada al igual que Rusia de autoritarismo y corrupción, mientras sufre la que sufre es la población. No dejemos de lado el sistema económico como factor determinante, basado en la búsqueda de recursos, en la construcción de mercados y en la explotación de mano de obra; y en eso, estarán de acuerdo las potencias occidentales o los oligarcas rusos o ucranianos. Frente a todos estos intereses por parte de los poderes establecidos, es posible que la cuestión patriótica junta a su derivación ideológica sea menor, pero la realidad es que gran parte de la población se ve todavía empujada por esa inicua mistificación. Quizá, como dijo mi amigo, el ser humano tenga esa tendencia papanatas, pero habrá que seguir insistiendo en la razón crítica y en los valores más nobles del ser humano, que terminen por unirnos y no enfrentarnos.

 

Juan Cáspar

sábado, marzo 5

‘No Mires Arriba’ o cómo la industria del cine nos hace mirar donde quiere

 

Cuando se le preguntó a Charlton Brooker la razón de cancelar la serie Black Mirror su respuesta pudo sonar grandilocuente: «Influido por Huxley u Orwell, quise crear una corriente de opinión y reflexión a través de una serie, pero esta, lejos de producir un cambio, solo consiguió normalizar la distopía, que ya vivimos, o el futuro apocalipsis, para transformarlas en un producto cultural. […] Mi alianza con Netflix fue la puntilla de Black Mirror y acabé tan desazonado que decidí no volver a creer en que las cosas pueden cambiarse desde dentro«.

En 2020, la plataforma de streaming que más monetiza y analiza los datos de sus clientes, estrena El dilema de las redes en el que se tocan temas que mucha gente desconocía, como el poder de control de las redes sociales y cómo los usan de forma amoral empresas y gobiernos.

La noche del estreno en Netflix, el uso de Twitter y Facebook se incrementó un 12% por encima de la media para un domingo, impulsado, precisamente, por el impacto que causó el documental. Es decir, la emisión de un documental que impactaba porque nos llamaba a un uso más racional de las redes o a, sencillamente, dejar de usarlas, provocó justo lo contrario de lo que pretendía.

El capitalismo ha convertido elementos marcadamente anticapitalistas, en negocios ajustados a la sistemática del mercado. Decir que el capitalismo nos lleva al apocalipsis es cool. Tuitear que hay que dejar de usar Twitter es cool. Lo antisistema es cool… y, ahora también, capitalista. Una de las empresas más contaminantes del mundo, Amazon, realiza multimillonarias campañas por la sostenibilidad y lanza hashtags en Twitter que alcanzan el Trending Topic a nivel mundial. Un estudio realizado por The Guardian, demostró que si Amazon hubiese utilizado el dinero que gastó en esas campañas reputacionales en mejorar su flota de camiones, habría reducido un 77% la contaminación que provoca. Curioso, ¿verdad?

El «Feminism market», es un mercado que mueve un dineral a través de la venta online de camisetas, chapas, banderas… con el feminismo como estandarte, un movimiento que tenía un marcado carácter anticapitalista y que ahora funciona como catalizador de consumo identitario. La ONU cifró en 420$ millones el dinero necesario para acabar con los matrimonios de niñas en los países islámicos. El mercado de las camisetas feministas mueve, solo en Estados Unidos, más de 2.000$ millones. Resulta aterrador pensar en cómo cada solución que trata de resquebrajar el monolítico capitalismo, acaba convertido en divertimento, en moda, en Trending Topic, en pin, en camiseta, en políticas reputacionales para empresas o, por resumirlo, en parte activa del problema.

El capitalismo ha conseguido algo que parecía imposible: que oponerse a él sea casi tan capitalista como defenderlo. Por eso cuando veo una película como No mires arriba siento muchísima desazón. Dejando de lado que este divertido film discurre anárquico [sic] como una sucesión de gags, vuelvo a sentir ese cansancio del que se ve abocado a la imposibilidad del cambio. El punto de partida es maravilloso, pero los guionistas deciden utilizar el humor para convertir una temática gravísima en una comedia agridulce para todos los públicos, que tan solo pretende demostrar algo que ya sabemos: que la raza humana merece la extinción.

