Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

lunes, abril 29

La loca carrera de la domesticación

“El burgués representa el perfecto animal humano domesticado”

Aldous Huxley


Vivimos en tiempos grises. El debilitamiento de las formas comunitarias de relación y el auge del individualismo nos abocan a la soledad en masa. La adhesión a las modas comerciales y las banderas nacionales son formas desesperadas de recoser nuestras identidades desgarradas. A menudo nos cuesta encontrarle sentido a una existencia fragmentada entre trabajos precarios, consumismo tedioso e intentos de evasión en garitos o viajes, que nos dejan sabor amargo al volver a la realidad. El modelo social en que vivimos solo ofrece sucedáneos mercantiles a nuestros deseos más profundos. Solemos aceptar esta situación miserable como la única posible, porque hemos sido domesticados, desde pequeños, para ello.

Las instituciones estatales y empresariales tienen como objetivo principal perpetuarse a sí mismas; para eso deben ser las únicas mediadoras en las relaciones entre las personas. Por esa razón, toda relación comunitaria que ponga obstáculos a sus planes supone una amenaza que debe ser eliminada, sea fagocitándola, negándola o criminalizándola. Las formas culturales que no encajan en la lógica mercantil o estatalista son acusadas de ser infantiles, inmaduras, arcaicas o de tener mal gusto, como pasa, por ejemplo, con la cultura de los migrantes, la del colectivo gitano o la tradición obrera.

El modelo social capitalista se basa en la explotación de una parte de la población para beneficio de otra la desigualdad y la opresión son la base de las relaciones sociales en el Capitalismo. Esta dinámica daña nuestras vidas, provoca ansiedad, depresión y fragmentación de la personalidad. El remedio mágico que ofrecen las instituciones para superar la frustración y las insatisfacciones es aspirar a ser clase media. Nos venden continuamente la idea de una especie de paraíso terrenal al que podemos acceder si nos adaptamos a la cultura de la clase media. Pero tratar de adaptarse a ella implica un proceso de aculturación y reprogramación que suele intensificar los efectos tóxicos causados por el propio modelo social.

Aspirar a ser clase media implica aceptar el proceso domesticador como algo beneficioso. Entendemos la domesticación como el proceso que nos moldea, de la cuna a la tumba, con el objetivo de convertirnos en piezas funcionales para el modelo social actual. La familia, la escuela, el puesto de trabajo, las redes y medios de comunicación, el sistema jurídico-penal, la institución sanitaria... son algunas de las principales entidades que nos domestican. Las técnicas varían pero el objetivo es el mismo y consiste en fomentar valores, hábitos y opiniones que refuercen el modelo actual de relaciones y reprimir los que lo cuestionen. Si la libertad es la vida, la existencia domesticada es solo supervivencia, una forma de muerte en vida. Lo que realmente hay detrás del ideal de la clase media es una huida enfermiza de la realidad, una huida que nos lleva a vivir de forma todavía más miserable.

El ideal de la clase media es una ilusión producida por las élites para unificar a la población en torno al Estado y al Capitalismo. Es, también, un espejismo artificial que trata de ocultar las fracturas y conflictos sociales bajo la suave apariencia de gradaciones en la escala social. Es, en definitiva, una versión falsa y corrupta de la sociedad sin clases. El ideal de la clase media no se corresponde con las condiciones socio-económicas de la mayoría de la población (en relación a ingresos, propiedades, control relativo sobre el trabajo o redes de contactos) sino que es propio de sectores como el de las profesiones liberales, los funcionarios medios, los empresarios o los directivos. Está formado por un conjunto de ideas, valores, gustos y hábitos propios de estos sectores que se presentan como la llave para que cualquiera pueda ascender socialmente. En realidad el ascensor solo funcionó algún tiempo y para muy pocos; arriba no queda sitio. Asumir la cultura de clase media suele implicar dinámicas de autonegación y falta de autoestima para quienes no se ajustan a sus exigencias, sea por las condiciones económicas, el entorno social, los gustos, las formas de expresión, el aspecto físico, etc.

El ideal se empezó a difundir a principios del siglo XX, en momentos de crisis y conflictividad social intensos. Para retomar el control de la situación, entre otras medidas, se fomentó el crecimiento de las organizaciones estatales y empresariales, y se impulsó el comercio. Al principio, el ideal de la clase media sirvió para colonizar las almas del emergente sector de los empleados precarios (secretarias, administrativos, dependientes de comercios, etc.). El ideal debía hacer que se identificasen con sus jefes (gerentes, directivos, etc.) y no con el resto de trabajadores, a los que se acusaba de ser torpes, vagos, irresponsables y de tener mal gusto. Tras la II Guerra Mundial comenzó el despliegue de las políticas sociales estatales (el llamado Estado del bienestar) y la promoción del consumismo de masas. En este contexto, el sindicalismo y la izquierda estatalista contribuyeron a arrastrar a muchos sectores de la clase trabajadora hacia el ideal de la clase media y, con ella, a la aceptación resignada del modelo social capitalista.

La carrera de la domesticación exige un esfuerzo continuo para adaptarse al ideal de la clase media, y requiere el sacrificio de todo lo que desentone con él. Este proceso disuelve las formas comunitarias, y nos convierte en una masa de corredores aislados y aturdidos. El ideal de la clase media funciona como un chubasquero mental que debe insensibilizarnos respecto a lo que pasa a nuestro alrededor y al medio en que vivimos. Solo debemos preocuparnos por lo que nos suceda a nosotros y nuestro núcleo mas cercano (familia y amigos) y a veces ni eso. Ponerse este chubasquero aporta cierta impermeabilidad, una forma de inmunidad que es lo opuesto a la comunidad. Establecer relaciones comunitarias supone asumir compromisos y lealtades que rebasan nuestro ámbito personal y nos vinculan con lo social. Al debilitar las formas comunitarias de relación, la carrera degrada el compromiso y el apoyo mutuo convirtiéndolos en preferencias circunstanciales y opciones para el tiempo libre.

La carrera de la domesticación nos empuja a aceptar la desigualdad social como un mal necesario, con la meritocracia como coartada. Si ayer se justificaban las desigualdades por cuestiones de sangre, hoy la moda es hacerlo con frases del tipo; se lo merecen porque se lo han currado mucho. Esto nos aboca a estar engrosando nuestro currículum durante toda la vida para poder vendernos bien en una sociedad basada en la competición. Al fomentar la competitividad hasta el extremo, se promueve indirectamente el culto al cuerpo, la hinchazón del ego y los aspectos narcisistas de la personalidad. Se fomenta, en definitiva, una personalidad frágil, superficial y que se mantiene siempre alerta, desconfiada hacia potenciales competidores.

La carrera contrarreloj, para ascender socialmente, se acaba convirtiendo en el sentido único de la vida. El territorio es percibido como espacio de competición y mercadeo. Las viviendas se convierten en módulos de aislamiento para recobrar fuerzas. En el exterior, la imagen del espacio público cívico y cordial deberá encubrir la conflictividad social y la miseria. El trabajo y el consumo se vuelven los medios principales para lograr acceder al ideal, al tiempo que nos aportan formas sucedáneas de identidad individual y colectiva. Todo ello a costa de la destrucción de un entorno natural que está al borde del colapso.

La carrera nos empuja a desechar la imaginación y los deseos profundos y, a cambio, nos anima a potenciar la razón instrumental como la única forma de pensar. Esta forma de razonamiento está guiada por la lógica de lo que le convenga a uno en cada momento sin tener en cuenta los efectos que nuestras decisiones tienen sobre nuestro entorno. La razón instrumental, entendida como guía principal de la propia vida, debilita las formas de relación menos mercantilizadas, las que menos contaminadas están por las jerarquización social, y por eso nos aísla. El pensamiento positivo, que es parte también de la filosofía de la carrera, es una fe que culpabiliza a las personas de su propia situación y sabotea la capacidad crítica. El pensamiento positivo es el complemento perfecto de la razón instrumental porque nos aísla de nosotros mismos, disuadiéndonos de buscar el origen de nuestros propios malestares y adoptando en cambio esa sonrisa boba tan propia de la cultura de la clase media. El control, el orden y la asepsia obsesivos son, también, parte de la filosofía de la competición y tratan de mitigar la ansiedad de los corredores. El ideal de clase media lleva a percibir el entorno como una amenaza permanente, es un ideal miedoso que necesita sentir que está todo controlado y en orden. El ideal promete al aspirante inmunidad frente a las condiciones de vida de la mayoría explotada, de ahí la importancia de la asepsia.

En los últimos años, los cambios en el modelo de producción y el auge de la meritocracia han transformado el ideal de la clase media. Hoy junto al ideal clásico, se ofrece una versión alternativa perfectamente integrada y complementaria a la clásica. Es la nueva cara del Capitalismo ilustrado, cívico y ecologista; el ideal de clase media vestido con los ropajes de la contracultura de los años 60. Esta versión del ideal ofrece la posibilidad de ambicionar privilegios y logros profesionales, pero sin las restricciones del modelo clásico respecto a los gustos, valores, cultura o aficiones. La nueva versión percibe la vida entera como una carrera con su preparación técnica, sus pruebas y su éxito final en la autorrealización. El modelo alternativo es autocomplaciente y cordialmente superficial, porque trata de evitar el conflicto a toda costa. Para compensar esta superficialidad el aspirante alternativo busca desesperadamente lo auténtico, lo natural, lo cultural o espiritualmente enriquecedor, aunque sea en versión franquicia y a un precio impagable. Los aspirantes a este ideal deben volcarse en su trabajo con pasión, pero cultivando alguna actividad para el tiempo libre que los distinga de la multitud, algún deporte, afición cultural, actividad creativa o política que les permita verse como espíritus libres. Este modelo es ciudadanista, cívico y domesticado, se muestra tibio ante los conflictos sociales pero se indigna con las injusticias llamativas. Ante un mundo que se percibe como demasiado problemático y antipático, el nuevo ideal se repliega hacia un hedonismo domesticado, un consumismo anti-consumista y una rebeldía de escaparate.

Hemos sido domesticados desde niños y la cultura de clase media se filtra a todos los ámbitos, porque es la cultura dominante. Los efectos de esta imposición nos enferman individual y colectivamente. Vivir con un sueldo habitual, el mas común en torno a los mil euros, y estar expuestos a la cultura de las élites nos deja desamparados en una tierra de nadie. Para quienes además, asumen esa cultura como propia, las contradicciones entre lo que viven y sus aspiraciones suele conducirles a la frustración y la depresión.

