Lo que ha ganado terreno en Rusia es un revoltijo de rancio nacionalismo de Estado, valores tradicionales, ortodoxias religiosas, oligarcas inmorales, lacerantes desigualdades, militarización, represión y... sana economía de mercado. No sé qué tendrá que ver con el antifascismo. Más bien me da que por detrás de estas miserias están los arrebatos imperiales de siempre, en Washington, en Bruselas y en Moscú.
Aunque quienes me conocen ya lo saben, dejaré claro desde el principio que no creo en las soluciones militares y que mucho me gustaría que en la Europa central y oriental, y en todo el planeta, cobrase cuerpo un rápido y profundo proceso de desmilitarización del que obtendrían franco beneficio los pueblos y que dejaría mal parados, en cambio, a los constructores de imperios. Y dejaré claro también que no siento simpatía alguna por la realidad que Vladímir Putin ha acabado por perfilar —o le han obligado a perfilar tirios y troyanos— en Rusia. Hablo de un triste amasijo en el que se dan cita un manifiesto autoritarismo, un nacionalismo que a menudo tiene ribetes étnicos, la miseria mercantil de los oligarcas, un escenario social lastrado por aberrantes desigualdades, un genocidio en toda regla en Chechenia y, por doquier, la represión de todas las disidencias.
Creo, sin embargo, que haríamos mal en olvidar, como lo hacen una y otra
vez nuestros medios de incomunicación, que Putin es en buena medida el
resultado de políticas occidentales caracterizadas por la prepotencia y
la agresividad. Aunque, ciertamente, a la hora de dar cuenta de la
condición del presidente ruso pesan también factores internos propios de
su país e inercias históricas de largo aliento, a duras penas
entenderíamos que buena parte de la conducta de la Rusia putiniana es un
intento de respuesta a la ignominia occidental. Al respecto, y en esos
medios de los que hablo, creo que ha operado un mecanismo de traslación
de conceptos que es, como poco, delicado. Parecen deducir que, habiendo
como hay muchos elementos de la vida política, económica y social rusa
—acabo de mencionarlos— que merecen contestación franca, lo suyo es
concluir que todo lo que Rusia hace en el tablero internacional es
igualmente despreciable. Semejante manera de ver las cosas tiene una
consecuencia extremadamente delicada: anula cualquier consideración
crítica de lo que han hecho, y hacen, las potencias occidentales, con
Estados Unidos y esa filantrópica organización que es la OTAN en cabeza.
Muchos de nuestros medios parecen meros repetidores de las consignas
que llegan del Departamento de Estado norteamericano.
Intento
fundamentar lo anterior de la mano de media docena de observaciones. La
primera invita a recordar que a finales de la década de 1980 y
principios de la de 1990 las potencias occidentales transmitieron en
repetidas oportunidades a sus interlocutores soviético-rusos —Gorbachov
primero, Yeltsin después— compromisos firmes en el sentido de que nada
harían para arrinconar a una Rusia a la que parecían dispuestas a
ofrecer garantías serias en materia de seguridad. Lo menos que puede
decirse es que en los últimos treinta años, y en los hechos desde el
inicio de esa larga etapa, esas promesas quedaron, una y otra vez, en
agua de borrajas.
Y es que, y en segundo lugar, con la OTAN como ariete mayor, Estados Unidos ha alentado la incorporación a su alianza militar de un puñado de países otrora integrados en la URSS —las tres repúblicas bálticas— o aliados, bien es cierto que forzados, de esta última —Polonia, la República Checa, Eslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria—. Merced a ese proceso se hizo valer un genuino cerco sobre Rusia que en una de sus claves fundamentales obedecía al propósito de limitar en lo posible la reaparición, con consistencia, de una potencia importante en el oriente europeo. Importa, y mucho, subrayar, por lo demás, lo que dejan bien claro los mapas: el escenario de conflicto de estas horas lo aporta la periferia de la Federación Rusa, y no algún territorio que, próximo a Estados Unidos, pondría en peligro la seguridad de Washington y San Francisco. ¿Cómo reaccionaría EEUU en caso de que una alianza militar hostil se hubiese hecho presente en Canadá y en México? Si alguien quiere agregar que la Rusia de Putin se ha servido de lo anterior para sacar ventaja en lo que hace a la represión interna de las disidencias —antes la he mencionado—, no tendré ningún motivo para quitarle, eso sí, la razón.
