Conferencia pronunciada por Miquel Amorós el 20-12-2003 en el Ateneu Llibertari de El Cabanyal, Valencia.
“El urbanismo ideal es la proyección no conflictiva en el espacio de la jerarquía social” Comentarios contra el urbanismo (1).
El
urbanismo es el conjunto de técnicas que tienen por objeto la
transformación de las ciudades en centros de acumulación de capital.
Hace posible la posesión por parte del capitalismo del espacio social,
que se recompone según las normas que dicta su dominio. De acuerdo con
este punto de vista, el urbanismo es simple destrucción acumulada de
sociabilidad. Ciñéndonos al caso español, dividiremos el fenómeno de la
urbanización en tres periodos según el grado de destrucción del medio
urbano alcanzado: el del urbanismo burgués (1830-1950), el del urbanismo
desarrollista (1950-1985) y el del urbanismo totalitario (a partir de
los ochenta). En los dos primeros, el urbanismo, en tanto que técnica
de la separación, había de promover la atomización y dispersión de los
trabajadores que el sistema productivo obligaba a reunir. El tercer
periodo parte del aislamiento general de la población propiciado por la
desaparición del sistema fabril y la generalización de un estilo de
vida consumista. El automatismo de la máquina prevalece sobre
los demás factores y modela la existencia humana a la vez que todo el
funcionamiento del medio urbano, revelando la esencia totalitaria del
urbanismo contemporáneo.
La
larga duración del primer periodo, el de la contrarrevolución urbana,
indica que la conversión del espacio en capital y la subsiguiente
aparición del mercado del suelo y de la vivienda fue un proceso lento,
cuyos efectos destructores fueron paliados por la tardía aparición de
las fábricas, dado el carácter predominantemente agrario de la burguesía
española y la resistencia campesina a la proletarización. Hasta 1848
las ciudades se concibieron como núcleos fortificados. A partir de
entonces se publicaron ordenanzas sobre alineaciones de calles. La
división territorial en provincias y la construcción de carreteras
reactivaron las ciudades que pasaron a ser capitales, y la
Desamortización de los bienes de la Iglesia liberó suficiente suelo como
para que la ciudad pudiera crecer sin sobrepasar sus límites, salvo en
casos más dinámicos de Barcelona y Madrid. Allí aparecieron por primera
vez los ensanches, división del suelo en cuadrículas, sin límites ni
centro. La cuadrícula era la forma mejor adaptada al capital; con la
parcela cuadrada u octogonal se obtenía el máximo beneficio,
independientemente de los usos o las necesidades sociales, y a la
vez se hacía de la urbanización un proceso interminable, incitando a la
prolongación ilimitada de la ciudad. El ensanche, conectado con la
ciudad través de grandes vías y caminos de ronda, reflejaba la alianza
entre la geometría y el dinero conformando la ciudad como imagen urbana
del capitalismo. Los ensanches fueron los primeros barrios residenciales
específicamente burgueses, ilustrando los primeros efectos de la
contrarrevolución urbanística, a saber, primero, la conversión de un
sector de la ciudad en espacio donde las relaciones humanas se reducían
al mínimo; segundo, la división de la ciudad en diversos barrios según
las actividades o el nivel económico de sus habitantes, la zonificación.
La vecindad no es una virtud para el uso clasista del espacio. Las
clases se separaban a menudo por amplias avenidas o calles rectas que
servían a un tiempo de frontera y de vía de penetración de las fuerzas
del orden en caso de motín. Los primeros intentos de planificación
urbanística se acometieron para controlar las revueltas populares. Por
consiguiente, el urbanismo nació como instrumento de control que
aseguraba el orden burgués, igual que las cárceles modelo y el código
civil, y sobre todo, igual que la policía, cuerpo que aparece al mismo
tiempo y se organiza por distritos, es decir, se zonifica.