La cultura de clase media es narcisista, fomenta la superficialidad y acaba provocando un vacío interior y el aislamiento respecto del entorno. Este ideal es como un espejismo al que uno no acaba de llegar por mucho que corra. En el proceso, el aspirante suele volcarse en los estudios, el trabajo, el consumo, el aspecto físico o la psico-cosmética como recursos desesperados para calmar la ansiedad.

La carrera exige que los aspirantes estén alerta permanentemente, que sean más competitivos y voraces. Todos contra todos y sálvese quien pueda podrían ser buenos lemas para este proceso. El aspirante teme a los competidores, al contexto económico, a la pérdida de sus capacidades y tiene sobretodo miedo de fracasar, de convertirse en un perdedor, de quedarse rezagado en la carrera. Esta lógica enfermiza lleva a una forma de vida atenuada y miserable. El meollo del asunto es que la cultura de clase media es nihilista y menosprecia la vida. La domesticación nos convierte en seres parecidos a los muertos vivientes de las películas, depredadores siempre hambrientos, con el corazón y el cerebro descompuestos.

Existen otras vías, otras formas de hacer y otras culturas más saludables y acordes con la vida. Estas otras opciones no son fáciles, y no garantizan que nos libremos de la domesticación así como así, pero desde el primer momento se alejan del gris plomizo de la sumisión. Son aperturas hacia horizontes más amplios, hay mejores aspiraciones que la de convertirse en clase media.

Creemos que el proceso de domesticación intoxica nuestras vidas, y que el ideal de clase media las vuelve más miserables. Sospechamos que las cosas podrían ser de otra manera, mejores, y que luchar por transformar la realidad ya aporta un sentido nuevo y profundo al día a día.

Si queremos dignificar nuestras vidas la mejor manera es tejer relaciones de cooperación y compartencia, en las que tengamos y asumamos la capacidad autónoma de decidir, cada vez más, sobre nuestros propios asuntos. Entendemos lo comunitario como un compromiso común, un conjunto de obligaciones, dones y lealtades. Es una forma de relacionarnos en la que el apoyo mutuo, el hoy por ti y mañana por mí, supera los límites de la familia y los amigos para incluir a otros explotados y oprimidos. Son relaciones que se re-crean a cada momento en conflicto con lo estatal, con lo privado y sobretodo con la indiferencia. La autonomía en este contexto es la capacidad para poner en común, debatir y actuar desbordando continuamente la lógica, el lenguaje y las prácticas propias del Estado y del Mercado. La autonomía es un proceso de maduración colectiva, de búsqueda continua y de lucha para no dejarse atrapar por las redes de la dominación.

El Capitalismo es un modelo que desprecia la vida, la domesticación degrada nuestra existencia y el ideal de clase media solo ofrece sucedáneos tóxicos que provocan patologías sociales. Luchar por llevar vidas más dignas es la mejor manera de salir de esta dinámica enfermiza. Pero, para eso, deberemos primero abandonar el ideal de clase media, dejar de ser aspirantes y salirnos de la loca carrera de la domesticación.


Biblioteca Social Contrabando 
Valencia, marzo de 2019

viernes, abril 26

La industria armamentística y el gran negocio de la guerra



No hay Estado que durante su trayectoria no haya manchado su historia con la brutalidad de la guerra. Los conflictos bélicos, llevados a cabo entre potencias por intereses económicos, no han traído nunca nada más que miseria y muerte entre pueblos, mientras que los grandes poderosos jamás mueren ni morirán en el campo de batalla. Siempre ha funcionado de esa manera, mandar a las peones a defender una patria y unos intereses que nunca beneficiarán a nadie más que a los ricos. Aquí dejamos estas clásicas y sabias palabras para centrarnos en el tema actual:

Hoy seguimos viendo la barbarie, de una manera mucho más compleja que nunca, con más tecnología militar y armamentística. Otra vez más, la ciencia en vez de facilitar la vida a la población, se está utilizando para defender intereses de los estados y sus clases altas. De esta manera, la guerra, ayudada de los grandes avances tecnológicos se ha convertido en uno de los mayores negocios de los dirigentes. Así, el día de hoy en un mundo semi-globalizado y de grandes ejércitos nos encontramos con los mayores éxodos y genocidios de la historia.

Nos escandalizamos al ver por la televisión las mareas de refugiados, las imágenes del campo de batalla, etc. pero olvidamos que todo eso empieza aquí, en nuestros gobiernos y sus empresas. No sólo son los soldados los que toman parte en el conflicto armado y obligan a la población a abandonar sus casas por el fuego de los morteros, la guerra empieza en las fábricas de nuestras ciudades y pueblos, porque está claro que sin la venta de armamento no se podrían llevar a cabo las guerras.

Donde algunos vemos tristeza y muerte otros ven negocio, y desgraciadamente mientras haya mercado ahí fuera esto no parará. El armamento se lleva de aquí a los países compradores.

España es el cuarto país/empresa que más armas exporta a todo el mundo, un pequeño espacio del globo donde se suministra una gran cantidad de buques de guerra, drones, granadas de mortero, cañones etc. a cualquiera que enseñe sus billetes. Mientras que la televisión nos entretiene con series de narcos, asesinatos y traficantes para intentar brutalizarnos, no nos damos cuenta de que en los despachos de las grandes empresas españolas y en la clase política tenemos el mejor material para una serie que os aseguramos que sería muy difícil de ver.

Muchísimas empresas de nuestro país tienen contacto directo con la producción de armamento bélico y otras se dedican exclusivamente a ello. Así funciona, se crean los conflictos y luego se les vende el armamento. Estas corporaciones se componen como siempre, de empresarios sin escrúpulos dispuestos a beneficiarse de la muerte y por otro lado, de trabajadores dispuestos a producir riqueza para los jefes o accionistas y muerte para otros habitantes de “países desafortunados”. Nada extraño en el comportamiento de los trabajadores ya que desde niños han conocido la cultura del trabajo y han aprendido a llenar su nevera sin mirar al de al lado y los problemas que pueda generarle. Sin ningún tipo de remordimiento seguirán comprando “action mans” a sus hijos y llevando la desgracia a hijos de otros.

Detrás de todo esto están como siempre bancos como el BBVA, Santander, BBK, empresas como Nantia, Sener, Espal e incluso educación, que por ejemplo en las escuelas de ingeniería también se aprende a diseñar armas y a la hora de mandar de prácticas a los estudiantes de formación profesional no les importa a que se dedica dicha empresa donde los mandan. Nos gobiernan verdaderos psicópatas, mientras que nos hablan de paz y democracia desde sus poltronas, son los mayores criminales.

Por ejemplo, en el caso del País Vasco, los dirigentes de su gobierno autonómico, el PNV (Partido Nacionalista Vasco) invierte de manera indirecta y disimulada grandes sumas de dinero en el negocio militar, después, a nivel personal, convirtiéndose en gerentes y accionistas de dichas empresas. Este oscuro negocio fue una de las razones por la que los grandes barcos cargados de armamento, abandonaban todas las semanas el puerto de Bilbao con dirección a Arabia Saudí. Tras muchas protestas y acciones consiguieron paralizar la salida de armamento de las costas vascas, pero poco después empezaron a hacer lo mismo en el puerto de Santander, la lucha en el puerto cántabro continua. También se han llevado a cabo acciones en contra de factorías.

De la misma manera que a nosotros los medios de comunicación nos bombardean con el constante mensaje de que esas lejanas personas que viven en guerra son seres sin sentimientos, terroristas y carecen de corazón, a ellos, nuestros aviones les bombardean con munición real creada por nuestros vecinos llenos de sentimientos y corazón. Pero no nos equivoquemos, en este mundo todos sentimos, nos ilusionamos, lloramos, nos enamoramos, luchamos... Todos somos iguales y nadie debe morir por los intereses del capital.

¡No lo podemos permitir! ¡No dejemos que se produzcan armas! Todos sabemos que sólo el pueblo trabajador es capaz de llevar a cabo la producción y solo ellos lo pueden parar, porque los jefes no producen nada y en este caso aparte de quedarse con los beneficios dejan miles de cadáveres a sus espaldas. Parece imposible, pero como todo, está en nuestras manos.

Queremos dejar claro que no entendemos ser simplemente pro-refugiados, somos antiguerras es decir anticapitalistas. Hay que buscar el origen de los problemas para atacarlo y lograr la solución. El problema es el capitalismo como siempre, este avanzado capitalismo a nivel salvaje, devastador de todo medio, acompañado del nacionalismo, un invento creado muchos años atrás para acabar con la solidaridad entre pueblos e incitar a la población al odio e ir a la guerra por intereses de los que se enriquecen.

Así seguirá funcionando el sistema mientras que no trabajemos para ayudar a nuestros compañeros y hoy como siempre es necesaria la solidaridad y la concienciación. ¡Organicémonos y dejemos de ser cómplices de las guerras y sus asesinatos! Hoy mueren en otro sitio, mañana podemos ser nosotros. Nos están matando con una sonrisa. ¡Luchemos!


FAI Euskal Herria  
Publicado en el periódico anarquista Tierra y Libertad, Enero de 2019

martes, abril 23

La abstención activa como un ejercicio de responsabilidad

Una vez más el circo electoral retorna a la palestra pública, al mismo tiempo que los políticos no tardan en ponerse de rebajas con toda clase de promesas. Pese a que el discurso que estos políticos tienen es formalmente diferente en función de su partido político de pertenencia, lo cierto es que en todos ellos existe un discurso subyacente común. Este discurso no es otro que la fe en el Estado, pues este es, en definitiva la solución para todos los problemas. Nada puede hacerse sin él, lo que naturalmente exige que la sociedad acuda a las urnas a votar.

Uno de los argumentos que utilizan los detractores de la abstención es que si uno no vota es un irresponsable. Sin embargo, a este argumento bien puede dársele la vuelta en la medida en que la irresponsabilidad consiste en delegar en otros la resolución de los propios problemas. Se trata de una dejación de dicha responsabilidad en los políticos e instituciones, de manera que con el voto se pretende que sea el directorio político y, en definitiva, el Estado, el que gestione los problemas sociales. En el fondo de esta actitud encontramos una mentalidad de esclavos que es la engendrada por el parlamentarismo y sus elecciones, que consiste en que el individuo lo espere todo del poder.