El problema, y creo que esta es la clave, es que intuyo que cualquier espectador se identificará con los protagonistas, Leonardo Di Caprio y Jennifer Lawrence, y he aquí la perversión, que No mires hacia arriba pretende hacernos sentir como personas racionales. Personas que saben que lo que está ocurriendo sería imposible en un mundo real, donde todos evitaríamos juntos la llegada del meteorito. Esa paradoja es lo que provoca la risa constante. Pero, ¿es real? Si bajamos a la realidad, sin meteoritos, observamos que el capitalismo no es un desastre natural que arrasará el planeta en cuestión de segundos. El capitalismo es un veneno que actúa de forma progresiva, que sigue haciéndonos creer que podemos crecer hasta el infinito, que sigue haciéndonos creer que merecemos lo que tenemos, que sigue haciéndonos creer que, mientras nos riamos con películas como esta, mientras alucinemos con Black Mirror, mientras compremos a empresas no contaminantes, mientras tuiteamos muy fuerte que #BlackLivesMatters, o que mientras publiquemos en nuestras redes textos como este que estáis leyendo para calmar nuestras conciencias, todo estará bien. No, siento deciros que no somos parte de la solución, que no somos Di Caprio ni Lawrence en No mires arriba. Si lo fuésemos, si fuésemos parte de la solución, esta película no nos haría ni puta gracia.

La conclusión es evidente y con esto cierro para el que no quiera leerse el hilo (o artículo) entero: Antes el sistema fagocitaba todo conato de resistencia, ridiculizándolo o demonizándolo. Ahora lo convierte en lucrativo negocio. La ansiedad de Di Caprio me parece especialmente simbólica porque se ridiculiza, quitándole hierro y presentando al personaje como un pirado ridículo. «Replantearos la realidad, pero siempre bajo el ámbito del humor o la crítica en redes. Pasar de ahí es ser un paria».

Hilo de Twitter por: @LosPajarosPican – Daniel Méndez

 

Extraído de https://www.todoporhacer.org

miércoles, marzo 2

La OTAN, Rusia y Ucrania: una glosa impertinente

 

 Lo que ha ganado terreno en Rusia es un revoltijo de rancio nacionalismo de Estado, valores tradicionales, ortodoxias religiosas, oligarcas inmorales, lacerantes desigualdades, militarización, represión y... sana economía de mercado. No sé qué tendrá que ver con el antifascismo. Más bien me da que por detrás de estas miserias están los arrebatos imperiales de siempre, en Washington, en Bruselas y en Moscú. 

 


Mucho me hubiera gustado que estas líneas viesen la luz en alguno de esos periódicos que, en Madrid o en Barcelona, tiempo atrás me hacían algún hueco. No es así —entiendo yo— porque nuestro panorama mediático se ha ido cerrando de tal manera que impide considerar determinadas materias y defender determinadas posiciones. De resultas, y en relación con lo que ocurre en Ucrania en estas horas, televisiones, radios y periódicos, con la inestimable colaboración de esa plaga contemporánea que son nuestros tertulianos, prefieren reproducir una vez más ese cuento de hadas que nos habla del coraje de unas potencias, las occidentales, que habrían acudido en socorro de un pequeño país para hacer frente a la barbarie moscovita.

Aunque quienes me conocen ya lo saben, dejaré claro desde el principio que no creo en las soluciones militares y que mucho me gustaría que en la Europa central y oriental, y en todo el planeta, cobrase cuerpo un rápido y profundo proceso de desmilitarización del que obtendrían franco beneficio los pueblos y que dejaría mal parados, en cambio, a los constructores de imperios. Y dejaré claro también que no siento simpatía alguna por la realidad que Vladímir Putin ha acabado por perfilar —o le han obligado a perfilar tirios y troyanos— en Rusia. Hablo de un triste amasijo en el que se dan cita un manifiesto autoritarismo, un nacionalismo que a menudo tiene ribetes étnicos, la miseria mercantil de los oligarcas, un escenario social lastrado por aberrantes desigualdades, un genocidio en toda regla en Chechenia y, por doquier, la represión de todas las disidencias.

