Tras las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, Hannah Arendt nos hablaba de la banalidad del mal,
de cómo la natural ausencia de malignidad en ciudadanos normales que
siguen y cumplen las normas sociales puede llegar a convivir y colaborar
con algo tan terrorífico como un genocidio.
Para entenderlo divide a los ciudadanos
en tres categorías: nihilistas, dogmáticos y ciudadanos normales. Pero
lo que resalta en su pensamiento es que la mayoría social que realmente
consiente, colabora y en definitiva permite que se lleven a cabo los
mayores desastres humanitarios no es de los nihilistas ni de los
dogmáticos, sino de los ciudadanos normales.
Personas normales. Personas cuyas sus
opiniones e incluso sus más arraigados valores dependen de las normas y
costumbres del territorio y época que habitan, valores y opiniones
susceptibles de mutar o cambiar por la simple -e incluso pasiva-
observación de los comportamientos de los que los rodean, las noticias
de los diarios, la propaganda, etc. Un curioso proceso de imitación que
sucede subconscientemente para adaptarse a la mayoría.
El experimento de Stanley Milgram en la
Universidad de Yale dio lugar al conocido libro de Obediencia a la
autoridad. En la película “I… comme Icare” de 1979, dirigida por Henri
Verneuil, se muestra el desarrollo de ese proceso de imitación y
obediencia. Un fiscal acude a la Universidad de Yale en busca de un
asesino que según parece habría participado en el experimento de
Milgram. Un maestro, rodeado de un par de científicos, interroga a un
alumno amarrado a un sillón de madera similar a la silla eléctrica,
rodeado de cables adheridos a su cuerpo.
Milgram le detalla en qué consiste su
experimento y ambos observan, tras el cristal, cómo el maestro va
realizando preguntas al alumno. Cada vez que falla una pregunta, el
maestro le da una descarga eléctrica, aumentando el voltaje tras cada
fallo.
Transcurridos unos minutos el fiscal
protesta acaloradamente al observar que el alumno acaba de recibir una
descarga de 300 voltios -creo recordar. Milgram le responde
irónicamente:
– ¿Y por qué no se ha indignado usted antes, cuando se le aplicaron ciento veinticinco voltios?
Poco después de celebrarse el juicio al
nazi Eichmann en Jerusalén (al que asistió como corresponsal de prensa
Hannah Arendt) Milgram empezó a preguntarse cómo era posible que
personas normales hubieran permitido e incluso colaborado y participado
en el Holocausto. “¿Son todos cómplices?” o bien, como decía el propio
Eichmann en su juicio, “¿sólo se limitaran a cumplir órdenes?”.
Al finalizar el experimento escribió “Obediencia a la autoridad”. Resumidamente los resultados fueron esclarecedores:
- El 65% de los participantes descargaron sobre el alumno tres veces el voltaje máximo (450 V)
- Ningún participante como maestro se opuso a continuar antes de los 300 v.
- Al finalizar el experimento el 84% de los participantes que hicieron de maestros manifestaron estar contentos o muy contentos.
Cualquier persona normal podría dañar,
torturar e incluso matar a otra persona normal sin razón ni motivación
alguna, simplemente porque se lo ordenan. El hecho de obedecer anula el
juicio crítico tanto por la costumbre y la norma -adaptación a través de
la imitación- como por un mecanismo psicológico que alivia
la responsabilidad de una decisión cargándosela a quien ordena.
“Yo sólo cumplía órdenes”. Temed a las personas normales.
Angel Adrio
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