El paternalismo, sea del tipo que sea, aboca a las personas a irresponsabilizarse de ellas mismas y a dejar su vida y futuro en manos de terceros. El paternalismo es de un modo u otro una actitud en la que una autoridad se presenta como un gran benefactor que se lo hace todo al individuo, que le lleva de la mano a todas partes, y que no duda en presentarse como el garante del bien común.[1] El Estado es en la actualidad, sobre todo en su forma de Estado de bienestar, el mayor exponente de paternalismo, y por tanto de despotismo, al ser el pater familias que se presenta como nuestro cuidador. De forma que todo cuanto hace es por nuestro bien, pues al fin y al cabo esa es la justificación última de toda forma de poder, cuyo argumento no puede ser más claro y cínico al mismo tiempo: el poder es ejercido en beneficio de aquellos a quienes gobierna. El discurso de toda la clase política incide sobre este mismo aspecto, hacer que el poder se ejerza en beneficio de los gobernados.

De todo lo anterior se deriva, a su vez, una idea completamente equívoca acerca de lo que es un gobierno. En este sentido ha sido implantada en las masas la absurda noción de que un gobierno está para servir a los gobernados, y que como tal debe gobernar para el pueblo. Algo que al parecer sólo puede lograrse mediante la elección de los candidatos más idóneos para tal tarea, aunque a la vista de la larga experiencia histórica esos candidatos nunca se han encontrado. Quizá esto se deba a que no existen los santos, pero sobre todo a que un gobierno no es un esclavo tal y como parece sugerir esta idea según la que los gobernantes deben obrar al gusto de la población. Más bien un gobierno existe para ejercer la autoridad en provecho de quienes la detentan, pues de lo contrario, como decimos, no sería un gobierno sino un esclavo. Por esta razón no es concebible un gobierno que obre en beneficio de los gobernados sino en su propio interés. Esto se debe a que toda forma de poder va de arriba abajo, y no al revés como plantea la propaganda constitucionalista y liberal.

Asimismo, las elecciones son un instrumento de legitimación a través del que el sistema de dominación crea el correspondiente consentimiento social. En este sentido las elecciones vienen a ser una especie de indicador con el que medir el grado de apoyo popular con el que cuenta el sistema y su élite dirigente. Por esta razón el acto de votar no sólo constituye una forma de consentimiento para con el sistema, sino sobre todo un acto de conformidad. El voto refleja el conformismo de quien acepta las reglas de juego que organizan el funcionamiento de la sociedad, y consecuentemente las instituciones que se encargan de aplicar dichas reglas. Nos referimos a instituciones como, por ejemplo, el ejército, las cárceles, la policía, los servicios secretos, los tribunales, el fisco, etc. Por tanto, votar es sinónimo de estar conforme con todas esas instituciones que configuran el sistema de dominación actual. Pues no olvidemos que los políticos se postulan para participar en la gestión de las instituciones del sistema a las que legitiman en su calidad de cargos electos, pero a las que en la práctica representan en la medida en que su actividad se desarrolla según las reglas que las organizan.

Se tiene la errónea idea de que los políticos son elegidos para hacer las leyes que rigen en la sociedad, y de esta forma adaptarlas a los intereses de esta última. Pero lo que realmente sucede es muy diferente. Las instituciones que conforman el Estado son extremadamente grandes, tanto por la cantidad de personal que integran como por los ingentes recursos que concentran, a lo que hay que sumar las innumerables funciones que desempeñan en una infinidad de ámbitos distintos. Son organizaciones muy complejas constituidas por incontables normas de diferente tipo, lo que en términos prácticos impide que sean gestionadas por la clase política en la medida en que esta depende de dichas instituciones que en teoría les están subordinadas. La realidad es que el entramado burocrático que gobierna a la sociedad se gestiona y regula a sí mismo, lo que lo convierte en una realidad autónoma en la que los procesos decisorios recaen en una minoría de altos funcionarios que no han sido elegidos por nadie. Tal es así que las leyes son elaboradas por estos altos funcionarios de los ministerios, de modo que la clase política únicamente desempeña una función secundaria como elemento legitimador de estas leyes mediante su aprobación en los parlamentos.[2]

A tenor de todo esto cabe decir que un ejercicio de responsabilidad ante las próximas elecciones es la abstención. Ciertamente la llamada a la huelga general de electores sólo puede obedecer a un acto consciente dirigido a poner fin a la irresponsabilidad que entraña el delegacionismo, y por tanto a terminar con un régimen en el que las personas hipotecan su futuro por promesas que jamás se cumplirán. Así pues, frente al politicismo electoralista es preciso contraponer la responsabilidad de quienes aspiran a tomar las riendas de sus propias vidas por medio de la autoorganización colectiva y solidaria, a través de asambleas populares y soberanas frente al discurso y las prácticas paternalistas de la clase política. Esto inevitablemente exige altas dosis de iniciativa propia, tanto a nivel individual y colectivo, en diferentes ámbitos en los que poner en marcha prácticas de autogobierno: ateneos, barrios, comunidades de vecinos, sindicatos, centros sociales, etc. Un camino que sin duda no es fácil, pero que constituye el precio a pagar por algo que nunca nadie nos regalará y que es la libertad.


                                                                            Esteban Vidal

Notas:

[1] Ver el artículo “El paternalismo como dominación” https://www.portaloaca.com/opinion/13984-el-paternalismo-como-dominacion.html

[2] Los estudios que confirman el papel secundario que la clase política tiene asignado en los regímenes constitucionales son considerables y muy elocuentes. En cualquier caso es interesante destacar cómo en EEUU, por ejemplo, el propio presidente no tiene un poder real sino únicamente teórico y formal. Quienes realmente toman las decisiones importantes en aquel país son los altos mandos militares, jefes de los servicios secretos, mandos de las principales agencias policiales, altos funcionarios del cuerpo diplomático, etc. Glennon, Michael, National Security and Double Government, Nueva York, Oxford University Press, 2015. Mills, Charles W., La elite del poder, México, Fondo de Cultura Económica, 1957. Carroll, James, La casa de la guerra. El Pentágono es quien manda, Barcelona, Crítica, 2007. También señalar como un claro ejemplo de esto que decimos es el artículo publicado en el The New York Times en septiembre de 2018, en el que se revelaba que altos funcionarios de la Casa Blanca estaban boicoteando al presidente. Algo que desde la prensa del establishment fue recibido con satisfacción, pero que pone en tela de juicio el discurso oficial que estos mismos medios de comunicación propagan al presentar las instituciones oficiales como órganos de representación en los que las decisiones son tomadas por cargos electos. El artículo en cuestión se titulaba “I Am Part of the Resistance Inside the Trump Administration” https://www.nytimes.com/2018/09/05/opinion/trump-white-house-anonymous-resistance.html Otro ejemplo que refleja bastante bien la verdadera dinámica que se esconde tras los procesos decisorios en las altas esferas del poder establecido es la serie británica de la BBC Yes Minister, en la que el alto funcionario permanente de un ministerio en el Reino Unido, Humphrey Appleby, logra imponer su criterio e intereses frente a la práctica totalidad de las iniciativas del ministro de turno.

sábado, abril 20

Conspiracionismo y manipulación



En los últimos tiempos hemos asistido a la proliferación de las teorías de la conspiración y al desarrollo del conspiracionismo como fenómeno sociopolítico. Esto es especialmente notorio en los medios de la disidencia política donde han florecido muchas de estas teorías, lo que constituye no sólo una novedad sino también un problema en la medida en que no se ha llevado a cabo una reflexión serena, racional y crítica de estos planteamientos. Por el contrario se ha optado por aceptar irreflexivamente muchas de estas teorías, al mismo tiempo que se ha evitado cualquier análisis crítico que significase un cuestionamiento del verdadero papel que estas desempeñan tanto en los medios de la disidencia como en el conjunto de la sociedad.

Ciertamente a lo largo de la historia, y aún en el presente, han existido conspiraciones de todo tipo, pero estas se han circunscrito a ámbitos y situaciones muy concretas. Esto es especialmente claro, por ejemplo, en la práctica totalidad de magnicidios y golpes de Estado, y de los que la historia da perfecta cuenta. Sin embargo, el problema no está en constatar la existencia de conspiraciones, sino en hacer de la conspiración una concepción del mundo a través de la que explicar el conjunto de la realidad. Y es aquí donde hacen su aparición las famosas teorías de la conspiración.

La necesidad del ser humano de entender el mundo tan complejo en el que vive, y la ineficacia que han demostrado las ideologías y las teorías políticas para llevar a cabo con éxito esta tarea, ha empujado a ciertos sectores de la población a buscar respuestas en otra parte, y sobre todo a mostrarse receptivos hacia puntos de vista y explicaciones estrafalarias que, entre otras cosas, tratan de resolver de modo simplista muchas preguntas que las personas se hacen sobre la realidad en la que viven. Esto no hace sino demostrar que nos encontramos ante un problema epistemológico, que ataña al modo en el que conocemos la realidad, y que es el resultado del estrepitoso fracaso de las grandes ideologías con sus metarrelatos y sistemas teóricos. Todo esto, junto al estado de ánimo de desconfianza generalizada que se ha implantado en la sociedad, ha creado unas condiciones favorables para que las teorías de la conspiración hayan encontrado una audiencia receptiva.

Las teorías de la conspiración se presentan como explicaciones, a veces más o menos ingeniosas, que tratan de resolver el problema que el sujeto tiene a la hora de entender la realidad. Y lo hacen mediante el desarrollo de una narrativa que gira en torno a una trama oculta en la que una minoría omnipotente, pero desconocida para el gran público, desarrolla envuelta en el secretismo sus planes de dominación mundial. Esta minoría que actúa desde la sombra es la que controla los resortes del poder con los que dirige el curso de los acontecimientos en el mundo, y maneja a su antojo a todos los demás que son, en definitiva, meras marionetas suyas.

A tenor de lo antes expuesto las teorías de la conspiración manifiestan un tremendo simplismo en sus explicaciones y en su lógica discursiva, lo que sólo tiene éxito en la medida en que apela a la sospecha y desconfianza como disposición de algunas personas y sectores sociales a asumir unos planteamientos paranoides. De hecho, las teorías de la conspiración son por lo general autorreferenciales, de forma que únicamente aceptan como evidencias aquellos hechos que confirman sus propias explicaciones y que caminan en la misma dirección de su lógica discursiva. El conspiracionismo viene a ser la expresión política del pensamiento paranoide, y como tal se muestra rígido e incorregible, lo que lo hace monolítico e inamovible, de modo que no tiene en cuenta las razones contrarias al recoger, como se ha dicho, datos o signos que confirman sus prejuicios para convertirlos en convicción.

