Toda la cadena conceptual del
productivismo capitalista, tal y como se describe en las obras de J.
Baudrillard, M. Maffesoli, H. Lefebvre y otros, resulta profundamente
antipática, francamente repugnante, al pueblo tradicional gitano.
Maximización de la producción, acumulación individual de capital,
entronización de la óptica inversión-beneficio, soberanía del mercado
también al interior del grupo, consumo incesante; y, en la base,
“trabajo” y “necesidades”, por un lado, y “explotación de la
naturaleza”, por otro. He aquí una secuencia que los romaníes detestan
como paya y que reconocen adversa. En efecto, los autores mencionados
hablan de “trabajo” en la acepción de la economía política: labor para
un patrón, o una institución, y a cambio de un salario (con la
correspondiente extracción de la plusvalía), al modo en que se configura
bajo el capitalismo. Fuera de este concepto (“trabajo alienado”, según
la tradición marxista) quedan las tareas autónomas, cooperativas,
comunales, etcétera, desplegadas en el alejamiento de los aparatos del
Estado y de las empresas del Capital, como las desempeñadas por el
pueblo Rom histórico.
Sacralizar la alienación del trabajo y
producir el trabajador como posición exclusiva de la subjetividad
popular fue, según J. Baudrillard y M. Maffesoli, el objetivo de la
economía política y de la Ratio en general, y en tal empresa colaboró, a
pesar de su presunción de criticismo, el propio materialismo histórico.
“Necesidades, trabajo: doble potencialidad, doble cualidad genérica del
hombre, idéntica esfera antropológica en la que se dibuja el concepto
de producción como «momento fundamental de la existencia humana»,
definiendo una racionalidad y una sociabilidad propia del hombre”: he
aquí la clave de bóveda de la mitología productivista, inadmisible
teorética y prácticamente, según J. Baudrillard (El espejo…, p. 28-9).
Partiendo de esta denuncia, que el autor
desarrolló por separado en un opúsculo titulado precisamente La génesis
ideológica de las necesidades, diversas corrientes de investigación
crítica han corroborado la relatividad histórica y cultural de todo
aquello que se consideraba básico, instintivo, innato, primario, etc.,
en los seres humanos —y que no se daba, al menos con la fuerza esperada,
entre los gitanos tradicionales.
En segundo lugar, la representación de la
Naturaleza como “objeto” (de conocimiento y de explotación), de alguna
manera separada del hombre-sujeto, al otro lado de la conciencia y casi
como reverso de la cultura, atraviesa toda la historia intelectual de
Occidente, adherida a la denominada “epistemología de la presencia” —o
“teoría del reflejo”—, expresándose en la contemporaneidad no menos en
el liberalismo que en el fascismo, tanto en estas dos formaciones
político-ideológicas como en el comunismo. Pero no pudo ganarse el
corazón del pueblo gitano, como tampoco arraigó en los entornos
rural-marginales europeos y en el ámbito de las comunidades indígenas.
En este sentido, se ha identificado con frecuencia un profundo
sentimiento panteísta, cuando no animista, en la cosmovisión de los
gitanos tradicionales. Este panteísmo llevaría al romaní a contemplar el
mundo natural desde una perspectiva espiritual, con una extraña
intimidad, casi fraternalmente. En palabras de F. García Lorca: “La
mayor parte de los poemas del cante jondo son de un delicado panteísmo;
consultan al aire, a la tierra, al mar y a cosas tan sencillas como el
romero, la violeta y el pájaro. Todos los objetos exteriores tienen una
aguda personalidad y llegan a plasmarse hasta tomar parte activa en la
acción lírica” (1998, p. 43). Nótese, en los cantes siguientes:
(García Lorca, 1998, p. 44), esa concepción espiritual de la naturaleza, diametralmente opuesta a la occidental productivista:
“Todas las mañanas voy
a preguntarle al romero
si el mal de amor tiene cura,
porque yo me estoy muriendo”.
a preguntarle al romero
si el mal de amor tiene cura,
porque yo me estoy muriendo”.
