Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

miércoles, noviembre 26

Apuntes contra el progreso


Charla de Miquel Amorós del 8 de noviembre de 2012 en el Círculo de la Amistad-Numancia, de Soria.
Editado en la revista Raíces nº5. Crítica, análisis y debate en torno a la destrucción del territorio. Primavera-verano 2013 / Extremadura. 
 
 
 
“…hace falta que la memoria consiga retomar el hilo del tiempo para recobrar el punto de vista central desde donde descubrir el camino. A partir de ahí comienza la reconquista de la capacidad de un juicio crítico que basándose en hechos constatables dé respuesta al envilecimiento de la vida, y que precipite la escisión de la sociedad, momento preliminar de una revolución, planteando la cuestión histórica por excelencia, a saber, la cuestión del progreso.” Historia de diez años, Encyclopédie des nuisances, nº2.

Dada a conocer por la Ilustración, en sus orígenes la idea de Progreso era casi subversiva. La Iglesia imponía los dogmas de la creación y el fijismo que sentaban la inmutabilidad de los seres vivos, creados por la divinidad tal como eran, por lo que en la Enciclopedia hubo pocas líneas bajo la rúbrica “Progreso”, definido simplemente como “movimiento hacia delante.” Por otra parte, Diderot y otros enciclopedistas no consideraban la sociedad civilizada como superior a la salvaje sino bien lo contrario, por lo que su posición relativa al progreso sería cuando menos escéptica o precavida. Sea por una cosa o por la otra, la idea se fue imponiendo en Europa a partir de la revolución industrial. Como dice Mumford, “el progreso era el equivalente en historia del movimiento mecánico a través del espacio.” Era la interpretación del hecho del cambio como algo unidireccional, donde la marcha atrás, o sea, la decadencia o el retroceso, quedaban explícitamente excluidos. El pensamiento ilustrado interpretaba la producción industrial como el anuncio de un mundo libre de prejuicios religiosos y gobernado por la Razón, donde todos tendrían la felicidad al alcance de la mano. Los hechos lo contradecían a menudo, pero la contradicción se resolvía contando con que la marcha atrás formaba parte del avance; por ejemplo, se suponía que la fealdad de la sociedad industrializada estaba preñada de un porvenir donde la abundancia material sería la norma y la libertad su resultado. Por añadidura, la ciencia solucionaría todos los problemas, la economía crecería y el Estado democrático ofrecería la igualdad ante la ley a la hora de la distribución. Sin embargo, toda medalla tiene su reverso y a golpe de ciencia, estatismo y productividad el progreso nos ha conducido al borde del precipicio: la ciencia y la tecnología han transformado los medios de producción en medios cada vez más destructivos; el desarrollo económico ha engendrado desigualdad, injusticia social y miseria por doquier, devastando de paso el medio ambiente; el Estado se ha convertido en un monstruo burocrático tentacular que devora la vida de sus súbditos. Los desastres sociales y ecológicos se han vuelto moneda corriente y la insatisfacción, como la crisis, se ha generalizado. Los individuos, sojuzgados por la producción y la política, son incapaces de dominar su destino. En su interior habita un vacío acumulado durante más de dos siglos que les imposibilita formular y comunicar su insatisfacción, aunque por primera vez, de forma general, se derrumba la creencia en un futuro mejor. Confrontados a la posibilidad real de que el mundo entre en dificultades mayores anunciando su fin a medio plazo, la idea de futuro ha perdido toda su validez. En vista de los retrocesos de tanto avance los sufrimientos de las generaciones pasadas parecen haber sido en balde. El hecho es importante puesto que todos los idearios emancipadores desde la Revolución Francesa hasta Mayo del 68 se justificaban en nombre de la razón científica y del progreso.