Si lo anterior muestra el modo en el que operan las teorías de la conspiración, lo más importante es el fin al que en realidad sirven. Es habitual que se hable de vez en cuando de conspiraciones de uno u otro tipo, pero lo problemático entre quienes se adhieren a las tesis conspiracionistas es que no existe ningún cuestionamiento de su finalidad, ni tan siquiera se tiene en cuenta la posibilidad de que estas puedan ser un instrumento de dominación o manipulación. En este sentido las teorías de la conspiración son paradójicas, porque formalmente pretenden liberar a la persona mostrándole la manipulación a la que está sometida para, acto seguido, someterla a otro tipo de manipulación. A fin de cuentas las teorías de la conspiración son sólo teorías que se basan en conjeturas, suposiciones y en algunos hechos circunstanciales que son utilizados como base fáctica para legitimar sus postulados. Y a veces ni siquiera tienen una base fáctica de ningún tipo.

Es preciso hablar claro de una vez. Las teorías de la conspiración sirven fundamentalmente para ocultar la realidad. Quienes se adhieren a ellas y las convierten en su particular concepción del mundo demuestran una tremenda incapacidad de análisis, lo que refleja igualmente una derrota intelectual. Este tipo de teorías desvían la atención de los aspectos decisivos de la realidad y pretenden hacernos creer que el mundo es fruto de un complot tramado por jesuitas, masones, judíos, extraterrestres, George Soros, cátaros, satanistas, illuminati, templarios, la familia Rothschild, los Rockefeller, el club Bilderberg, la nobleza negra veneciana, etc. Según estas teorías estos grupos sociales e individualidades que actúan en la sombra desempeñan la función agente al ser los que toman las decisiones y ejercen el poder sobre la sociedad. Pero esto es completamente erróneo. En primer lugar, porque estas teorías hacen que la persona deje de tener los pies en la tierra y se deje arrastrar por especulaciones y extravagancias sin una base real en la mayoría de los casos, o a lo sumo meramente circunstancial en el mejor de los casos. En segundo lugar, estas teorías son nuevos dogmas de fe que exigen la adhesión del individuo para ser válidas, de manera que impiden la reflexión autónoma y crítica, pues ya está la teoría que lo explica todo.

Por último, hay que señalar que las teorías de la conspiración son en numerosas ocasiones producidas por los propios servicios secretos de los Estados, o bien difundidas por estos en el marco de sus campañas de desinformación, manipulación, propaganda y desestabilización de sociedades, colectivos e individualidades. Las teorías de la conspiración sirven a los intereses de los Estados. Desviar la atención de los aspectos centrales y decisivos de la realidad constituye la principal finalidad y razón de ser de estas teorías, pues todas ellas llevan a callejones sin salida. Su efecto es desorientador ya que sumergen al individuo en un cúmulo de mentiras y medias verdades que lo alejan de la realidad para sumergirlo en la burbuja del conspiracionismo, lo que en última instancia lo hace mucho más vulnerable y, en definitiva, manipulable. En otras ocasiones este tipo de teorías resultan muy funcionales a la hora de apuntalar estructuras ideológicas en declive y desacreditadas, de tal modo que operan como recursos para justificar y legitimar ciertos postulados políticos desfasados que por regla general se traducen en la defensa del sistema de dominación vigente. Esto es muy frecuente en las sectas políticas e ideológicas de todo tipo que están dispuestas a todo con tal de controlar y ganar adeptos.

Tampoco hay que olvidar la dimensión económica del fenómeno de la conspiración. Basta con echar un vistazo a la cantidad gurús, comentaristas, portales de noticias, conferenciantes, tertulianos y demás charlatanes de todo tipo y laya que se mueven en el ambiente del conspiracionismo. Nos encontramos con una considerable cantidad de libros, revistas, vídeos, artículos, programas, documentales, etc., que pueblan redes sociales y multitud de canales de comunicación difundiendo estas teorías, lo cual genera un volumen respetable, todavía no cuantificado, de negocio. El conspiracionismo se ha convertido en algo económica y profesionalmente muy rentable para quienes han sabido introducirse en esta corriente y vender sus productos, además de darse a conocer, incrementar su capital social y medrar en la jerarquía social. Asimismo, el conspiracionismo ha originado nuevos grupos que giran en torno a estas teorías, hasta el extremo de articular todo un espacio social en el que una minoría, por medio de sus elucubraciones y explicaciones completamente disparatadas, ejerce su poder ideológico.

El Estado, el ejército, los jueces, la policía, las cárceles, la burocracia, las leyes, los impuestos, los servicios de espionaje, etc., no son ninguna conspiración. Están ahí y son plenamente visibles. Son estructuras de poder que ejercen funciones de mando, que administran la sociedad según sus intereses estratégicos, y que constituyen una minoría organizada. Conforman el poder establecido al concentrar los recursos necesarios para tomar decisiones que son impuestas a la sociedad. Desviar la atención hacia supuestos grupos sociales que son presentados como más poderosos, sean los jesuitas, los masones, satanistas o George Soros, es simple y llanamente desconectar completamente de la realidad y sumergirse en la oscuridad de la mentira que convierte en tontos útiles del sistema a quienes dan crédito a estas teorías. El poder en la sociedad reside en el Estado y en las organizaciones que este sostiene para la consecución de sus propios intereses, como ocurre con la propiedad privada en los medios de producción y con el capitalismo en general. El Estado y el capitalismo no son ninguna conspiración. En suma, el poder establecido no es ninguna conspiración, en todo caso el modo en el que este es ejercido en la medida en que ciertas decisiones e informaciones requieren ser mantenidas en secreto. Por tanto, cualquier lucha por un mundo nuevo exige, entonces, conocer el funcionamiento de la institución central en torno a la que se organiza la sociedad, el Estado, así como de aquellas otras que desempeñan funciones auxiliares a su servicio. Todo lo demás, como ocurre con el conspiracionismo, es desviar la atención de esta realidad fundamental y decisiva, y por ello es terminar colaborando con el sistema que nos oprime.


Esteban Vidal

miércoles, abril 17

Más reflexiones ingobernables (y consecuentemente anárquicas) - A propósito de "los que se nos van" y, la pertinaz respuesta de "algunxs anarquistas incontroladxs desde algunos barrios de Madrid"

Se requiere una poderosa carga que haga estallar en pequeños pedazos esta pelota de lodo, que devore con fuego la pestilente civilización, que atruene y siembre la destrucción de esta sociedad liberticida.
Bruno Filippi

No hay nada más placentero que corroborar la presencia de afines en otras latitudes; particularmente en el territorio dominado por el Estado español, donde el eco de aquél mea culpa de “los gatitos de Sutullena”, entorpeció tan significativamente el desarrollo de la tendencia insurreccional anarquista a lo largo y ancho de la Península Ibérica.

Si bien es cierto que la intrépida ruptura (con el reformismo anarcosindicalista que predominaba en esa época) de las Juventudes Libertarias, la consciente autocrítica de amplios sectores de la Coordinadora Lucha Autónoma (que les llevó a alejarse de toda la bazofia izquierdista y del análisis economicista proto marxista), y la decidida actuación de expropiadores y saboteadores de clara estirpe individualista (influenciados por las Tesis Insurreccionalistas llegadas de Italia), contribuyeron teórica y prácticamente al auge de la insurrección anárquica por allá de mediados de la década del noventa; también es innegable el inmovilismo resultante de las constantes condenas de arrepentidos y traidores, subsiguiente a esa etapa de desarrollo.

Sin duda, a pesar de los pesares, el informalismo ácrata hoy vuelve a cobrar bríos en tierras ibéricas. Prueba de ello son los frecuentes ataques a los símbolos de la dominación y la extensión de las expropiaciones. Ya sean anónimas o reivindicadas, ambas acciones han venido ensanchando la confrontación cotidiana al sistema de dominación, lo que aunado a la contestación anarco-ecologista, ha comenzado a dar cuenta de la guerra anárquica en la región.

En este sentido, la reciente lectura de “Algunas reflexiones ingobernables frente a la catástrofe”, firmada por Algunxs anarquistas incotroladxs e ingobernables, desde algunos barrios de Madridi, en respuesta al proselitismo instituyente de Arturo Martínezii, es muchísimo más que la confirmación de esa presencia refractaria: es un guiño cómplice a miles de kilómetros de distancia. En efecto, solo desde la reflexión teórico-práctica del informalismo insurreccional podía refutarse de forma contundente esta pestilencia, infestada por la política y el izquierdismo, que ha hecho nido en nuestras tiendas.

Empero, las reflexiones de las compañeras y compañeros madrileños, sortearon las interrogantes de Martínez, dejando sin respuesta la pregunta generadora que da inicio a su texto: «¿Cuantas manos y cabezas más vamos a tener que perder antes de reflexionar acerca de los por qués (se nos van)?» Inmediatamente, Martínez se autocontesta: «El valor de la crítica y autocrítica debe estar siempre presente, debemos replantearnos constantemente si nuestra práctica política sirve a nuestros objetivos. Y claro, para ello debemos tener claro cuáles son nuestros objetivos»iii.

En realidad, en su respuesta queda implícita la total negación de sus posteriores “argumentos”. Si tenemos claro nuestros objetivos y nos replanteamos constantemente si nuestra práctica sirve o no a tales objetivos, todas sus propuestas quedan sin sustento desde un posicionamiento anárquico. Es decir, desde una óptica consecuente y contundentemente antipoder.

Nuestros objetivos no son ni pueden ser otros que darle vida a la Anarquía. Lo que se traduce en la beligerancia inclaudicable contra todas las formas y estrategias del Poder; en la práctica lujuriosa de nuestras pasiones insurreccionales; en la destrucción de todo lo que nos domina. Y esa práctica anárquica no cabe en otro espacio que no sea la ilegalidad.

Definitivamente, “los que se nos van”, es porque nunca estuvieron. Porque en ningún momento tuvieron claro sus objetivos. Porque jamás vivieron la pasión anárquica en sus corazones ni le dieron rienda suelta a los deseos de liberación total ni comprendieron que la Anarquía es una tensión disutópica y no una realización sistémica. Los que “se nos van” le temen a la Libertad irrestricta y a la responsabilidad individual; añoran mandar y obedecer; dudan de sus capacidades; extrañan el redil; reclaman el corral; requieren la familia, la escuela, la fábrica, el ejército y la prisión; necesitan ser parte de la masa, estar en el rebaño, contarse entre la multitud, ser dóciles, maleables, sumisos, gobernables.

Pero, lamentablemente, entre los que “se nos van”, no solo hay que enlistar a quienes optan por el circo electorero; también tenemos que incluir a todos los que entregan la vida a causas diametralmente opuestas a la Anarquía, como todos esos jóvenes que han muerto en Rojava, víctimas del porno revolucionario. Lo realmente sorprendente es que Arturo Martínez, desde su defensa a ultranza de «una alternativa institucional, organizativa y de base»iv, nos recete “el camino a Kurdistán” junto al travestismo neozapatista –a pesar de que esta última organización político-militar sí eligió la vía de las urnas (con su conocido fracaso) y negoció el desarme en lo oscurito–, como “alternativas” más plausibles a la farsa electorera.

