En el último número de Cul de Sac, El campo y la ciudad, ¿dos mundos enfrentados?, publicamos una carta de nuestro amigo y colaborador Javier Rodríguez Hidalgo, residente en Francia. El texto (cuyo título: I, desgraciadamente, el dolor crece,
hace alusión a un poema de César Vallejo), es una invitación a
reflexionar sobre la hipocresía occidental en relación a los atentados
de París del pasado mes de noviembre, así como al lugar de la
sensibilidad en los tiempos de instantaneidad informativa y técnica.
Tras los últimos acontecimientos en
Bélgica, consideramos más necesario que nunca recapacitar sobre esta
cuestión. A continuación ofrecemos íntegro el texto, que también puedes descargar aquí..
I, desgraciadamente, el dolor crece
Tú ya sabes lo suficiente. Yo también
lo sé. No es conocimiento lo que nos falta. Lo que nos hace falta es el
coraje para darnos cuenta de lo que sabemos y sacar conclusiones
Sven Lindqvist (Exterminad a todos los salvajes)
He empezado a escribir estas líneas tres
días después de los atentados del 13 de noviembre en París. Lo hago en
parte para explicar algo de lo que está ocurriendo en Francia desde
entonces a posibles lectores que no conozcan bien el contexto preciso de
los acontecimientos, pero también para hacer un ejercicio de catarsis
que prefiero explicar al final de mi escrito. Evitaré en lo posible las
cuestiones más técnicas sobre lo sucedido, pues toda información que
pueda anotar en estas líneas se quedará obsoleta mucho antes de que vean
la luz.
Lo que se sabe de los atentados es que
han dejado al menos 130 muertos y que sus autores materiales han sido en
su mayoría franceses o belgas. Poco importa que la sala Bataclan fuera
de verdad seleccionada como objetivo por ser considerada un templo del
vicio occidental (no menor que Dubai), una empresa «sionista» o
simplemente una acumulación de personas desarmadas. Lo innegable es que
más de un centenar de individuos indefensos fueron ametrallados y
rematados en una acción que exige tanta preparación como sangre fría. La
interpretación más plausible, y que sin duda no variará mucho en las
semanas venideras, es que se trata de una acción contra Francia por su
implicación en los bombardeos contra el Estado Islámico en territorio
sirio, pero también por haberse convertido en emblema de un pulso entre
el Estado laico y un islam particularmente militante. Como esto último
no es tan bien conocido fuera de Francia, conviene explicar lo esencial
de este enfrentamiento.
La República francesa lleva más de dos
siglos de combate con los cultos religiosos que le disputan el monopolio
de la gestión social. Por mucho que nos choque a quienes nos hemos
formado en la nacionalcatólica España, el Estado francés ha obligado a
los credos cristianos a ocupar un espacio muy reducido en la vida
pública. Este conflicto, que empezó ya durante la Francia
revolucionaria, se resolvería en la III República que surgió después de
la derrota frente a Prusia y del aplastamiento a sangre y fuego de la
Comuna de París, es decir, en el periodo que va de 1871 hasta la debacle
de la Segunda Guerra Mundial. Pese a su resistencia, la Iglesia
católica salió derrotada y tuvo que contentarse con un peso público muy
reducido si se compara con el que posee en España, Italia o Irlanda.
Pese a ello, todavía en 1967 la jerarquía eclesiástica era capaz de
pataleos como la censura de la versión cinematográfica de La religiosa de Diderot (autor que había sido encarcelado en 1749 por sostener posiciones materialistas —es decir, impías— en su Carta a los ciegos).
