Las tecnologías son moral materializada, son política por otros medios, pautan formas de vida, posibilitan e inhiben mundos. La nuclear también. Muchos críticos de la energía nuclear han apuntado no sólo a sus peligros ecológicos, sino a su nocividad social.
Hoy se entiende mejor que nunca por qué a los Obús de 1981 les quitaba el sueño una Pesadilla Nuclear. El intercambio de amenazas nucleares entre Estados Unidos y Rusia a raíz de la invasión de Ucrania no tiene precedentes desde la crisis de los misiles de Cuba en 1962. Tras el anuncio a finales de febrero por parte del Kremlin de la puesta en alerta de su fuerza de disuasión, son cada vez más la voces que afirman que Rusia puede haber empezado a considerar el ataque nuclear, especialmente en su versión táctica, como una estrategia de guerra viable. Además de los terribles estragos de la guerra en forma de muerte y dolor, el escenario internacional de escalada bélica, con invocaciones explícitas al “riesgo real de una tercera guerra mundial”, es especialmente desasosegante tras años de retrocesos en los acuerdos de no proliferación nuclear, con la excepción del Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (TPAN), que entró en vigor el pasado 22 de enero de 2021, pero que no fue ratificado por ninguna de las potencias nucleares. Las agujas del reloj del Bulletin of the Atomic Scientists, que desde 1947 simbolizan el peligro de destrucción total, avanzan paulatinamente y marcan hoy cien segundos para la medianoche.
Parece evidente que, como humanidad, no hemos sido capaces de desprendernos de la ceguera ante el apocalipsis que diagnosticara el filosófo Günther Anders (1902-1992) hace ya más de medio siglo. Y es que, como afirmaba Victor Alonso recientemente, animado por una inquietud similar a la nuestra y acompañado de lecturas no muy distintas, ante esta amenaza existencial nos hemos limitado mayoritariamente a cerrar los ojos y continuar adelante con nuestro día a día. En su ensayo Sobre la bomba y las raíces de nuestra ceguera del apocalipsis, que forma parte de su libro La obsolescencia del ser humano (1956), Anders exploró nuestra existencia bajo el signo de la bomba. Esto es, las consecuencias de que los seres humanos hayan adquirido la capacidad técnica de aniquilar la vida humana sobre el planeta. Ante esta situación sin precedentes, Anders constata que no sentimos suficiente miedo. Se habla del tema, se sabe, incluso se teme, pero no se comprende vivencialmente en todas sus consecuencias. Una ausencia de miedo que no es sinónimo de valentía. Según Anders, la raíz de nuestra incapacidad para baremar la gravedad de la situación presente se encuentra en las ideologías del progreso, que nos inhabilitan para concebir la posibilidad de un final, y en lo que el filósofo alemán llamó el “desnivel prometeico”: el hecho de que nuestras facultades de sentir e imaginar no son tán elásticas como nuestras capacidades creativas... y destructivas.
La bomba es, de hecho, el ejemplo más paradigmático de este “desnivel prometeico”, que nos impide comprender lo que ésta (no) es. Seguimos pensándola como un medio, como un instrumento que se puede utilizar para alcanzar finalidades específicas. Por ejemplo, la hegemonía geopolítica o una victoria bélica. Pero el arsenal nuclear no es un mero instrumento, sino una creación que moldea nuestros mundos y formas de vida. En tanto que tecnología, no es neutral. Por un lado, su posible efecto apocalíptico transciende cualquier finalidad concreta imaginable, ya que es un “medio” capaz de acabar con todos los fines existentes. Por otro lado, su mera existencia produce efectos en forma de militarización y chantaje político incluso cuando no es directamente utilizado. Desde el momento en que la posibilidad de la destrucción total pende sobre nosotros “como una luna ensangrentada”, Hiroshima está en todas partes, dice Anders. La barbarie, pues, no se limita a ordenar pulsar el botón, como hizo Harry Truman en 1945, o a amenazar de hacerlo, como ha hecho Vladimir Putin. Es estructural y tiene que ver con el funcionamiento cotidiano de la banalizada normalidad nuclear. En palabras de Anders, “el mundo no está amenazado por seres que quieren matar, sino por aquellos que a pesar de conocer los riesgos sólo piensan técnica, económica y comercialmente”.