“El aire lloró,
al ver las penas
tan grandes
de mi corazón”.
al ver las penas
tan grandes
de mi corazón”.
“Subía a la muralla
y me dijo el viento:
¿para qué son tantos suspiros,
si ya no hay remedio?”.
y me dijo el viento:
¿para qué son tantos suspiros,
si ya no hay remedio?”.
Para la racionalización, o justificación,
del productivismo capitalista, los teóricos neo-liberales de la primera
hora (F. Hayek, muy destacadamente) construyeron una abstracción
perfecta, una categoría lógica que se desenvolvía como debía
desenvolverse a fin de legitimar el sistema del mercado y de la libre
competencia: el homo oeconomicus. A los pocos años, voces críticas del
espectro antidesarrollista denunciarían, alarmadas, que el “hombre
económico” se había encarnado, había tomado forma humana, confundiéndose
cada día más con todo hombre, con el hombre en sí. Recuperar tal
denuncia es un modo de homenajear a los pocos seres humanos (los gitanos
marginales, entre ellos) que lograron salvaguardar su sensibilidad y su
estilo de vida del ciclón tecno-economicista moderno:
“El hombre económico era una creación
abstracta para las necesidades del estudio, una hipótesis de trabajo; se
prescindía de ciertas características del hombre, cuya existencia no se
negaban, para reducirlo a su aspecto económico de productor y
consumidor (…). [Pero] lo que no constituía más que una mera hipótesis
de trabajo ha terminado por encarnarse. El hombre se ha modificado
lentamente bajo la presión, cada vez más intensa, del medio económico,
hasta convertirse en ese hombre, de extremada delgadez, que el
economista liberal hacía entrar en sus construcciones (…). Todos los
valores han sido reducidos a la riqueza material. No por los teóricos,
sino en la práctica corriente; al mismo tiempo que la ocupación más
importante del hombre empezó a responder a la voluntad de ganar dinero. Y
este rasgo se convierte de hecho en la prueba de la sumisión del hombre
a lo económico, sumisión interior, más grave que la exterior (…). El
burgués se somete y somete a los demás, y el mundo se divide entre los
que gestionan la economía y acumulan sus signos ostentosos y los que la
padecen y generan las riquezas, todos igualmente poseídos (…).
Cada vez era más difícil para cualquiera hacer otra cosa que no fuese
trabajar para vivir; pero la vida, ¿qué era? Exclusivamente consumir,
porque se concedían ocios al hombre, pero estos ocios eran únicamente la
parte del consumidor en la vida. Sus funciones primordiales de creador,
de orante o de juez, desaparecían en la creciente marea de las cosas
(…). La técnica va a coronar el movimiento y dar el último impulso a
este hombre económico (…). Se reduce así el hombre a cierta unidad; y
esta nueva dimensión ocupa el campo entero, de manera que todas las
energías del hombre son catalizadas en este complejo
productor-consumidor (…). Todo ello se ve poderosamente acentuado por
una segunda modalidad de acciones técnicas, que se dirigen directamente
al hombre y lo modifican [las antropotécnicas] (…). Desde este momento
no es necesaria ya la hipótesis del hombre económico porque la vida
entera del ser humano, convertida en mera función de la técnica
económica, ha rebasado en sus realizaciones concretas las tímidas
conjeturas de los clásicos” (Ellul, 2003, p. 224-231).
Contemporáneo de J. Ellul, interesado
también por el fenómeno técnico (aunque con una valoración inicial
opuesta, positiva en su conjunto, inebriada de esperanza, como
testimonia Técnica y Civilización), L. Mumford reitera la descripción
del hombre económico en tanto tipo antropológico dominante en la fase
histórica de máxima “degradación del trabajador” y de franca “inanición
de la vida” (“edad paleotécnica”, en sus palabras). Desafortunadamente,
ni L. Mumford ni J. Ellul dedican demasiadas páginas a la presentación
de las subjetividades-otras que confrontaron y siguen confrontando, si
bien cada día en menor medida, el diktac tecnológico. ¿A quién ha
interesado el modo en que, a lo largo del siglo XIX y buena parte del
XX, importantes sectores del pueblo gitano dieron la espalda al empleo
fabril, al hacinamiento en ciudades y a la necia carrera consumista
alentada por industrialismo? ¿Quién ha descrito, desde la órbita del
antidesarrollismo, sus mil maneras tradicionales de burlar la tecnología
y dejar de lado la mera racionalidad estratégica, en beneficio del
ingenio, la destreza, la pericia y un arte instintivo del buen vivir
extramaterialista?