 Creo, sin embargo, que haríamos mal en olvidar, como lo hacen una y otra vez nuestros medios de incomunicación, que Putin es en buena medida el resultado de políticas occidentales caracterizadas por la prepotencia y la agresividad. Aunque, ciertamente, a la hora de dar cuenta de la condición del presidente ruso pesan también factores internos propios de su país e inercias históricas de largo aliento, a duras penas entenderíamos que buena parte de la conducta de la Rusia putiniana es un intento de respuesta a la ignominia occidental. Al respecto, y en esos medios de los que hablo, creo que ha operado un mecanismo de traslación de conceptos que es, como poco, delicado. Parecen deducir que, habiendo como hay muchos elementos de la vida política, económica y social rusa —acabo de mencionarlos— que merecen contestación franca, lo suyo es concluir que todo lo que Rusia hace en el tablero internacional es igualmente despreciable. Semejante manera de ver las cosas tiene una consecuencia extremadamente delicada: anula cualquier consideración crítica de lo que han hecho, y hacen, las potencias occidentales, con Estados Unidos y esa filantrópica organización que es la OTAN en cabeza. Muchos de nuestros medios parecen meros repetidores de las consignas que llegan del Departamento de Estado norteamericano.

Intento fundamentar lo anterior de la mano de media docena de observaciones. La primera invita a recordar que a finales de la década de 1980 y principios de la de 1990 las potencias occidentales transmitieron en repetidas oportunidades a sus interlocutores soviético-rusos —Gorbachov primero, Yeltsin después— compromisos firmes en el sentido de que nada harían para arrinconar a una Rusia a la que parecían dispuestas a ofrecer garantías serias en materia de seguridad. Lo menos que puede decirse es que en los últimos treinta años, y en los hechos desde el inicio de esa larga etapa, esas promesas quedaron, una y otra vez, en agua de borrajas.

 Y es que, y en segundo lugar, con la OTAN como ariete mayor, Estados Unidos ha alentado la incorporación a su alianza militar de un puñado de países otrora integrados en la URSS —las tres repúblicas bálticas— o aliados, bien es cierto que forzados, de esta última —Polonia, la República Checa, Eslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria—. Merced a ese proceso se hizo valer un genuino cerco sobre Rusia que en una de sus claves fundamentales obedecía al propósito de limitar en lo posible la reaparición, con consistencia, de una potencia importante en el oriente europeo. Importa, y mucho, subrayar, por lo demás, lo que dejan bien claro los mapas: el escenario de conflicto de estas horas lo aporta la periferia de la Federación Rusa, y no algún territorio que, próximo a Estados Unidos, pondría en peligro la seguridad de Washington y San Francisco. ¿Cómo reaccionaría EEUU en caso de que una alianza militar hostil se hubiese hecho presente en Canadá y en México? Si alguien quiere agregar que la Rusia de Putin se ha servido de lo anterior para sacar ventaja en lo que hace a la represión interna de las disidencias —antes la he mencionado—, no tendré ningún motivo para quitarle, eso sí, la razón.