Si leemos entre líneas su articulo, inmediatamente detectamos el tufo de su estrategia y su filiación ideológica. Sigue, al pie de la letra, la cartilla de procedimientos del leninismo posmoderno que tanto ha penetrado en nuestras tiendas, de la mano del neoplataformismo y la maniobra “anarco”-populista del Poder Popular. Por eso, se inclina por el camino electorero pero con una profunda añoranza por “el poder del fusil”v. Cuando, para nosotros, el fusil no resulta más anarquista que el voto. Ambas vías (la lucha armada y la lucha electoral), conducen al Poder. El poder de las armas y el poder de las urnas, conjugan toda la esencia autoritaria de la dominación

La guerra anárquica necesariamente pasa por la confrontación permanente al Poder. A todo Poder. A toda Autoridad. Ya sea monárquica, teocrática, democrática, parlamentaria, militar o populista. Es evidente que por esas latitudes internautas donde se publicó el texto de Arturo Martínez (Regeneración libertaria, con su consecuente reproducción en Kaos), el Poder Popular es incuestionable, dado el talante “anarco”-leninista de sus promotores.

Vale resaltar que la tendencia insurreccional anárquica, no plantea la lucha armada como estrategia, muy al contrario, la ha señalado siempre como una desvirtuación de la guerra anárquica, propia de las influencias burguesas (Blanqui) y de la penetración marxiana que tanta mella ha hecho en nuestras tiendas.

Desde la visión rupturista del nuevo informalismo anárquico –que invita a pensar un anarquismo “postclásico” capaz de ofrecer nuevos itinerarios –, la nefasta ideología de la lucha armada solo puede conducirnos a la dictadura de su vanguardia y al gregarismo más elemental. La lucha armada es una estrategia históricamente utilizada por un sinnúmero de proyectos políticos siempre encaminados a la toma del Poder.

El empleo de las armas no implica en sí el carácter o ideal de dicho proyecto. Incontables organizaciones políticas de claro signo socialdemócrata continúan utilizando en nuestros días la estrategia lucharmadista. La socialdemocracia electorera y la socialdemocracia armada, han contagiado a amplios sectores anarquistas con su verborrea izquierdista, usándonos como carne de cañón para sus fines, completamente opuestos a nuestros objetivos de liberación total.

Claro está, esta reafirmación teórico-práctica, no significa que renunciemos a la violencia ácrata contra toda dominación. Por el contrario, optamos por la violencia refractaria como único método factible contra la violencia sistémica –lo que nos brinda la posibilidad de apuntar las armas contra las ideologías, incluidas la ideología reformista y la ideología de la lucha armada–, conscientes que tenemos un mundo que destruir. Porque, como nos recuerdan nuestros afines madrileños «es mejor un mundo asolado y destruido que el salto adelante que nos propone la izquierda del Capital y el capitalismo verde. Al fin y al cabo, lxs anarquistas, nunca le tuvimos miedo a las ruinas».


                                                                      Gustavo Rodríguez,

                                          Planeta Tierra, 29 de marzo de 2019.

Posdata aclaratoria: Quienes me conocen saben que no escribo estas notas “desde una torre de marfil ideológica” sino desde la práctica cotidiana y que, al igual que muchas compañeras y compañeros que impulsamos la insurrección anárquica, hace rato largo que rebasé los veinte años, solo que siempre habremos viejos que moriremos siendo jóvenes y, jóvenes que se pudren de vejez prematura.

Segunda posdata (ineludible): Un fuerte abrazo cómplice al entrañable Alfredo Cospito y todxs lxs anárquicxs encarceladxs alrededor del mundo. Solidaridad directa con lxs compañerxs griegxs de la Conspiración de Células del Fuego (CCF). Solidaridad directa, con nuestrxs hermanxs prófugxs Gabriel Pombo Da Silva y Elisa Di Bernardo (¡libres y peligrosxs!), asechados de nueva cuenta por el Estado (español e italiano).


i Algunas reflexiones ingobernables frente a la catástrofe. Disponible en: https://contramadriz.espivblogs.net/2019/03/22/analisis-algunas-reflexiones-ingobernables-frente-a-la-catastrofe-respuesta-al-articulo-quot-los-que-se-nos-van-libertarios-en-el-mundo-electoral-quot/ (Consultado 27/03/19).

ii Los que se nos van ¿Libertarios en el mundo electoral? Disponible en: https://www.regeneracionlibertaria.org/los-que-se-nos-van-libertarios-en-el-mundo-electoral (Consultado 27/03/19).

iii Id.

iv Id.

v Mao Tse-tung, Problemas de la Guerra y la Estrategia, La Revolución China y el Partido Comunista de China, Sobre la Nueva Democracia, Editorial Abraxas, Buenos Aires, 1972, P. 115.

domingo, abril 14

La II República española como proyecto político al servicio del militarismo y de la burguesía

El 14 de abril sigue siendo una fecha de referencia para quienes conmemoran la instauración de la II República, al mismo tiempo que reivindican el legado político de aquella experiencia histórica. Sin embargo, cuanto más se conoce dicho periodo más rechazo suscita en la población, sobre todo en la medida en que aquel régimen se caracterizó por su extrema violencia y crueldad con el pueblo llano.[1] A pesar de esto se sigue sin entender el significado histórico del régimen republicano, especialmente en la medida en que esta experiencia es sustraída del marco histórico general del que forma parte, y es reducida a una simple lucha de poder entre diferentes grupos sociales y políticos.

En primer lugar hay que contextualizar el advenimiento de la II República en términos históricos e internacionales, lo que significa tomar como referencia los grandes procesos en los que se vio envuelto el Estado español en su desarrollo histórico. Esto nos obliga a considerar la influencia de los factores externos, situados en la arena internacional, en el cambio de la forma monárquica del Estado a la forma republicana.[2] En lo que a esto respecta no hay que perder de vista que los Estados europeos estaban inmersos desde hacía varios siglos en un proceso de modernización permanente, lo que era fruto de su mutua competición en la esfera internacional. Con modernización nos referimos a un movimiento histórico-político hacia formas de gobierno de carácter burocrático, racionalizado, centralizado e impersonal,[3] que supusieron la concentración, acumulación y centralización de una cantidad creciente de poder en manos del Estado para adaptar su esfera doméstica a los desafíos de la competición geopolítica internacional. La modernización constituye, desde esta perspectiva política e internacional, parte del proceso de construcción del Estado territorial y soberano.

En la medida en que los Estados no existen en el vacío, sino que por el contrario forman parte de un sistema de Estados en el que interactúan y donde impera un contexto de competición y mutua hostilidad, no puede ignorarse la influencia que el medio internacional ejerce sobre la esfera doméstica de los Estados. Así pues, en dicho medio se desarrollan una serie de relaciones de las que de un modo espontáneo y no intencionado se forma una estructura de poder fruto de la desigual distribución de capacidades internas de los Estados.[4] Esta circunstancia es la que hace que la estructura de poder presione sobre el interior de los Estados y afecte no sólo a su comportamiento en el ámbito internacional, sino también a su constitución interna.[5] La modernización como tal no es sino el efecto no premeditado de la competición geopolítica de los Estados, y en la que la guerra ha desempeñado un papel central como impulsora del cambio político en la esfera doméstica.[6] De este modo la modernización es el proceso de permanente adaptación del ámbito interior de los Estados a los constantes desafíos presentados por la esfera internacional.

El Estado español había ostentado una posición dominante en el sistema internacional hasta el s. XVII, y a partir de entonces declinó como gran potencia en la medida en que otros Estados le tomaron la delantera como fueron los casos de Francia e Inglaterra. España sólo conservó cierta relevancia internacional gracias a sus posesiones coloniales en América hasta el s. XVIII, siendo para entonces una potencia de segunda fila. Tanto Francia como Inglaterra desarrollaron una serie de cambios en sus respectivas esferas domésticas que les permitieron aumentar sus capacidades nacionales, y con ello maximizar su poder tanto a nivel interno como a nivel externo en su competición por la hegemonía internacional. Esto fue muy evidente en el transcurso de las guerras napoleónicas, debido sobre todo a que la preeminencia de Francia se debió a los cambios que se produjeron en la constitución interna del Estado como consecuencia de la revolución. A través de la revolución Francia estableció un gobierno directo sobre la población, lo que incrementó sus capacidades organizativas para movilizar una cantidad creciente de recursos materiales, económicos, humanos, etc., con los que aumentó su poder militar y, por tanto, su poder internacional.[7] Sin embargo, en España los cambios necesarios para situar al país al mismo nivel que las restantes grandes potencias del momento no fueron llevados a cabo, y cuando estos intentaron ser puestos en práctica tras la derrota de Napoleón encontraron una fortísima oposición entre la población.

Mientras la Francia revolucionaria fue capaz de reunir una fuerza militar de casi un millón de efectivos gracias a la modernización acelerada del Estado, España se sumió en un estado de postración internacional ante la arrolladora maquinaria de guerra francesa, hasta el punto de ser invadida. Tal es así que la resistencia armada contra Napoleón fue ejecutada por el propio pueblo, mientras las élites locales rendían pleitesía a los ocupantes. Esta manifiesta posición de debilidad internacional condujo a la élite mandante española a tomar medidas enérgicas dirigidas a aumentar el poder del Estado mediante un incremento del control sobre su territorio, es decir, sobre la población y los recursos materiales, económicos, etc., disponibles. Esto supuso la imitación del modelo que representaba en aquel momento Francia, lo que dio comienzo a la revolución liberal con la promulgación de la constitución de Cádiz de 1812.[8] A partir de entonces el Estado español se sumió en un ciclo de experimentación política dirigido a modernizar sus estructuras internas con el propósito de reforzar su poder militar y recuperar el estatus de gran potencia. Fue un proceso liderado por los mandos militares, pues no olvidemos que el Estado moderno fue hasta bien entrado el s. XX una institución exclusivamente militar, y por ello una máquina para la guerra que únicamente de forma tardía desarrolló otro tipo de funciones de carácter civil.[9]