La economía gitana tiene por objeto la
mera autoconservación del grupo, la simple provisión de los medios de
subsistencia. Como su alimentación (“aleatoria”), respondiendo a las
exigencias de la vida nómada, es muy sencilla y se basa en la
recolección (bayas, setas, raíces, hierbas, frutos silvestres,…) y en la
caza furtiva (de pequeños mamíferos, de reptiles, de aves, usando
trampas, cepos y lazos), con un suplemento posterior de cereales y de
leguminosas posibilitado por el trueque y por las eventuales
retribuciones monetarias —vinculadas a los espectáculos, de danza, de
música, de amaestramiento de animales, de acrobacia; a las artes
quirománticas y adivinatorias; al pequeño mercadeo de artesanías y otros
productos; a determinados servicios, como la doma y cura de caballos o
la reparación de ollas y demás utensilios de cocina; a las formas
directas o indirectas de mendicidad…—, los gitanos pudieron arraigar en
aquella “dulce pobreza” cantada por F. Hölderlin, un “humilde bienestar”
que los eximía de mayores servidumbres laborales y permitía la
salvaguarda de su práctica singular de la libertad.
En este punto, la similitud con el ideal
quínico (profesado por la Secta del Perro, con Diógenes de Sínope y
Antístenes de Atenas al frente) es notable: en ambos casos, la libertad,
postulada como condición de la felicidad, exige una renuncia al trabajo
enajenador, a la dependencia económica, por lo que se expresará en un
estilo de vida deliberadamente austero, definitivamente sobrio. “Antes
maniático que voluptuoso”, solía declarar Antístenes, a quien se
atribuye también este dicho: “En la vida se deben guardar solo aquellas
cosas que, en caso de naufragio, puedan salir nadando con el dueño”
(Diógenes Laercio, 1993, p. 99 y p. 101). Y Diógenes, acuñador de la más
lograda sentencia de la filosofía quínica (“Con un poco de pan de
cebada y agua se puede ser tan feliz como Júpiter”), “dándose —nos dice
el cronista— a una vida frugal y parca”, tomó al perro callejero,
ambulante y sin amo, tan frecuente en Grecia incluso en nuestra época,
como emblema de su escuela, pues cabía sorprender en él la virtud del
ratón, que, “sin buscar lecho, no teme la oscuridad ni anhela ninguna de
las cosas a propósito para vivir regaladamente” (Diógenes Laercio, p.
110). Tal si se refiriera a los gitanos, sostuvo que “es propio de los
dioses no necesitar nada, y de los que se parecen a los dioses necesitar
de poquísimas cosas” (“Mi patria es la pobreza”, llegaría a concluir su
discípulo Crates de Tebas) (Diógenes Laercio, p. 148 y p. 142).
Esta sorprendente convergencia entre la
filosofía de vida gitana tradicional y la quínica antigua se asienta
sobre una radical, y en buena medida instintiva, aversión al
productivismo occidental. Aversión a la economía política por amor, en
ambos casos, a la autonomía personal, a la soberanía sobre uno mismo:
“Decidid no servir nunca más y al punto seréis libres”, acuñó E. de La
Boétie, como si hablara por Diógenes o por el viejo pueblo Rom… (Onfray,
p.167). Esto los aleja del hombre económico, del payo mayoritario, que
ya no sabe organizar sus días de espaldas al capital, como denunció bien
pronto el cante: “Gachó que no habiya motas [que no tiene dinero] / es
un barco sin timón” (Báez y Moreno, p. 11).
