En la Antigüedad era habitual que en las ciudades Estado, sobre todo en Grecia, las diferentes facciones políticas se agrupasen en torno a
uno o varios líderes destacados, aunque sin llegar a crear
organizaciones partidistas propiamente dichas. Por regla general los
miembros de estas facciones eran conocidos por el nombre de sus líderes.
En otros lugares era habitual que diferentes clanes familiares diesen
forma a esas facciones políticas, como por ejemplo ocurría en Escocia
durante la Edad Media.
Sin embargo, en la época medieval se dan los principales antecedentes
de los partidos políticos modernos. En aquella época el principal eje
de conflicto que regía la política era el que establecía la distinción
entre partidarios del Emperador y del Papa. Esto provocó la formación de
grandes ligas entre diferentes familias dinásticas en su lucha por el
acceso al trono del Sacro Imperio como fueron los gibelinos, reunidos en
torno a la casa de Hohenstaufen, y los güelfos, que se agrupaban en
torno a la casa de Welf. Las querellas de ambas casas reales condujeron
la mayor parte de los conflictos que se desarrollaron en Italia durante
la Edad Media y principios de la Edad Moderna, de tal modo que las
diferentes ciudades se alinearon en cada caso a favor o en contra de una
de estas familias, y generalmente tomando de referencia las
preferencias de sus respectivas ciudades rivales. Si Florencia era
güelfa Siena tenía que ser gibelina, y así sucesivamente, sobre la base
del viejo principio de que los enemigos de mis enemigos son mis amigos.
Pero incluso dentro de estas ciudades también se daban alineamientos
entre las principales familias según su adscripción a la causa gibelina o
güelfa a partir de las que se desarrollaban las disputas políticas
internas, lo que provocaba en algunas ocasiones que la adscripción de
una ciudad fuera variable como eran los casos de Bérgamo o Ferrara.
A finales del s. XVII en Inglaterra, durante el reinado de Carlos II,
se formaron los principales partidos que organizaban las diferentes
facciones políticas en el parlamento. Por un lado estaba el partido
tory, compuesto por terratenientes anglicanos de la gentry, y el partido
whig, liderado por nobles cuyo principal apoyo recaía en mercaderes,
financieros y terratenientes. Constituían facciones políticas de las
clases oligárquicas mandantes en el país que se agrupaban en el
parlamento, lo que las hacía más próximas entre sí como lo demuestra la
revolución de 1688 en la que se aliaron para expulsar al último rey
Estuardo, Jacobo II.
En la Francia del s. XVIII, en torno a los clubes políticos que
emergieron por todo el país al calor de la filosofía ilustrada dominante
en aquel entonces, aparecieron los primeros partidos políticos una vez
iniciada la revolución francesa. La denominada Asamblea Nacional, que
constituía el órgano soberano en sustitución del rey absoluto, se
organizaba en diferentes facciones políticas como eran los girondinos,
los jacobinos, los indulgentes, los hebertistas, etc., que también
fueron conocidos bajo otras denominaciones en función del lugar que
ocupasen en el parlamento, así nos encontramos con los montañeses, la
llanura o el pantano, etc. El grado de organización de estas facciones
variaba, pero en general sus integrantes solían actuar según unas ideas o
directrices comunes.
Estos incipientes partidos políticos eran aparatos de poder sujetos a
una dirección central que tenían como objetivo la conquista del poder
político, y por tanto conseguir el control de los resortes del poder que
estaban concentrados en el Estado para, así, gobernar a quienes no
formaban parte del partido. Los partidos eran una respuesta a las
necesidades de los grupos sociales dominantes para organizar su
intervención política.[1]
En la medida en que el eje central del conflicto político gira en
torno a la lucha que desenvuelven los partidos por la conquista y
conservación del poder, se han generado diferentes criterios de
clasificación del espectro político de entre los que el dominante ha
sido, y aún es, la clasificación de izquierda y derecha. Esta
clasificación tiene su origen en la revolución francesa y obedecía a los
asientos que cada facción política ocupaba en el parlamento.
