Charla de Miquel Amorós del 8 de noviembre de 2012 en el Círculo de la Amistad-Numancia, de Soria.
Editado en la revista Raíces nº5. Crítica, análisis y debate en torno a la destrucción del territorio. Primavera-verano 2013 / Extremadura.
“…hace falta que la memoria
consiga retomar el hilo del tiempo para recobrar el punto de vista
central desde donde descubrir el camino. A partir de ahí
comienza la reconquista de la capacidad de un juicio crítico que
basándose en hechos constatables dé respuesta al envilecimiento de la
vida, y que precipite la escisión de la sociedad, momento
preliminar de una revolución, planteando la cuestión histórica por
excelencia, a saber, la cuestión del progreso.” Historia de diez años, Encyclopédie des nuisances, nº2.
Dada
a conocer por la Ilustración, en sus orígenes la idea de Progreso era
casi subversiva. La Iglesia imponía los dogmas de la creación y el
fijismo que sentaban la inmutabilidad de los seres vivos,
creados por la divinidad tal como eran, por lo que en la Enciclopedia
hubo pocas líneas bajo la rúbrica “Progreso”, definido
simplemente como “movimiento hacia delante.” Por otra parte, Diderot y
otros enciclopedistas no consideraban la sociedad
civilizada como superior a la salvaje sino bien lo contrario, por lo que
su posición relativa al progreso sería cuando menos escéptica o precavida.
Sea por una cosa o por la otra, la idea se fue imponiendo en Europa a
partir de la revolución industrial. Como dice Mumford, “el progreso era
el equivalente en historia del movimiento mecánico a través del
espacio.” Era la interpretación del hecho del cambio como algo
unidireccional, donde la marcha atrás, o sea, la decadencia
o el retroceso, quedaban explícitamente excluidos. El pensamiento
ilustrado interpretaba la producción industrial como el
anuncio de un mundo libre de prejuicios religiosos y gobernado por la
Razón, donde todos tendrían la felicidad al alcance de la mano.
Los hechos lo contradecían a menudo, pero la contradicción se resolvía
contando con que la marcha atrás formaba parte del avance; por ejemplo,
se suponía que la fealdad de la sociedad industrializada estaba preñada
de un porvenir donde la abundancia material sería la norma y la libertad
su resultado. Por añadidura, la ciencia solucionaría todos los
problemas, la economía crecería y el Estado democrático ofrecería la
igualdad ante la ley a la hora de la distribución. Sin
embargo, toda medalla tiene su reverso y a golpe de ciencia, estatismo y
productividad el progreso nos ha conducido al borde del
precipicio: la ciencia y la tecnología han transformado los medios de
producción en medios cada vez más destructivos; el desarrollo
económico ha engendrado desigualdad, injusticia social y miseria por
doquier, devastando de paso el medio ambiente; el Estado se ha convertido
en un monstruo burocrático tentacular que devora la vida de sus
súbditos. Los desastres sociales y ecológicos se han vuelto moneda corriente
y la insatisfacción, como la crisis, se ha generalizado. Los
individuos, sojuzgados por la producción y la política, son incapaces de
dominar su destino. En su interior habita un vacío
acumulado durante más de dos siglos que les imposibilita formular y
comunicar su insatisfacción, aunque por primera vez, de
forma general, se derrumba la creencia en un futuro mejor. Confrontados a
la posibilidad real de que el mundo entre en dificultades
mayores anunciando su fin a medio plazo, la idea de futuro ha perdido
toda su validez. En vista de los retrocesos de tanto avance los sufrimientos
de las generaciones pasadas parecen haber sido en balde. El hecho es
importante puesto que todos los idearios emancipadores desde la Revolución Francesa hasta Mayo del 68 se justificaban en nombre de la razón científica y del progreso.
Para
los progresistas, la ciencia revelaba leyes económicas y sociales
inexorables cuya necesidad histórica no se cuestionaba, ya que,
inscritas en la naturaleza de las cosas, estaban por encima
de los designios humanos: para ser equitativo y justo había que
obedecerlas y observarlas. La principal sería la que
postulaba la continua e ilimitada perfectibilidad del ser humano gracias
según Godwin, el referente más antiguo de la anarquía, al
imperio de la Razón científica. Fourier decía que era deseo de la
naturaleza que la barbarie tendiera por etapas a la civilización.