La exclusión del productivismo (y de la
razón instrumental, crasamente económica, en que se asienta) viene en
parte determinada por la condición nómada, que favorece la actividad
recolectora en elusión de la agricultura, la caza alimenticia en
detrimento de la industria cárnica, la artesanía elemental contra la
complejidad fabril, el pequeño comercio de subsistencia frente al
tráfico mercantil masivo y, en la base, la propiedad familiar o clánica
en perjuicio de la acumulación individual (J. Bloch). Además, en la
medida en que la vida errante ubica a sus actores en una especie de
presente ensanchado (P. Romero hablaba de “ahistoricidad”), en un tiempo
ahora insuperable —entre un pasado que se olvida selectivamente y se
recrea en cada momento actual (M. Parry, A. Lord) y un futuro
“inexistente”, radicalmente incierto, no-trazado—, forzándoles a
desenvolverse sin proyecto, sin programa; en esa proporción, la
estructura de pensamiento nómada oral se resguarda eficazmente, por un
lado, de los fundadores del Productivismo, de sus cláusulas metafísicas
(Naturaleza, Necesidad, Trabajo, Progreso,…), y, por otro, de su
criterio de racionalidad (voluntad de empresa, lógica contable,
principio de la rentabilidad, plan teleológico,…). En relación con este
último aspecto, podría hablarse de una cierta impermeabilidad
tradicional romaní al fenómeno técnico (en la acepción no-restrictiva,
no meramente maquinística, de J. Ellul: búsqueda privilegiada de la
eficiencia, de la opción racional óptima), inmunidad favorecida asimismo
por la solidez del vínculo comunitario.
En efecto, al lado del nomadismo, el
indeleble sentimiento comunitario gitano y su descalificación del
individualismo actuaron también como diques contra la invasión de la
óptica tecnoproductivista. Desde la Modernidad (nos lo recordaba el
autor de La Edad de la Técnica), los poderes políticos y económicos
procuraron, por todos los medios, erosionar los vínculos naturales, la
familia entre ellos, a fin de asegurarse una mayor
plasticidad/disponibilidad del espacio social:
“La misma estructura de la sociedad
basada en grupos naturales es también un obstáculo [para la expansión de
la técnica] (…). Esto quiere decir que el individuo encuentra su medio
de vida, su protección, su seguridad y sus satisfacciones intelectuales o
morales en comunidades suficientemente fuertes para responder a todas
sus necesidades, y suficientemente estrechas para que no se sienta
desorientado y perdido (…). Es refractario a las innovaciones en cuanto
vive en un medio equilibrado, aunque sea materialmente pobre. Este
hecho, que se manifiesta a lo largo de los treinta siglos de historia
conocida, es desconsiderado por el hombre moderno, que ignora en qué
consiste un medio social equilibrado y el bien que puede recibir de él.
El hombre, en tales medios, apenas siente la necesidad de cambiar su
situación; pero, además, la pervivencia de estos grupos naturales
constituye asimismo un obstáculo para la propagación de la invención
técnica (…). [Por ello] se desencadena, desde el siglo XVIII, una lucha
sistemática contra todos los grupos naturales, con el pretexto de
defender al «individuo» (…). No cuenta ya la libertad de los grupos,
sino solamente la del individuo aislado. Y también se lucha contra el
hogar: no cabe duda de que la legislación revolucionaria originó el
derrumbe de la familia, ya sensiblemente quebrantada por la filosofía y
las soflamas del siglo XVII (…). Pese a todas las tentativas de vuelta
atrás, la destrucción llevada a cabo no podrá ser reparada. En realidad,
nos queda una sociedad atomizada y que lo estará cada vez más: el
individuo aparece como la única magnitud sociológica, y nos hemos dado
cuenta al fin de que esto, en vez de garantizar la libertad, provoca la
peor de las esclavitudes. Esta atomización contiene a la sociedad en la
mayor plasticidad posible. Y ahí estriba también, desde el punto de
vista práctico, una condición fundamental para la técnica” (p. 56-7).