Para los progresistas, la ciencia revelaba leyes económicas y sociales inexorables cuya necesidad histórica no se cuestionaba, ya que, inscritas en la naturaleza de las cosas, estaban por encima de los designios humanos: para ser equitativo y justo había que obedecerlas y observarlas. La principal sería la que postulaba la continua e ilimitada perfectibilidad del ser humano gracias según Godwin, el referente más antiguo de la anarquía, al imperio de la Razón científica. Fourier decía que era deseo de la naturaleza que la barbarie tendiera por etapas a la civilización. Proudhon incluso afirmaba que la idea de Progreso sustituía en filosofía a la idea del Absoluto. Marx designaba a la clase obrera como su principal agente histórico, en tanto que “fuerza productiva principal”. El proceso histórico, según Hegel, era la estela que deja la Idea (el progreso) en su marcha. Marx, su discípulo, nos enseñaba que dicho proceso no era más que un encadenamiento natural de etapas económicas obedeciendo a unas leyes contra las cuales la voluntad humana no podía nada; es mas, aquélla era determinada por éstas. El devenir histórico asociado al desarrollo científico y técnico de la producción, ocuparía el centro de la doctrina marxista bien criticada por Bakunin, en la que quedaba implícito que el conocimiento científico de sus leyes iluminaría a una clase de dirigentes que, organizados en partido, guiarían a las masas en una revolución que apuntaría al mejor de los destinos en una sociedad sin clases. Eran unos golpes tremendos a la metafísica y a la religión, pero que no las derribarían, sino que al contrario, las reforzarían con una nueva superstición: la superstición científica.

El fetichismo científico es la sustancia de la idea de Progreso. Para los progresistas de cualquier escuela la ciencia aparecía como el remedio de todos los males. Todo el pensamiento tenía que adoptar sus métodos y aceptar sus conclusiones. Las reflexiones sobre la verdad, la justicia o la igualdad que no se atuvieran a la ciencia, serían calificadas de disquisiciones metafísicas. Si la religión era cosa del pasado, la ciencia pertenecía al futuro desarrollado, al progreso. Pero sin embargo ambas eran menos incompatibles de lo que se creía. En el progresismo la ciencia se mostraba no sólo como conocimiento, sino como fe. Saint-Simon, uno de los primeros reformadores socialistas, consideraba a sus seguidores “evangelistas del ingeniero” y “apóstoles de la nueva religión de la industria.” Para su díscolo alumno Comte la ciencia elevaba al hombre a “director de la economía de la naturaleza, a la cabeza de los seres vivos”, despertándole “el deseo noble de incorporación honorable a la existencia suprema”, y, en consecuencia, llevándole a una “unidad perfeccionadora” con el “Gran Ser”, forma definitiva de la existencia. El libro más leído del siglo XIX, “El año dos mil”, una utopía tecnocientífica escrita por Edward Bellamy, describía la toma de conciencia de la inhumanidad de las relaciones sociales en términos religiosos: “La salida del sol, tras una noche tan larga y oscura, debió tener un efecto deslumbrador (…) Es evidente que nada pudo contener el entusiasmo que inspiraba la nueva fe (…) Por primera vez desde la Creación, el hombre se mantuvo erguido ante Dios (…) El camino se abre ante nosotros y su extremo desaparece en la luz. El hombre debe volver a Dios…” La divinidad había colocado en el corazón de los hombres la idea de Progreso, “que nos hace encontrar insignificantes nuestros resultados de la víspera y siempre más lejano el punto adonde nosotros queremos llegar.” Las raíces recién arrancadas del terreno religioso, crecían ahora en un terreno similar gracias a la fascinación que despertaba la magia científica. Acabada de abatir la autoridad divina, la nueva fe prometía hacer de los hombres dioses mortales habitando un Olimpo tecnocientífico. Pero al fundarse la economía en la separación de los individuos entre sí, en la separación entre ellos y el producto de su actividad, y entre éste y la naturaleza, su desarrollo apoyado en la ciencia trajo una plusvalía de irracionalidad. Pronto aparecieron en la nueva especie dirigente inspirada en supuestos científicos, rasgos sospechosos que con el tiempo se harían clamorosos, tanto en el campo capitalista como en el socialista; por ejemplo la tendencia a legitimar los medios por el fin, el presente por el futuro, o lo real por lo ideal; la clase dirigente apelaba a los imperativos urgentes de la situación del momento para suprimir la poesía de la revolución liberadora, posponiendo sine die una justicia y una libertad cada vez menos concretas. Así pues, la vida social propiciada primero por la burguesía, y después por la clase burocrática nacida de la revolución, tendió a regirse según criterios pragmáticos, renunciando a los dictados de la razón objetiva; éstos quedaban reducidos a su dimensión utilitaria, subjetiva y formalista. En consecuencia, mientras la conducta moral se disolvía en el egoísmo mezquino, el orden económico y político quedaba garantizado. Comte, cuya divisa política era “Orden y Progreso”, ya había precisado antes que “en todos los casos las consideraciones sobre el progreso están subordinadas a las del orden.” Y remontándonos más en el curso de la historia, un ilustrado precursor como Fontenelle sostenía que la verdad, determinación principal de la Razón, debía de subordinarse a criterios de utilidad, incluso ser sacrificada si así lo aconsejaban las conveniencias sociales. Lo mismo podía decirse de las demás determinaciones. La clase burguesa, y tras ella la burocracia, al liquidar la Razón inventaba una nueva metafísica seudorracionalista que se manifestaba como una fe ciega en los descubrimientos científicos, en las innovaciones técnicas y en el desarrollo económico, fe designada como “materialismo” y destinada a desembocar en un presente perpetuo de sinrazón y barbarie. Por ejemplo, el estalinismo demostraría que tampoco la historia progresaba adecuadamente y que el progreso histórico no había sido más que una ideología al servicio de una nueva clase dominante, la burocracia de partido, con la que cubrir una opresión de dimensiones colosales. A partir de un determinado nivel del reverenciado progreso, el que condujo a la primera guerra mundial y al auge del nazismo, los efectos negativos superaban ampliamente a los positivos hasta constituir éste una amenaza para la especie humana: en la etapa siguiente de desarrollo el fin último del progreso se revelaría entonces como el fin de la humanidad, materializado primero en el armamento nuclear; después en el Estado policial y la industrialización del vivir; y por último, en la polución y el calentamiento global. Si la historia sigue el curso marcado por la hybris progresista en cualesquiera de sus variantes, el punto final será la desolación, no el Edén del consumidor feliz o el paraíso comunista.