Por si poco fuera lo anterior, y en un tercer escalón, Rusia lo ha probado todo con Occidente. Y entre lo que ha probado, aunque a menudo lo olviden nuestros todólogos, ha estado la colaboración franca y leal con quienes hoy son sus enemigos aparentemente frontales. Esa colaboración despuntó en el primer lustro de la presidencia de Yeltsin, dispuesto como estaba este a reírle las gracias a los caprichos e imposiciones de Washington y de Bruselas. Pero se hizo valer también, y esto es con mucho más importante, en los inicios de la presidencia del propio Putin. Qué rápido ha quedado en el olvido que este último ofreció un cálido, e impresentable, respaldo en 2001 a la intervención militar norteamericana en Afganistán y que guardó un silencio connivente, de nuevo lamentable, ante la que dos años después adquirió carta de naturaleza en Iraq. A Putin le preocupaba entonces mucho más la cuenta de resultados de los gigantes rusos del petróleo.
¿Cuál fue la respuesta estadounidense ante la complacencia con que Rusia obsequió al espasmo imperial de Washington en los orientes próximo y medio? Consistió en esencia en mantener los programas vinculados con el escudo antimisiles —encaminado con descaro a reducir la capacidad disuasoria de los arsenales nucleares ruso y chino—, en propiciar una nueva ampliación de la OTAN —con beneficiarios en las ya mentadas repúblicas del Báltico—, en darle largas al desmantelamiento de las bases militares que, con aquiescencia rusa, EEUU había desplegado en 2001 en el Cáucaso y en el Asia central, en estimular las llamadas revoluciones de colores que auparon a gobiernos hostiles a Moscú en Georgia, Ucrania y Kirguizistán, y, en suma, en negar a Rusia cualquier trato comercial de privilegio. Aunque —y repito la cláusula— nuestros medios no lo quieran ver, el Putin de estas horas vio la luz en el escenario que acabo de mal retratar, al amparo de una lamentable prepotencia de un lado, el occidental, incapaz de certificar que Rusia merecía alguna recompensa por su general docilidad.
Doy un salto más, el cuarto, para subrayar que, pese a las apariencias, el escenario empeoró para Moscú en 2013-2014 al calor de las sucesivas crisis —el Maidán, la defenestración de Yanukóvich, Crimea, el Donbás— ucranianas. Aunque, ciertamente, Rusia incorporó Crimea a su federación y pasó a controlar una parte pequeña de la Ucrania oriental, en los hechos —y esto es sorprendente, una vez más, que se olvide— perdió las riendas del grueso del territorio ucraniano, que basculó claramente hacia Occidente. Hay una vieja y controvertida tesis que, en la geopolítica norteamericana como en la rusa, sugiere que Moscú liderará una imperio si domina Ucrania, pero dejará inmediatamente de encabezarlo si se desvanece ese dominio. Sospecho que en la percepción de los gobernantes rusos esto ha sido al cabo más relevante que las eventuales ganancias territoriales obtenidas en Crimea y en el Donbás.
Para que nada falte, y en quinto lugar, el aparato mediático occidental ha edulcorado visiblemente la condición de la Ucrania contemporánea. Aunque entiendo sin dobleces que esta última —sus habitantes— es por muchos conceptos una víctima de las miserias y de las arrogancias imperiales de unos y de otros, no está de más que recuerde que la Ucrania de estas horas es un recinto que, indeleblemente marcado —el panorama, ciertamente, no es muy diferente en Rusia— por la corrupción y el autoritarismo, ha disfrutado de lo que en su momento se describió como el parlamento más monetizado del mundo —las condiciones de oligarca y diputado parecían ir de la mano—, sin que falte un elemento inquietante más: en muchos de los estamentos de la vida ucraniana se ha revelado la influencia poderosísima de la derecha más ultramontana. Más allá de lo anterior, desde la independencia de 1991 Ucrania ha seguido siendo un Estado unitario que reconocía una única lengua oficial, el ucraniano, aun a sabiendas de que una parte significada de la población tenía el ruso como lengua materna. No quiero dejar en el tintero el recordatorio de que en 2014 y 2015 los acuerdos de Minsk, que debían abrir el camino de una paz duradera en el Donbás, reclamaban de las autoridades ucranianas una federalización del país que en momento alguno ha salido adelante.