Con todo, la Francia de los años ochenta y
noventa parecía cómodamente instalada en un laicismo generalizado, como
parece probar la extensión del derecho al aborto o la escasa
visibilidad de símbolos religiosos. Sin embargo la expansión mundial de
un islam renovado en las últimas décadas iba a cambiar las cosas
rápidamente. La manifestación más conocida de la nueva disputa entre la
República y una religión, en este caso la musulmana, sería la famosa
«ley del velo», que suscitaría una crispación desconocida en otros
países vecinos que también cuentan con comunidades islámicas
importantes. El autoritarismo con que se impuso esta medida atizó un
sentimiento de identidad amenazada por el Estado en las comunidades a
que se dirigía la medida, sobre todo en los guetos que subsisten en
Francia desde los tiempos de la guerra de Argelia. La aplicación de la
ley, que supuestamente se opone a la exhibición de todo tipo de símbolo
religioso, se ha ensañado mucho más con el velo musulmán que, por
ejemplo, con los crucifijos cristianos, que bastantes alumnos pueden
llevar al cuello sin problemas.
Por esta y otras razones se ha reforzado una cierta identidad de quienes viven en ese producto tan francés que son las banlieues
(suburbios) construidas en los años sesenta y setenta, las más
conocidos de los cuales se encuentran en el departamento de
Seine-Saint-Denis, en la periferia de París (donde explotaron algunos
suicidas junto al Estadio de Francia, pero también donde se desencadenó
la revuelta de 2005). Esta identidad se compone en gran medida de un
sentimiento más que justificado de marginación social y étnica, pero
también de una forma novedosa de religiosidad que ahora mismo causa
furor entre la chavalería de las banlieues. Algunos de sus
atributos comunes son el rechazo de lo que se considera representativo
de Francia (y muy especialmente de una policía bastante más brutal con
los pobladores de los guetos que con otros ciudadanos) y la
reivindicación de un origen que no es francés, y que suele ser
norteafricano. En efecto, para cualquiera que no sea Pablo Iglesias[1]
puede resultar aterrador que se siga adjudicando informalmente la
nacionalidad de una persona en razón del lugar en que nacieron sus
padres o incluso sus abuelos; sin embargo es un hecho que en Francia a
veces se habla de «inmigrantes de segunda (o incluso tercera)
generación», o de franceses «de origen» argelino o marroquí, como pasó
cuando se produjeron los disturbios del otoño de 2005. La pervivencia de
estos guetos, horrores urbanísticos concebidos como moradas
transitorias y finalmente convertidos en viviendas permanentes para una
parte importante de la población francesa contemporánea, permite
entender parcialmente la capacidad de captación del nuevo islam
guerrero. Incluso una ciudad pequeña como Blois, de 10.000 habitantes,
tiene su pequeño distrito deprimido en que arden coches de vez en cuando.
Pero esto es sólo una parte de la
explicación. Contrariamente a lo que creía Marx, el delirio religioso
sabe bucear muy bien en las aguas más frías y salir a la superficie
mucho tiempo después con una forma restaurada. Quizá lo más visible al
principio fueron los diferentes cultos y sectas marginales, pero ahora
es innegable que los peores aspectos de las religiones tradicionales,
incluidos los ritos más supersticiosos, han vuelto con fuerza.
La inquietud que inevitablemente tenía
que suceder al avance de esta forma de integrismo religioso fue
aprovechada en los años noventa por la hez de cierta intelligentsia
parisina —los residuos de los «nuevos filósofos» setenteros (ya se
sabe: ni nuevos ni filósofos), con Bernard-Henry Lévi y André Glucksmann
a la cabeza— que se pusieron a teorizar (por decir algo) sobre un
supuesto islamofascismo, haciendo todo lo posible por no
comprender el nuevo fenómeno.
El antiislamismo militante de este
periodismo con ínfulas filosóficas llevaría a estos escribidores a,
entre otras hazañas, justificar contra viento y marea el régimen de los
generales golpistas en Argelia, principales culpables del baño de sangre
que sufrió el país hace sólo dos décadas.
