No nacemos hombres ni mujeres: venimos al mundo con unos genitales sobre los que se inscribirá todo el orden de lo simbólico, unos enunciados que afirman ser meramente descriptivos cuando son en realidad performativos.
Que la mujer no nace, sino que se hace, lo sabemos desde que Simone de Beauvoir publicó El segundo sexo en 1949. No nacemos hombres ni mujeres, sólo venimos al mundo con unos genitales sobre los que se inscribirá todo el orden de lo simbólico, unos enunciados que afirman ser meramente descriptivos cuando son en realidad performativos. Nos agujerean las orejas, nos nominan en femenino o masculino, nos acarician o nos dejan llorar para hacernos fuertes, nos llaman “princesas” para que años más tarde nos puedan llamar “putas”, nos cortan el pelo o nos lo dejan crecer lánguido y largo, elogian nuestra feminidad todavía púber, enseñan a los niños a ser agresivos y competitivos, a que les gusten los deportes y gocen ganando, y a las niñas a ser objeto del deseo de estos atletas imberbes para que puedan vencer también mediante la sumisión, pero de modo más estratégico. Nos feminizan y nos masculinizan a golpes de consignas, elogios y humillaciones. En este reparto de lo sensible, como diría Rancière, la dominación está asegurada, pero aquí, como en cualquier lugar, el amo se vuelve también esclavo. No sólo porque, como escribe Virginie Despentes, “el cuerpo de las mujeres solo pertenece a los hombres para contrarrestar el hecho de que los cuerpos de los hombres pertenecen a la producción, en tiempos de paz, y al Estado, en tiempos de guerra" (Despentes, 2018: 37), sino también porque ambos se vuelven esclavos de su deseo, del deseo que no son.
Los hombres querrían triunfar, como aprendieron a hacerlo en el campo de fútbol de la escuela, y poseer una o muchas mujeres que les recuerden constantemente su reino, tanto da si son putas, amantes, jovencitas o abnegadas madres, tanto da si el campo de fútbol del patio de la escuela se ha convertido ahora en empresa, literatura, arte o universidad. Las mujeres desarrollan el gusto por la sumisión, se vuelven esencialmente masoquistas. Quieren encarnar el ideal que la masculinidad ha preparado para ellas. Dulces, misteriosas, vulnerables, bellas y jóvenes, inalcanzables en su feminidad, suficientemente inteligentes para sostener el monólogo de los hombres al que, por educación, llamaremos conversación, pero no tanto como para subvertir de raíz los términos del diálogo. Se sienten realizadas al ser víctimas preferenciales, arruinadas como mujeres al ser rechazadas. Se pasan la vida tratando de gustar a los hombres. Incluso si son exitosas en sus campos profesionales piden perdón en la cama sometiéndose a los códigos binarios que atraviesan la más secreta intimidad. Sucede que la cultura deviene naturaleza, que como decía Valéry, “lo más profundo está en la piel”, y nuestros cuerpos dóciles a la sumisión y al mandato expresan en la intimidad la situación de dominio social y económico a la que estamos todos sometidos.
Nada es natural ni biológico. La mujeres no estamos hechas para gustar, ni los hombres para ganar. Si “no hay relación sexual”, como afirma Lacan, no es porque la comunicación no sea posible y cada cual haga el amor con su fantasma edípico, sino porque entre amo y esclavo nunca hubo relación, aún menos entre esclavos que necesitan creer que son amos cuando es ya demasiado evidente que no lo son. Obtener, a través de las relaciones sexuales, el reconocimiento del personaje que creemos encarnar cuando hemos asimilado hasta los huesos la heterosexualidad normativa, esa trama cultural y política de desigualdad y descarga, quizás nos sea de ayuda para reforzar el ego que necesitamos para sobrevivir en este capitalismo de emprendedores neoliberales, pero lo que es seguro es que no hay relación con el otro. No la hay ni siquiera con nosotros mismos.