Entre las elaboraciones metafísicas sobre
las que descansa el productivismo occidental, tan ajenas a la
sensibilidad gitana, J. Baudrillard destacó, como vimos, la
magnificación del trabajo en tanto atributo humano principal y condición
sobredeterminante (la invención del Trabajador):
“El sistema de la economía política no
solo produce al individuo como fuerza de trabajo vendible e
intercambiable: produce también la concepción misma de la fuerza de
trabajo como potencialidad humana fundamental (…). En suma, no solo hay
explotación cuantitativa del hombre, como fuerza productiva, por el
sistema de la economía política capitalista, sino también
sobredeterminación metafísica del hombre, como productor, por el
«código» de la economía política. Es aquí, en última instancia, donde el
sistema racionaliza su poder —y en esto el marxismo colabora con el
ardid del capital, al persuadir a los hombres de que son alienados por
la venta de su fuerza de trabajo, censurando así la hipótesis, mucho más
radical, de que podrían serlo en tanto que fuerza de trabajo, en tanto
que fuerza «inalienable» de crear valor por medio de su trabajo” (p.
28-9).
Como consecuencia: “La lucha de clases
solo puede tener un sentido: la negativa radical a dejarse encerrar en
el ser y en la conciencia de clase. Para el proletariado, es negar a la
burguesía porque esta le asigna un status de clase. No es negarse en
cuanto privado de los medios de producción (por desgracia, esa es la
definición marxista «objetiva» de la clase), sino negarse en cuanto
asignado a la producción y a la economía política” (p. 163). A este
respecto, persiste en la gitaneidad no-integrada una suerte de astucia
ancestral que le lleva, justamente, a no dejarse enclaustrar con
facilidad en la identidad y en la descripción de lo que se ha llamado
“clase trabajadora”, a huir por muy diversos medios de esa asignación
metafísica y política al orden de la producción… Percibiendo ahí una
fuente de aflicción, de displacer, las comunidades históricas romaníes,
reeditando una vez más la sabiduría práctica de los quínicos antiguos,
se defendieron del trabajo alienado desplegando lo que M. Onfray llamó
“estrategia de la evitación”: “elogio de la fuga, cuando a través de
ella el hombre puede rehuirle al dolor o al sufrimiento” (p. 2-3). Se
ganaron de paso, y por escapar de sus garras, la desafección de los
patronos: “Lo admirable —anota, fascinado, G. Flaubert—es que provocan
el Odio de los burgueses, pese a ser inofensivos como corderos” (Wall,
2003, p. 361). De haber sabido leer, no hubieran leído; pero, de haber
leído, habrían disfrutado con estas palabras de P. Lafargue, en El
derecho a la pereza:
“Una extraña locura posee a las clases
obreras de las naciones donde reina la civilización capitalista (…).
Esta locura es el amor al trabajo, la pasión mórbida por el trabajo (…).
En lugar de reaccionar contra esta aberración mental, los sacerdotes,
los economistas y los moralistas han santificado el trabajo (…). La
prisión se ha vuelto dorada; se la acondiciona, se hace cada vez más
solapada y, por oscuras alquimias, termina presentándose como un nuevo
Edén, la condición de posibilidad de la realización de uno mismo o el
medio de alcanzar la plena expansión individual” (Onfray, p. 177).
Por contraposición a la modalidad de
raciocinio inherente al productivismo y partiendo de los escritos de O.
Fals Borda, en América Latina algunos autores hablan de un
“senti-pensamiento”, una psicodinámica diferencial que caracterizaría a
los pueblos originarios y que también se podría aplicar a la gitaneidad
histórica. Presentista, poco amiga del cálculo, desinteresada por lo
crematístico, esta disposición de la inteligencia y de la afectividad
daría la espalda al craso “hombre racional”, en beneficio de una
facultad plurilateral, abarcadora (de lo sensible, de lo pasional, de lo
simbólico,…), aplastada en Occidente, en mayor o menor medida, por la
prepotencia del Logos.
