Efren Rodriguez Gonzalez, de 68 años, cubre a su nieta Maria Isabel
Ferrer Rodriguez, de 8 años, rodeados de activistas de la PAH, en la
calle frente a la casa de donde acaban de ser desahuciados. (26/09/2013,
foto de Andrés Kudacki)
Las relaciones sociales de clase y
explotación no son simples. Las concepciones obreristas, que están
basadas en la idea de una clase objetivamente revolucionaría definida en
cuanto a su relación con los medios de producción, ignoran la multitud
de aquellas/os en todo el mundo cuyas vidas les son robadas por el
actual orden social, pero que no pueden encontrar sitio dentro de sus
aparatos productivos. Por tanto, estas concepciones acaban presentando
una comprensión limitada y simplista de la explotación y la
transformación revolucionaria. Para poder llevar a cabo una lucha
revolucionaria contra la explotación, necesitamos desarrollar una
comprensión de las clases tal como existen actualmente en el mundo, sin
buscar ninguna garantía.
De una forma básica, la sociedad de
clases es aquella en la que están quienes dominan y quienes son
dominadas/os, quienes explotan y quienes son explotadas/os. Este orden
social solo puede surgir cuando la gente pierde su capacidad para
determinar las condiciones de su propia existencia. Por tanto, la
característica esencial que comparten las/os explotadas/os es su
desposesión, su pérdida de la capacidad para tomar y llevar a cabo las
decisiones básicas sobre cómo vivir.
La clase dominante se define en términos
de su propio proyecto de acumulación de Poder y riqueza. Aunque, por
supuesto, hay conflictos significativos dentro de la clase dominante en
cuanto a intereses específicos y competencia real por el control de los
recursos y el territorio, este proyecto de tan largo alcance que tiene
como objetivo el control del Poder y la riqueza social, y por tanto de
las vidas y relaciones de todo ser vivo, proporciona a esta clase un
proyecto positivo unificado. La clase explotada no tiene un proyecto
positivo semejante que la defina. En su lugar se define en cuando a lo
que se le hace, lo que se le quita. Habiendo sido despojada de los modos
de vida que había conocido y creado con sus semejantes, la única
comunidad que le queda a la gente que compone esta clase heterogénea es
la provista por el Capital y el Estado; la comunidad del trabajo y el
intercambio de mercancías, decorada con cualquier construcción
ideológica nacionalista, religiosa, étnica, racial o sub-cultural, a
través de la cual el orden dominante crea identidades en las que
canalizar la individualidad y la revuelta. El concepto de una identidad
proletaria positiva, de un solo proyecto proletario unificado y
positivo, no tiene base en la realidad, dado que lo que define a alguien
como proletaria/o es precisamente que su vida le ha sido robada, que ha
sido transformada/o en un instrumento en los proyectos de las/os
dominantes.
La concepción obrerista del proyecto
proletario tiene sus orígenes en las teorías revolucionarias de Europa y
los Estados Unidos (particularmente ciertas teorías marxistas y
sindicalistas). A finales del siglo XIX, tanto Europa occidental como el
este de los Estados Unidos, estaban en camino de ser completamente
industrializados, y la ideología dominante del progreso igualaba el
desarrollo tecnológico con la liberación social. Esta ideología se
manifestó en la teoría revolucionaria como la idea de que la clase
obrera industrial era objetivamente revolucionaria porque estaba en
posición de apoderarse de los medios de producción desarrollados bajo el
capitalismo (los cuales, como productos del progreso, se asumía que
eran inherentemente liberadores) y ponerlos al servicio de la comunidad
humana. Al ignorar a la mayor parte del mundo (junto con una porción
significativa de las/os explotadas/os en las áreas industrializadas),
las/os teóricos revolucionarias/os eran de esta forma capaces de
inventar un proyecto positivo para el proletariado, una misión histórica
objetiva. Que esta se fundamentara en la ideología burguesa del
progreso, se ignoraba. En mi opinión, las/os ludditas tenían una
perspectiva mucho más clara, reconociendo en el industrialismo otro de
los instrumentos de los amos para desposeerles. Con buenas razones,
atacaron las máquinas de la producción masiva.
El proceso de desposesión hace mucho que
se ha consumado en Occidente (aunque, por supuesto, es un proceso que
está ocurriendo en todo momento incluso aquí), pero en gran parte del
Sur del mundo está aún en sus primeras fases. Sin embargo, desde que el
proceso comenzó en Occidente han habido algunos cambios significativos
en el funcionamiento del aparato productivo. Las posiciones cualificadas
en la fábrica han desaparecido en gran parte, y lo que se necesita en
un/a trabajador/a es flexibilidad, la capacidad de adaptarse -en otras
palabras, la capacidad de ser una pieza intercambiable en la máquina del
Capital. Además, las fábricas tienden a requerir muchas/os menos
trabajadoras/os para mantener el proceso productivo, tanto a causa de
los desarrollos en la tecnología y las técnicas de gestión, que han
permitido un proceso productivo más descentralizado, como porque cada
vez más el tipo de trabajo necesario en las fábricas es en gran medida
sólo supervisar y mantener las máquinas.
A un nivel práctico esto significa que
todas/os somos, como individuos, prescindibles para el proceso de
producción, porque todas/os somos reemplazables – ese hermoso
igualitarismo capitalista en el que todas/os somos iguales a cero. En el
primer mundo, esto ha tenido el efecto de empujar a un creciente número
de explotadas/os a posiciones cada vez más precarias: trabajo temporal,
trabajos en el sector servicios, desempleo crónico, el mercado negro y
otras formas de ilegalidad, indigencia y prisión. El trabajo fijo con su
garantía de una vida un tanto estable – incluso si esa vida no es
propia- está dejando paso a una carencia de garantías donde las
ilusiones proporcionadas por un consumismo moderadamente cómodo ya no
pueden seguir ocultando que la vida bajo el capitalismo siempre se vive
al borde de la catástrofe.