Si las reflexiones de Anders siguen hoy siendo de tanta actualidad es en parte porque nos permiten pensar mucho más allá de las armas atómicas. Si como sociedades somos ciegos ante el riesgo de un apocalipsis nuclear, parecemos serlo también ante las perspectivas destructivas de la crisis ecosocial global en la que los que “sólo piensan técnica, económica y comercialmente” nos han introducido. Esta ceguera es perfectamente compatible con el auge cultural de los imaginarios apocalípticos alrededor del mal llamado Antropoceno y con la normalización del discurso catastrofista de “gestión de la emergencia” en la retórica y la práctica gubernamentales. No se trata, pues, de censura o tabú, sino de incapacidad para imaginar, sentir y actuar de forma adecuada.
Pese a que seguimos atrapados bajo lo que Jorge Riechmann ha descrito como varias capas de negacionismo, la actual guerra en Ucrania ha supuesto un fogonazo cruel que debería hacernos conscientes de que nos encontramos inmersos en una crisis energética global en la que la posición del continente europeo es de extrema fragilidad. La enorme penetración en la actual economía fósil europea del gas natural proveniente de Rusia hace que la eventualidad de un corte de suministro traiga aparejados efectos potencialmente devastadores ¿Quién, hace apenas unos años, podría imaginar leer en una portada de El País que Europa se asoma a un escenario de racionamiento energético, escenario que se maneja ya con toda seriedad en países como Alemania?
No es de extrañar que en este contexto se aceleren los planes para la instalación de renovables industriales de alta tecnología, el plan B al actual capitalismo fosilista que la Unión Europea ha abrazado oficialmente en el marco del European Green Deal. Un plan que, como alguno de nosotros ya ha señalado en otras ocasiones, no se encuentra exento de problemas y contradicciones. No obstante, no debemos perder de vista que cada vez resulta más evidente que dicho plan B quiere complementarse, a corto plazo, con una apuesta por la energía nuclear.
Este intento de las élites por hacer que la energía nuclear renazca como una tecnología “verde” que alberga la clave para hacer frente al cambio climático es evidente y se encarna en figuras emblemáticas como la del multimillonario Elon Musk, para el que la energía nuclear es crucial en la descarbonización. También en corrientes teóricas del establishment como el ecomodernismo, que han hecho de la defensa de la energía nuclear uno de sus caballos de batalla. La Unión Europea, en un ejercicio de neolengua digno del imaginario orwelliano, se ha unido ya a esta ola mundial clasificando como verdes las inversiones en energía nuclear y gas a inicios de este año. No obstante, la actual situación geopolítica está dando alas a este romance en ciernes. Bélgica ha hecho ya oficial que retrasará una década el cierre de sus centrales nucleares para “ganar independencia energética” en un contexto geopolítico caótico. En febrero Macron anunció inversiones públicas en 14 nuevos reactores nucleares que, de cara a 2050, reemplazarían a las plantas nucleares más antiguas. Incluso Alemania, buque insignia de la desnuclearización europea, comienza a plantearse retrasar el cierre de los tres reactores aún en marcha cuya clausura estaba planeada para el final de este año.
Por desgracia, esta fiebre nuclear alcanza también a voces reputadas dentro del ecologismo, como la de George Monbiot, que en uno de sus últimos artículos defiende que la energía nuclear es la solución tanto a la dependencia energética europea frente a Rusia como a la crisis ecosocial. Monbiot nos insta a emular la movilización del Proyecto Manhattan y fía sus esperanzas en una iniciativa estatal fuerte que impulse tecnologías renovables que incluyan “tecnologías nucleares más amables”, como reactores nucleares más pequeños, o el enésimo esfuerzo de investigación en la fusión nuclear.
Esta renovada fiebre nuclear se encuentra aquejada de varios puntos ciegos. Por un lado, no debemos olvidar que a día de hoy las centrales nucleares no pueden funcionar sin un suministro estable de uranio. Este mineral, además de ser inseparable de dinámicas extractivas y venir asociado a procesos de contaminación, es tan finito en la corteza terrestre como los combustibles fósiles que ahora ponen en jaque a la economía mundial. Así, apostar por esta energía de base mineral no sería más que situar en un punto futuro un nuevo shock energético que vendría ahora asociado a la escasez de esta materia prima. Por otro lado, si la guerra en Ucrania ha mostrado la desnudez energética del emperador europeo, dando alas a los lobbies nucleares, también a vuelto a ilustrar algunas de las razones por las que el movimiento antinuclear lleva décadas luchando por el cierre de todas las centrales existentes. Chernóbil, que amenazó con irradiar de nuevo durante la ocupación por parte del ejército ruso, nos recuerda una vez más que no hay solución técnica para tratar con los residuos nucleares de forma duradera y segura. Y los combates en la central nuclear de Zaporiyia, en Energodar, nos vuelven a recordar la fragilidad de las infraestructuras nucleares y el peligro que suponen ante catástrofes de origen natural, como en Fukushima, o de origen político, como la actual guerra abierta en el país con más reactores nucleares operativos (15) en Europa después de Francia. Los misiles volando en el cielo ucraniano son una ruleta rusa nuclear.