Tengo que incluir en este listado de desafueros, en un sexto escalón, algo que no debe escapársenos. Aunque no estoy en condiciones de iluminar lo que ocurrirá en los meses venideros, lo suyo es que recuerde que en 2006 y 2009 se produjeron dos crisis que, provocadas por desavenencias comerciales entre Rusia y Ucrania, se saldaron durante unas pocas horas con la interrupción de los suministros de gas natural ruso a la Europa comunitaria. Llamativo resultó, sin embargo, que con ocasión de la guerra iniciada en el Donbás en 2014, y saldada, según una estimación que corre por ahí, con 14.000 muertos, nunca se interrumpieran esos suministros. Poderoso caballero es don dinero, escribió Quevedo. La agresividad verbal, y material, de dos rivales presuntamente irreconciliables desapareció como por ensalmo cuando de por medio estaba el negocio, en el buen entendido de que, si es verdad que la Unión Europea, y en singular alguno de sus miembros, arrastra una delicada dependencia energética con respecto a Rusia, no lo es menos que esta última necesita como agua de mayo —no tiene hoy por hoy compradores alternativos— las divisas fuertes que allegan sus exportaciones de energía. Me da —igual me equivoco— que las sanciones que las potencias occidentales preparan no van a tocar el negocio del gas. Y aviso de que las noticias relativas al gasoducto North Stream II, que aún no ha entrado en funcionamiento, no afectan mayormente a la tesis que, con cautela, enuncio ahora.
Acometo de regalo un último salto, el séptimo, y lo hago con la voluntad de subrayar que, fanfarria retórica aparte, lo que los países occidentales —sus empresarios— buscan en la Europa oriental no es otra cosa que una mano de obra barata que explotar, materias primas razonablemente golosas y mercados moderadamente prometedores. En ese designio, por cierto, a menudo se han dado la mano con los oligarcas rusos y ucranianos, procedentes estos últimos en su mayoría —no es un dato que convenga sortear— del oriente del país. En la trastienda, y obligado estoy a anotarlo, Estados Unidos se mueve como pez en el agua: muy alejado del escenario de conflicto, la crisis de estas horas le viene como anillo al dedo para agudizar —no perdamos de vista esto último— los problemas de una Rusia que arrastra desde tiempo atrás una economía exangüe y para dividir una vez más a la UE, en un escenario en el que los imaginables desencuentros de esta con Moscú en lo que hace al gas natural y al petróleo afectan de forma menor a Washington. Claro es que en todo ello a la UE le toca pagar los desastres que nacen de su opción principal, que no ha sido otra que la de andar a rebufo de las imposiciones norteamericanas.
Termino: no me gustaría que el improbable lector, o lectora, de estas líneas concluya que me he subido al carro de quienes estiman que en la Ucrania de estas horas se manifiesta una aguda confrontación con bases ideológicas asentadas. Si fascistas los hay, sin duda, en muchos de los estamentos del poder ucraniano, también se hacen valer en la Rusia putiniana. Si, por decirlo de otra manera, a Putin no le falta razón cuando repudia el olvido, en el mejor de los casos, con que una parte de la sociedad ucraniana parece obsequiar a lo ocurrido entre 1941 y 1945, quien piense que de su lado, o del de sus aliados en Donetsk y en Lugansk, hay un proyecto antifascista haría bien en visitar al médico. Lo que ha ganado terreno en la Rusia putiniana es un revoltijo lamentable —ya lo he medio señalado— de rancio nacionalismo de Estado, valores tradicionales, ortodoxias religiosas, oligarcas inmorales, lacerantes desigualdades, militarización, represión y... sana economía de mercado. No sé qué es lo que todo lo anterior tendrá que ver con el antifascismo. Más bien me da que por detrás de todas estas miserias están los arrebatos imperiales de siempre, en Washington, en Bruselas y en Moscú. En esas guerras sucias, como en algunas de las limpias, pierden siempre los pueblos.
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