El
ensanche tuvo su contrapartida en el tugurio, la devaluación extrema
del barrio y de la vivienda. En una primera fase la presencia de las
murallas obligó a un crecimiento vertical de la ciudad y a una división
de las casas en espacios lo más reducidos posible, mal abastecidas de
agua y sin alcantarillado. Las casas de alquiler donde se hacinaban los
jornaleros pobres que acudían a la ciudad en busca de trabajo son otra
de las invenciones burguesas. Las murallas, invalidada su función
defensiva por el desarrollo de la artillería, adquirían la función de
contención y mantenimiento de la pobreza por la sobreexplotación
económica del espacio. Por eso su derribo fue considerado un acto de
liberación. El urbanismo, al crear barrios burgueses, había creado al
mismo tiempo barrios obreros; al segregar la miseria la había vuelto
visible; al concentrarla, la había vuelto peligrosa y postulado la
necesidad de un poder capaz de tenerla a raya, capaz de echarla de la
calle. Esa fue la función del tráfico. El movimiento de los carruajes se
extendía para dificultar el movimiento de las clases segregadas, para
eliminar la calle como lugar de encuentro, espacio de la comunicación y
empleo del tiempo.
Si
la segregación es una de las características del urbanismo naciente, la
otra es el predominio de la circulación, del vehículo privado, imagen
del predominio del interés individual. Gracias a la movilidad el
individuo fue expropiado del espacio ciudadano. La ciudad se sacrificaba
al tráfico. El movimiento alteraba la vida urbana y suprimía la calle
para el habitante. Las rondas, las avenidas y los bulevares conectaban
la ciudad con el exterior, eran a la vez un medio de salida de la
mercancía y de penetración de las fuerzas del orden lo más directo
posible. Como dijo el primer urbanista teórico, Ildefonso Cerdá (2),
las calles, en tanto que elementos de la circulación, grandes canales para los vientos purificadores y medios estratégicos para mantener el orden público, serán rectas y lo más largas que se pueda.
El
camino de ronda, o la gran avenida, al superponerse a los antiguos
caminos, condujo al suburbio, la avanzadilla de la urbanización, el
fruto del exceso de dinamismo económico de la ciudad. Ésta se escindió
en centro y periferia. Se puede decir que el suburbio creó el concepto
de núcleo urbano, es decir, de centro. El proceso fue acelerado con la
llegada del tren. El ferrocarril fue la principal causa del desorden
territorial: situó y borró del mapa a un sinnúmero de pequeñas ciudades y
pueblos, concediendo a unos una decadencia apacible y condenando a
otros una expansión infame. La estación del tren fue la puerta por donde
entró realmente la industria en las ciudades. Y el nuevo proletariado:
entre 1900 y 1940 tres millones de personas abandonaron el campo para
convertirse en emigrantes interiores.
El
paréntesis de la guerra civil marcó un punto de inflexión en el
programa urbanista. Las barricadas del 19 de julio fueron la única
revolución urbana habida en este país. La crítica libertaria pudo
avanzar algunas propuestas revolucionarias como la supresión de la
propiedad urbana y la municipalización de la vivienda y del
suelo, pero la derrota sentenció cualquier medida emancipatoria. A
partir de entonces el urbanismo, en manos del Estado, se hizo terrorista
y multiplicó las destrucciones. El urbanismo se volvió un arma del
Estado. El desorden urbano fue el aspecto más edificante del orden
represor de la etapa desarrollista (1950-85). El franquismo, la forma
política que abarcó gran parte de ella, fue una dictadura
industrializadora y edificadora, una dictadura urbanista.