Parafraseando a M. Onfray, podríamos sostener que
al “senti-pensamiento” corresponde una ética poética: “A diferencia de
una ética preventiva que subordinaría la acción a una teoría pura y la
haría proceder de esta, la ética poética mezcla la voluntad y el
instinto, confiando plenamente en la inventiva y contando con el
entusiasmo” (Onfray, p. 90). Sin preocuparse por seguir un Programa, los
hombres que sienten al pensar y piensan al sentir, los pueblos de la
ética poética, celebrarían la espontaneidad y la creatividad en
detrimento del Iluminismo y su despotismo de la Ratio…
El antiproductivismo gitano, por último,
plegado sobre prácticas y estrategias de supervivencia que podríamos
llamar ecobiológicas, apenas lesiona el medio ambiente, apenas deja
huella destructiva en la biosfera. La crítica ecológica ha esgrimido la
incapacidad del Planeta para soportar la eventualidad de un orden
mundial perfectamente productivista. La hipóstasis del Progreso, la
búsqueda de un crecimiento económico indefinido, la miopía suicida del
consumismo, las secuelas de un mercado sin tutela y de una competencia
desbocada…, someterían al medio ambiente a una agresión tal que creer en
la supervivencia a medio plazo de la humanidad sobre la Tierra se
reduciría a un mero acto de fe. Partiendo de una sentencia de K.
Polanyi, cuya matriz no es difícil rastrear en K. Marx, muchos autores
sostienen una tesis inquietante: “La persecución ilimitada de la
rentabilidad y de la ganancia, como lógica parcial y local incapaz de
comprender los efectos indeseados e imprevistos de esta forma de acción
social, destruye la subjetividad, la sociabilidad y el ambiente”
(Vergara Estévez, 2005, p. 2).
Como las comunidades indígenas, como los
habitantes de los entornos rural-marginales occidentales, el pueblo
gitano ha defendido históricamente unos modos de vida verdaderamente
respetuosos con la biosfera, en absoluto degradantes del medio ambiente.
Se ha situado así, en la escala de la inserción/disolución en el
entorno natural, mucho más allá del punto trazable por cualquier
ecologismo social, ya fuere en la línea del llamado “socialismo
democrático” (N. Klein, E. Morin), ya en la perspectiva globalizante
libertaria de M. Bookchin y otros. Su “vivir de paso”, entre
recolecciones y artesanías, recurriendo al trueque y al pequeño comercio
de subsistencia, desdeñoso de los “avances” tecnológicos y de las
comodidades artificiosas (“sucios disfrutes”, en expresión de F.
Nietzsche), evoca más bien, transgrediéndolo no obstante, aquel
primitivismo saludable de algunas páginas de J. Zerzan.
Perfectamente asumido por los propios
gitanos (M. Bizarraga, presidente de asociación calé: “Continuamos
viviendo al día, no somos ambiciosos: lo importante es sobrevivir y ya
está. Solo nos preocupa el bienestar básico de la familia”; M. Amaya
Santiago: [Los gitanos conservamos] una concepción diferente del
trabajo. Se trabaja para vivir, no se vive para trabajar”) (2005, p. 46 y
62), este antiproductivismo romaní, con la prioridad que confiere a la
dimensión espiritual, pero también a las cosas más concretas y a los
seres más cercanos, a lo lúdico, a la felicidad inmediata como valor, a
la idea de libertad —expresión, en definitiva, de una terrenidad
no-materialista —, ha seducido asimismo a no pocos payos ilustrados.
Pensemos, p. ej., en “Kismet”, el bello poema de R. M. Rilke, con
aquellos gitanos “contemplativos”, precisamente como quería M.
Heidegger, escuchando la naturaleza, viviendo sus sentimientos del
instante, en el desprecio y la desconsideración de los móviles
mezquinos, pecuniarios, que degradan la vida ciudadana; o en las escenas
que F. Rovira-Beleta nos regala de la vida cotidiana en el Somorrostro
catalán, con gentes trabajando sin prisa, con amor, “a la gitana” (es
decir, de espaldas al tiempo pero también al cálculo, en el disfrute de
la labor). Pensemos en J. Ellul, que hubiera guiñado un ojo a M.