Proudhon incluso afirmaba que la idea de Progreso sustituía
en filosofía a la idea del Absoluto. Marx designaba a la clase obrera
como su principal agente histórico, en tanto que “fuerza
productiva principal”. El proceso histórico, según Hegel, era la estela
que deja la Idea (el progreso) en su marcha. Marx, su discípulo,
nos enseñaba que dicho proceso no era más que un encadenamiento natural
de etapas económicas obedeciendo a unas leyes contra las cuales
la voluntad humana no podía nada; es mas, aquélla era determinada por
éstas. El devenir histórico asociado al desarrollo científico y técnico de
la producción, ocuparía el centro de la doctrina marxista bien
criticada por Bakunin, en la que quedaba implícito que el conocimiento
científico de sus leyes iluminaría a una clase de
dirigentes que, organizados en partido, guiarían a las masas en una
revolución que apuntaría al mejor de los destinos en una
sociedad sin clases. Eran unos golpes tremendos a la metafísica y a la
religión, pero que no las derribarían, sino que al contrario, las reforzarían con una nueva superstición: la superstición científica.
El
fetichismo científico es la sustancia de la idea de Progreso. Para los
progresistas de cualquier escuela la ciencia aparecía como el remedio
de todos los males. Todo el pensamiento tenía que adoptar
sus métodos y aceptar sus conclusiones. Las reflexiones sobre la verdad,
la justicia o la igualdad que no se atuvieran a la
ciencia, serían calificadas de disquisiciones metafísicas. Si la
religión era cosa del pasado, la ciencia pertenecía al futuro
desarrollado, al progreso. Pero sin embargo ambas eran menos
incompatibles de lo que se creía. En el progresismo la ciencia se
mostraba no sólo como conocimiento, sino como fe.
Saint-Simon, uno de los primeros reformadores socialistas, consideraba a
sus seguidores “evangelistas del ingeniero” y “apóstoles
de la nueva religión de la industria.” Para su díscolo alumno Comte la
ciencia elevaba al hombre a “director de la economía de la
naturaleza, a la cabeza de los seres vivos”, despertándole “el deseo
noble de incorporación honorable a la existencia suprema”, y, en
consecuencia, llevándole a una “unidad perfeccionadora” con el “Gran
Ser”, forma definitiva de la existencia. El libro más leído del siglo
XIX, “El año dos mil”, una utopía tecnocientífica escrita
por Edward Bellamy, describía la toma de conciencia de la inhumanidad de
las relaciones sociales en términos religiosos: “La salida
del sol, tras una noche tan larga y oscura, debió tener un efecto
deslumbrador (…) Es evidente que nada pudo contener el
entusiasmo que inspiraba la nueva fe (…) Por primera vez desde la
Creación, el hombre se mantuvo erguido ante Dios (…) El camino se abre
ante nosotros y su extremo desaparece en la luz. El hombre debe volver a
Dios…” La divinidad había colocado en el corazón de los hombres la
idea de Progreso, “que nos hace encontrar insignificantes nuestros
resultados de la víspera y siempre más lejano el punto adonde nosotros queremos
llegar.” Las raíces recién arrancadas del terreno religioso, crecían
ahora en un terreno similar gracias a la fascinación que despertaba la magia
científica. Acabada de abatir la autoridad divina, la nueva fe prometía
hacer de los hombres dioses mortales habitando un Olimpo tecnocientífico.
Pero al fundarse la economía en la separación de los individuos entre
sí, en la separación entre ellos y el producto de su actividad, y entre
éste y la naturaleza, su desarrollo apoyado en la ciencia trajo una
plusvalía de irracionalidad. Pronto aparecieron en la nueva especie
dirigente inspirada en supuestos científicos, rasgos
sospechosos que con el tiempo se harían clamorosos, tanto en el campo
capitalista como en el socialista; por ejemplo la tendencia
a legitimar los medios por el fin, el presente por el futuro, o lo real
por lo ideal; la clase dirigente apelaba a los imperativos
urgentes de la situación del momento para suprimir la poesía de la
revolución liberadora, posponiendo sine die una justicia y una libertad cada
vez menos concretas. Así pues, la vida social propiciada primero por la
burguesía, y después por la clase burocrática nacida de la revolución, tendió
a regirse según criterios pragmáticos, renunciando a los dictados de la
razón objetiva; éstos quedaban reducidos a su dimensión utilitaria, subjetiva
y formalista. En consecuencia, mientras la conducta moral se disolvía
en el egoísmo mezquino, el orden económico y político quedaba garantizado.