La
morfología actual de las ciudades españolas fue obra del desarrollismo
de la dictadura y de la transición llamada democrática. La actual trama
urbana fue estableciéndose a partir de los años cincuenta, con las
reconstrucciones de la posguerra, el vaciamiento de la ciudad
tradicional, el crecimiento industrial y la emigración masiva de
campesinos y jornaleros. El 70% de los edificios fue construido a partir
de aquellos años. Las grandes empresas constructoras despegaron en la
década de los sesenta al socaire de la gran demanda de habitáculos
baratos. Entre 1962 y 1972 la construcción de pisos absorbió el 50,2
% de la formación bruta de capital fijo, negocio en el que participaron
ampliamente los bancos (el capital financiero dio un salto espectacular
y conquistó la hegemonía en esos años). La incipiente mecanización del
campo, la expansión del sistema fabril y la aparición del turismo
arrojó a la ciudad a miles de personas, alterándose
profundamente la estructura social de la clase obrera. Ésta fue alojada
en el extrarradio, primero en chabolas, después en viviendas
protegidas, construidas primero en parcelas aisladas a lo largo de las
carreteras o cerca de las industrias, y después en polígonos y ciudades
satélite. Aquello era la negación de la ciudad como hogar de la vida
social, el desarraigo total, la aniquilación misma del espacio en el que
el individuo entendía su condición histórica.
La
oposición centro-periferia y la zonificación fueron llevadas al límite.
Alrededor de un centro administrativo, repleto de oficinas y sedes
oficiales levantadas según los cánones de la arquitectura fascista, se
distribuían zonas residenciales, barrios dormitorio, casas de
cooperativas, calles comerciales, polígonos industriales, viviendas para
funcionarios o militares, etc. La construcción de pisos y carreteras
tomó prioridad sobre el planeamiento al que obligaba una Ley del Suelo
que nunca fue aplicada. La especulación determinó el diseño de la
ciudad. El resultado fue una ciudad urbanizada a saltos, caótica,
fragmentada, discontinua, donde reinaban los intereses inmobiliarios.
Con la salvedad de que ya en la Dictadura de Primo de Rivera y durante
la República se construyesen casas baratas para obreros, es plenamente
pertinente para el periodo la cita de Debord (3):
Por primera vez una nueva arquitectura, que en las épocas anteriores se reservaba para la satisfacción de las clases dominantes, se destina directamente a los pobres. La miseria formal y la extensión gigantesca de esta nueva experiencia de hábitat proceden directamente de su carácter de masas, implicado al tiempo por su finalidad y por las condiciones modernas de construcción.
Los
bloques de pisos obedecieron la pauta de un máximo de personas en un
mínimo de espacio. Los grupos de bloques o de naves industriales en
medio de la nada se convirtieron en el elemento principal del paisaje
urbano. Formas frías sin identidad, sin referencias, sin posibilidad
alguna de vida comunitaria, atrapadas por las autovías y las
circunvalaciones, en las que se fraguó un proletariado sin historia,
masificado, con una conciencia de clase epitelial, demasiado permeable a
la influencia de “curas obreros” y de “líderes” verticales, cuando no
adicto al fútbol y al coche, vulnerable por igual al consumismo y al
discurso demagógico del sindicalismo integrador. La televisión y
el militantismo católico y estalinista fueron traídos por la misma
cigüeña. El movimiento vecinal nació a finales de los sesenta como
respuesta al hacinamiento y al abandono por parte de las “autoridades”.
Fue un movimiento reivindicativo moderado, centrado en la demanda de
servicios básicos y espacios verdes, que jamás cuestionó el modelo
desarrollista y menos aún elaboró uno alternativo. Todos los males
parecía que se iban a curar con escuelas, alcantarillado, alumbrado,
guarderías, asfaltado, autobuses, ambulatorios, etc., problemas
cotidianos reales que al no resolverse se volvían políticos y
supeditaban las críticas más profundas al cambio de régimen,
sobreseimiento al que no eran ajenos los dirigentes de las asociaciones
de vecinos. La cuestión de la vivienda se separó de la cuestión social y
buscó soluciones en el mercadeo político. Así pues, la lucha por la
habitabilidad (por la calidad de vida) no desembocó en un proyecto de
reconquista de la ciudad. Esa autolimitación fue fatal para el
movimiento, que perdió la posibilidad de jugar su papel histórico en el
momento en que las asambleas de vecinos eran multitudinarias, y se
convirtió a partir de 1976 en mero apéndice de los
ayuntamientos.
