Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

jueves, junio 17

Negras tormentas

 


Negras tormentas agitan los aires… decía la mítica canción, y en efecto así fue. Una pesada chapa de plomo y de dolor se abatió sobre todo el país para sofocar la utopía que había animado al pueblo a tomar la calle y a levantar barricadas contra la barbarie. La distopía, el negro futuro que se vislumbraba en aquella canción, no tenía porque ser muy detallada ni dibujada con gran precisión, su sentido se manifestaba escueta y brutalmente en el infame grito atribuido, con razón o sin ella, a Millán Astray ¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!

La lucha entre aquella utopía que pudo llegar a ser, y que incluso lo consiguió fugazmente, y la siniestra distopía que por desgracia se hizo real durante tan largo sufrimiento, deja bien patente la importancia de fomentar, de cuidar, de cultivar la utopía para plantar cara a esas negras tormentas que desde los inicios de la humanidad no dejan de ensombrecer su vida.

Ahora bien, ocurre que, por momentos, la nítida distinción entre utopías y distopías se torna borrosa y se difumina. Algunas utopías, cortadas por el mismo patrón que diseñó Tomás Moro, el padre de las utopías modernas, dibujan con tal precisión idílicas sociedades, que la prometida felicidad se asemeja más a la de un pájaro en rígida jaula de hierro que a la de una golondrina surcando libremente los cielos. No en vano Moro encerraba su utopía en una isla cuyo nombre adquirió rango de epónimo. Con su afán de perfección los modelos sociales ofrecidos por esas utopías acabarían por configurar, incluso si tienen tonalidades libertarias, la más horrenda de las distopias, que no es otra que la de un mundo exento de libertad y donde no quepa ni siquiera el concepto de esta.

Antes de abordar la más amenazadora de las actuales distopías quisiera precisar que más que acoger las utopías como bellos productos hechos para alimentar los sueños, es preciso hacer de ellas acicates para la acción. En lugar de disfrutar con la contemplación de un mundo ideal, lo que se requiere es poner las utopías en acción, enraizarlas en el presente y que hagan cosas aquí y ahora. Además, para evitar que la utopía acabe por cercenar la libertad es necesario restar precisión a sus propuestas para que dejen plenamente abiertas las puertas a la improvisación, a la autonomía y a la libre creatividad social.

El genero literario de la ciencia ficción abunda en relatos donde el poder de la imaginación crea prefiguraciones de lo que más tarde se materializará, y eso nos informa de paso sobre los temores y las fantasías que agitan las épocas en la que nacen dichos relatos. La ciencia ficción inspira angustiosas distopías, y parece que una de las mas preocupantes es actualmente la que gira, explicita o implícitamente, en torno al concepto de singularidad, es decir al preciso momento en el cual la inteligencia artificial superará nuestras capacidades cognitivas y escapará de nuestro control. Es obvio que ese tipo de distopía se sustenta sobre la enorme innovación que ha supuesto la revolución informática en el ámbito de las milenarias tecnologías de la inteligencia

Hoy, sin embargo, no son las consecuencias de la informatización generalizada del mundo las que nutren la principal distopía, sino que el más acuciante de los relatos catastrofistas está protagonizado por la colapsología. El temor a que las condiciones de vida en el planeta se deterioren al punto de amenazar la supervivencia de la especie humana, o incluso, mas genéricamente, la propia vida, tanto animal como vegetal, y hasta la existencia de la Tierra. La actual pandemia ha aportado un ingrediente suplementario al dramatismo de ese escenario, apuntando al ecocidio como uno de los factores, si no el principal, de la expansión del actual coronavirus y de todos los que, sin duda, le sucederán.

No cabe duda de que la degradación medioambiental constituye un enorme peligro, y que la movilización popular en su contra es indispensable. Ahora bien, también se puede apreciar cómo esa distopía orienta la respuesta de las poblaciones hacia la defensa de la vida en su acepción más biológica, no eliminando, pero sí dejando en un segundo plano lo que hace que valoremos la vida, por ejemplo, la defensa de la-libertad-en-la-igualdad. Quede claro que no estoy insinuando que no hay que defender la vida, es obvio que sin vida ni hay libertad ni hay literalmente nada, pero sin libertad tampoco hay, para el ser pensante, una vida que sea digna de ese nombre y que merezca ser defendida. Lo que sostengo es que la defensa de la vida y la de la libertad son inextricables, no pueden ir por separado, no es la vida lo que importa, sino la vida conectada con otros valores tales como la libertad; sobra la magnificación de la vida por sí misma, como un valor absoluto y descontextualizado de su imbricación con otros valores.