Esta clasificación no sólo de los partidos políticos sino también de
sus respectivas ideologías, se basa en el significado que es asignado a
cada uno de sus elementos a partir de un criterio que toma de referencia
las diferencias de clase. En función de este criterio se articulan los
programas y las organizaciones que vertebran la izquierda y la derecha
política. Así, una de las definiciones más extendidas para ambos
conceptos ha sido la del politólogo escocés Robert McIver, para quien
“la derecha siempre es el sector de partido asociado con los intereses
de las clases altas o dominantes, la izquierda el sector de las clases
bajas en lo económico o en lo social, y el centro de las clases medias.
Históricamente este criterio parece aceptable. La derecha conservadora
defendió prerrogativas, privilegios y poderes enterrados: la izquierda
los atacó. La derecha ha sido más favorable a la posición aristocrática,
y a la jerarquía de nacimiento o de riqueza; la izquierda ha luchado
por la igualación de ventajas o de oportunidades, y por las demandas de
los menos favorecidos. Defensa y ataque se han encontrado, bajo
condiciones democráticas, no en el nombre de la clase pero sí en el
nombre de principio; pero los principios opuestos han correspondido en
términos generales a los intereses de clases diferentes”.[2]
La lucha política ha tendido a ser definida como un conflicto entre
clases en el que izquierda y derecha representan posiciones políticas
que responden a los intereses de esas clases en discordia, y que llevan
consigo valores políticos opuestos.[3]
Mientras la izquierda supuestamente persigue una mayor igualdad social
en la medida en que recaba el grueso de sus apoyos entre las clases más
populares, la derecha, por su parte, persigue mantener esas diferencias
sociales al considerarlas el resultado del libre desarrollo personal del
individuo, y que por ello reflejan la desigualdad de capacidades que
existe entre los miembros de una sociedad. Igualdad y libertad son
enfrentadas como valores antagónicos que expresan los intereses de
clases opuestas, y por esta razón constituyen valores mutuamente
excluyentes.
La distinción política de izquierda y derecha, que ha llegado a ser
asumida por sociólogos funcionalistas que se han caracterizado por negar
la existencia del conflicto social,[4]
resulta del todo insuficiente para explicar la actividad política que
rige la lucha partidista. Prueba de esto es el desarrollo de diferentes
ejes de conflicto sobre los que se han reagrupado nuevas clasificaciones
de los distintos partidos y que responden a la necesidad de abarcar un
complejo escenario, y por tanto superar el reduccionismo del viejo
esquema de izquierda-derecha.[5]
La aparición de espectros alternativos para catalogar las diferentes
posiciones políticas tampoco resuelve gran cosa, simplemente se limitan a
reconfigurar el estudio de la lucha partidista y no cuestionan el
trasfondo ideológico que alberga la distinción izquierda-derecha.[6]
El trasfondo ideológico que define la contradicción política entre
izquierda y derecha, y que por ende contribuye a establecer la libertad y
la igualdad como valores mutuamente excluyentes a nivel político, no es
otro que el que determina el Estado como espacio en el que se
desenvuelven las luchas partidistas, las relaciones políticas, sociales,
económicas e ideológicas. El Estado constituye el marco organizativo
que articula la sociedad, y como tal es el receptáculo del sistema de
dominación vigente que hace posible que una minoría, provista de amplios
poderes político-militares, económicos e ideológicos, ejerza su poder y
gobierno sobre el conjunto de la población.
Libertad e igualdad son ideas motrices con una poderosa carga
simbólica y emocional, y por ello con una fuerza de movilización nada
desdeñable que permiten articular discursos con los que seducir a las
masas. Cuando estas ideas son utilizadas en la lucha partidista adoptan
un nuevo significado, y por tanto un nuevo sentido, que obedece a una
función discursiva en la lucha por el poder. El discurso político se
abre camino sobre un espacio propio con el que crea su propio sentido y
genera su propia representación del mundo hasta el punto de sustituirlo.