La idea de Progreso establece una trayectoria ascendente desde las sociedades tachadas de primitivas hasta la civilización moderna actual. En la práctica significa una transformación incesante del medio social y una renovación constante de las condiciones económicas que lo determinan. El presente no es más que una etapa pasajera en el camino de un porvenir mejor. No obstante, la idea considera la sociedad presente como superior a todas las épocas pretéritas y sobre todo contempla su devenir como culminación de sí misma. Éste no es más que una apoteosis del presente. En realidad el futuro se esfuma en la ideología, no quedando del progresismo sino una vulgar apología de lo existente. Por eso, toda la clase dominante, en política y en economía, reivindica el progreso como una seña de identidad, porque, en la medida que domina el presente, reescribe el pasado del que se siente heredera y conjura el futuro que no termina de controlar. El progreso es “su” progreso. Los dirigentes progresan, valga la redundancia, merced al progreso de la ignorancia y al del control, dando lugar a aparatos cada vez más gigantescos. Piénsese las posibilidades de dominio que inauguran los sistemas tecnológicos de vigilancia o la cultura de masas, por no hablar de la difusión del modelo educativo estatal en el que ponían sus esperanzas los primeros progresistas, creador de una forma de ignorancia funcional que el espacio virtual ha generalizado. Así se explica que los individuos, por más que la ciencia haya progresado, sean menos que nunca dueños de su destino. Lo que hoy en día se llama Progreso no conduce al esclarecimiento de la mente ni a la autonomía personal porque lo único que pretende es el crecimiento económico y el modo de vida consumista que le está asociado. El poder separado que lo reivindica necesita seres egoístas y atemorizados, o mejor aún, mecanizados. No quiere seres de juicio independiente capaz de orientar su conducta moral de acuerdo con el conocimiento objetivo, sino a gente irreflexiva y uniformizada, absorbida por lo accesorio y lo instantáneo, y atenazada por el miedo. Gente programada para inclinarse ante los mensajes recibidos desde el aparato de la dominación. La estandarización y mercantilización de todas las actividades humanas producen la sinrazón característica que los dirigentes consagran en nombre del Progreso; mientras tanto, la ingeniería genética construye sus fundamentos biotecnológicos. La cultura de la verdad y la justicia no fructifica en él, pero su imagen sirve de coartada a la esclavitud y la opresión. Los pretendidos avances sociales se ven siempre acompañados por la inconsciencia, la deshumanización y la anomia, de forma que el susodicho Progreso elimina el mayor de sus postulados: la idea misma de hombre libre y emancipado.