Bizarraga y a M. Amaya, y a tantos otros gitanos que no conoció, como se
desprende de estas intempestivas palabras suyas:
“Para el hombre primitivo, y durante
mucho tiempo en la historia, el trabajo era una condena, en modo alguno
una virtud. Vale más abstenerse de consumir que trabajar mucho, y no
debe trabajarse mas que en la estricta medida necesaria para vivir. Se
trabaja lo menos posible, y se acepta efectivamente un consumo
restringido (como entre los negros y los indostánicos), actitud muy
extendida, que, evidentemente, restringe a la vez el campo de las
técnicas de producción y de consumo” (p. 71).
En el flamenco, ese rechazo romaní de los
presupuestos y las realizaciones de la economía política se ha
expresado de una forma particularmente sugerente, desconcertante a
primera vista, con coplas teñidas de enigma antiguo. A modo de
ilustración, valga con esta pequeña colección de fragmentos de cantes:
“Sentaíto en la escalera,
sentaíto en la escalera,
esperando el porvenir
y el porvenir nunca llega”.
sentaíto en la escalera,
esperando el porvenir
y el porvenir nunca llega”.
[“Estampa”, “inscripción sonora”, que
sugiere la máxima improductividad, el mayor alogicismo, una perfecta
inutilidad, como en un desacato insuperable, un corte de mangas
infinito, al orden de la Ratio, que quiere actividades productivas,
comportamientos lógicos, esfuerzos útiles… Nos recuerda no pocos pasajes
de La experiencia interior, donde G. Bataille transfundía una suerte de
amor a lo gratuito, caprichoso, errátil, absurdo si se quiere. Cante
popular interpretado por Esperanza Fernández y recogido en Un siglo con
duende…, 2002]
“Un usurero muere rico y vive pobre,
porque ha sido un usurero;
y es para que luego le sobre
pa pagar al sepulturero
lo poco que vale un hombre”.
porque ha sido un usurero;
y es para que luego le sobre
pa pagar al sepulturero
lo poco que vale un hombre”.
[Elocuente descrédito de la mentalidad
del ahorro, de la libido acumuladora, extraña a la voluntad de vivir
incondicionalmente el presente. Cante anónimo versionado por Antonio el
Sevillano. Integrado en el recopilatorio Un siglo con duende…, 2002]
“En aquel pozito inmediato,
donde beben mil palomas,
yo voy y me siento un rato
pa ver el agüita que toman”.
donde beben mil palomas,
yo voy y me siento un rato
pa ver el agüita que toman”.
[Sugerencia de una disponibilidad grande
de tiempo, de libertad por tanto, que permite al personaje detenerse,
sentarse y mirar sin prisa algo aparentemente tan nimio como unas
palomas bebiendo — reverso de la dictadura del reloj, de la celeridad y
del tiempo malbaratado en los penales del empleo. Cante popular recreado
por Manolo Vargas. Se incluyó en Un siglo con duende…, 2002]
“Como yo no tengo ná,
me basta con los luceros
que tiene la madrugá”.
me basta con los luceros
que tiene la madrugá”.
[Suficiencia del hombre que no atesora,
huérfano de propiedades. Del álbum Al alba con alegría, 1991. Tango en
voz de Lole y Manuel]
“Aquel que tiene tres viñas,
¡ay!, tres viñas,
y el tiempo,
y el tiempo le quita dos,
que se conforme con una,
¡ay!, con una,
y le dé gracias,
y le dé gracias, a Dios”.
¡ay!, tres viñas,
y el tiempo,
y el tiempo le quita dos,
que se conforme con una,
¡ay!, con una,
y le dé gracias,
y le dé gracias, a Dios”.
[Caña popular, rescatada por Rafael
Romero y añadida a la compilación El cante flamenco, 2004, que connota
desinterés por el acaparamiento y, en el límite, por la riqueza misma]
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