En el lado opuesto del espectro ideológico, cuando un comando integrista masacró a los redactores de Charlie Hebdo
por haberse burlado del profeta, no faltaron las interpretaciones
izquierdosas de rigor que, desde una posición laica, distinguían
perfectamente entre un islam de los pobres y un cristianismo de los
ricos. Este análisis no soporta dos bofetadas. Del mismo modo que hoy
día sigue habiendo en Francia católicos de clase baja[2],
no todos los musulmanes viven en guetos, sino que ocupan puestos de
responsabilidad en todas las instituciones, incluyendo el ejército o la
gendarmería. Es más, algunas de las mezquitas que sirven de caja de
resonancia a los islamistas más radicales cuentan con ayudas económicas
generosas de las monarquías del petróleo, ya sea Arabia Saudí o el resto
de satrapías que subvencionan a las diversas bandas de fútbol, como nos
lo recuerdan las camisetas que vemos a diario por la calle. Pero lo más
grave es que aunque fuera cierto que el islam es la religión de los
pobres, sería disparatado dispensarla por eso de toda crítica. Podríamos
imaginarnos al pobre Diderot teniendo que morderse la lengua para
callarse sus mejores sarcasmos a fin de no ultrajar la sensibilidad de
esos franceses coetáneos suyos que comulgaban a diario o que adoraban
estampitas de la virgen con la mejor fe del mundo. Charlie Hebdo no fue víctima de su desprecio hacia el islam, sino de un grupo de fanáticos[3]. (Me deja perplejo, por lo demás, ver a tanto posmoderno indignarse por las críticas del islam vertidas en Charlie Hebdo
cuando se conoce el régimen a que somete esta religión a muchas mujeres
empaquetadas en velo integral, no siempre por voluntad propia).
Volviendo a los atentados del 13 de
noviembre, es fuerza ponerlos en su contexto para medir su gravedad.
Para empezar, si bien es verdad que constituyen el acto más sangriento
de violencia política en territorio francés desde 1945, no hay que
olvidar que hasta hace unos días ese récord lo ostentaba el propio
Estado francés: la policía comandada por el excolaboracionista Maurice
Papon mató la noche del 16 de octubre de 1961 a aproximadamente un
centenar de manifestantes argelinos que desafiaron en París el toque de
queda impuesto a los norteafricanos en los momentos finales de la guerra
de Argelia. Es sintomático de la disolución de este crimen en la
memoria francesa el hecho de que se recuerde mejor la «masacre de
Charonne» (nueve muertos en una manifestación prohibida el 6 de febrero
de 1962 para denunciar la matanza de octubre) que los hechos que
desencadenaron esta protesta[4].
Si digo esto no es para reducir la
importancia de los hechos, evidentemente. Es triste tener que
recordarlo, pero resulta obligado en estos tiempos en que se compite por
ostentar el monopolio del sufrimiento. Se nos dice que todos somos
París, pero nadie fue Ankara cuando tan sólo un mes antes dos bombas
mataron a más de cien personas que participaban en una manifestación que
exigía «trabajo, paz y democracia» y en denuncia de la política bélica
del Estado turco (aliado del Estado Islámico en su lucha contra la
guerrilla kurda). Y, en el lado contrario, los regímenes gobernados por
la famosa sharia (Qatar, Arabia Saudí, Emiratos Árabes) no
suscitan demasiada reprobación si al mismo tiempo nos atiborran de
petróleo; es más, a veces son destinos turísticos apetecibles que
organizan mundiales de fútbol o saraos nocturnos en las capitales
globales de moda, por no hablar del agasajo que merecen sus petrolíferas
majestades por parte de la Casa Real española cuando se prodigan en
Marbella. (Mientras escribo estas líneas, un poeta palestino, Ashraf
Fayad, acaba de ser condenado a muerte en Arabia Saudí por «renegar de
toda religión», incluida la que inspira el código penal saudí; y en el
Kurdistán turco un abogado ha sido asesinado probablemente a instancias
de los servicios secretos de Erdogan, otro nuevo demócrata aliado de los
europeos de bien).