Recapitulemos. En principio, el concepto moderno de Progreso es hijo de la derrota de la religión por la Razón. No obstante, la victoria de la Razón fue sólo aparente, es decir, no fue la victoria de la humanización. Ya hemos hablado de la degradación de la Razón a instrumento del poder. Hablemos ahora de las consecuencias que tal degeneración tuvo para la naturaleza. Al imponerse una concepción racional del mundo a la cosmovisión religiosa, la naturaleza quedó desacralizada y el mundo, desencantado. Perdió todo su significado y en adelante la contemplaron con indiferencia como un objeto inerte y una materia prima; en suma, como un almacén de recursos. El antagonismo entre una naturaleza despojada de sentido y una civilización expoliadora quedó plasmado en una serie de conceptos ambiguos como el éxito, el bienestar, el desarrollo o… el progreso. La actividad humana dejó de celebrar la relación misteriosa con la naturaleza y pasó, no a considerarla racionalmente tratando de aprehender su verdad para poder así guiarse, sino que procedió a su dominación. Entonces, al convertirla en un objeto de explotación sin límites, lo realmente conseguido fue la adaptación forzosa de los individuos a un medio social coactivo engendrado durante el proceso. El progreso se pagaba sometiendo la vida a la racionalización pragmática impuesta por la mercancía y el Estado en la que los medios se confundían con los fines: la vida obedecía al progreso, no al contrario. La vida esclava del progreso era un crisol donde se fundía la razón objetiva y se evaporaban todos los conceptos que constituían su núcleo: verdad, justicia, felicidad, igualdad, solidaridad, tolerancia, libertad… Tal como concluía Horkheimer, “el dominio de la naturaleza incluye el dominio sobre los hombres.” La tiranía ejercida sobre la naturaleza trajo como consecuencia la sumisión y el embrutecimiento simultáneos del ser humano. El vaciado de la conciencia se deducía de la concepción mecanicista del hombre. Ya el más extremista de todos los filósofos materialistas, La Mettrie, concebía al ser humano como una máquina que se montaba ella misma sus resortes, y consideraba el pensamiento como un subproducto de la actividad mecánica de importancia menor. Tal inaudita concepción, formulada a mediados del siglo XVIII durante la lucha intelectual contra los sistemas metafísicos y las religiones, fundaba científicamente la manipulabilidad de la especie humana, cosa que las clases dirigentes de la posteridad tomaron muy en serio. Por ironía de la historia, la religión no saldría perdiendo. Un siglo más tarde, el álgebra de Boole, que hizo posible la simulación mecánica del pensamiento humano, redujo éste a una simple representación matemática, persiguiendo ni más ni menos que la “revelación de la mente de Dios.” Si ascendemos por el camino de la matemática binaria, sin lugar a dudas, los ordenadores digitales nos acercarán más a la divinidad, que ya no está en los cielos, sino en el espacio virtual.

Desvelado el lado oscurantista de la ciencia a medida que la extrema especialización dividía el conocimiento en compartimentos estancos, su incapacidad en proporcionar una concepción del mundo holística, unitaria y coherente que formara a los individuos y reforzara su vínculo con la naturaleza, quedaba la tecnología como último fetichismo por denunciar. En las últimas fases de la dominación capitalista el progreso equivale al progreso técnico, pues los expertos que trabajan para ella atribuyen a la técnica la expectativa de la salvación última, a la que empresarios, políticos y desinformadores fanatizados han convertido en una ortodoxia casi milenarista. Con la tecnología, los males del desarrollo se curan con más desarrollo. En consecuencia, la técnica ha creado un medio artificial y jerárquico ajeno a las necesidades sociales donde se desenvuelve toda la vida cotidiana, una segunda naturaleza que determina completamente el orden social. Los individuos han escapado a los condicionamientos naturales para caer esclavos de las máquinas. Las máquinas intervienen las relaciones entre humanos y median ahora entre ellos y la naturaleza, impidiendo cualquier relación directa. El hombre, subido al carro del progreso, queda definitivamente aislado de sus congéneres y cortado del cosmos, al que no contempla como algo vivo ni se considera parte de él. El biólogo y cristalógrafo británico John Bernal celebraba en Mundo, carne y demonio, esa emancipación de las servidumbres naturales: “la tendencia fundamental del progreso es la sustitución de un entorno de causalidad diferente por otro deliberadamente creado. Con el paso del tiempo, la aceptación, la apreciación, incluso la comprensión de la naturaleza, será cada vez menos necesaria.” La mente humana capitula ante el maquinismo, se vuelve tecnólatra. La automación colabora. El individuo se considera libre en la medida en que se deja llevar por las máquinas, que ahora son su medio; las máquinas hacen todo el esfuerzo y le ahorran incluso el trabajo de la reflexión. Pero la libertad de un orden mecánico excluye el derecho a no usarlas. Todos dependen de ellas y nadie puede vivir al margen, es decir, nadie puede vivir en contra del Progreso.