Más allá del feminismo de la igualdad y del feminismo de la diferencia
Es por ello que tanto el feminismo de la igualdad como el de la diferencia fracasan en este punto. Empoderarse, llegar a ser iguales que los hombres, con los mismos derechos y capacidades, como quería Beauvoir, es seguramente más justo que asumir la sujeción, pero no cambia nada en el reparto de la dominación. Nos masculinizamos, aprendemos a hablar la lengua de los hombres, se llamen Žižek, Lacan o Derrida, obtenemos reconocimiento, en la cama exigimos tener orgasmos, pagamos para que las tareas domésticas las hagan otras mujeres, inmigrantes y racializadas. Importa poco aquí quién lleva el falo. El falo seguirá reinando y el poder sólo ganará más adeptos. “Añadir mujeres y batir”, ironizaba Fox Keller, para describir esta situación de falsa emancipación. Agregamos a las instituciones la cuota de mujeres políticamente correcta y hacemos que el falocentrismo siga funcionando como si nada hubiera ocurrido.
El feminismo de la diferencia (Irigaray, Cavarero…), por el contrario, quisiera que algo cambiase de veras por una vez. Imprimir en la escritura, el saber, la sociedad, las instituciones, las relaciones en general, el punto de vista de las mujeres. El gusto por el cuidado del otro, la maternidad, el hecho diferencial biológico, o bien una historia compartida de dominación, devienen así los criterios para feminizar la sociedad, para desplazar esta mirada androcentrada que todo lo ordena. Nuestra historia literaria, filosófica, científica, cultural, artística es una historia de hombres que se relatan a sí mismos, que se felicitan. Dicen que les gustan las mujeres, pero sólo como otro, como no-todo, como musas, como madres y proletariado que les cuidan los hijos, como ocasión para su productividad, tradicionalmente mediante la melancolía y el amor o desamor romántico, de ahí que revindiquen el sufrimiento como parte de él. De eso se alimentan los creadores. Se congratulan, se lamen las heridas, se animan los unos a los otros, “se aman entre ellos” (Despentes, 2018: 145).
Las violaciones colectivas no evidencian sino cómo les gusta contemplarse los unos a los otros: fuertes, erectos, agresivos, dominadores hasta el paroxismo. El otro, la víctima de turno, es sólo un pretexto para escenificar su narcicismo. Por otra parte, los más concienciados “ayudan” en casa, y fuera dejan que las mujeres trabajen su relato silenciado: que lean a otras mujeres, que rehagan su historia, que estudien filósofas, científicas, artistas, activistas que no han tenido lugar en la narrativa hegemónica androcentrada. Los estudios de género se financian y tienen su lugar en el mercado, su pequeño espacio académico y su estantería en las librerías. Mientras tanto, los hombres siguen haciendo filosofía, historia, política y ciencia de la seria, y las mujeres dejan de molestar dedicadas como están a “sus labores”, ahora feministas.
En este sentido, resulta trivial la disputa entre el constructivismo y el esencialismo. Cuenta poco si somos mujeres porque tenemos vagina y por lo tanto la posibilidad de ser madres o si lo somos porque compartimos una historia de dominación. El caso es que la diferencia sexual acaba siendo identitaria y crea comunidad. Nos defendemos de la dominación desde el lugar mismo que nos ha sido asignado por el enemigo. Condenadas a debatirnos entre la masculinización colaboracionista y la afirmación de una identidad femenina impuesta por el otro, es necesario en este punto preguntarse por qué a la diferencia sexual la llaman diferencia cuando en realidad quieren decir identidad.
La otra diferenziaEn el vértice de esta aporía es donde la perspectiva de la deconstrucción me parece del todo necesaria. Desde su primera conferencia sobre La Différance dictada en 1968 hasta su seminario Geschlecht III, la cuestión de la diferencia, y por lo tanto, de la diferencia sexual, transita toda la obra de Derrida. La diferencia, para Derrida, no ha sido nunca la diferencia entre dos identidades. En todas las polaridades metafísicas (esencia/apariencia, cultura/naturaleza, hombre/animal, racional/irracional, logos/escritura o masculino/femenino, que es la que nos ocupa aquí), la diferencia no señala nunca la oposición, como sí querría hacerlo la idea misma de diferencia sexual que se enarbola. Es, por el contrario, el primer término de la oposición el que necesita afirmar su identidad para jerarquizar y diferenciarse de aquello que lo podría contaminar y, por tanto, poner en cuestión su dominio. El temor de la masculinidad a la homosexualidad no habla sino de esto.
