John Holcroft |
¿Seres sociales o autómatas programados? La docilidad de la democracia burguesa. Una mirada a los sistemas de producción que nos convierten en seres inertes en vida. Desenmascaremos al capitalismo humanitario.
No
es difícil probar que en el sistema capitalista, impuesto y obedecido,
que padecemos, palabras como libertad, igualdad o justicia son meros
eufemismos al alcance de todos.
En
este brutal sistema socioeconómico que condiciona todos los aspectos de
nuestras (no) vidas se nos inculca –desde los sectores más progresistas
y humanistas– la necesidad de profundizar en la democracia, haciéndola
más participativa, mejorando los mecanismos legales para respetar los
derechos humanos. Es decir, compatibilizar el capitalismo (este u otro
renovado) con la dignidad de las personas. Algo, esto último, totalmente
incompatible.
Ese
progresismo intelectual que tiene miedo a abolir el trabajo asalariado,
que no quiere oír hablar de acabar con el parlamentarismo, que se
acongoja con el ataque a la propiedad privada y la acumulación de
riqueza. En suma, que odia, la revolución social.
No
se cae en la cuenta –porque no se quiere caer– de que el capitalismo
consiste en la acumulación de capital con el único objetivo de conseguir
plusvalor; esto es; beneficio económico creado artificialmente (nunca
naturalmente) para el lucro personal de unos pocos. El trabajo impuesto,
asalariado, el que nos obliga a vendernos para (sobre)vivir, se realiza
pues para conseguir ese objetivo: producir plusvalor, acumular riqueza
en manos de los menos que explotan a los más. A partir de ahí, los
trabajos que surgen, los que se crean y los nuevos que de ahí derivan,
no nacen con el objetivo de satisfacer las necesidades humanas, sino de
generar ese tan preciado como innecesario plusvalor.
Dicho
de otro modo, todos los trabajos que existen –sobre todo en las formas
que existen– son innecesarios para la satisfacción humana. Dicho de otra
forma, cuando estamos 8, 10, 12 horas en la obra jugándonos la vida,
otro tanto en el despacho de la administración, otro cuanto recolectando
en la huerta y así hasta el último de los trabajos, estamos de una
manera absurda perdiendo nuestro tiempo, renunciando a nuestra vida,
impidiendo desarrollar nuestros deseos y pasiones, para producir riqueza
a una clase económica determinada; la dominante.
Más
que perder nuestro tiempo, se lo entregamos a quien nos explota. Es
decir, regalamos nuestra vida –que de esta manera se parece más a la
muerte– para que otros vivan los privilegios que acumulan con nuestro
esfuerzo. Una forma de tortura como otra cualquiera. Estamos tan
docilizados que no reparamos en ello. Encima tenemos que aguantar que
sea una obligación democrática, inevitable norma que nos dota de
derechos. Toda una invitación a la violencia.
Aunque
ciertos trabajos aparentemente puedan parecer tener sentido no se
realizan para cubrir las necesidades humanas de todos por igual
–insisto– sino para generar desigualdad a favor de una elite
privilegiada que sustenta el poder instalándose –con todo tipo de
camuflajes– en el aparato del estado y la patronal. Además, todo esto se
hace a escala mundial. En eso consiste la globalización: en extender
este fenómeno, está lógica del mercado, a escala planetaria. Allí donde
ya existe consolidarlo, y allá donde todavía no ha llegado imponerlo.
Avanzamos pues, hacia un mundo en el que todo funcione como un gran
oligopolio financiero global donde nada ni nadie puede escapar, donde no
haya espacio para la resistencia.
Todo
este proceso condiciona las relaciones humanas, que de humanas tienen
poco y se convierten en relaciones mercantiles. Lo humano –ya no digamos
lo animal– queda en último término para que se prioricen los
vertiginosos movimientos de mercancías. No vivimos la vida –como decían
los situacionistas– sino que la representamos. Vivimos la no-vida, donde
el dinero –un bien material creado por la clase opresora– es el nuevo
Dios que condiciona todos los ámbitos de la (no) vida: la felicidad, la
tristeza, la pasión...
Lo
irracional e injusto de todo ello no deja tiempo para la
comprensión-aceptación de la situación. En este contexto, no existe peor
actitud que la de justificar veladamente tendiendo a entender todo este
incomprensible –por lo brutalmente injusto– sistema, como hace la
socialdemocracia. Ahora resulta que los que se denominan humanistas,
defienden un sistema brutalmente inhumano, los que se denominan
pacifistas defienden un sistema basado en la violencia en su estado más
puro. Promover el hambre –pues promover el capitalismo democrático es
promover el hambre y todas las enfermedades que de ahí derivan– es,
curiosamente, defender la paz; esa podrida paz social. Más de10 millones
de personas, en su mayoría niños, mueren a causa de ese hambre y de las
enfermedades que se derivan de la ausencia de alimento anualmente. Lo
vemos pasar como algo casual fruto del azar, cuando es algo
intencionado, consecuencia inevitable de que unos tengan 10 y otros 0.
Nuestro campo de concentración neonazi particular sin precedentes en la
historia.
Paralelamente
quienes defendemos el odio de clase, que se manifiesta en esa bella y
necesaria confrontación que así –y sólo así– puede arañar los cimientos
donde se sustenta el sistema, somos violentos. Socialdemocracia
instalada en buena medida –cual comité ejecutivo– en el movimiento
antiglobalización, en los movimientos sociales, en las cabezas
(aparentemente) pensantes de quien compone esos movimientos. Ese
capitalismo humanitario defendido en los foros sociales donde se hace
necesaria una "segunda fase" de la globalización ya que "la primera
fase... creó mucha pobreza y desigualdades sociales, porque se dejó de
lado el aspecto social". Donde se pone en práctica un "nuevo" concepto
político, el de la "sociedad civil internacional organizada" sin
diferencias entre trabajadores y patrones. Donde se habla de "reforzar
la democracia electoral”. Donde se acuerda la "abolición de la deuda
externa" con los que la cobran. Donde se teme a la autogestión, la
descentralización, la democracia directa y la autonomía, como respuesta
al monopolio de la violencia, de la información, de la cultura y de la
administración de la riqueza que en estos momentos ostenta el capital.
Donde se denomina al levantamiento de los pueblos “terrorismo”; y no se
tacha de ello a la represión que los Estados ejercen contra ellos.
Por
eso es importante combatir no sólo al capitalismo aparente (cada vez
más en extinción) y apuntar, desenmascarar y destruir las nuevas formas
democráticas y humanitarias para combatirlas con la firmeza que se
merece combatir al capitalismo, a la miseria. El discurso humanista,
democrático, “pro-derechos-humanos” se ha instalado en los poderes
fácticos. El Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, Naciones
Unidas, los ejércitos.... han adoptado, en buena medida, la retórica de
los desposeídos. Y los desposeídos, pequeñamente aburguesados, han
perdido los papeles con esa hábil estrategia asimilada –puesta en
práctica con inmejorables resultados– por el poder.
Hasta
que no comprendamos esto y sepamos desenmascararlo, dirigiremos
nuestras fuerzas al fracaso revolucionario. Matar al patrón moderno que
pulula por los movimientos sociales, destruir al oenegeista que va por
la asamblea. Acabar con el policía que llevas dentro, se hace una
metafórica necesidad militante; una obligación moral inexcusable.
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