Como consecuencia del papel dominante del ejército en la política española del s. XIX algunos autores, como Daniel R. Headrick, muy acertadamente han catalogado el sistema político español de aquel entonces como un sistema pretoriano.[10] Esto conllevó la permanente experimentación de regímenes políticos diferentes que no terminaron de funcionar, y que sumieron al país en una constante guerra civil debido a la oposición popular que suscitó el crecimiento del Estado y su progresiva intromisión en una cada vez mayor cantidad de ámbitos de todo tipo.[11] Por el camino España perdió su imperio y en diferentes ocasiones, como durante la I República, el Estado estuvo a punto de desaparecer. Por tanto, el proceso de modernización del Estado español sumió al país en una profunda crisis política y social que a largo plazo impidió que lograse recuperar su antiguo estatus de gran potencia en el concierto internacional. Sin embargo, esto no hizo que los intentos de la élite mandante cesaran en la búsqueda de ese relanzamiento del Estado en la esfera internacional, lo que, como decimos, implicaba la transformación de su esfera interior y la adaptación de la sociedad a sus necesidades estratégicas en la lucha geopolítica internacional. Esto se concretaba en incrementar los recursos del Estado para poder costear un ejército moderno y más grande con el que competir con éxito frente a otras potencias. Pues no olvidemos que la modernización del ejército, tanto en el terreno organizativo como en el tecnológico, tiene efectos sobre la estructura y organización del Estado, y consecuentemente en el cambio político.[12]

Así pues, la historia de España desde el s. XIX hasta bien entrado el s. XX fue una historia de resistencia popular al crecimiento del Estado que impulsó el liberalismo, y sobre todo los mandos militares que lideraron la revolución liberal. Nos referimos a todos esos espadones que segaron la vida de quienes se les opusieron: Rafael del Riego, Baldomero Espartero, Leopoldo O’Donnell, Juan Prim, Francisco Serrano, Manuel Pavía, etc. El contexto de permanente inestabilidad social y política derivada de la impopularidad de las élites mandantes y sus estructuras de poder político, condujo a una progresiva descomposición de España como proyecto imperial que se evidenció tras la derrota frente a EEUU en el control de sus últimas colonias de ultramar. Esta situación generó la determinación en las élites de reforzar la posición del Estado frente a la sociedad, sobre todo para afirmar su autoridad y aumentar su poder militar. Así, la modernización del Estado alcanzó un punto crítico en la etapa posterior a la Gran Guerra debido al desarrollo económico que España vivió gracias a su neutralidad. En un contexto de conflictividad social creciente, unido a fracasos tan sonoros como el del Annual, y el cambio en la situación internacional debido a que las grandes potencias industriales recuperaron rápidamente los mercados que habían cedido a España durante la contienda, condujeron a la instauración de una dictadura militar de inspiración fascista bajo el mando del general Miguel Primo de Rivera y con el beneplácito de Alfonso XIII.

La dictadura de Primo de Rivera sirvió para reestabilizar el sistema de dominación y modernizar el Estado en ámbitos como el financiero, fiscal, administrativo e industrial, al mismo tiempo que aumentó su tamaño y con ello incrementó su contacto con la sociedad que lo recibió con especial rechazo.[13] Esto se inscribió en el marco de una política exterior más agresiva y de signo expansionista en el norte de África, de lo que el desembarco de Alhucemas es una clara muestra. La centralización, concentración y acumulación de poderes en manos del Estado supuso un importante desgaste político para el régimen establecido, lo que aumentó su inestabilidad a pesar de haber logrado cooptar temporalmente a ciertos sectores políticos y sociales, como PSOE-UGT, con la formación de un directorio civil. A lo que cabe añadir la milenaria tradición antimilitarista de las clases populares y su resistencia a colaborar en las aventuras imperialistas de la élite dominante.

En este contexto histórico y sociopolítico en el que el grado de agitación social era creciente, así como el descrédito de la dictadura y del monarca que la apoyó, la instauración de la II República se entiende como el comienzo de un nuevo ciclo de modernización del Estado. En lo que a esto se refiere la proclamación de la República fue antes que nada una imposición de los mandos militares, muy al contrario de lo que la historiografía oficial ha hecho creer. En las elecciones de 1931 las candidaturas republicanas en conjunto sólo lograron 5.875 concejales, mientras que las candidaturas monárquicas obtuvieron 22.150, todo lo cual no impidió la proclamación de la República.[14] Esto no hace sino demostrar que esta proclamación supuso la imposición de un nuevo régimen político llevada a cabo por las altas esferas del poder constituido con el ejército a la cabeza. Entre los mandos militares que participaron en la conspiración que facilitó el advenimiento de la II República destacaron el general Goded, Queipo de Llano, Mola y muchos otros.[15] Basta con señalar que el monarca únicamente se decidió a abandonar el país en su flamante hispano-suiza cuando el general Sanjurjo, director general de la guardia civil, le informó de que no podía garantizar su seguridad personal.[16]

A tenor de todo lo hasta ahora dicho puede afirmarse que la instauración de la II República fue una revolución desde arriba para, así, evitar una revolución desde abajo que con el paso del tiempo se hacía más probable dada la agitación popular y la propagación de planteamientos revolucionarios entre amplios sectores de la sociedad.[17] De esta manera las ansias de libertad de la población intentaron ser apaciguadas y reencauzadas mediante este cambio de régimen, con el propósito de crear una nueva legitimidad que facilitase el relanzamiento del proyecto de modernización del Estado, y consecuentemente el incremento de sus poderes con vistas a recuperar un papel relevante en el concierto de las naciones europeas. El crecimiento del aparato represivo,[18] los intentos de modernizar el ejército, el aumento de las cargas fiscales sobre la población, el impulso dado a los negocios de las clases acaudaladas con la expansión del trabajo asalariado, el sector financiero, etc.,[19] generaron una fuerte oposición popular que recrudeció la represión como respuesta de las élites.

En general la II República puso en marcha una serie de medidas dirigidas a movilizar los recursos disponibles en el país para aumentar las capacidades nacionales con las que apuntalar un crecido poder militar, y de esta forma jugar un papel relevante en el ámbito internacional de cara a garantizar a España una esfera de poder propia en el norte de África. Esto es lo que explica la implementación de un conjunto de políticas dirigidas a establecer un capitalismo más agresivo, adaptado a las exigencias de las clases más pudientes y a las crecientes necesidades industrializadoras. Para conseguir este objetivo, y aumentar la base tributaria del Estado, fue necesario reforzar a este último como así lo hizo el nuevo ordenamiento constitucional. A lo que le acompañó la creación de nuevos cuerpos represivos como la guardia de asalto, además de diferentes leyes que restringieron las garantías y libertades formales. Nos referimos, por ejemplo, al artículo 42 de la constitución para la suspensión de dichas garantías y libertades si lo exigía el bien del Estado; el artículo 76 d que dotaba al presidente de la República de poderes exorbitantes; diferentes leyes como la ley de Defensa de la República del 21 de octubre de 1931;[20] o la ley de Orden Público del 28 de julio de 1933 que fue promulgada con Manuel Azaña como presidente del gobierno, y que fue mantenida en vigor por el franquismo hasta 1959; o la ley de fugas que se saldó por lo menos 3.900 muertes, lo que en la práctica fueron ejecuciones extrajudiciales bajo el pretexto de fuga;[21] o la ley de vagos y maleantes del 4 de agosto de 1933, mantenida por el franquismo, y que fue introducida en el código penal para reprimir fundamentalmente a trabajadores en el paro, vagabundos y nómadas, así como a todos aquellos que no fueran del gusto de la autoridad competente, todo lo cual permitió la creación de campos de concentración para desempleados.[22]

En definitiva, la instauración del régimen republicano obedeció no tanto a razones de orden interno como a una necesidad exterior derivada de la competición geopolítica internacional, y que presionó sobre la esfera interior hasta el punto de transformar la constitución interna del Estado español. De este modo las presiones externas operaron a través de las condiciones internas que originaron la II República, la cual no fue otra cosa que una imposición de los militares que más tarde, en 1936, le pusieron fin. Sin embargo, este régimen que trató de maximizar su poder tanto hacia dentro como hacia fuera encontró una fuerte resistencia popular, aún a pesar de haber sido un intento consciente de las élites mandantes de impedir el estallido de una revolución desde abajo.[23] Por tanto, a nivel doméstico la II República fue un régimen extremadamente represivo que intentó meter en cintura a las clases populares, y que con ello pretendía crear las condiciones propicias para relanzar la política exterior española en clave imperialista. Finalmente nada de esto ocurrió, el régimen republicano fracasó estrepitosamente al encontrar una oposición frontal de la población que condujo a los mandos militares a alzarse en armas contra el pueblo para impedir la revolución. Así las cosas, quienes celebran el 14 de abril en conmemoración de la proclamación de la II República consciente o inconscientemente celebran, también, un régimen impuesto por los militares, al servicio del militarismo y de la burguesía. Un régimen que, además de haber sido tremendamente represivo con el pueblo, constituye un jalón más en el proceso modernizador del Estado español, y por tanto de su crecimiento y expansión.


                                                                        Esteban Vidal

Notas:

[1] A este respecto son bastante elocuentes los datos recopilados por Eduardo González Calleja quien pone de manifiesto que la mayor parte de la violencia que se produjo en la II República fue del Estado contra la sociedad. González Calleja, Eduardo, Cifras cruentas: las víctimas mortales de la violencia sociopolítica en la Segunda República española (1931-1936), Granada, Comares, 2015. Sobre esta dimensión represiva de la II República también es recomendable lo comentado en Rodrigo Mora, Félix, “14 de abril: La república del máuser” http://esfuerzoyservicio.blogspot.com.es/2013/04/14-de-abril-la-republica-del-mauser.html

[2] En este punto concordamos con lo sostenido por Otto Hintze, quien destacó que la rivalidad entre potencias tiene tanta importancia como las rivalidades entre grupos sociales en el moldeamiento de la estructura del Estado. Hintze, Otto, Historia de las formas políticas, Madrid, Editorial Revista de Occidente, 1968

[3] Porter, Bruce D., War and the Rise of the State: The Military Foundations of Modern Politics, Nueva York, The Free Press, 1994, p. xiv

[4] Sobre el punto de vista estructuralista acerca de la realidad internacional consultar: Waltz, Kenneth N., Teoría de la política internacional, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1988

[5] Esta perspectiva está presente en las investigaciones de diferentes autores. Spruyt, Hendrik, The Sovereign State and Its Competitors, Princeton, Princeton University Press, 1996. Rasler, Karen A. y William R. Thompson, War and State Making: The Shaping of the Global Powers, Londres, Unwin Hyman, 1989. Mann, Michael, Las fuentes del poder social, Madrid, Alianza, Vol. 1 y 2, 1991-1997. Hintze, Otto, Feudalismo – Capitalismo, Barcelona, Editorial Alfa, 1987. Ertman, Thomas, Birth of the Leviathan: Building States and Regimes in Medieval and Early Modern Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 1997

