Texto de Miquel Amorós para la charla-debate del 6-10-2012, en las Jornadas Libertarias de Castellón. Publicado en “Nocividades, defensa del territorio y crisis”. Dossier nº 1 de Argelaga.
Corta es la vida, el camino largo, la ocasión fugaz,
falaces las experiencias, la crisis difícil.
Hipócrates. Aforismos
I.
Para Hipócrates la palabra crisis
designaba el momento culminante de una enfermedad, a partir del cual,
desmenuzando los datos sintomáticos y teniendo en cuenta las
experiencias, podía formarse un criterio con el que juzgarla. El final
del razonamiento crítico, el juicio acertado, no es fácil, puesto que no
todos los factores se hacen evidentes al mismo tiempo y a menudo una
enfermedad esconde otra. Si trasladamos la reflexión a la actualidad nos
encontraremos con una crisis aparentemente económica que suscita
reacciones inmediatas, epidérmicas, guiadas por una óptica tacticista
que se mantiene en el terreno del parlamentarismo y del capital. La
crisis es algo inherente al régimen capitalista, puesto que su
funcionamiento normal consiste en subvertir constantemente las
relaciones sociales en las que previamente se había apoyado. Cada fase
liquida la anterior, por consiguiente, no puede afrontarse la crisis sin
atacar de frente al capitalismo, pero las respuestas que habitualmente
se dan se refieren a sus consecuencias y no a sus causas. No cuestionan
los fundamentos del sistema sino solamente lamentan su mal
funcionamiento. Las protestas aluden a la pérdida del «estado de
bienestar», o sea, al descenso del nivel salarial de las masas
consumidoras, y por añadidura, del empleo y del crédito; a la mala
calidad de los servicios públicos, de la asistencia y del sistema de
partidos, a la voracidad de los banqueros, y, para acabar, al dictado de
las finanzas internacionales que se impone a la mayoría de la población
gracias a la intermediación de los políticos. Parece entonces que
puedan permitirse soluciones en el marco del sistema económico y
político dominante, a través de medidas legislativas y ejecutivas que
reduzcan el impacto crítico sobre las masas asalariadas y endeudadas,
evitando de paso los fenómenos de exclusión. La solución ha de venir por
consiguiente de la mano de un Estado interventor y no de su abolición.
El capitalismo tendrá que desarrollarse más para crear empleos basura
suficientes en vez de desaparecer. Pero, como en la medicina, aquí
también una crisis superficial puede disimular otras más profundas y
menos visibles.
II.
La crisis es política, es urbana,
y también ecológica. Es el momento culminante de una enfermedad social y
cultural cuyos indicios son innegables: pérdida de memoria,
desclasamiento, individualismo, narcisismo, degradación del lenguaje,
analfabetización funcional, miedo, domesticación…, y el tipo humano
resultante explica por sí sólo la falta de reacción popular. Es la
coyuntura donde la clase política acapara todas las instituciones
públicas y se vuelve plenamente autónoma, defendiendo sus propios
intereses en tanto que parte de la clase dominante. Es el instante en
que el crecimiento urbano acumula millones de pobres en los suburbios al
tiempo que aniquila el entorno rural y natural, cuando se toma
conciencia del agotamiento de recursos naturales frente una demanda
ilimitada de los mismos. Cuando se da la circunstancia del calentamiento
global del planeta como respuesta a la contaminación atmosférica por
gases de efecto invernadero. La inteligencia verdadera y total de la
crisis produce un segundo nivel de cuestionamiento. La crítica apunta a
la naturaleza del sistema y no se conforma con apaños ni reformas. Los
individuos conscientes han de replantearse la forma de vida que desean
llevar, la organización de su tiempo y de su espacio, el modelo de
sociedad donde han vivir, y, finalmente, el equilibrio metabólico con la
naturaleza, a fin de elaborar una estrategia de intervención colectiva
de largo alcance. Han de cuestionar el conjunto del sistema y no
solamente sus aspectos más degradantes.
III.
