Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

sábado, noviembre 8

Trabajo y capital son las dos caras de una misma moneda

«El trabajo reúne cada vez más buena conciencia de su parte: la inclinación por la alegría ya se llama “necesidad de descansar” y empieza a avergonzarse de sí misma. “Cada uno es responsable de su propia salud”, se dice cuando se nos sorprende en una excursión campestre. Pronto se podría llegar al punto en el que uno no pueda ceder a la inclinación por una vida contemplativa (es decir, irse de paseo con pensamientos y amigos) sin despreciarse a sí mismo y sin remordimientos de conciencia.»

Friedrich Nietzsche, El ocio y la ociosidad, 1882

La izquierda política siempre ha rendido honores al trabajo con especial celo. No sólo ha elevado el trabajo a esencia del ser humano, sino que también ha mistificado así a su supuesto principio opuesto, el capital. El escándalo no era para ella el trabajo, sino meramente su explotación por el capital. Por eso el programa de todos los «partidos de trabajadores» era la «liberación del trabajo» y no «liberarse del trabajo». La oposición social entre capital y trabajo, sin embargo, no es más que una mera oposición de intereses distintos (con poderes ciertamente también distintos) dentro del fin absoluto capitalista. La lucha de clases fue la forma de poner en juego esos intereses contrapuestos en el campo social común del sistema productor de mercancías. Pertenecía a la dinámica interna de explotación del capital. Da igual que la lucha se tuviera que centrar en los sueldos, derechos, condiciones laborales o puestos de trabajo: su ciega condición previa siguió siendo siempre la calandria dominante con sus principios irracionales.

Desde la perspectiva del trabajo, el contenido cualitativo de la producción cuenta tan poco como desde la perspectiva del capital. Lo que interesa es únicamente la posibilidad de vender óptimamente la fuerza de trabajo. No se persigue la determinación común del sentido y fin del propio quehacer. Si alguna vez se tuvo la esperanza de que tal determinación autónoma de la producción se podía hacer real en las formas del sistema de producción de mercancías, la «mano de obra» se ha quitado ya hace tiempo tal ilusión de la cabeza. De lo único de lo que se trata ya es de «puestos de trabajo», de «ocupación»; los propios conceptos demuestran ya el carácter de fin en sí mismo de todo el montaje y la falta de poder de decisión para los partícipes.

Qué, para qué y con qué consecuencias se produce le importa tan poco al vendedor de la mercancía fuerza de trabajo, en última instancia, como al comprador. Los obreros de las centrales atómicas y de las fábricas químicas cuando más airadamente protestan es cuando se habla de desactivar sus bombas de relojería. Y los «empleados» de Volkswagen, Ford o Toyota son los más fanáticos partidarios de los programas de suicidio automovilístico. Y no meramente porque se tengan que vender obligatoriamente para que se les «permita» vivir, sino porque se identifican ciertamente con esta existencia estúpida. Para sociólogos, sindicalistas, sacerdotes y otros teólogos profesionales de la «cuestión social», todo esto sirve de demostración del valor ético-moral del trabajo. El trabajo forma la personalidad, dicen. Tienen razón. La personalidad de zombis de la producción de mercancías que no son capaces ya de imaginarse una vida fuera de su «calandria» tan amada, para la que se preparan cada día.

Sin embargo, la clase obrera como clase obrera ha sido en tan poca medida la contradicción antagonista y el sujeto de la emancipación humana como, por otro lado, los capitalistas y directivos han dirigido la sociedad por la maldad de una voluntad subjetiva de explotación. Ninguna casta dominante de la historia ha llevado una vida tan esclava y deplorable como los acosados directivos de Microsoft, Daimler-Chrysler o Sony. Cualquier noble medieval los hubiese menospreciado profundamente. Porque mientras éste se podía entregar al ocio y dilapidar más o menos orgiásticamente su fortuna, las élites de la sociedad del trabajo no se pueden permitir ni una pausa. Fuera de la calandria, tampoco ellos saben qué hacer con sus vidas aparte de comportarse como niños; el ocio, el amor al conocimiento y el placer de los sentidos les son a ellos tan ajenos como a su material humano. Sólo son siervos asimismo del ídolo trabajo, meras élites funcionales del fin absoluto irracional de la sociedad.

El ídolo dominante sabe imponer su voluntad sin sujeto sobre la «coacción sorda» de la competencia, ante la que también los poderosos se tienen que arrodillar, justamente aunque estén dirigiendo cientos de fábricas y moviendo sumas millonarias por todo el planeta. Y si no lo hacen, se les quita de en medio con tan pocos miramientos como a la «mano de obra» sobrante. Pero es justamente su propia falta de poder de decisión la que convierte a los funcionarios del capital en inmensamente peligrosos, no su voluntad subjetiva de explotación. Ellos son los que menos pueden permitirse preguntarse por el fin y las consecuencias de su hacer infatigable; no se pueden permitir sentimientos ni consideraciones. Por eso le llaman realismo cuando desertizan el mundo, afean las ciudades y hacen que la gente empobrezca en medio de la riqueza.

C. Krisis

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