Además, la no neutralidad no es patrimonio exclusivo de la bomba atómica, sino una característica de todas las tecnologías. Cuando se sostiene que “la tecnología no es ni buena ni mala, sino que depende de como se use”, no se está teniendo en cuenta que las tecnologías cristalizan valores, encarnan relaciones de poder y tienen efectos que van más allá de su uso. Las tecnologías son moral materializada, son política por otros medios, pautan formas de vida, posibilitan e inhiben mundos. La nuclear también. Muchos críticos de la energía nuclear han apuntado no sólo a sus peligros ecológicos, sino a su nocividad social. Langdon Winner diría que es inherentemente política, en el sentido de que su existencia ya requiere de una sociedad jerárquicamente organizada y militarizada. Las centrales nucleares no se pueden desvincular de lo militar ni técnicamente (son tecnologías de uso dual) ni históricamente (surgen como parte de programas militares). Desde un horizonte emancipatorio, por tanto, no existe tal cosa como un buen uso de una central nuclear. Es decir, la cuestión clave no es ni quién las posea ni el tamaño que tengan, como piensa Monbiot, sino su mera existencia.
Anders nos enseñó que en el siglo XX la transformación de la sociedad estaba estrechamente ligada a un imperativo anterior y más urgente: su conservación, inseparable de la del resto del planeta. Nos alentó a conectar con un miedo ante el apocalipsis que nos llevara a la toma de conciencia, a la acción colectiva, a la lucha por la vida. De forma consecuente él dedicó su vida al activismo antinuclear. Es más, al final de sus días, tras vivir la dura represión al potente movimento antinuclear de los setenta y los ochenta, Anders defendió la violencia y la acción directa como último resorte en aras de un fin superior: conservar la paz y la vida en el planeta.
Hoy la crisis ecosocial global, y un cambio climático que se nos presenta como coartada para hacer avanzar la agenda nuclear, nos sitúan ante una amenaza para la vida comparable a la de la guerra nuclear. No obstante, los movimientos de resistencia siguen todavía siendo tímidos en comparación con la magnitud del desafío. En gran medida porque argumentarios como los de Monbiot se hacen eco de los de las élites y siguen atrapados en la errónea convicción de que el “problema” tiene una “solución” meramente técnica. Sigue existiendo la fe en que, con el suficiente estímulo por parte de un estado considerado cuasi-omnipotente y neutral en cuanto a sus intereses, “algo se inventará” que nos sacará del lío. Cualquier cosa antes que mirar de frente los abismos que ante nosotros abre el gasto energético insostenible de un sistema depredador que pone en el centro la acumulación de capital por encima de las necesidades de la vida humana y del resto de especies del planeta. Seguimos ciegos ante el apocalipsis.
La única forma razonable de evitar de una vez por todas una guerra nuclear y limitar en lo posible los efectos de un colapso ecosocial ya en curso es luchar frontalmente contra el capitalismo industrial y su insaciable necesidad de parasitar y destruir la vida para seguir acumulando beneficios. Ahora que vuelve a renacer la tentación de un alineamiento geopolítico en torno al patriotismo europeo militarista debemos protegernos de lo que Rafael Sánchez Ferlosio llamaba fariseísmo en su libro Sobre la guerra, “la regresión a la niñez, la vuelta a Caperucita y el lobo feroz, al punto cero de la experiencia moral: aquel en el que el bueno y el malo aparecen absolutizados y encarnados como figuras ontológicas”. El desafío para un movimiento social que vaya a la raíz de nuestros problemas es, como nos recuerdan las compañeras zapatistas, destruir la hidra capitalista en todas sus cabezas. Organizarse desde abajo para hacer frente al capitalismo-guerra y, como planteaba Ángel Luis Lara, abrir túneles de solidaridad desde abajo con los que luchar por la vida a uno y otro lado de la frontera que hoy dibuja el conflicto bélico. Porque como dicen las zapatistas, en la guerra que hoy se libra contra el planeta y en Ucrania, nos enfrentamos al riesgo de que no quede paisaje después de la batalla.
¿Es esto posible? Ante esta pregunta, escuchemos a Günther Anders cuando nos decía que si algo es necesario, uno no se puede parar ante si es o no posible. Hay que intentarlo.
[En memoria de César de Vicente, que nos dejó prematuramente y a quién debemos tanto]
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