Por si poco fuera lo anterior, y en un tercer escalón, Rusia lo ha probado todo con Occidente. Y entre lo que ha probado, aunque a menudo lo olviden nuestros todólogos, ha estado la colaboración franca y leal con quienes hoy son sus enemigos aparentemente frontales. Esa colaboración despuntó en el primer lustro de la presidencia de Yeltsin, dispuesto como estaba este a reírle las gracias a los caprichos e imposiciones de Washington y de Bruselas. Pero se hizo valer también, y esto es con mucho más importante, en los inicios de la presidencia del propio Putin. Qué rápido ha quedado en el olvido que este último ofreció un cálido, e impresentable, respaldo en 2001 a la intervención militar norteamericana en Afganistán y que guardó un silencio connivente, de nuevo lamentable, ante la que dos años después adquirió carta de naturaleza en Iraq. A Putin le preocupaba entonces mucho más la cuenta de resultados de los gigantes rusos del petróleo. 

¿Cuál fue la respuesta estadounidense ante la complacencia con que Rusia obsequió al espasmo imperial de Washington en los orientes próximo y medio? Consistió en esencia en mantener los programas vinculados con el escudo antimisiles —encaminado con descaro a reducir la capacidad disuasoria de los arsenales nucleares ruso y chino—, en propiciar una nueva ampliación de la OTAN —con beneficiarios en las ya mentadas repúblicas del Báltico—, en darle largas al desmantelamiento de las bases militares que, con aquiescencia rusa, EEUU había desplegado en 2001 en el Cáucaso y en el Asia central, en estimular las llamadas revoluciones de colores que auparon a gobiernos hostiles a Moscú en Georgia, Ucrania y Kirguizistán, y, en suma, en negar a Rusia cualquier trato comercial de privilegio. Aunque —y repito la cláusula— nuestros medios no lo quieran ver, el Putin de estas horas vio la luz en el escenario que acabo de mal retratar, al amparo de una lamentable prepotencia de un lado, el occidental, incapaz de certificar que Rusia merecía alguna recompensa por su general docilidad.

Doy un salto más, el cuarto, para subrayar que, pese a las apariencias, el escenario empeoró para Moscú en 2013-2014 al calor de las sucesivas crisis —el Maidán, la defenestración de Yanukóvich, Crimea, el Donbás— ucranianas. Aunque, ciertamente, Rusia incorporó Crimea a su federación y pasó a controlar una parte pequeña de la Ucrania oriental, en los hechos —y esto es sorprendente, una vez más, que se olvide— perdió las riendas del grueso del territorio ucraniano, que basculó claramente hacia Occidente. Hay una vieja y controvertida tesis que, en la geopolítica norteamericana como en la rusa, sugiere que Moscú liderará una imperio si domina Ucrania, pero dejará inmediatamente de encabezarlo si se desvanece ese dominio. Sospecho que en la percepción de los gobernantes rusos esto ha sido al cabo más relevante que las eventuales ganancias territoriales obtenidas en Crimea y en el Donbás.

Para que nada falte, y en quinto lugar, el aparato mediático occidental ha edulcorado visiblemente la condición de la Ucrania contemporánea. Aunque entiendo sin dobleces que esta última —sus habitantes— es por muchos conceptos una víctima de las miserias y de las arrogancias imperiales de unos y de otros, no está de más que recuerde que la Ucrania de estas horas es un recinto que, indeleblemente marcado —el panorama, ciertamente, no es muy diferente en Rusia— por la corrupción y el autoritarismo, ha disfrutado de lo que en su momento se describió como el parlamento más monetizado del mundo —las condiciones de oligarca y diputado parecían ir de la mano—, sin que falte un elemento inquietante más: en muchos de los estamentos de la vida ucraniana se ha revelado la influencia poderosísima de la derecha más ultramontana. Más allá de lo anterior, desde la independencia de 1991 Ucrania ha seguido siendo un Estado unitario que reconocía una única lengua oficial, el ucraniano, aun a sabiendas de que una parte significada de la población tenía el ruso como lengua materna. No quiero dejar en el tintero el recordatorio de que en 2014 y 2015 los acuerdos de Minsk, que debían abrir el camino de una paz duradera en el Donbás, reclamaban de las autoridades ucranianas una federalización del país que en momento alguno ha salido adelante. 