Comte, cuya divisa política era “Orden y Progreso”, ya había precisado
antes que “en todos los casos las consideraciones sobre el progreso
están subordinadas a las del orden.” Y remontándonos más en el curso de
la historia, un ilustrado precursor como Fontenelle sostenía que la
verdad, determinación principal de la Razón, debía de subordinarse a
criterios de utilidad, incluso ser sacrificada si así lo aconsejaban
las conveniencias sociales. Lo mismo podía decirse de las
demás determinaciones. La clase burguesa, y tras ella la burocracia, al
liquidar la Razón inventaba una nueva metafísica
seudorracionalista que se manifestaba como una fe ciega en los
descubrimientos científicos, en las innovaciones técnicas y
en el desarrollo económico, fe designada como “materialismo” y
destinada a desembocar en un presente perpetuo de sinrazón y barbarie.
Por ejemplo, el estalinismo demostraría que tampoco la historia
progresaba adecuadamente y que el progreso histórico no había sido más que
una ideología al servicio de una nueva clase dominante, la burocracia
de partido, con la que cubrir una opresión de dimensiones colosales. A partir
de un determinado nivel del reverenciado progreso, el que condujo a la
primera guerra mundial y al auge del nazismo, los efectos negativos superaban
ampliamente a los positivos hasta constituir éste una amenaza para la
especie humana: en la etapa siguiente de desarrollo el fin último del
progreso se revelaría entonces como el fin de la humanidad,
materializado primero en el armamento nuclear; después en el Estado
policial y la industrialización del vivir; y por último, en
la polución y el calentamiento global. Si la historia sigue el curso
marcado por la hybris progresista en cualesquiera de sus variantes, el punto final será la desolación, no el Edén del consumidor feliz o el paraíso comunista.
La
idea de Progreso establece una trayectoria ascendente desde las
sociedades tachadas de primitivas hasta la civilización moderna actual.
En la práctica significa una transformación incesante del
medio social y una renovación constante de las condiciones económicas
que lo determinan. El presente no es más que una etapa
pasajera en el camino de un porvenir mejor. No obstante, la idea
considera la sociedad presente como superior a todas las
épocas pretéritas y sobre todo contempla su devenir como culminación de
sí misma. Éste no es más que una apoteosis del presente. En realidad
el futuro se esfuma en la ideología, no quedando del progresismo sino
una vulgar apología de lo existente. Por eso, toda la clase dominante,
en política y en economía, reivindica el progreso como una seña de
identidad, porque, en la medida que domina el presente, reescribe el
pasado del que se siente heredera y conjura el futuro que no termina de
controlar. El progreso es “su” progreso. Los dirigentes progresan,
valga la redundancia, merced al progreso de la ignorancia y
al del control, dando lugar a aparatos cada vez más gigantescos.
Piénsese las posibilidades de dominio que inauguran los
sistemas tecnológicos de vigilancia o la cultura de masas, por no hablar
de la difusión del modelo educativo estatal en el que
ponían sus esperanzas los primeros progresistas, creador de una forma de
ignorancia funcional que el espacio virtual ha generalizado. Así se explica
que los individuos, por más que la ciencia haya progresado, sean menos
que nunca dueños de su destino. Lo que hoy en día se llama Progreso
no conduce al esclarecimiento de la mente ni a la autonomía personal
porque lo único que pretende es el crecimiento económico y el modo
de vida consumista que le está asociado. El poder separado que lo
reivindica necesita seres egoístas y atemorizados, o mejor aún, mecanizados.
No quiere seres de juicio independiente capaz de orientar su conducta
moral de acuerdo con el conocimiento objetivo, sino a gente irreflexiva
y uniformizada, absorbida por lo accesorio y lo instantáneo, y
atenazada por el miedo. Gente programada para inclinarse ante los mensajes
recibidos desde el aparato de la dominación. La estandarización y
mercantilización de todas las actividades humanas producen la sinrazón característica
que los dirigentes consagran en nombre del Progreso; mientras tanto, la
ingeniería genética construye sus fundamentos biotecnológicos.
La cultura de la verdad y la justicia no fructifica en él, pero su
imagen sirve de coartada a la esclavitud y la opresión. Los pretendidos
avances sociales se ven siempre acompañados por la inconsciencia, la
deshumanización y la anomia, de forma que el susodicho Progreso elimina el mayor de sus postulados: la idea misma de hombre libre y emancipado.
Recapitulemos.