En este proceso las ideas adquieren nuevos sentidos y connotaciones que
se ajustan a la lógica interna del discurso y a las condiciones
políticas del momento en la pugna por el poder y la conquista del
Estado. Significa la prostitución ya no sólo de ideas sino ante todo de
valores que definen al ser humano, y que pasan a ser subordinados a la
voluntad de poder de un grupo que aspira a ser la elite dominante.
Libertad e igualdad no se excluyen mutuamente sino que se necesitan.
No puede existir libertad cuando en una sociedad una minoría da órdenes
al resto. En el terreno político esto se manifiesta en el sistema
estatista de dominación, en el que una elite dispone de la capacidad de
tomar decisiones vinculantes para el conjunto de la población y de
obligarla a acatarlas. La sociedad se articula sobre un principio
autoritario que le es impuesto desde fuera por una minoría que la somete
a sus intereses y apetencias. La libertad que proclaman las leyes que
son promulgadas en este sistema, y siempre por un procedimiento
coercitivo, sólo es papel mojado al estar sometida a las conveniencias
de la elite gobernante y de su sistema de dominación. Una libertad
tutelada no es en ningún modo libertad sino cautiverio que la autoridad
justifica bajo diferentes pretextos para conseguir el consentimiento
social.
Un régimen en el que no hay libertad el individuo vive alienado al
estar sometido al control de la autoridad, al no poseerse y ser obligado
a llevar una vida que no es la suya en tanto que le es impuesta. El
individuo no vive desde sí mismo sino desde los intereses de las elites
dominantes. No es un proyecto de vida sino que por el contrario es un
instrumento que sirve funcionalmente a las necesidades del poder, con lo
que la vida que lleva es la de otro y no la propia. Su identidad no es
el resultado de su propia autoconstrucción sino que es construida y
moldeada desde fuera por las estructuras de adoctrinamiento, de tal
manera que el sistema de poder proyecta su sombra hasta el mundo
interior de la persona. Ante todo no es sujeto sino objeto.
Tampoco puede haber igualdad en un régimen donde prevalecen las
jerarquías como fundamento de la estructura y de la vida social, y por
tanto donde impera una cadena de mando en la que unos deciden y los
demás obedecen o, en su caso, son obligados a obedecer. No es posible la
igualdad social por mucho que las condiciones económicas de la
población sean semejantes si impera el principio de autoridad, pues este
es el resultado de una desigualdad primigenia que es la desigualdad
política de que unos decidan por los demás y puedan, a su vez, obligar
al resto a acatar sus decisiones. Esta desigualdad es de la que proceden
todas las demás desigualdades: las económicas, sociales, culturales,
etc. La capacidad de mando constituye en sí misma una desigualdad y ante
todo un privilegio para quien la detenta. De esto último se deduce que
quien ostenta algún tipo de poder haga uso de este para conservarlo,
para mantener su privilegio, y en la medida de lo posible para
agrandarlo. Quien tiene capacidad para dar órdenes las da, pero siempre
en su propio provecho al tener también la capacidad de imponerse.
El principio de autoridad destruye la igualdad al instituir
jerarquías que se protegen a sí mismas a costa de someter y esclavizar a
quienes se encuentran en su base. La autoridad impide la fraternidad,
pero también alimenta el egoísmo que le es inherente en la medida en que
es capaz de ejecutar sus decisiones, al mismo tiempo que degrada
moralmente a quienes padecen su dominación. La única igualdad que
instituye es la de los sometidos, la igualdad de los esclavos entre sí, y
la igualdad de los dominadores entre sí. Se trata de la igualdad de los
miembros de la propia clase.