La cuestión del sujeto ocupa el
lugar central del pensamiento crítico. La transformación radical de la
sociedad necesita un agente social que la lleve a cabo, que
necesariamente ha de nacer de la toma de conciencia de la población más
afectada por la crisis. El problema radica en que dicho sujeto no puede
constituirse dentro de un sistema totalitario, donde la dominación
penetra y se apodera de todos los ámbitos de la vida. El sujeto ha de
formarse mediante la deserción o la exclusión. Los procesos de
segregación son lentos pues dependen de decisiones personales en
situaciones difíciles; son problemáticos, puesto que el sistema no
favorece una existencia al margen; y son propensos a desviarse de sus
objetivos, ya que tienden a sobrevalorar un solo aspecto de la secesión,
la cooperación, en detrimento del otro, la lucha, por lo que su
anticapitalismo suele derivar hacia la experimentación dentro del
capitalismo. Por otro lado, la exclusión, no voluntaria, a menudo
recluida en las periferias urbanas, encerrada en entornos abandonados
por el propio sistema, responde a la violencia económica que la ha
originado con una violencia de signo contrario, pero el vandalismo de
los excluidos no pretende cambiar el mundo, sino formar parte de él. La
deserción es también un fenómeno cultural, pero el desarraigo total
impide que las bandas callejeras de saqueadores construyan una comunidad
libre, ni siquiera en base a la depredación, como lo fueron en cambio,
en otra época, las asociaciones corsarias: les sobra el rap y les falta
una auténtica cultura de la exclusión. Por ahora, únicamente las
comunidades que se han resistido a las relaciones sociales de mercado,
las poblaciones indígenas ajenas al modo de vida que impone el capital,
han sido capaces de forjar un sujeto social capaz de elaborar un
proyecto de transformación radical, al extender sus estructuras
comunitarias tanto a sus entornos rurales próximos como a las barriadas
urbanas. El ejemplo más claro de lo que hablamos sería la Comuna de
Oaxaca de 2006.
IV.
Lo que queda claro es que el
protagonista colectivo de la salida de la crisis va a surgir de
comunidades vecinales, no de organizaciones de vanguardia, sindicatos o
consejos. Las comunidades no son necesariamente el resultado de una
marcha al campo, puesto que la segregación anticapitalista puede
producirse también en la conurbación. Es más, dada la actual correlación
poblacional, la ruptura de hostilidades no tendrá más remedio que darse
en las aglomeraciones urbanas en descomposición. Es allí donde las
masas han de echarse al monte. Las avanzadillas rurales pueden abrir
camino, pero la crisis se va a producir sólo cuando estalle la
conurbación, lo que sucederá por ejemplo si la falta de combustible
causa problemas de abastecimiento. La inevitable crisis energética, al
paralizar el transporte, acarreará sucesivas crisis alimentarias de
desastrosas consecuencias para la supervivencia en las metrópolis. En
los países capitalistas desarrollados donde no existen zonas vírgenes en
las que pueda sobrevivir una comunidad e irradiar su influjo hacia el
espacio urbano, el conflicto territorial puede desempeñar el papel de
catalizador de la comunidad, pero los mayores efectivos los aportará la
masa confinada en la urbe. Al contrario, La lucha urbana puede cobrar un
sentido si se compromete con la defensa del territorio. La
desurbanización seguirá el mismo camino que la urbanización.
V.
Los procesos ruralizadores habrán
de engendrar en principio comunidades mixtas en un doble sentido,
agrarias y urbanas por un lado, de creación y de lucha por otro. La
batalla más importante que hay que ganar es la que se está librando ya
contra las ideologías progresistas, defensoras del desarrollo a ultranza
de las fuerzas productivas. Discurre principalmente en el terreno de la
crítica de la ciencia y la tecnología, es decir, en el terreno de la
crítica de la cultura industrial dominante, pues la desagregación de esa
cultura del crecimiento, del consumo y del progreso, sin valor de uso,
ha de nacer una contracultura de la fraternidad y del don, sin valor de
cambio. Dicha contracultura no ha de existir como esfera separada del
resto de la actividad comunitaria, sino como espacio interior de libre
creación involucrado en la transformación anti-industrial de la
sociedad. Por eso se asemejará más a la vieja cultura popular que a la
cultura clásica de las élites, y será mucho más oral que escrita, puesto
que como homenaje de las experiencias liberadoras del pasado estará
hecha para ser contada, no para ser leída o «audiovisualizada». La
oralización es el correlato cultural de la desindustrialización, tanto
como el dialectización lo es del abandono de la tecnocultura
uniformizadora del capitalismo tardío. Las germanías locales habladas en
los espacios comunitarios desplazarán a las jergas especializadas de
los espacios virtualizados del poder. La revolución futura –una
revolución no es más que el final de una crisis– encontrará sus medios
de expresión adecuados en el argot de los combatientes por la libertad.
VI.
La crisis actual, umbral de una
recesión en todos los sentidos, nos introduce en un escenario de cambios
profundos y rupturas traumáticas, donde es imposible la vuelta atrás.
Las consecuencias serán trascendentales. La sociedad, en tanto que reino
de lo irracional y arbitrario –en tanto que dominio del espectáculo– se
ha vuelto demasiado inestable y demasiado irreal. Los conflictos
necesarios devolverán el mundo a la realidad, pero a una realidad
beligerante. El combate social, como la guerra, se desenvuelve en el
campo del riesgo; respira una atmósfera de peligro. Su desenlace es
imprevisible: puede sumergirnos de nuevo en la peor de las pesadillas o
sacarnos del atolladero. La victoria nunca está asegurada pero la crisis
trabaja para ella. Nos muestra los momentos vulnerables del enemigo,
aquellos donde es factible pasar al ataque con garantías de éxito.
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