En el Tercer Mundo, gente que ha sido
capaz de crear su propia existencia, aun cuando ésta haya sido en
ocasiones difícil, se está encontrando con que su tierra y otros medios
para hacerlo le están siendo arrebatados al invadir (literalmente) las
máquinas del Capital sus casas y minar cualquier posibilidad de
continuar viviendo de su propia actividad. Arrancadas/os de sus vidas y
tierras, se ven forzadas/os a trasladarse a las ciudades donde hay poco
empleo para ellas/os. Surgen barrios marginales [3] alrededor de las
ciudades, a menudo con una población mayor que la de la propia ciudad.
Sin ninguna posibilidad de trabajo fijo, las/os habitantes de estos
barrios de chabolas están obligadas/os a formar una economía de mercado
negro para sobrevivir, pero esto también sirve todavía a los intereses
del Capital. Otras/os, en su desesperación, eligen la inmigración,
arriesgándose al encarcelamiento en campos de refugiados y centros para
extranjeras/os indocumentadas/os, con la esperanza de mejorar su
condición.
Así, junto con la desposesión, la
precariedad y la prescindibilidad son cada vez más los rasgos que
comparten quienes componen la clase explotada mundial. Si, por un lado,
esto significa que esta civilización de la mercancía está creando en su
interior una clase de bárbaros que realmente no tienen nada que perder
en derribarla (y no de los modos imaginados por las/os viejas/os
ideólogas/os obreristas), por otro lado estos rasgos no proporcionan en
sí mismos ninguna base para un proyecto positivo de la transformación de
la vida. La rabia provocado por las miserables condiciones de vida que
esta sociedad impone puede fácilmente ser canalizada en proyectos que
sirven al orden dominante o al menos al interés específico de alguno u
otro de las/os dominantes. Los ejemplos de situaciones en las pasadas
décadas recientes en los que la rabia de las/os explotadas/os ha sido
aprovechada para alimentar proyectos nacionalistas, racistas o
religiosos que sirven solo para reforzar la dominación son demasiados
para contarlos. La posibilidad del fin del actual orden social es tan
grande como nunca antes, pero la fe en su inevitabilidad no puede seguir
pretendiendo tener una base objetiva.
Pero para entender realmente el proyecto
revolucionario y empezar el proyecto de resolver cómo llevarlo a cabo (y
desarrollar un análisis de cómo la clase dominante consigue desviar la
rabia de aquellas/os a las/os que explota hacia sus propios proyectos),
es necesario darse cuenta que la explotación no tiene lugar solamente en
términos de producción de riqueza, sino también en términos de la
reproducción de relaciones sociales. Independientemente de la posición
de cualquier proletario particular en el aparato productivo, es de
interés para la clase dominante que todas/os tengan un rol, una
identidad social que sirva en la reproducción de las relaciones
sociales. La raza, el género, la etnicidad, la religión, la preferencia
sexual, la subcultura- todas estas cosas pueden, efectivamente, reflejar
diferencias muy reales y significativas, pero todas son construcciones
sociales para canalizar estas diferencias en roles útiles para el
mantenimiento del actual orden social. En las áreas más avanzadas de la
actual sociedad donde el mercado define la mayoría de las relaciones,
las identidades en gran medida llegan a estar definidas en términos de
las mercancías que las simbolizan, y la intercambiabilidad está a la
orden del día en la reproducción social, al igual que lo está en la
producción económica. Y es precisamente porque la identidad es una
construcción social y cada vez más una mercancía vendible por lo que
las/os revolucionarias/os deben ocuparse seriamente de ella, analizada
cuidadosamente en su complejidad con el objetivo preciso de superar
estas categorías hasta el punto de que nuestras diferencias (incluyendo
aquellas que esta sociedad definiría en términos de raza, género,
etnicidad, etc.) sean el reflejo de cada uno de nosotras/os como
individuos singulares.
Ya que no hay un proyecto positivo común
que se encuentre en nuestra condición como proletarias/os -como
explotadas/os y desposeídas/os – nuestro proyecto debe ser la lucha para
destruir nuestra condición proletaria, para poner fin a nuestra
desposesión. La esencia de lo que hemos perdido no es el control sobre
los medios de producción o de la riqueza material; son nuestras vidas
mismas, nuestra capacidad para crear nuestra existencia en términos de
nuestras propias necesidades y deseos. Por tanto, nuestra lucha
encuentra su terreno en todas partes, en todo momento. Nuestro objetivo
es destruir todo lo que aleja a nuestras vidas de nosotras/os: el
Capital, el Estado, el aparato tecnológico industrial y post-industrial,
el Trabajo, el Sacrificio, la Ideología, toda organización que trate de
usurpar nuestra lucha, en resumen, todos los sistemas de control.
En el mismo proceso de llevar a cabo esta
lucha, en el único modo en que podemos llevarla a cabo – fuera de y
contra toda formalidad e institucionalización – empezamos a desarrollar
nuevas formas de relacionarnos basadas en la auto-organización, una
horizontalidad basada en las diferencias únicas que nos definen a cada
una/o de nosotras/os como individuos cuya libertad se expande con la
libertad de el/la otras/o. Es aquí, en la revuelta contra nuestra
condición proletaria, donde encontramos ese proyecto positivo compartido
que es diferente para cada una/o de nosotras/os: la lucha colectiva por
la realización individual.
Wolfi Landstreicher
Extracto de su libro La Red de Dominación, editado por La Hermandad Ed.
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