En un mundo cuantitativo la razón técnica coloca los actos reflejos por encima de la inteligencia, el rendimiento por encima del sentido y el cálculo por encima de la verdad, de forma que cuando hablan de “inteligencia artificial”, no es porque los artefactos se hayan vuelto pensantes, sino porque el pensamiento humano se ha vuelto mecánico. Los visionarios de la deshumanización completa, la machina sapiens no es más que la transferencia del legado mental a una descendencia mecánica, pues el hombre inmerso en un universo tecnológico funciona como una máquina y la máquina, como un autómata humano. Su destino, tal como señalan las condiciones actuales de existencia, es “pasar la antorcha de la vida y de la inteligencia al ordenador.” La conclusión que se impone no es sin embargo el rechazo de la técnica, sino el del papel que desempeña en el actual periodo histórico de dominio capitalista, comenzando por su función religiosa redentora bastante compartida por las masas. La técnica, en cuanto facilita a los humanos el metabolismo con la naturaleza, es necesaria. La herramienta ha creado al hombre. Pero cuando se vuelve discurso del poder, tecnología, se convierte en una amenaza para la supervivencia de la especie. La técnica sigue un camino que se aparta de las necesidades humanas básicas y termina creando un mundo propio. Es el momento de su autonomía, el momento en que toma el mando. La convivencia no puede nada contra una tecnología invasora que altera constantemente la sociedad al ritmo de incesantes novedades. Si hoy hacemos inventario de lo que aporta y lo que sustrae a la sociedad el balance no puede ser más negativo. Por un lado la implantación del homo economicus, el hombre que se mueve solamente por el interés, en una parte del mundo y el incremento del nivel de consumo superfluo. Por el otro, la depauperación y explotación de la parte restante, el agotamiento de recursos, la acumulación de armamento y la aniquilación del planeta. Se confirma pues que el problema social mayor no es la falta de desarrollo, sino el mismo desarrollo. No es la falta de tecnología, sino la ausencia de fines humanos.

Al contrario de las culturas “primitivas”, la civilización materialista es indiferente a su dependencia del entorno y asimismo nunca ha intentado mantener un equilibrio cualquiera con el medio natural. Su necesidad de crecer disfrazada de progreso le lleva a contaminar el suelo, a corromper el aire, a adulterar los alimentos y a emponzoñar el agua. A exacerbar las diferencias sociales y poner en peligro la salud de la población. La destrucción acelerada del medio natural y social en la que hemos entrado no se puede evitar sino que va en aumento: es fruto de la propia dinámica del sistema, que necesita crecer con la mayor celeridad. Las agresiones al territorio se han hecho habituales y el problema no es tanto su impacto instantáneo como su efecto acumulativo, plasmado en la crisis energética, los desastres nucleares y el calentamiento global. La nueva conciencia ecológica de los dirigentes llega para hacer rentable la propia destrucción, que es inevitable, puesto que está inscrita en el modo dominante de producir y consumir. El progreso hoy se viste de verde para comerciar con los desperfectos; es más, no tiene otro traje con el que vestirse: sus demandas constantes obligan a una sobreexplotación del territorio. Todo en el reino de la mercancía tiene un precio, desde el aire que respiramos hasta los paisajes que visitamos, pero en lo sucesivo el precio ha de ser ecológico. Los dirigentes convertidos al ecologismo han de incorporar el coste de unos cuantos daños colaterales del desastre al precio final si quieren que los fundamentos de la sociedad industrial no se alteren. Si eso pasara, para ellos eso sería el fin del Progreso, pero para nosotros, el Progreso es el fin.