Por otra parte, tampoco se puede obviar que la focalización sobre la degradación del ecosistema como uno de los principales factores de las pandemias, ignora por completo el papel determinante que desempeña en la rápida expansión de los contagios el espectacular incremento demográfico producido en las últimas décadas, así como el papel que tiene el aumento de la densidad de las poblaciones hacinadas en megalópolis. Quede claro, aquí también, que no se trata de restar importancia a la lucha ecologista, sino de abogar por la incorporación de la variable demográfica y de la concentración poblacional a las consideraciones que suelen versar principalmente sobre las variables energéticas y las consecuencias del modo de usarlas.

Además, resulta preocupante que, a semejanza de las iluminaciones cuya intensidad deja en la oscuridad todo lo que tienen a su alrededor, la fascinación por el riesgo ecológico impida percibir lo que constituye hoy la mayor amenaza para nuestro futuro mas inmediato, una amenaza que de triunfar tornaría imposible la propia lucha ecologista.

En efecto, el carácter bifronte de la revolución informática que sigue consolidándose, progresando y transformando el mundo, con sus innumerables aspectos positivos, pero también con sus múltiples consecuencias negativas, está propiciando el ascenso de un nuevo tipo de totalitarismo que difiere de todos los anteriores y los deja muy pequeños.

El aspecto negativo que más se suele resaltar en las distopías relacionadas con la informática es, junto con las incógnitas planteadas por la singularidad y con el esperpento de la insurrección de los robots, el de la ubicuidad de la vigilancia y de la total transparencia de las personas ante la mirada de los poderes. Multiplicación de los dispositivos que proporcionan datos sobre individuos y colectivos, capacidad de almacenarlos ad eternum y sin límites, colosales posibilidades de tratarlos y creación de sofisticados algoritmos que extraen el máximo provecho de los yacimientos de datos, etc. etc.

El capitalismo de la vigilancia es la nueva cara que ofrece la constante mutación de un capitalismo que se nutre tanto de sus errores como de todo lo que se opone a él, y que se reinventa sin tregua. La ubicuidad de la vigilancia se completa con la sofisticación de los instrumentos represivos contra el desacato de las leyes, las actividades subversivas y las protestas sociales, pudiendo desembocar incluso en la eliminación preventiva de los supuestos desafectos (ahí están esos drones encargados de la «vigilancia armada» para mostrarnos que no se trata de ciencia ficción)

Sin embargo, hay otros dos aspectos que no por recibir menor atención dejan de ser menos preocupantes. Uno remite a los procedimientos de control que no tienen que ver directamente con la vigilancia, sino con la obligatoriedad de ser participe del mantenimiento del sistema, clausurando cualquier posibilidad de sobrevivir en su seno si no se contribuye a su desarrollo. En efecto, es cada vez mas perentoria la obligación de sumergirse totalmente en la informatización del mundo para acceder a toda una serie de servicios que van desde la atención sanitaria, a las gestiones administrativas, o a las actividades culturales y de ocio entre otros aspectos. Si una persona no tiene acceso a la red, sus posibilidades de no quedar marginada desaparecen, y son, a veces, las propias posibilidades de inserción laboral las que se esfuman por completo debido a la expansión del teletrabajo.

El otro aspecto remite a las posibilidades abiertas por la revolución informática en el ámbito de la medicina y de la ingeniería genética. Los avances que la informática está posibilitando en todo lo que atañe al complejo medico-industrial son sencillamente enormes, al igual que el dinero que generan. Con ello, no es solo que la medicalización de la vida y el perfeccionamiento del biopoder cobran alas, es también que con la ingeniería genética se abren las puertas al eugenismo positivo y con ello a la era transhumana. Ese tipo de eugenismo no tendría por qué suscitar especiales temores si no fuese porque la propia lógica del sistema en el cual el transhumanismo se instalará, es decir, el sistema capitalista, augura que se basara en criterios tales como conseguir la mayor sumisión de las personas «mejoradas», o su mayor rentabilidad económica.

¿Cómo hacer frente a esa distopía, es decir, a las negras tormentas que ya están oscureciendo el horizonte y que anuncian un mundo exento de libertad? La verdad es que no resulta fácil encontrar la forma de neutralizarla, aunque quizás las prácticas hacker nos ofrecen algunas pistas parciales, pero si algo está claro es que el primer e ineludible paso consiste en tomar conciencia de lo que supone la instauración de ese nuevo tipo de totalitarismo que borra de un plumazo cualquier posibilidad de desarrollar practicas de libertad. Sin la menor duda, el anarquismo debe situar en un lugar preferente de su agenda la tarea de extender la concienciación de su militancia y de la población acerca de la amenaza que ya representa el totalitarismo de nuevo tipo que se nos hecha encima.

 

Tomás Ibañez
Publicado en la revista Al Margen nº 117

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