[6] Al fin y al cabo es la guerra la que crea el Estado y la que impulsa su desarrollo histórico al hacer que este intervenga en multitud de ámbitos y actividades, lo que conlleva la transformación de su carácter al hacerse más racional, organizado y centralizado a medida que aumenta su poder en el ámbito interior y, a su vez, en el ámbito exterior. Guerra y construcción del Estado van unidas debido a que la necesidad de organizar los medios para preparar y hacer la guerra origina la aparición de un aparato burocrático encargado de movilizar los recursos económicos, financieros, humanos, materiales, etc., necesarios. Sobre esto son notables las aportaciones recogidas en Roberts, Michael, “The Military Revolution, 1560-1660” en Rogers, Clifford J. (ed.), The Military Revolution Debate: Readings on the Military Transformation of Early Modern Europe, Boulder, Westview Press, 1995, pp. 13-36. Tilly, Charles, Coerción, capital y los Estados europeos 990-1990, Madrid, Alianza, 1992. Ídem, “Reflections on the History of European State-Making” en Tilly, Charles (ed.), The Formation of National States in Western Europe, Princeton, Princeton University Press, 1975, pp. 3-83. Parker, Geoffrey, La revolución militar. Las innovaciones militares y el apogeo de Occidente, 1500-1800, Barcelona, Crítica, 1990. Duffy, Michael (ed.), The Military Revolution and the State 1500-1800, Exeter, University of Exeter, 1986

[7] Una magnífica investigación que pone de manifiesto este y otros aspectos decisivos de los efectos de la revolución francesa en el relanzamiento de Francia como gran potencia, así como de otros procesos revolucionarios análogos, es Skocpol, Theda, States and Social Revolutions: A Comparative Analysis of France, Russia, and China, Nueva York, Cambridge University Press, 1979. Existe una edición en castellano: Ídem, Los Estados y las revoluciones sociales: un análisis comparativo de Francia, Rusia y China, México, Fondo de Cultura Económica, 1984

[8] Existían antecedentes previos, ya en el s. XVIII, en los que miembros de la élite mandante pusieron de relieve la necesidad de cambiar las estructuras políticas del Estado para adaptarlas al nuevo contexto internacional. Nos referimos a personajes como Floridablanca o Jovellanos. De interés son las observaciones recogidas acerca de los efectos de la implantación del orden constitucional y liberal en Rodrigo Mora, Félix, La democracia y el triunfo del Estado. Esbozo de una revolución democrática, axiológica y civilizadora, Morata de Tajuña, Manuscritos, 2011, pp. 41-62

[9] Los datos sobre el carácter esencialmente militar del Estado son abrumadoramente claros, y quedan evidenciados a través de las partidas presupuestarias dirigidas a la guerra. La bibliografía a este respecto también es abundante. Rasler, Karen A. y William R. Thompson, “War Making and the State Making: Governmental Expenditures, Tax Revenues, and Global Wars” en American Political Science Review Vol. 79, Nº 2, 1985, pp. 491-507. Mann, Michael, Op. Cit., N. 5, Vol. 1, pp. 590-617. Ídem, “State and Society, 1130-1815: an Analysis of English State Finances” en Mann, Michael, States, War and Capitalism, Oxford, Basil Blackwell, 1988, pp. 73-123. Rasler, Karen A. y William R. Thompson, The Great Powers and Global Struggle, Lexington, The University Press of Kentucky, 1994

[10] Headrick, Daniel R., Ejército y política en España (1866-1898), Madrid, Tecnos, 1981

[11] Sobre la valiente resistencia que ofreció el pueblo a la introducción del liberalismo es recomendable la lectura de Rodrigo Mora, Félix, Op. Cit., N. 8, pp. 84-102

[12] Numerosos autores han desarrollado su particular línea de investigación en torno a este enfoque en el que la atención es centrada en la interrelación que se da entre la organización militar y la organización del Estado. Destaca Otto Hintze, pero juntamente con él otros autores que de un modo independiente realizaron sus particulares reflexiones. Hintze, Otto, “Organización Militar y Organización del Estado” en Revista Académica de Relaciones Internacionales Nº 5, 2007 (https://revistas.uam.es/index.php/relacionesinternacionales/article/view/4868/5337). Finer, Samuel E., “State and Nation Building in Europe: The Role of the Military” en Tilly, Charles (ed.), The Formation of National States in Western Europe, Princeton, Princeton University Press, 1975, pp. 84-163. Rapoport, David C., “A Comparative Theory of Military and Political Types” en Huntington, Samuel P. (ed.), Changing Patterns of Military Politics, Nueva York, The Free Press, 1962, pp. 71-100. Andreski, Stanislav, Military Organization and Society, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1954. Corvisier, André, Armies and Societies in Europe, 1494-1789, Bloomington, Indiana University Press, 1979. Downing, Brian M., The Military Revolution and Political Change: Origins of Democracy and Autocracy in Early Modern Europe, Princeton, Princeton University Press, 1992. Antes que todos estos autores encontramos un curioso antecedente de este punto de vista en un artículo escasamente conocido de Fredrich Engels, quien prestó especial atención a cuestiones de carácter militar y su influencia en la esfera política. Engels, Friedrich, “The Armies of Europe” en Putnam’s Monthly. A Magazine of Literature, Science and Art Vol. 6, Nº 33, 1855, pp. 193-206 y 306-317

[13] Para un estudio en profundidad de esta etapa de la historia del Estado español es recomendable la siguiente bibliografía: González Calleja, Eduardo, La España de Primo de Rivera. La modernización autoritaria, 1923-1930, Madrid, Alianza, 2005. Tamames, Ramón, Ni Mussolini ni Franco: la dictadura de Primo de Rivera y su tiempo, Barcelona, Planeta, 2008. Gómez Navarro, José Luis, El régimen de Primo de Rivera, Madrid, Cátedra, 1991. Ben-Ami, Shlomo, El cirujano de hierro. La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), Barcelona, RBA, 2012

[14] Alcalá Galve, Ángel, Alcalá-Zamora y la agonía de la República, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2002

[15] Sobre la trama conspiracionista que lideraron y ejecutaron los militares es interesante lo recogido en Franco, Ramón, Madrid bajo las bombas, Madrid, Zevs, 1931. Para hacerse una idea del apoyo que este régimen recibió del ejército basta con señalar que únicamente 5 militares de la escala activa y uno de la reserva rehusaron jurar fidelidad a la II República. Información sobre esta cuestión puede encontrarse en Cardona, Gabriel, El poder militar en la España contemporánea hasta la guerra civil, Madrid, Siglo XXI, 1983

[16] Pulido Pérez, Agustín M., La Guardia Civil ante el bienio azañista, 1931/33, Madrid, Almena, 2008

[17] La implantación del régimen republicano también ha sido catalogada como una revolución conservadora hecha desde arriba, lo que salvando las distancias históricas y culturales no la diferenciaría de la restauración Meiji en Japón. Rodrigo Mora, Félix, Op. Cit., N. 8, pp. 294-299

[18] La creación de la guardia de asalto es significativa en este sentido, además del crecimiento del gasto estatal en actividades represivas. A lo que hay que añadir el aumento del número de efectivos de la guardia civil, que en 1930 contaba con 27.500 hombres mientras que en 1936 disponía de 34.500, esto es un 25% más. E igualmente su presupuesto que en 1930 era de 103 millones de pesetas, mientras que ya para 1933 era de 126. El presupuesto de seguridad, por su parte, pasó por esas mismas fechas de los 62 millones a los 120 millones. En términos generales puede observarse que la monarquía, en 1930, dedicaba 165 millones de pesetas al orden público, mientras que la II República, en 1933, dedicaba 246 millones. Muñoz Bolaños, Roberto, “Fuerzas y cuerpos de seguridad en España (1900-1945)” en Serga Especial Nº 2. Romero, Luis, Tres días de julio, 18, 19 y 20 de 1936, Barcelona, Ariel, 1967. Arrarás, Joaquín, Historia de la Segunda República Española, Madrid, Editora Nacional, 1956, Vol. 2

[19] Al fin y al cabo las clases acaudaladas apoyaron decididamente a las fuerzas republicanas en las elecciones municipales de 1931, y se mantuvieron al lado de la República hasta poco antes de la sublevación militar en 1936, cuando esta era ya inevitable. El propio conde de Romanones declaró que el rey Alfonso XIII fue abandonado por todos los estamentos del poder, y que en los barrios burgueses y aristocráticos de Madrid triunfaron las candidaturas republicanas en las elecciones de 1931. Figueroa y Torres Romanones, Álvaro, Notas de una vida, Madrid, Marcial Pons, 1999

[20] Esta ley de Defensa de la República se basó para su redacción en el anteproyecto de ley de Orden Público elaborado por la Asamblea Nacional de la dictadura de Primo de Rivera. Facultaba al gobierno para establecer tres estados de excepción por decreto, sin necesidad de que las Cortes suspendieran previamente las garantías constitucionales. Más información pormenorizada sobre estas leyes puede encontrarse en Gil Pecharromán, Julio, La Segunda República. Esperanzas y frustraciones, Madrid, Historia 16, 1997, p. 70. Ballbé, Manuel, Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983), Madrid, Alianza, 1983, p. 363

[21] Fiestas Loza, Alicia, Los delitos políticos (1808-1936), Salamanca, Librería Cervantes, 1994

[22] Sobra decir que en la práctica la normalidad constitucional fue una excepción dado que todos los gobiernos republicanos recurrieron de un modo u otro a las leyes antes citadas, lo que generó una permanente suspensión de derechos y garantías como método para aplicar la represión de manera intensiva sobre la población, y muy especialmente sobre el campesinado y el movimiento obrero organizado. Todo esto contribuyó a darle al propio régimen republicano un cariz sumamente represivo y violento que desbordó considerablemente la situación previa de la dictadura militar de Primo de Rivera.

[23] Rodrigo Mora, Félix, Investigación sobre la II República española, 1931-1936, Madrid, Potlatch ediciones, 2016

jueves, abril 11

¡Cuidado con el ecologismo de Estado!