En principio, el concepto moderno de Progreso es hijo de la derrota de
la religión por la Razón. No obstante, la victoria de la Razón fue
sólo aparente, es decir, no fue la victoria de la humanización. Ya
hemos hablado de la degradación de la Razón a instrumento del poder. Hablemos
ahora de las consecuencias que tal degeneración tuvo para la
naturaleza. Al imponerse una concepción racional del mundo a la cosmovisión
religiosa, la naturaleza quedó desacralizada y el mundo, desencantado.
Perdió todo su significado y en adelante la contemplaron con indiferencia
como un objeto inerte y una materia prima; en suma, como un almacén de
recursos. El antagonismo entre una naturaleza despojada de sentido
y una civilización expoliadora quedó plasmado en una serie de conceptos
ambiguos como el éxito, el bienestar, el desarrollo o… el progreso.
La actividad humana dejó de celebrar la relación misteriosa con la
naturaleza y pasó, no a considerarla racionalmente tratando de aprehender
su verdad para poder así guiarse, sino que procedió a su dominación.
Entonces, al convertirla en un objeto de explotación sin límites, lo realmente
conseguido fue la adaptación forzosa de los individuos a un medio
social coactivo engendrado durante el proceso. El progreso se pagaba
sometiendo la vida a la racionalización pragmática impuesta por la
mercancía y el Estado en la que los medios se confundían con los fines: la
vida obedecía al progreso, no al contrario. La vida esclava del
progreso era un crisol donde se fundía la razón objetiva y se evaporaban
todos los conceptos que constituían su núcleo: verdad,
justicia, felicidad, igualdad, solidaridad, tolerancia, libertad… Tal
como concluía Horkheimer, “el dominio de la naturaleza
incluye el dominio sobre los hombres.” La tiranía ejercida sobre la
naturaleza trajo como consecuencia la sumisión y el embrutecimiento
simultáneos del ser humano. El vaciado de la conciencia se deducía de
la concepción mecanicista del hombre. Ya el más extremista
de todos los filósofos materialistas, La Mettrie, concebía al ser humano
como una máquina que se montaba ella misma sus resortes, y consideraba
el pensamiento como un subproducto de la actividad mecánica de
importancia menor. Tal inaudita concepción, formulada a mediados del
siglo XVIII durante la lucha intelectual contra los sistemas
metafísicos y las religiones, fundaba científicamente la manipulabilidad
de la especie humana, cosa que las clases dirigentes de la
posteridad tomaron muy en serio. Por ironía de la historia, la religión
no saldría perdiendo. Un siglo más tarde, el álgebra de
Boole, que hizo posible la simulación mecánica del pensamiento humano,
redujo éste a una simple representación matemática,
persiguiendo ni más ni menos que la “revelación de la mente de Dios.” Si
ascendemos por el camino de la matemática binaria, sin lugar a dudas, los ordenadores digitales nos acercarán más a la divinidad, que ya no está en los cielos, sino en el espacio virtual.
Desvelado
el lado oscurantista de la ciencia a medida que la extrema
especialización dividía el conocimiento en compartimentos estancos, su incapacidad
en proporcionar una concepción del mundo holística, unitaria y
coherente que formara a los individuos y reforzara su vínculo con la naturaleza,
quedaba la tecnología como último fetichismo por denunciar. En las
últimas fases de la dominación capitalista el progreso equivale al progreso
técnico, pues los expertos que trabajan para ella atribuyen a la
técnica la expectativa de la salvación última, a la que empresarios,
políticos y desinformadores fanatizados han convertido en
una ortodoxia casi milenarista. Con la tecnología, los males del
desarrollo se curan con más desarrollo. En consecuencia, la
técnica ha creado un medio artificial y jerárquico ajeno a las
necesidades sociales donde se desenvuelve toda la vida
cotidiana, una segunda naturaleza que determina completamente el orden
social. Los individuos han escapado a los condicionamientos naturales
para caer esclavos de las máquinas. Las máquinas intervienen las
relaciones entre humanos y median ahora entre ellos y la naturaleza, impidiendo
cualquier relación directa. El hombre, subido al carro del progreso,
queda definitivamente aislado de sus congéneres y cortado del cosmos,
al que no contempla como algo vivo ni se considera parte de él. El
biólogo y cristalógrafo británico John Bernal celebraba en Mundo, carne y
demonio, esa emancipación de las servidumbres naturales: “la tendencia
fundamental del progreso es la sustitución de un entorno de causalidad diferente
por otro deliberadamente creado. Con el paso del tiempo, la aceptación,
la apreciación, incluso la comprensión de la naturaleza, será cada vez
menos necesaria.” La mente humana capitula ante el maquinismo, se
vuelve tecnólatra. La automación colabora. El individuo se considera
libre en la medida en que se deja llevar por las máquinas,
que ahora son su medio; las máquinas hacen todo el esfuerzo y le ahorran
incluso el trabajo de la reflexión. Pero la libertad de un
orden mecánico excluye el derecho a no usarlas. Todos dependen de ellas
y nadie puede vivir al margen, es decir, nadie puede vivir en contra del Progreso.
