Me preguntan a menudo, en los actos públicos que se suceden para sopesar lo que ocurre en Ucrania, cómo cabe relacionar ese conflicto con categorías como las que se refieren al ecofascismo y a un posible colapso general. Mi aturdimiento de estas horas poco más me permite que enunciar aquí, al respecto, algunas intuiciones someras.
Cuando, en los últimos años, he empleado el polémico término ecofascismo, lo he hecho para identificar un proceso en virtud del cual algunos de los estamentos dirigentes del globo —conscientes de los efectos del cambio climático, de las secuelas del agotamiento de las materias primas energéticas y de la manifestación, en la trastienda, de un sinfín de crisis paralelas— habrían puesto manos a la tarea de preservar para una minoría selecta de la población recursos manifiestamente escasos. Y a la de marginar, en la versión más suave, y exterminar, en la más dura, a lo que se entiende que serían poblaciones sobrantes en un planeta que habría roto visiblemente sus límites. En esa perspectiva, el ecofascismo no sería en modo alguno un proyecto negacionista vinculado con marginales circuitos de la derecha más extrema, sino que surgiría, antes bien, en el meollo de algunos de los principales poderes políticos y económicos. Aunque tendría como núcleo principal a las elites del mundo occidental, a ellas podrían sumarse, ciertamente, otras radicadas en espacios geográficos diversos, y entre ellos el configurado por las llamadas economías emergentes. El ecofascismo hundiría sus raíces, por lo demás, en muchas de las manifestaciones del colonialismo y del imperialismo de siempre, que en adelante tanto podrían apostar por el exterminio, ya sugerido, de quienes se estima que sobran como servirse de poblaciones enteras en un régimen de explotación que en mucho recordaría a la esclavitud de hace bien poco. En más de un sentido el ecofascismo sería, en fin, una forma de colapso. No creo que haya palabra mejor para retratar las consecuencias de una reducción dramática, vía genocidio y procesos afines, de la población mundial.
El concepto de ecofascismo plantea inmediatamente, con todo, un problema central de delimitación de ritmos temporales, solapamientos y agentes implicados. No es lo mismo un ecofascismo desplegado antes del colapso que otro manifiesto después de este último. Si en el primer caso las estructuras de poder y represión hoy existentes conservarían incólumes sus capacidades —y el horizonte de una nueva guerra mundial no sería desdeñable—, en el segundo cabe concluir que las instancias en cuestión habrían experimentado un notable debilitamiento. Con el agregado, eso sí, y por detrás, de que los mismos procesos que conducen, o pueden conducir, al colapso están en el origen del ecofascismo. Hablo, de nuevo, del cambio climático y del agotamiento irrefrenable de muchos recursos básicos. En la que parece su forma presente, el primer horizonte mencionado, el de un ecofascismo previo al colapso, invitaría a identificar en paralelo una confrontación entre elites —de ahí la metáfora, que es algo más que eso, claro, de la guerra— antes que una colaboración entre estas, de tal suerte que más que hablar de ecofascismo, en singular, habría que hacerlo entonces de ecofascismos, en plural, y de ejercicios de inclusión y de exclusión como el que probablemente se dirime en Ucrania. En el buen entendido de que la confrontación que invoco bien podría traducirse en una aceleración espectacular de las pulsiones que conducen al colapso.
¿De qué manera se concreta lo anterior en el escenario de estos tiempos oscuros? Responderé que si me veo en la obligación de prestar atención a estas discusiones es porque los acontecimientos se van acumulando con una velocidad extrema que impide su procesamiento sereno. Estoy pensando en la dimensión represiva que ha acompañado, y acompaña, a la digestión de la pandemia, de la mano de lo que en la mayoría de los escenarios ha sido un formidable ejercicio de servidumbre voluntaria que a buen seguro interesa, y mucho, a los estrategas del ecofascismo. Pero estoy pensando, también, en el reguero de noticias que se hizo valer el otoño pasado en la forma de rupturas de los circuitos económicos, financieros y comerciales, de problemas crecientes en el suministro de materias primas energéticas, de encarecimientos notabilísimos en los costos de transporte y de desbocadas operaciones especulativas. Agrego a la lista el globo sonda austriaco de un ejército empeñado en perfilar una plena autonomía en materia de energía y agua en los cuarteles para desde estos socorrer a una desvalida población civil, víctima imprevista de un apagón general...
Para que nada falte, en fin, de por medio se han hecho valer las secuelas, difíciles de evaluar, de una crisis como la ucraniana. Hay tres, con todo, que se antojan evidentes. La primera, un generoso regalo del sagaz presidente ruso de estas horas, asume la forma de un rápido y formidable fortalecimiento de una organización, la OTAN, que, frente a lo que reza la propaganda oficial, anuncia un horizonte inquietante de militarización, autoritarismo, intervencionismo, injerencias y represión de las disidencias. No sé por qué todo ello me huele a ecofascismo y, con él, a los espasmos del imperialismo más manido y tradicional. La segunda es la certificación de que los imperios que en su caso se oponen, o parecen hacerlo, a semejante ignominia —y pienso, claro, en la Rusia de los oligarcas y las desigualdades— no proponen otra cosa que la misma pócima miserable. La tercera, en fin, es la ausencia, en los estamentos oficiales, y sin excepciones, de cualquier conciencia de los límites. En esos estamentos no se ha abierto espacio alguno para el designio de poner freno al proyecto macabro del crecimiento, para la urgencia de redistribuir radicalmente los recursos y para la premura de desarrollar respuestas de carácter colectivo.
Asistimos, antes bien, a una nueva e inquietante huida hacia adelante, que unas veces es pintoresca —Irán y Venezuela vuelven a la anormalidad de las relaciones comerciales— y otras asume la forma del delirio de un fracking renacido y de una energía nuclear recuperada, con la marca España —por lo que veo— felizmente en cabeza de los flujos energéticos mundiales. No sé si lo que hay por detrás son palos de ciego o, muy al contrario, un proyecto cada vez más consciente, perfilado y criminal. Pero me da que el colapso ya no es cosa del futuro: está aquí.
Artículo publicado originalmente en la web de Carlos Taibo Nuevo Desorden.
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