Tengo que incluir en este listado de desafueros, en un sexto escalón, algo que no debe escapársenos. Aunque no estoy en condiciones de iluminar lo que ocurrirá en los meses venideros, lo suyo es que recuerde que en 2006 y 2009 se produjeron dos crisis que, provocadas por desavenencias comerciales entre Rusia y Ucrania, se saldaron durante unas pocas horas con la interrupción de los suministros de gas natural ruso a la Europa comunitaria. Llamativo resultó, sin embargo, que con ocasión de la guerra iniciada en el Donbás en 2014, y saldada, según una estimación que corre por ahí, con 14.000 muertos, nunca se interrumpieran esos suministros. Poderoso caballero es don dinero, escribió Quevedo. La agresividad verbal, y material, de dos rivales presuntamente irreconciliables desapareció como por ensalmo cuando de por medio estaba el negocio, en el buen entendido de que, si es verdad que la Unión Europea, y en singular alguno de sus miembros, arrastra una delicada dependencia energética con respecto a Rusia, no lo es menos que esta última necesita como agua de mayo —no tiene hoy por hoy compradores alternativos— las divisas fuertes que allegan sus exportaciones de energía. Me da —igual me equivoco— que las sanciones que las potencias occidentales preparan no van a tocar el negocio del gas. Y aviso de que las noticias relativas al gasoducto North Stream II, que aún no ha entrado en funcionamiento, no afectan mayormente a la tesis que, con cautela, enuncio ahora.

 Acometo de regalo un último salto, el séptimo, y lo hago con la voluntad de subrayar que, fanfarria retórica aparte, lo que los países occidentales —sus empresarios— buscan en la Europa oriental no es otra cosa que una mano de obra barata que explotar, materias primas razonablemente golosas y mercados moderadamente prometedores. En ese designio, por cierto, a menudo se han dado la mano con los oligarcas rusos y ucranianos, procedentes estos últimos en su mayoría —no es un dato que convenga sortear— del oriente del país. En la trastienda, y obligado estoy a anotarlo, Estados Unidos se mueve como pez en el agua: muy alejado del escenario de conflicto, la crisis de estas horas le viene como anillo al dedo para agudizar —no perdamos de vista esto último— los problemas de una Rusia que arrastra desde tiempo atrás una economía exangüe y para dividir una vez más a la UE, en un escenario en el que los imaginables desencuentros de esta con Moscú en lo que hace al gas natural y al petróleo afectan de forma menor a Washington. Claro es que en todo ello a la UE le toca pagar los desastres que nacen de su opción principal, que no ha sido otra que la de andar a rebufo de las imposiciones norteamericanas.

Termino: no me gustaría que el improbable lector, o lectora, de estas líneas concluya que me he subido al carro de quienes estiman que en la Ucrania de estas horas se manifiesta una aguda confrontación con bases ideológicas asentadas. Si fascistas los hay, sin duda, en muchos de los estamentos del poder ucraniano, también se hacen valer en la Rusia putiniana. Si, por decirlo de otra manera, a Putin no le falta razón cuando repudia el olvido, en el mejor de los casos, con que una parte de la sociedad ucraniana parece obsequiar a lo ocurrido entre 1941 y 1945, quien piense que de su lado, o del de sus aliados en Donetsk y en Lugansk, hay un proyecto antifascista haría bien en visitar al médico. Lo que ha ganado terreno en la Rusia putiniana es un revoltijo lamentable —ya lo he medio señalado— de rancio nacionalismo de Estado, valores tradicionales, ortodoxias religiosas, oligarcas inmorales, lacerantes desigualdades, militarización, represión y... sana economía de mercado. No sé qué es lo que todo lo anterior tendrá que ver con el antifascismo. Más bien me da que por detrás de todas estas miserias están los arrebatos imperiales de siempre, en Washington, en Bruselas y en Moscú. En esas guerras sucias, como en algunas de las limpias, pierden siempre los pueblos.

 
Artículo publicado originalmente en la web Nuevo Desorden, de Carlos Taibo.