«El trabajo reúne cada vez más buena conciencia de su parte: la inclinación por la alegría ya se llama “necesidad de descansar” y empieza a avergonzarse de sí misma. “Cada uno es responsable de su propia salud”, se dice cuando se nos sorprende en una excursión campestre. Pronto se podría llegar al punto en el que uno no pueda ceder a la inclinación por una vida contemplativa (es decir, irse de paseo con pensamientos y amigos) sin despreciarse a sí mismo y sin remordimientos de conciencia.»
Friedrich Nietzsche, El ocio y la ociosidad, 1882
La izquierda política siempre ha rendido
honores al trabajo con especial celo. No sólo ha elevado el trabajo a
esencia del ser humano, sino que también ha mistificado así a su
supuesto principio opuesto, el capital. El escándalo no era para ella el
trabajo, sino meramente su explotación por el capital. Por eso el
programa de todos los «partidos de trabajadores» era la «liberación del
trabajo» y no «liberarse del trabajo». La oposición social entre capital
y trabajo, sin embargo, no es más que una mera oposición de intereses
distintos (con poderes ciertamente también distintos) dentro del fin
absoluto capitalista. La lucha de clases fue la forma de poner en juego
esos intereses contrapuestos en el campo social común del sistema
productor de mercancías. Pertenecía a la dinámica interna de explotación
del capital. Da igual que la lucha se tuviera que centrar en los
sueldos, derechos, condiciones laborales o puestos de trabajo: su ciega
condición previa siguió siendo siempre la calandria dominante con sus
principios irracionales.
Desde la perspectiva del trabajo, el
contenido cualitativo de la producción cuenta tan poco como desde la
perspectiva del capital. Lo que interesa es únicamente la posibilidad de
vender óptimamente la fuerza de trabajo. No se persigue la
determinación común del sentido y fin del propio quehacer. Si alguna vez
se tuvo la esperanza de que tal determinación autónoma de la producción
se podía hacer real en las formas del sistema de producción de
mercancías, la «mano de obra» se ha quitado ya hace tiempo tal ilusión
de la cabeza. De lo único de lo que se trata ya es de «puestos de
trabajo», de «ocupación»; los propios conceptos demuestran ya el
carácter de fin en sí mismo de todo el montaje y la falta de poder de
decisión para los partícipes.
Qué, para qué y con qué consecuencias se
produce le importa tan poco al vendedor de la mercancía fuerza de
trabajo, en última instancia, como al comprador. Los obreros de las
centrales atómicas y de las fábricas químicas cuando más airadamente
protestan es cuando se habla de desactivar sus bombas de relojería. Y
los «empleados» de Volkswagen, Ford o Toyota son los más fanáticos
partidarios de los programas de suicidio automovilístico. Y no meramente
porque se tengan que vender obligatoriamente para que se les «permita»
vivir, sino porque se identifican ciertamente con esta existencia
estúpida. Para sociólogos, sindicalistas, sacerdotes y otros teólogos
profesionales de la «cuestión social», todo esto sirve de demostración
del valor ético-moral del trabajo. El trabajo forma la personalidad,
dicen. Tienen razón. La personalidad de zombis de la producción de
mercancías que no son capaces ya de imaginarse una vida fuera de su
«calandria» tan amada, para la que se preparan cada día.
Sin embargo, la clase obrera como clase
obrera ha sido en tan poca medida la contradicción antagonista y el
sujeto de la emancipación humana como, por otro lado, los capitalistas y
directivos han dirigido la sociedad por la maldad de una voluntad
subjetiva de explotación. Ninguna casta dominante de la historia ha
llevado una vida tan esclava y deplorable como los acosados directivos
de Microsoft, Daimler-Chrysler o Sony. Cualquier noble medieval los
hubiese menospreciado profundamente. Porque mientras éste se podía
entregar al ocio y dilapidar más o menos orgiásticamente su fortuna, las
élites de la sociedad del trabajo no se pueden permitir ni una pausa.
Fuera de la calandria, tampoco ellos saben qué hacer con sus vidas
aparte de comportarse como niños; el ocio, el amor al conocimiento y el
placer de los sentidos les son a ellos tan ajenos como a su material
humano. Sólo son siervos asimismo del ídolo trabajo, meras élites
funcionales del fin absoluto irracional de la sociedad.
El ídolo dominante sabe imponer su
voluntad sin sujeto sobre la «coacción sorda» de la competencia, ante la
que también los poderosos se tienen que arrodillar, justamente aunque
estén dirigiendo cientos de fábricas y moviendo sumas millonarias por
todo el planeta. Y si no lo hacen, se les quita de en medio con tan
pocos miramientos como a la «mano de obra» sobrante. Pero es justamente
su propia falta de poder de decisión la que convierte a los funcionarios
del capital en inmensamente peligrosos, no su voluntad subjetiva de
explotación. Ellos son los que menos pueden permitirse preguntarse por
el fin y las consecuencias de su hacer infatigable; no se pueden
permitir sentimientos ni consideraciones. Por eso le llaman realismo
cuando desertizan el mundo, afean las ciudades y hacen que la gente
empobrezca en medio de la riqueza.
C. Krisis
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