Consecuencia
del estallido de las ciudades, de la separación radical entre lugar de
trabajo y vivienda, entre centro administrativo-comercial y
periferia habitada, fue un tráfico frenético entre el núcleo urbano y
el extrarradio, que los transportes públicos fueron incapaces de
asegurar. La solución se tradujo en una mayor artificialización de la
vida humana: a partir de los sesenta el automóvil hizo su aparición y
transformó las ciudades en un cáncer. El ruido, la polución atmosférica y
los residuos agravaron el mal. Las calles se fueron llenando de
vehículos y en poco tiempo llegaron a ser gigantescos aparcamientos
(Barcelona pasó de tener 25000 vehículos en 1960 a soportar medio millón
diez años más tarde). Las vías rápidas fueron entonces el principal
agente de la ordenación del territorio. Las palabras con la que
urbanista de vanguardia Le Corbusier anunciaba en 1925 el advenimiento
de la época de “las máquinas de habitar”, sonaban siniestras: “la ciudad
de la velocidad es la ciudad del éxito (4)”. La ciudad perdió sus
límites y continuó vaciando sus barrios históricos (en los ochenta tan
sólo entre el 10 y el 18% de la población ciudadana vivía en el casco
antiguo). La Carta de Atenas, programa de la racionalización urbana
capitalista, establecía que “el límite de la aglomeración estará en
función de su radio de acción económica”. En treinta años las ciudades
fueron convertidas en aglomeraciones vulgares. La población pobre siguió
siendo centrifugada a través de desvíos, variantes, cinturones de ronda
y autopistas. El equilibrio secular entre ciudad y paisaje quedó
arruinado definitivamente. La plaga de la motorización privada fue el
instrumento que no sólo acabó de proletarizar al trabajador, cuyo modo
de existencia se configuraba en función del
coche, sino que fue la principal causa de la destrucción del entorno
rural y natural de las ciudades, contribuyendo a la contaminación,
facilitando la frecuentación masiva y comunicando la cada vez más
insoportable metrópolis con las segundas residencias y los apartamentos
playeros. Desgraciadamente, la ciudad se redefinía como un asalto a la
naturaleza. El coche acarreó el despilfarro del espacio y la destrucción
total de la ciudad como lugar a la medida humana, siendo uno de los
factores que alumbraron la sociedad de masas, entendiendo por masas esas
vastas capas de población neutra incapaces de acceder a la conciencia
de intereses comunes.
El
urbanismo concentracionario que tomó el relevo indicaba las nuevas
estructuras de poder y el nuevo tipo de sociedad que advenía. La clase
dominante, una burguesía nacional empresarial tutelada por una dictadura
militar, había evolucionado hacia un conglomerado políticofinanciero
conectado con los flujos económicos internacionales. Todas las
características destructivas del desarrollismo fueron llevadas al
extremo: segregación, motorización, verticalización, control social,
pérdida de forma, desaparición del límite urbano, etc.; la ciudad era
más que nunca concentración de poder e instrumento de acumulación del
capital. El carácter totalitario del nuevo poder de clase se dejó sentir
en su voluntad de no dejar nada a salvo de la estandarización y de la
especulación, o sea, a salvo de la economía autónoma, ni la más mínima
porción de territorio, ni el menor aspecto de la vida de sus habitantes,
una vida sin relaciones, que en su mayor parte transcurre dentro de un
coche o delante de una pantalla: “la existencia cotidiana se conformará
con las exigencias de la máquina (5)”. Lo que diferencia a éste
urbanismo del desarrollista, más que el recurso al espectáculo, es la
voluntad ordenadora; el caos deshumaniza al azar, pero nadie escapa a la
planificación. Para que la ciudad llegase a ser el espacio de la
economía sin trabas, el derecho a urbanizar hubo de superar al derecho
de propiedad (ver la ley sobre Régimen del Suelo y Valoraciones de
1998) y las técnicas de vigilancia hubieron de alcanzar niveles
impensables con el pretexto de los Juegos Olímpicos o la
Expo. Los eventos fueron grandes operaciones policiales. En
adelante ningún barrio, ni ningún pueblo, podrán alegar ser un
hecho urbano aparte, al margen de los intereses que destruían el
resto de la ciudad, ni ninguna manifestación podía sentirse protegida
por el carácter justo de su causa. Eso lo saben bien ahora los
habitantes de la pedanía valenciana de La Punta, víctima de la
“logística” del puerto, y los del barrio El Cabanyal, sobre el que pende
una espada de Damocles en forma de autopista. Las políticas de tabla
rasa con el territorio y de tolerancia cero con la protesta aderezaron
el nuevo arte de gobernar. El medio urbano consumó su destrucción y
suprimió de una vez por todas la oposición campo-ciudad,
desintegrando las barriadas y disolviendo el mundo rural en una mezcla
aleatoria de elementos urbanos y agrarios en descomposición. Si la
ciudad desarrollista fue un abceso, la que le ha sucedido es una
cárcel.