Vivimos en un mundo que no funciona, que está en franco declive, que se hunde, tal como parecen indicar los síntomas de la degradación directamente comprobables, desde el desarreglo climático hasta las hambrunas y patologías emergentes, desde la contaminación generalizada y la deforestación galopante hasta la desigualdad social creciente, desde la extensión de la peste emocional religiosa y nacionalista hasta las guerras por el control de recursos cada vez más escasos. No se trata pues de una simple crisis, sino de una catástrofe ecológica y social que adquiere visos de normalidad, puesto que lleva años produciéndose. En efecto, la economía global, último estadio de la civilización capitalista, se ha mostrado como una fuerza destructora mayor, capaz de alterar irreversiblemente los ciclos vitales de la naturaleza, de arruinar la sociedad y de destruirse con ambas. Hecho histórico inaudito, el impacto económico y tecnológico ha desbordado la esfera social adquiriendo la devastación dimensiones geológicas. Las condiciones de supervivencia de la especie humana están siendo profundamente deterioradas. La novedad es que o hay vuelta atrás. En resumen, el capitalismo es la catástrofe misma, y el problema no es que se derrumbe, una buena cosa se mire por donde se mire, sino que en su demencial carrera hacia el abismo nos arrastre a todos. Las almas cándidas que no paran de rogar por la salvación del planeta Tierra, por la preservación del hábitat de la humanidad, contra la extinción de las especies, harían bien en precisar que es del capitalismo en todas sus facetas del que hay que salvarlo, y que ello comporta su abolición, que es la de las desigualdades, de las jerarquías, de los aparatos políticos, de la división del trabajo, del patriarcado, de los ejércitos y de los Estados.

La Naturaleza ha pasado plenamente a formar parte de la economía; ha dejado de ser un entorno inmutable que soporta a una sociedad evolucionando históricamente. Se ha “civilizado”. Tierra, mar, aire y seres vivos son meros objetos de mercado. La sociedad, capitalista por supuesto, se apropia de la Naturaleza, o como se suele decir, del medio ambiente, igual que se había apoderado antes de la sociedad. La Naturaleza ya no queda fuera de la historia, no es ajena al tiempo lineal de la sociedad de masas, puesto que las catástrofes que la afectan tienen origen social. Son consecuencia de un proceso histórico ligado al ascenso y consolidación de una clase que funda su poder en el control de la economía: la burguesía. Y esa misma clase, históricamente transformada, ha tomado conciencia de que el nuevo empuje de la economía – de un mayor avance en el saqueo del territorio- depende de la administración de las catástrofes que su despliegue ha provocado. La guerra contra la naturaleza continúa pero disimulada bajo una aparente paz ecológica. El catastrofismo es ahora parte importante de la ideología dominante -la de la clase dominante, hasta hace poco optimista y progresista- puesto que el pesimismo es más de recibo en un mundo que hace aguas. El desastre no se puede negar ni reconducir. Hay que admitirlo. La basura campa a sus anchas, el ocio industrializado hace estragos, la biodiversidad se pierde y la opresión se multiplica. El mensaje actual del poder es claro: la catástrofe es real, la amenaza del colapso es muy plausible, pero la responsabilidad compete a una humanidad abstracta, ávida de riquezas, muy prolífica y genéticamente autodestructiva. Resulta que todos somos culpables de la catástrofe por ser como dicen que somos, animales que persiguen exclusivamente el beneficio privado. Solamente los dirigentes pueden librarnos de ella, porque solo ellos tienen la capacidad, los conocimientos y los medios necesarios para hacerlo sin frenar el crecimiento económico ni modificar en lo sustancial el modelo financiero. En fin, conservando con fidelidad el statu quo, no afectando en lo fundamental las estructuras políticas y sociales.

La solución de los dirigentes radica en un nuevo sistema industrial de producción y servicios controlando los flujos migratorios y caminando de la mano de tecnologías “verdes”, las verdaderas protagonistas de la “transición” del viejo mundo ecocida con sus fuentes de energía “fósil” al nuevo mundo sostenible con sus “yacimientos” de energía “renovable”. La nueva economía “baja en carbono” llega en auxilio de la vieja economía petrolificada, no para desplazarla, sino para complementarla. Ambas son extractivistas y desarrollistas. Las multinacionales dirigen toda la operación: el capitalismo es quien reverdece. Así pues, el consumo de combustible fósil no se verá afectado por la producción de agrocarburantes y de energía de fuentes que de “renovables” no tienen más que el nombre. El consumo mundial de energía que los dirigentes tildan de “verde” nunca sobrepasará a la “fósil”: en la actualidad no llega al 14% del total. Por consiguiente, las centrales nucleares, las térmicas, las incineradoras, las metanizadoras, la fractura hidráulica y los embalses incrementarán su presencia, esta vez en compañía de las industriales eólicas, fotovoltaicas, termosolares y de biomasa. Las nuevas tecnologías sostienen a la sociedad explotadora, dependen de ella tanto o más que lo contrario. El crecimiento, el desarrollo, la acumulación de capital o como quieran llamarlo, se apoya ahora en la economía “verde”, en la “sostenibilidad”, en los puestos de trabajo “verdes”, en las innovaciones ecotécnicas que concentran poder y refuerzan la verticalidad de la decisión. El ecologismo de Estado es su nuevo valedor, la vanguardia profesional auxiliar de la clase política alumbrada por el parlamentarismo, el voraz consumidor de los fondos públicos y privados destinados a financiar proyectos de apuntalamiento sistémico y rentabilización de la marginalidad.

Un ecologismo de ese tipo es casi imprescindible como instrumento estabilizador de la fuerza de trabajo expulsada definitivamente del mercado, pero todavía lo es más como arma de deslocalización de las actividades contaminantes hacía países pobres, cuya mayor oportunidad de formar parte de la economía global consiste en convertirse en vertederos. El ecologismo de Estado viene representado primero por una gama de partidos de corte ecoestalinista, fruto del reciclaje del estalinismo residual, clásico, bajo los parámetros del ciudadanismo populista, como por ejemplo Podemos, Comunes, IU o Equo. A continuación vienen un montón de colectivos y asociaciones reformistas que no van más allá de la economía “solidaria” de mercado, el consumo “responsable”, la explotación de energías “renovables” y el desarrollismo “sostenible.” Mayor grado de complicidad con el orden tienen los ecologistas patentados de las grandes ONG's del estilo de Green Peace, WWF, Extinción-Rebelión o Green New Deal, que aspiran a convertirse en lobbies, y sobre todo los tertulianos “transicionistas”, los “colapsólogos” y las vedettes del espectáculo conmovidas por la devastación planetaria. Sin embargo, el núcleo duro de esa clase de ecologismo está compuesto por una fauna considerable de arribistas cretinos, trepas advenedizos y aventureros aprovechados que se distribuye por las instituciones, los medios, las redes sociales y las cúpulas orgánicas en tanto que expertos, asesores, consejeros y directivos. Se puede confeccionar una extensísima lista con sus nombres. El común denominador de todos ellos es no constituir una amenaza para nada ni para nadie. No cuestionan los tópicos fundacionales del dominio burgués -“democracia”, “progreso”, “Estado de derecho”- sino más bien lo contrario. Realmente no quieren acabar con el capitalismo ni desindustrializar el mundo. Sus miras son mucho menos ambiciosas: la mayoría se dará por satisfecha con ver incluidas algunas de sus propuestas en las agendas de los partidos principales y los gobiernos. Al fin y al cabo, su trabajo vocacional se limita a presionar a los políticos, no a expurgar la política. Intentan ejercer de intermediarios en el mercado territorial a través de normativas conservacionistas, tal como hacen los sindicatos en el mercado laboral.

El Estado vertebra o desvertebra la sociedad en función de poderosos intereses privados, los intereses de la dominación industrial, y no en beneficio de las masas administradas. Es algo inamovible. El saqueo del territorio que las elites económicas practican está siendo facilitado por las instancias estatales, que se alimentan de él reforzando de paso su estructura jerárquica, consolidando la clase político-funcionarial y extendiendo los mecanismos de control de la población. No hay Estado “verde” posible, porque ningún Estado que se precie va a actuar en contra de sus intereses, y estos pasan por la explotación intensiva de los recursos naturales más que por el decrecimiento. La detención de la catástrofe implicaría la del desarrollo, con temibles derivaciones como la erradicación del consumismo, el desmantelamiento de las industrias, las autopistas y la gran distribución, la desurbanización del espacio, la disolución de la burocracia, la descentralización total de la producción energética y alimentaria, el fin de la división del trabajo, etc., todas contrarias al carácter del Estado producto de la civilización industrial. Por eso el ecologismo del Estado preferirá distraer a su público con pequeños gestos superficiales de responsabilidad ciudadana. No irá más allá de los impuestos, los decretos y las comisiones de seguimiento; no sobrepasará la recogida selectiva de basuras, la limitación de la velocidad a 80 Km/h, el fomento de la bicicleta, la promoción de los alimentos orgánicos, el alumbrado de bajo consumo o la prohibición de determinados envases de plástico, nada de lo cual contribuirá visiblemente al cambio ecológico o a la democratización de la sociedad. El Estado reposa sobre una población infantilizada, excluida de la decisión y despolitizada, volcada en su vida privada; el Estado se nutre de una sociedad artificial, estratificada, clasista, en fuerte desequilibrio con el entorno y por consiguiente insostenible. Si una sociedad así nunca será ecológicamente viable, tampoco lo será un Estado forjado en su seno por mucha voluntad que alguno le ponga. Los falsos ecologistas adoran al Estado por encima de todas las causas.

Los verdaderos ecologistas están en otra parte. Los auténticos ecologistas son antidesarrollistas. Su programa rechaza el papel preponderante de la técnica en la orientación evolutiva de la sociedad, es decir, condena como falacia perniciosa la idea de “progreso”. Asímismo, critica y combate la concentración de la población en conurbaciones y la proletarización de la vida de sus habitantes, tanto en su dimensión material como en la moral. Lucha contra la alienación y consecuencia necesaria de la masificación. Para ellos la civilización industrial y el Estado que la representa son irreformables y hay que combatirlos por todos los medios, desde luego, medios que no contradigan a los fines. Boicots, marchas, ocupación, movilizaciones, etc. La defensa del territorio es antiestatista y anticapitalista tanto en la forma como en el contenido. Busca la salida del capitalismo, la desmercantilización del territorio y las relaciones humanas, y la gestión pública a través del ágora, es decir, de las asambleas. La catástrofe ecológica no podrá conjurarse más que con un cambio drástico del modo de vida, una “desalienación”, lo que nos remite a la restitución del metabolismo normal entre la urbe y el campo, a la unificación del trabajo intelectual y físico, a la supresión de la producción industrial, a la abolición del trabajo asalariado, a la extinción de las formas estatistas... La cuestión teórica y práctica que se plantea consiste en cómo elaborar una estrategia realista de masas para llevar a cabo los objetivos descritos. La salvación del planeta y de la humanidad doliente dependerá de que la capacidad que tenga la población oprimida para salir de su letargo y emprender el largo camino de la resistencia con el fin de acabar con un mundo aberrante y construir en su lugar una sociedad verdaderamente humana.


Miquel Amorós, 26 de febrero de 2019. Argumentos para la no-participación en unas jornadas colapsistas