Desconozco si hay algún régimen jerarquizado, en algun lugar de un mundo económicamente globalizado para provecho de unos pocos, que respete al cien por cien los derechos humanos. De lo que estoy seguro es que hay Estados que son especialmente repulsivos al respecto. Uno de ellos es el de Irán, para vergüenza de la comunidad internacional (por supuesto, con algunas excepciones con condenas firmes, que no provienen precisamente del poder político o económico). En los últimos días, personas de extraordinario valor, especialmente mujeres, se han manifestado en dicho país provocando la solidaridad en el mundo árabe en lo que es quizá una de las revueltas más notables de los últimos tiempos. El estallido fue el asesinato de la joven Mahsa Amini, por parte de la nauseabunda policía moral, por no llevar bien puesto el hijab. La revolución de carácter feminista ha esgrimido como una de sus reivindicaciones ese decir no a la imposición del velo, por lo que el acto reivindicativo de descubrirse se ha podido ver en países como Siria, Irak o Palestina. Y es que la vulneración de los derechos humanos en el régimen iraní, especialmente para las mujeres, para vergüenza de todo esos gobernantes «democráticos» que apenas realizan alguna inofensiva condena ocasional, no ha dejado de deteriorarse desde hace ya muchos años.
Las mujeres que defienden sus derechos, en un sistema teocrático, son detenidas con suma violencia acusadas de los delitos pecaminosos más indignantes. Recordemos que en Irán existen castigos atávicos como latigazos, amputaciones, incluso ceguera, o la propia pena de muerte, todavía presente en tantos lugares como el más definitivo instrumento de represión por parte del Estado, por no hablar de condenas a infinidad de años de prisión para dar ejemplo a las que alzan la voz contras las leyes islámicas. Miles de personas son interrogadas, sometidas a juicios arbitrarios y encarceladas por el único delito de defender los derechos humanos; las fuerzas represivas del Estado iraní utiliza cualquier medio letal para sofocar las protestas, y la tortura y negación de asistencia médica son el pan de cada día. La violencia se dirige, sobre todo, a las mujeres y personas de condición sexual diversa, así como a minorías étnicas y religiosas, las cuales sufren una discriminación sistémica.
Hay pruebas documentales de que, en las recientes protestas, el máximo órgano militar de Irán dio órdenes a los que estaban al frente de las fuerzas armadas para reprimir con severidad a las personas que salieron a la calle indignados tras la muerte de Mahsa Amini a manos de la policía. El resultado, que conozcamos al menos, es de más de medio centenar de víctimas de la represión; las autoridades iraniés, decididas a causar el máximo daño o matar incluso, para aplastar a los insurgentes, cuentan nada menos que con la Guardia Revolucionaria, la fuerza paramilitar Basij, la Fuerza de Aplicación de la Ley de la República Islámica, la policía antidisturbios y, por si fuera poco, con agentes de seguridad vestidos de civiles. Se trata de una impunidad sistemática que prevalece en el país desde hace mucho tiempo, para vergüenza de una comunidad internacional que de una u otra manera lo tolera al no adoptar medidas firmes y solo denunciar en ocasiones sin alzar demasiado la voz, seguramente porque no hay Estado que no haga algo similar de manera más o menos encubierta.
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