En
un mundo cuantitativo la razón técnica coloca los actos reflejos por
encima de la inteligencia, el rendimiento por encima del sentido y el
cálculo por encima de la verdad, de forma que cuando hablan
de “inteligencia artificial”, no es porque los artefactos se hayan
vuelto pensantes, sino porque el pensamiento humano se ha
vuelto mecánico. Los visionarios de la deshumanización completa, la
machina sapiens no es más que la transferencia del legado
mental a una descendencia mecánica, pues el hombre inmerso en un
universo tecnológico funciona como una máquina y la máquina, como
un autómata humano. Su destino, tal como señalan las condiciones
actuales de existencia, es “pasar la antorcha de la vida y de la
inteligencia al ordenador.” La conclusión que se impone no
es sin embargo el rechazo de la técnica, sino el del papel que desempeña
en el actual periodo histórico de dominio capitalista,
comenzando por su función religiosa redentora bastante compartida por
las masas. La técnica, en cuanto facilita a los humanos el
metabolismo con la naturaleza, es necesaria. La herramienta ha creado al
hombre. Pero cuando se vuelve discurso del poder, tecnología,
se convierte en una amenaza para la supervivencia de la especie. La
técnica sigue un camino que se aparta de las necesidades humanas
básicas y termina creando un mundo propio. Es el momento de su
autonomía, el momento en que toma el mando. La convivencia no puede
nada contra una tecnología invasora que altera constantemente la
sociedad al ritmo de incesantes novedades. Si hoy hacemos inventario de lo que aporta y lo que sustrae a la sociedad el balance no puede ser más negativo. Por un lado la implantación del homo economicus, el hombre que
se mueve solamente por el interés, en una parte del mundo y el
incremento del nivel de consumo superfluo. Por el otro, la depauperación
y explotación de la parte restante, el agotamiento de
recursos, la acumulación de armamento y la aniquilación del planeta. Se
confirma pues que el problema social mayor no es la falta
de desarrollo, sino el mismo desarrollo. No es la falta de tecnología,
sino la ausencia de fines humanos.
Al
contrario de las culturas “primitivas”, la civilización materialista es
indiferente a su dependencia del entorno y asimismo nunca ha intentado mantener
un equilibrio cualquiera con el medio natural. Su necesidad de crecer
disfrazada de progreso le lleva a contaminar el suelo, a corromper el aire,
a adulterar los alimentos y a emponzoñar el agua. A exacerbar las
diferencias sociales y poner en peligro la salud de la población. La destrucción
acelerada del medio natural y social en la que hemos entrado no se
puede evitar sino que va en aumento: es fruto de la propia dinámica del
sistema, que necesita crecer con la mayor celeridad. Las agresiones al
territorio se han hecho habituales y el problema no es tanto su impacto instantáneo
como su efecto acumulativo, plasmado en la crisis energética, los
desastres nucleares y el calentamiento global. La nueva conciencia ecológica
de los dirigentes llega para hacer rentable la propia destrucción, que
es inevitable, puesto que está inscrita en el modo dominante de producir
y consumir. El progreso hoy se viste de verde para comerciar con los
desperfectos; es más, no tiene otro traje con el que vestirse: sus demandas
constantes obligan a una sobreexplotación del territorio. Todo en el
reino de la mercancía tiene un precio, desde el aire que respiramos hasta
los paisajes que visitamos, pero en lo sucesivo el precio ha de ser
ecológico. Los dirigentes convertidos al ecologismo han de incorporar
el coste de unos cuantos daños colaterales del desastre al
precio final si quieren que los fundamentos de la sociedad industrial no
se alteren. Si eso pasara, para ellos eso sería el fin del Progreso, pero para nosotros, el Progreso es el fin.