El impacto social de los atentados
parisinos es inseparable de esta época nuestra en que casi nada se
interpreta políticamente sino que debe ser asimilado de la forma más
emocional posible. Esta «emotivización» (a falta de una palabra mejor)
de la política es inevitable para la prensa en la era del consumo on-line,
que a falta de información concreta prefiere entretener a sus
consumidores con historias «de interés humano». Pero el acento que se
pone en lo sentimental nos incapacita para comprender realmente lo
sucedido. Por ejemplo, los espectadores de las bárbaras imágenes
difundidas por los medios españoles de la masacre de los trenes de
Madrid en 2004 no estaban mejor informados que quienes sólo conocían la
cifra de víctimas mortales; de hecho, estaban sin duda mucho peor
situados para resistir a la manipulación emocional del régimen
aznarista. Por lo demás, la familiaridad que evoca París en estos
tiempos de guerra y turismo globales ha contribuido a la identificación
de muchos telespectadores con las desgraciadas víctimas del atentado.
Que lo que casi todo el mundo conoce o crea conocer se parezca más a Midnight in Paris que a La Défaite
importa poco; el vínculo afectivo planetario («Ah, París») ya está
creado.
Además, la mayoría de las víctimas son de esa clase media a que
pertenecemos o nos gustaría pertenecer: blancos, consumidores de
cultura… El periódico Libération del 16 de noviembre hablaba de
una «generación Bataclan» (por el nombre de la sala de conciertos
asaltada) para describir el perfil común de la mayor parte de las
víctimas: «los terroristas han apuntado al modo de vida hedonista y
urbano de una generación ya marcada por Charlie. […] la población a que apuntaban los terroristas del Estado Islámico era claramente ese biotopo de jóvenes urbanos cool» que se divierten «en una zona a la vez burguesa, progresista y cosmopolita, por cierto en proceso de hipsterización
avanzada». Lo que ha sacudido nuestras conciencias es que todos
podíamos ser ellos, pues somos muchos los que llevamos vidas parecidas; y
casi todo el mundo aspira a acceder a ese mismo «modelo».
Por desgracia, la muerte violenta ha sido
casi siempre una posibilidad muy real y nada descabellada en muchos
tiempos y lugares; en algunos momentos concretos, esta posibilidad ha
sido aterradoramente banal. En Chechenia, por ejemplo, la invasión rusa
produjo en pleno «patio trasero de Europa» y durante unos pocos años
decenas de miles de muertos (en un país de poco más de un millón de
habitantes), y no obstante nadie nos ha pedido nunca que fuéramos
Grozni. No se trata de moralizar como alguno de los profetas del
desastre que proliferan en las cloacas de internet. Las consecuencias de
los atentados se dejan sentir ya: las manifestaciones que estaban
previstas para denunciar la farsa descomunal de la «cumbre por el clima»
COP21 los días 29 de noviembre y 12 de diciembre han sido vetadas sin
contrapartidas, lo que ya ha producido más de 341 arrestos en las calles
de París (a día 30 de noviembre). Las medidas que se discuten estos
días en la Asamblea Nacional apelan explícitamente a un «recorte de las
libertades» en aras de la seguridad (aunque en la España de las manos blancas
podemos imaginar que las mismas medidas se llamarían de «multiplicación
de las libertades y expansión de la felicidad» o algo así), lo que ya
ha supuesto detenciones y registros que iban mucho más allá de la lucha
contra el Estado Islámico. Hollande asegura además que «Francia está en
guerra». Pero, aun sin declararla, Francia ya estaba en guerra antes. No
en una guerra tradicional, con sus frentes y sus combates cotidianos,
sino en el tipo de conflictos que conoce nuestra época: «misiones de
paz», «bombardeos quirúrgicos» (Siria) u «operaciones policiales»
(República Centroafricana). Pero estos nunca han dejado de parecernos
irreales o insignificantes, si el asedio mediático no nos los recordaba a
diario. Sólo existían para quienes los padecían de primera mano y para
los militares destinados a esos lugares exóticos.
Obviamente, el Frente Nacional está
cosechando desde hace tiempo la derechización de la sociedad francesa.
Ya no es sólo el partido de esa clase media aterrorizada que se entierra
en sus viviendas unifamiliares ante el pánico a los bárbaros de las banlieues.