No puede haber libertad sin igualdad y viceversa. Ambos valores se
necesitan mutuamente pues de lo contrario carecen de una existencia
efectiva. El error estriba en pensarlos contradictoriamente cuando sólo
pueden concebirse simultáneamente, el uno como parte del otro aún sin
ser ambos lo mismo. Por esta razón la libertad existe cuando somos
iguales al no haber nadie por encima de nosotros que detente el
privilegio de poder imponernos sus apetencias. Y la igualdad sólo existe
cuando somos libres y nadie puede imponernos su voluntad al no haber
quien esté por encima de nosotros para ejercer semejante privilegio. La
autoridad es, en todas sus formas, la negación de la libertad y de la
igualdad.
Izquierda y derecha son categorías políticas a las que están
adscritas corrientes ideológicas y partidistas que se ubican en el
terreno ideológico del poder, y más concretamente del Estado. Su
aparente antagonismo es una ficción enmascarada por un discurso que en
cada caso plantea la conciliación de la libertad y de la igualdad con el
principio de autoridad. En tanto que la autoridad es la negación de la
libertad y de la igualdad estas últimas sólo pueden convivir con aquella
de forma muy limitada y desnaturalizada, como pequeñas parcelas sujetas
a la tutela de la autoridad y siempre a su merced. De este modo la
libertad y la igualdad permanecen amputadas, como una grotesca
caricatura de lo que realmente son y significan.
Izquierda y derecha tienen en común el principio autoritario, de
manera que todo lo supeditan a la conquista del poder. Su marco de
referencia político e ideológico es el Estado, es el espacio en el que
para ellas deben desenvolverse todas las luchas y relaciones. En última
instancia constituyen la afirmación política e ideológica del sistema de
dominación que articula la sociedad. Son expresión de la ideología
autoritaria que fundamenta y sostiene al Estado. Por este motivo el
Estado, y el poder en general, no es cuestionado al ser el objeto de
deseo pero también de culto. En la izquierda y en la derecha prevalece
el culto al poder, y les es común la estatolatría entendida como culto
al Estado en tanto que máxima expresión del poder en la sociedad. Esto
explica que sean muy notorios los regímenes dictatoriales que izquierdas
y derechas sostuvieron y aún sostienen.
Izquierda y derecha son estrategias diferentes, pero complementarias,
que el sistema de dominación y sus elites utilizan según las
circunstancias sociales concretas para autoconservarse, extender su
poder y crear el necesario consentimiento social entre sus súbditos. En
este juego político ambivalente libertad e igualdad son recursos que son
movilizados para la lucha partidista y, en definitiva, para la
conquista del Estado.
Finalmente, y fruto de la evolución histórica que han sufrido las
sociedades y sus respectivos sistemas de dominación, la izquierda y la
derecha apenas se diferencian en nada sustancial. Sus discursos y
prácticas se han difuminado mutuamente, sobre todo en las sociedades
occidentales, hasta el punto de que se confunden entre sí como
consecuencia de esa lucha que les ha llevado a depredar los apoyos del
rival. Ya no hay izquierdas ni derechas. Lo que hay es el sistema de
dominación y sus enemigos.
Esteban Vidal
[1] Vallès, Josep M., Ciencia Política. Una introducción, Barcelona, Ariel, 2004, pp. 345-346
[2] McIver, Robert M., The Web of Government, Nueva York, Macmillan, 1947, pp. 216, 315
[3] Lipset, Seymour Martin, Political Man. The Social Bases of Politics, Nueva York, Doubleday, 1960, pp. 220 y siguientes
[4] Parsons, Talcott, “Voting and the Equilibrium of the American Political System” en Burdick, Eugene y Arthur J. Brodbeck, American Voting Behavior, Glencoe, Free Press, 1959, pp. 80-120
[5] Lipset, Seymour Martin y Stein Rokkan, Party Systems and Voter Alignments: Cross-National Perspectives, Nueva York, Free Press, 1967
[6] Bryson, Maurice C. y William R. McDill, “The Political Spectrum: A Bi-Dimensional Approach” en The Rampart Journal of Individualist Thought Vol. 4, Nº 2, pp. 19-26. Nolan, David, “Classifying and Analyzing Politico-Economic Systems” en The Individualist Enero de 1971, pp. 5-11
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