Nunca me inspiraron confianza los himnos nacionales.
Frente a ellos esgrimo el trino de los mirlos,
la acústica del copo de nieve en las ventanas.
En el insumiso ejército de las corrientes de viento
me reconozco, ante el ruido de sables, apátrida confeso.
Nunca nadie me ha impuesto una cruz del mérito
ni me he cuadrado ante el paso de ninguna enseña.
Reniego de las salvas de artillería
que, con la absurda excusa de rendir honores,
alborotan el vuelo del pájaro
y disuelven la sublime forma de las nubes.
Rechazo las condecoraciones en el pecho,
las marchas militares, los hueros escudos de armas.
No conozco ni galones, ni insignias
y siempre pensé que un cuartel
era el antónimo perfecto de la palabra hogar.
Con la suficiente lejanía que ofrece la trinchera,
sin casaca y sin espuelas,
la única frontera que defiendo desde la atalaya
acorazada de la costumbre
es el costado de tu espalda en la noche de los tiempos.
Daniel Zazo. Singladuras.
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