La
crítica a la idea de Progreso nos conduce por sendas peligrosas
franqueadas por abismos ideológicos. Desde el punto de vista filosófico,
la demolición del materialismo progresista no implica un
retorno a la dualidad espíritu-materia o un puente tendido al nihilismo.
Tampoco el rechazo de una historia teleológica significa
necesariamente el rechazo de la historia. La negación de una ética
científica no llega a la impugnación de la ciencia como
tal, ni la inanidad del sistema educativo excluye la instrucción.
Simplemente, la constatación de que la historia no tiene un plan ni
esconde una meta, de que las leyes históricas no son tales
puesto que la historia de la humanidad es un proceso de consumación más
que de devenir; de que el conocimiento científico no sirve
por si sólo como faro social y de que la transmisión de la experiencia
generacional no funciona a través de aparatos educacionales.
Hemos afirmado que las contradicciones sociales derivan en último
extremo de las contradicciones entre la sociedad y la naturaleza desveladas
por la historia. Pero somos hijos de la Razón ilustrada, no del
Bhágavad-Guitá o del Paleolítico Inferior, por lo que creemos que las contradicciones
no se resuelven elevando la naturaleza a principio máximo, ni se
conjuran con la ayuda del Cielo o de las sagradas escrituras, propiciando
una vuelta religiosa a la naturaleza o al pasado. Tales buenas
intenciones no mitigan la crisis del pensamiento racional ni la crisis
del mundo, antes bien nutren ideologías irracionales y
movimientos fundamentalistas que ahondan dicha crisis. La crítica de la
idea de Progreso no es una revuelta contra la Razón ni
contra la formación intelectual y el saber, y ni mucho menos contra la
civilización en general; es una crítica de su degradación y
eclipse. No apela a la Trascendencia, a una Nueva Ciencia o a la
Tradición, sino al pensamiento libre de cadenas que subvirtiendo las bases ideológicas del sistema, lleva a los seres humanos a una unión racional y a la armonía con la naturaleza.
No
somos sólo hijos de la Ilustración; también lo somos del Romanticismo,
de su voluntad de verdad, de belleza y de acción, y de su búsqueda de espiritualidad
y de misterio. Nos levantamos en nombre de la Razón y la lógica, sí,
pero asimismo en nombre de la emoción, la pasión y el deseo. Si bien
el hombre que quiere ser libre no intenta cambiar de mitos sino ir a la
raíz de las cosas, tampoco renuncia a “reencantar” el mundo en desacuerdo
absoluto con la clase dominante. El reencantamiento es una
concienciación ligada a los esfuerzos revolucionarios ante la
lamentable marcha del progreso capitalista, que cuantifica,
mecaniza y destruye la vida. Es un reencuentro entre lo racional y
aquello que los surrealistas tildaban de maravilloso. En la
revolución y en la poesía, que viene a ser lo mismo, está el camino
hacía una civilización alternativa. Es la única manera que
la humanidad tiene de crecer y de convertirse en lo que potencialmente
es. El nuevo punto de partida no se halla en una burocratización de
la naturaleza equiparable con la de la sociedad, sino en una
reconciliación desburocratizada entre ambas. La reconciliación cuestiona
de entrada las condiciones actuales que se oponen a ella,
como son la industrialización, el estatismo, el desarrollo económico y
el progreso. Por lo tanto su programa ha de ser
desurbanizador, anti-industrial, antipolítico y antiprogresista; ella ha
de promover nuevos valores, nuevos modos de vida, nuevas maneras
de acción social… La naturaleza y la sociedad han de encontrar su
equilibrio, pero para ello tienen que ser salvadas de los burócratas,
de los expertos, de los inversores y de los ideólogos
redentores. La única manera de lograr la armonía entre ambas es no
cediendo, ni en la teoría ni en la práctica, a la lógica de
la dominación. Solamente una sociedad que sea dueña consciente de su
propia historia podrá manumitir a la naturaleza esclava del
progreso. Pero esto no es un presupuesto eternamente posible: gracias a
la tecnociencia, la dominación está fabricando un mundo literalmente
inhabitable y como señala Walter Benjamin en Dirección Única, si los
dirigentes no son derrocados “antes de un momento casi calculado
de la evolución técnica y científica, todo se habrá perdido. Es preciso
cortar la mecha que arde antes que la chispa acabe con la dinamita.”
La
revolución necesaria no se desprende de una mera contradicción entre
las masas consumidoras y la financiación del consumismo, sino de la reacción decidida contra un progreso que conduce irremediablemente a la catástrofe.
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