Escrito de Miquel Amorós para fundamentar la negativa de una compañera a participar en la mesa electoral donde había sido designada.
“El sufragio universal, en tanto que elemento activo en una sociedad basada en la desigualdad económica y social, nunca será para el pueblo otra cosa que un señuelo, y que en manos de los demócratas burgueses nunca será nada más que una odiosa mentira, el instrumento más seguro para consolidar con una apariencia de liberalismo y justicia, y en detrimento de los intereses y de la libertad populares, la eterna dominación de las clases explotadoras y propietarias.” Bakunin
Si
bien estas palabras fueron escritas en 1870, es decir, hace ya siglo y
medio, su vigencia no puede ser más absoluta. Lo que era verdad en los
albores de la sociedad burguesa, no deja de serlo aun con mayor
contundencia en sus postrimerías. Aprovechemos las circunstancias para
deshacer un equívoco interesado y precisar que cuando se habla de
“democracia”, en realidad se trata de parlamentarismo, la forma política
mejor adaptada a la prevalencia de los intereses oligárquicos. La
multiplicación de elecciones a los distintos parlamentos no ha hecho más
que perfeccionar las herramientas mediante las cuales las masas
dirigidas cooperan en la construcción de su propia cárcel. Los
parlamentos, lejos de representar la voluntad popular, lo que en verdad
representan es la legitimación de la corrupción política y del
despotismo económico y financiero. La voluntad popular es una pura
entelequia, un fantasma incapaz de materializarse en algo distinto a una
casta política asociada a intereses privados corporativos.
Las
fantasías políticas son un alimento que no engorda. Tanto se podría
llamar al parlamentarismo democracia como dictadura pues goza atributos
de ambos; lo que sí es cierto es que no se corresponde en absoluto con
la voluntad popular. Ésta solamente puede nacer de la libertad, de los
espacios de discusión libres, no de los monopolios mediáticos, de la
indiferencia, el conformismo o la sumisión. ¿Cómo podría pues
reconocerse a un parlamento que no es sino la correa legislativa de la
opresión? El mejor de los parlamentos es el que no existe. Por lo tanto,
si una verdadera voluntad popular consiguiera expresarse, no podría
hacerlo en ellos. Nunca como hoy nos hizo menos falta el parlamento –no
hablemos ya de la política- y nunca como hoy dicho parlamento nos ha
tiranizado tanto.
Los
parlamentos no son la solución; son el problema. Sólo representan a la
minoría dominante. El ritual seudodemocrático que los legitima, las
elecciones, es una farsa. Nadie que no se haya resignado a los hechos
consumados, a la razón de la fuerza, a la violencia capitalista, podrá
reconocerse en ellos: la dignidad, la razón, la justicia se lo impiden.
No puede hacer dejación de su conciencia y de su integridad en favor de
la ley, pues ésta no es obra de personas ecuánimes y justas; es más, si
tal hiciera, estaría colaborando con la injusticia y la opresión. El
interés real de la sociedad oprimida obliga moralmente a la
desobediencia.
Que
no se entienda nuestro rechazo del parlamentarismo como un rechazo de
la democracia. Lo que abominamos es del Estado y de sus principales
tentáculos, no de la democracia antiestatal, horizontal, asamblearia, la
que realmente nos protegería. El Estado parlamentario, lejos de
protegernos, simplemente nos atemoriza, nos amenaza, nos impone maneras
de vivir sumisas. Nos permite existir bajo condiciones enteramente
dispuestas por él.
“Existen leyes injustas: ¿debemos estar contentos de cumplirlas, trabajar para enmendarlas y obedecerlas hasta cuando lo hayamos logrado, o debemos incumplirlas desde el principio?” David Henry Thoreau
Thoreau,
el padre de la desobediencia civil hizo lo último. Es evidente que una
ley que reafirme el dominio de la clase dominante es una ley espuria,
promulgada en comisiones espurias emanadas de parlamentos espurios. Y
que debido a su naturaleza profundamente arbitraria y a su carácter
discutible y dudoso, violente las conciencias que tratan de regirse por
consideraciones éticas, apelando a la libertad y al bien común. La ley
ilegítima ha de tropezar primero con el derecho a la defensa de las
propias convicciones, y por lo tanto, con el deber de desobedecerlas.
Pero las constituciones paridas por los parlamentos no reconocen por
razones obvias ni la objeción de conciencia ni la desobediencia.
Precisamente su carácter ilegítimo impulsa a los legisladores a defender
mediante castigos ejemplares la farsa legal. De otra forma ofrecería
facilidades para ser desenmascarados.
La
ley electoral no prohíbe la abstención, puesto que ésta no altera los
resultados; sin embargo obliga a participar en las mesas electorales a
quienes son unilateralmente designados para ello, bajo pena de multas y
prisión. No tiene en cuenta el conflicto posible entre la normativa
electoral y los principios morales de los individuos. Estamos entonces
ante un derecho conculcado por la norma jurídica, el de resistir a los
mandatos de la autoridad –siempre usurpadora- que violan las
convicciones morales; en resumen, el derecho natural a resistir la
tiranía política.
La
mayoría no son todos. A pesar de que una gran parte de la población,
por inconsciencia, por costumbre, por beneficiarse de ello, o por
cualquier otra razón, acepta irresponsablemente la autoridad estatal
originada en los parlamentos -autoridad que consolida la desigualdad
social y el dominio de una clase enquistada en la política y las
finanzas- hay una minoría a la que repugna colaborar con la injusticia,
negándose por razones de conciencia a acatar el ordenamiento vigente en
materia de elecciones. Siente que como mínimo su derecho al desacuerdo
ha estado conculcado y que su opinión no ha sido tenida en cuenta, por
lo que recurre a la insumisión, enfrentándose a las leyes que regulan la
servidumbre.
La
insumisión electoral, más todavía que la abstención, es una forma
pacífica de disidencia que se desprende de un no-reconocimiento personal
de los partidos, el parlamentarismo y el Estado, entidades en las que
el disidente no se siente representado. Es el rechazo concreto de una
normativa odiosa e inicua que vulnera las convicciones libertarias del
elegido. El insumiso, mediante su negativa a participar en nada que
legalice políticamente la dominación, antepone su conciencia al nefasto
ordenamiento legislativo, y decide arrostrar las consecuencias de su
insumisión antes de dar un sólo paso hacia el atropello y la
desigualdad. La insumisión es la cara opuesta a la servidumbre
voluntaria típica de las mayorías ovejunas.
La
tiranía opresora no duraría un segundo si nadie consintiera en sufrir
su yugo. Cesando de aceptar la tiranía, sin ni siquiera necesidad de
lucha, todos recobrarían la libertad. Pero revolcándose los individuos
en el barro de la sumisión, se complacen en vivir como han nacido, sin
exigir otro derecho que el que se les ha otorgado. No obstante, a pesar
del empeño que ponen los dirigentes en envilecer a todo el mundo,
siempre hay quien no acata de buena gana lo que antaño otros solamente
acataron a la fuerza, y trata de recuperar al menos un poco de la
libertad que a aquellos les arrebataron. A los insumisos, las palabras
de Etienne de La Boëtie en tiempos en que los ejércitos de Henri II sembraban el terror en Francia les han de resultar familiares:
“Resolveos a no ser esclavos y seréis libres. No se necesita para esto pulverizar al ídolo; será suficiente no querer adorarlo; el coloso se desploma y cae a pedazos por su propio peso, ya que la base que lo sostenía llega a faltarle.”
Extraído de http://arrezafe.blogspot.com.es
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