Desde hace tiempo el FN acoge el voto amargado de zonas enteras de la
ex«Francia roja» o de regiones en que la presencia de inmigrantes es muy
reducida.
Con todo, lo más llamativo me parece el
eco de los atentados en el resto del planeta. No recuerdo que se viviera
nada parecido cuando explotaron las bombas del metro de Londres en
junio de 2005. Con ser muy grave, tanta brutalidad no explica la
angustia que ha desencadenado. Previamente era necesario que nuestra
generación, esa «generación Bataclan» que empieza a ocupar puestos de
poder y responsabilidad elevados, no supiera muy bien qué hacer con las
antiguas libertades que se habían conquistado en el pasado a un precio a
veces altísimo (o que ni siquiera se disfrutan aún, como ocurre en
España, donde la tortura o el cierre de medios de comunicación no han
dejado de existir desde 1936). Nada hay más elocuente acerca de nuestra
fragilidad que el modo tan visceral con que se ha acogido la noticia de
la matanza. Ante cada nuevo estampido en la vida supuestamente plácida
de nuestras sociedades se insiste en que estamos en una época de «fin de
las ilusiones» pero no dejarán de aparecer otras, menos consistentes
aunque con mayor pixelado, para remplazar a las anteriores.
Y sin embargo es necesario sentir dolor
por los muertos. Lo que me ha sorprendido en esta ocasión es lo poco que
me ha acongojado lo sucedido. Se ha cometido un crimen muy grave y lo
normal, lo humano, sería conmoverse. La insensibilización que
nos aqueja a algunos puede ser tan embrutecedora como el sometimiento a
los toques de corneta con que se nos llama a solidarizarnos con según
qué víctimas. Es indudable que este endurecimiento, tan pernicioso como
cualquier otra pérdida de sensibilidad, es una consecuencia de décadas
de propaganda bélica española que nos imponía incluso los términos
precisos con que debíamos describir nuestra desazón ante ciertos actos
de violencia. Durante los años de aquella retórica mostrenca que nos
hablaba de unidad de los demócratas frente al terror, de un nuevo salto en la barbarie, de escalada terrorista, de no ceder al chantaje de los violentos o de la lucha contra el totalitarismo,
se nos ha llamado a veces incluso a movilizarnos por «víctimas» que
distaban mucho de serlo; y a menudo en compañía de torturadores y de
basura franquista, que se han permitido impartir cátedra sobre derechos
humanos y democracia. Para mí, no haber hecho mío el dolor por lo que ha
pasado en París no es un síntoma de lucidez sino de embotamiento
causado por la inoculación de este veneno.
Y ahora, ¿qué hacer después, en unas
condiciones tan duras? El escritor Erri de Luca, que merece las
simpatías de quienes se han opuesto a los proyectos del Tren de Alta
Velocidad en cualquier parte del mundo por su defensa de la legitimidad
de estas luchas, ha dicho lo siguiente en una entrevista en Libération:
«Hace falta una movilización general de la vida civil, del pueblo
francés. Cada individuo tiene que hacerse cargo de la cuestión de la
seguridad sin delegarla en el Estado. Delegarla en el Estado significa
reducir las libertades propias. Por el contrario, todo el mundo debe
responsabilizarse de lo que pasa a su lado, de su vecino. Hay que lanzar
la alarma al nivel cero de la sociedad, en un movimiento popular y de
fraternidad. Acepar sólo la respuesta que viene de arriba, con una
multiplicación de gendarmes en la calle, no es eficaz». Pero esto no es
más que un deseo piadoso. Si De Luca no está llamando a la delación (y
esperemos que no sea el caso, porque el resto de la entrevista hace
pensar lo contrario[5]),
no sé qué podría hacer nadie que descubra unos planes para realizar un
atentado como los de París. Por desgracia, en conflictos que se dirimen a
este nivel el margen de acción para los individuos desposeídos —eso que
algunos llaman ciudadanos— es exiguo, y esto es un eufemismo.