Desde este punto de vista, aunque pueda molestar, no hay diferencia entre masculino y femenino. Es la masculinidad, en su necesidad de afirmarse pura y diferenciarse la que inventa la diferencia sexual, tal como es la humanidad del hombre la que se esfuerza sin éxito por distinguirse de la animalidad. Aquello que Derrida nombre diferenzia, que escribiremos con “z” en lugar de “c” para mantener la homofonía con la que juega, señala justo la imposibilidad de toda identidad. La différance, que Derrida escribe incorrectamente con “a”, designa a nivel espacial un diferir entre cosas, un no ser igual, pero sobre todo, en su dimensión temporal, la diferencia difiere, se da para más tarde, siempre a través de un rodeo que no llega jamás al éxtasis de la presencia inmediata. Différance, con “a”, como diferencia con “z”, señala también algo esencial en la crítica a la crítica tradicional a la escritura (logocentrismo) que Derrida lleva a cabo, y es que la diferencia entre “diferenzia” y “diferencia” con “c” sólo es legible, sólo se da en el texto, del mismo modo que la masculinidad sólo se afirma en los cuerpos de las mujeres.
Pronunciados en voz alta los dos términos dicen lo mismo, pero escritos y leídos dicen otra cosa. La diferencia con “z” dice que identidad no hay, que no hay masculinidad, ni humanidad, ni ninguna esencia que no se haya tenido que afirmar pasando a través de su contrario. ¿Qué sería del hombre sin la invención de la feminidad? ¿Qué sería del pensamiento, del logos, si no fuese por su rodeo estructural y necesario a través de la escritura, de aquello que ciencia y filosofía rechazan por literario, desearían no tener que necesitar, pero sin lo cual no serían posibles? Y sin embargo, la masculinidad, la humanidad, el pensamiento, las ideas y las esencias, no se dan jamás en presente. Nadie encarna la masculinidad porque en el lugar donde quisiéramos hallar su esencia sólo encontramos diferencia, un diferir consigo mismo, un aplazamiento irremediable. Las esencias, las identidades, los modelos, son un mito filosófico que se ha vuelto político. Nos matamos demasiado para ser hombres, mujeres, racionales, civilizados, porque no soportamos la contaminación con aquello que desearíamos desterrar y que hemos inventado para no tener que enfrentarnos a la indecibilidad.
Cuando Derrida aborda la cuestión de la diferencia sexual, esto es, de lo que a partir de ahora podemos llamar ya identidad sexual, en textos como La ley del género (1986), Éperons (1978) o Geschlecht (1987), lo hace siempre para poner en cuestión este binarismo que nos amordaza. El género es la ley, sea éste sexual o literario. “Debes, no debes, dice el género” (Derrida, 1986: 234). La biopolítica, nos lo habrá enseñado Foucault, habrá consistido en la invención de la sexualidad a partir del siglo XIX, en la obligación de identificarnos en función de nuestra orientación sexual o de patologizarnos a causa de nuestra desorientación. La medicina, la psicología, el discurso jurídico y científico habrán contribuido a una normalización generalizada que no pasa únicamente por la heterosexualidad normativa sino por la clasificación y la identificación con nosotros mismos, de forma obligada, en virtud de nuestras prácticas y preferencias sexuales. La sexualidad es la norma, sea normativa o no. Heterosexuales, homosexuales, trans, queer… cumplimos con la norma desde el momento en que nos sentimos pertenecer a un género.
No sé pertenecer a ningún género
“No sé pertenecer a ningún género”, tal como dice Derrida a propósito de la literatura, sería quizás el mejor revulsivo para aquel grito de Virginie Despentes: “tengo un coño que me tapa toda la cara” (2018: 123). Con este grito, Despentes denuncia la identificación a la que estamos sometidas por el simple hecho de tener vagina, así como la violencia, la humillación y la sumisión que se deriva de ello. Sin duda, la denuncia debe seguir vigente porque la situación de desigualdad y violencia es demasiado flagrante. Pero de nada nos valdrá si no deconstruimos a la vez todas las identificaciones de género, y en primer término la de la masculinidad —que de otra parte nadie encarna ni debería desearlo— en la medida en que es la que ordena y genera este binarismo que humilla, explota y mata. No querer pertenecer a ningún género, justo porque no se puede, porque la ley y la norma exigen una identificación imposible y de cabo a rabo ficticia, sería la afirmación de una verdadera diferencia, de una diferencia sexual “que no estuviera ya sellada por el dos” (Derrida, 1992: 115). Quizás, no ya una diferencia sexual sino una sexualidad diferenciándose a cada encuentro, sea con alguien del sexo opuesto o no.
Feministas, ¡un esfuerzo más!