La crítica a la idea de Progreso nos conduce por sendas peligrosas franqueadas por abismos ideológicos. Desde el punto de vista filosófico, la demolición del materialismo progresista no implica un retorno a la dualidad espíritu-materia o un puente tendido al nihilismo. Tampoco el rechazo de una historia teleológica significa necesariamente el rechazo de la historia. La negación de una ética científica no llega a la impugnación de la ciencia como tal, ni la inanidad del sistema educativo excluye la instrucción. Simplemente, la constatación de que la historia no tiene un plan ni esconde una meta, de que las leyes históricas no son tales puesto que la historia de la humanidad es un proceso de consumación más que de devenir; de que el conocimiento científico no sirve por si sólo como faro social y de que la transmisión de la experiencia generacional no funciona a través de aparatos educacionales. Hemos afirmado que las contradicciones sociales derivan en último extremo de las contradicciones entre la sociedad y la naturaleza desveladas por la historia. Pero somos hijos de la Razón ilustrada, no del Bhágavad-Guitá o del Paleolítico Inferior, por lo que creemos que las contradicciones no se resuelven elevando la naturaleza a principio máximo, ni se conjuran con la ayuda del Cielo o de las sagradas escrituras, propiciando una vuelta religiosa a la naturaleza o al pasado. Tales buenas intenciones no mitigan la crisis del pensamiento racional ni la crisis del mundo, antes bien nutren ideologías irracionales y movimientos fundamentalistas que ahondan dicha crisis. La crítica de la idea de Progreso no es una revuelta contra la Razón ni contra la formación intelectual y el saber, y ni mucho menos contra la civilización en general; es una crítica de su degradación y eclipse. No apela a la Trascendencia, a una Nueva Ciencia o a la Tradición, sino al pensamiento libre de cadenas que subvirtiendo las bases ideológicas del sistema, lleva a los seres humanos a una unión racional y a la armonía con la naturaleza.

No somos sólo hijos de la Ilustración; también lo somos del Romanticismo, de su voluntad de verdad, de belleza y de acción, y de su búsqueda de espiritualidad y de misterio. Nos levantamos en nombre de la Razón y la lógica, sí, pero asimismo en nombre de la emoción, la pasión y el deseo. Si bien el hombre que quiere ser libre no intenta cambiar de mitos sino ir a la raíz de las cosas, tampoco renuncia a “reencantar” el mundo en desacuerdo absoluto con la clase dominante. El reencantamiento es una concienciación ligada a los esfuerzos revolucionarios ante la lamentable marcha del progreso capitalista, que cuantifica, mecaniza y destruye la vida. Es un reencuentro entre lo racional y aquello que los surrealistas tildaban de maravilloso. En la revolución y en la poesía, que viene a ser lo mismo, está el camino hacía una civilización alternativa. Es la única manera que la humanidad tiene de crecer y de convertirse en lo que potencialmente es. El nuevo punto de partida no se halla en una burocratización de la naturaleza equiparable con la de la sociedad, sino en una reconciliación desburocratizada entre ambas. La reconciliación cuestiona de entrada las condiciones actuales que se oponen a ella, como son la industrialización, el estatismo, el desarrollo económico y el progreso. Por lo tanto su programa ha de ser desurbanizador, anti-industrial, antipolítico y antiprogresista; ella ha de promover nuevos valores, nuevos modos de vida, nuevas maneras de acción social… La naturaleza y la sociedad han de encontrar su equilibrio, pero para ello tienen que ser salvadas de los burócratas, de los expertos, de los inversores y de los ideólogos redentores. La única manera de lograr la armonía entre ambas es no cediendo, ni en la teoría ni en la práctica, a la lógica de la dominación. Solamente una sociedad que sea dueña consciente de su propia historia podrá manumitir a la naturaleza esclava del progreso. Pero esto no es un presupuesto eternamente posible: gracias a la tecnociencia, la dominación está fabricando un mundo literalmente inhabitable y como señala Walter Benjamin en Dirección Única, si los dirigentes no son derrocados “antes de un momento casi calculado de la evolución técnica y científica, todo se habrá perdido. Es preciso cortar la mecha que arde antes que la chispa acabe con la dinamita.” 

La revolución necesaria no se desprende de una mera contradicción entre las masas consumidoras y la financiación del consumismo, sino de la reacción decidida contra un progreso que conduce irremediablemente a la catástrofe.

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