Por de pronto, lo único que parece posible es desertar de todos y cada
uno de los llamamientos que se nos harán a sostener políticas
criminales. La resistencia será casi solitaria y, puesto que el terreno
invadido esta vez es la conciencia individual, lo que habrá que defender
ante todo es el derecho a disentir, e incluso a sentir, al margen de
las consignas que oigamos vociferar a nuestro alrededor. Pues lo que se
espera de nosotros ya no es un acatamiento mudo sino una militancia
apasionada por la dominación.
Lo más honrado en esta situación
desesperante es admitir la propia impotencia; algo que de todas formas
estamos más que acostumbrados a hacer a diario bajo el peso de la
infinidad de pequeñas y grandes humillaciones que nos oprimen. Esto
puede parecer tremendamente cínico, pero nada lo será más que la época
que vivimos: cinismo es que una víctima de la tortura se cruce en la
calle con uno de los esbirros que le mandaron al hospital durante la
detención y que, por increparle, se le condene a más de 2.000 euros de
multa en concepto de «injurias y calumnias», y que ningún demócrata haya
tenido nada que decir al respecto[6];
cínicas son las fosas comunes que albergan a cien mil de personas
asesinadas por los franquistas y que la izquierda española viene
despreciando desde hace tres décadas y media[7];
cínico es que las «líneas rojas» de lo que es aceptable en materia de
indignación ante la violencia vengan delimitadas por seres siniestros de
la calaña de Martín Villa, Barrionuevo o Mayor Oreja, y que han
secundado cómplices como Baltasar Garzón o Grande-Marlaska, para que hoy
los candidatos «populistas» a la presidencia del Gobierno lancen vivas a
la Guardia Civil y al resto de bandas armadas legales[8].
Si catarsis —esa palabra de moda—
significa algo, es la obligación de comprender incluso lo que no podemos
soportar. Habiendo sido literalmente espectadores de una
tragedia bien real, nuestro deber es purgar la angustia que produce la
impotencia. Un cierto distanciamiento puede ser la única forma de no
caer en el aborregamiento, siempre que al mismo tiempo seamos capaces de
sentir un dolor nuestro, irremplazable y sobre todo inviolable. Este
dolor sólo tendrá sentido si nos hace más conscientes, en cuyo caso será
un signo de verdadera sensibilidad. Si es para complacernos de nuestra
altura moral (o de nuestro «suelo ético», como dicen ahora en el País
Vasco los que más lo pisotean) no supondrá más que el enésimo síntoma de
nuestra sumisión.
Javier Rodríguez Hidalgo
(Poitiers, Francia)
[1] Para quien un descendiente de andaluces nacido en Cataluña no es un catalán, sino un descendiente de andaluces.
[2]
Que es una de las razones por las cuales el matrimonio homosexual contó
con la oposición de las masivas manifestaciones de rechazo que
conocemos, siguiendo el modelo de las convocatorias españolas que
agitaron a las masas contra el zapaterismo.
[3]
Quizá, para no soliviantar a las almas bellas, habría que establecer
una cuota de crítica en cada publicación según criterios rigurosos de
población, clase, sexo -perdón, género- y raza. Así, el TMEO
podría dedicar en cada número un 12% de sus chistes a meterse con los
musulmanes; 30% con los ateos; 40% con los católicos; y sólo un 3% de
sus tiras cómicas podrían ensañarse con «la Eta».
[4] Véase el libro de Kristin Ross Mayo del 68 y sus vidas posteriores, Acuarela Libros.
[5]
«Si sólo se aplica un aumento de la seguridad militar, vamos a caer en
brazos de la extrema derecha. Hace falta una organización popular por
barrios. Una red que se organice para hacer una resistencia de base, de
los barrios, está al alcance de un presidente de izquierdas» (Libération, 15 de noviembre de 2015).
[6] Sucedió en Pamplona.
[7] Sucede en toda el Reino.
[8] Sucedió en Málaga (el 14 de marzo de 2015).
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