Aprender a desidentificarse, a relacionarse con el otro desde la diferenzia, es el único modo de dejarse afectar sin sumisión estratégica y sin tratar al otro como objeto de deseo preformado. “A cada cual sus n sexos”, decían Deleuze y Guattari. A cada cual su trabajo de deconstrucción del género para que la relación sexual sea un acontecimiento a celebrar en lugar de un mero intercambio de descargas y beneficios simbólicos.
Desde este punto de vista el feminismo, sin duda, no saldrá indemne, pero tampoco dejará de ser vindicado, sino que la feminidad de lo femenino ya no estará aquí asegurada. O mejor, que la feminidad consiste justamente en el desplazamiento de la polaridad, en el abandono del mundo de las esencias, en la ironía ante las seguridades de los hombres de ciencia que todo lo ordenan, tal y como Derrida habrá leído en un cierto Nietzsche. La ausencia de verdad, de identidad, en Nietzsche, tiene nombre de mujer (Derrida, 1978-79: 52). Es una cierta idea de la feminidad, dionisíaca y danzante, transgresora y fronteriza, la que permite ir más allá de la masculina locura clasificatoria. Un archi-femenino sería, en este sentido, tan reclamable como la archi-escritura. De esta mujer que ya no es sólo mujer, Helène Cixous, también da cuenta cuando escribe:
Pero sé por experiencia (sólo sé después de la experiencia, es decir, después de error) que con frecuencia una mujer no es un mujer, ni un hombre, un hombre, que con frecuencia una mujer, un hombre, es un conjunto de X elementos. Conozco una mujer que a la segunda ojeada es un conjunto de cinco niños y una niña. En cuanto a las ojeadas siguientes… No sé quién es mi conjunto. ¿Quiénes son yo? ¿Pretendo que mi soy-yo es mayoritariamente mujer? Experimento una sensación inquietante cuando hablo de estos conjuntos. Me parece que en la escena político-social de hoy día son sobre todo las mujeres, más que los hombres, los que son conjuntos ocupados, poblados, naturalizados, injertados, por una cierta cantidad de partes del otro, y que gran parte de los hombres están ocupados por elementos mayoritariamente masculinos (Cixous, 2005: 224).
Las mujeres, sobre todo, son las que se perciben como conjuntos ocupados, las más proclives abandonar las falsas identificaciones de género, las más dispuestas a dejarse sentir y ser afectadas. Lo hemos aprendido a base de golpes. No hay nada natural en todo esto. Si el feminismo debe ser todavía reivindicable no será ya para colaborar con el sistema a fuerza de masculinización, ni para atrincherarse en una identidad que crea comunidad pero que nos sitúa en el lugar mismo en el que nos ha dispuesto el adversario, sino para hacerlos estallar desde dentro. Que no somos nada sino deseo de alteración y experiencia, más allá de todo código y de todo género, quizás serán las mujeres quienes nos lo enseñen, quienes lo enseñen también a los hombres que no soportan ya más las exigencias a las que los constriñe su masculinidad impuesta. Nos jugamos en ello nuestras relaciones más íntimas, que son también políticas, y tal vez matriz de toda relación con el otro. Llegará un día en que gracias al influjo de estas mujeres que ya no lo son, si acaso cinco niños y una niña a la segunda ojeada, gracias a su sentimiento inquietante de no saber pertenecer a ningún género, nos avergonzaremos de haber exhibido cuerpos de mujer en los anuncios publicitarios, de haberlos prostituido, tanto fuera como dentro del matrimonio, de haberlos vejado con tanta impunidad. Tal como hoy no osamos siquiera recordar que hace sólo unos pocos años, justo hasta la fecha de unas esplendorosas olimpiadas, tuvimos a un hombre negro disecado y expuesto en un museo de Barcelona.
Obras citadas en el texto:
— Derrida, J., (1984b), “La loi du genre”, en Parages, Galilée, Paris, pp. 249-287.
— Derrida, J, (1984a), Otobiographies. L’enseignement de Nietzsche et la politique du nom propre, Galilée, Paris.
— Derrida, J. (2008), “Coreografías”, Lectora 14, pp. 157-172.
— Cixous, H. (2005), “Cuentos de la diferencia sexual”, Lectora 21, pp. 209-231.
— Despentes, V. (2006), Teoria King Kong, L’altra Editorial, Barcelona.
La versión completa de este texto se puede encontrar en el libro de Laura Llevadot: Jacques Derrida. Democracia y soberanía, Gedisa, Barcelona, 2020.
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