La
última fase del desarrollismo transcurre “democráticamente” entre
1975-85 con el boom de la suburbanización y la crisis industrial.
Ese fue el periodo final de la lucha de clases y el de la asociación
entre los intereses constructores y los políticos, la corruptela que
financió partidos y enriqueció a dirigentes. Desde 1979, año en que se
celebraron elecciones municipales, los partidos habían tratado de
disolver al movimiento vecinal y desde luego lo que había quedado de
éste no era ni sombra del anterior. La administraciones locales y
autonómicas habían descubierto el mercado del suelo y lo usaban
para financiarse, de acuerdo con los especuladores, completando de este
modo la obra
desarrollista. Por eso los Planes Generales de Ordenación Urbana de los
consistorios llamados democráticos llegaron tarde y se limitaron a
paliar los desperfectos, mejorar los accesos y crear plazas de
estacionamiento (lo que fue llamado en su tiempo “urbanismo de
zurcidora”). La nueva clase dirigente se consolidó en España más con la
especulación inmobiliaria y la corrupción política que con la
especulación bursátil. En 1989 el precio de la vivienda aumentó
bruscamente un 25,7%. Desde entonces los precios se han
multiplicado por seis, siendo la subida mayor en la costa y en las
capitales. No es de extrañar que, por ejemplo, el suelo urbanizado en el
País Valenciano durante los últimos diez años haya crecido un 60%,
especialmente el de los adosados, los campos de golf, las autovías y
autopistas, los puertos deportivos, las grandes superficies y los
vertederos, revelando la sostenibilidad del estilo de vida que promueve
la dominación.
Las
nuevas tecnologías hicieron posible la mundialización y la disolución
de la vieja clase obrera; la formación de nuevas elites se llevó a cabo
tras su derrota. Lo que las caracteriza son el ordenador portátil, el
teléfono móvil y la prisa. Nacidas de la fusión de la administración, la
política y las finanzas, requerían un nuevo modelo de ciudad, hueco,
mecánico, uniformizado, alimentándose del área metropolitana. Una ciudad
parásita, sin obreros; una tiranópolis con el centro museificado y los
lugares públicos festivalizados, con “aperturas al mar”, fetiches
tecnológicos, trenes de alta velocidad, torres gigantes, megapuertos y
aeropuertos. Una ciudad con unos pocos habitantes dóciles, cuya cúspide
políticofinanciera quede disimulada tras nuevas áreas de
centralidad, es decir, tras grandes centros comerciales, las
catedrales del consumo que reordenan la vida de los barrios. Una ciudad
de automovilistas, de hombres de negocios, de compradores y de
jubilados, en la que cada ciudadano se había de sentir visitante,
cliente o pasajero. Una ciudad imagen que se ofrecía como una mercancía,
que trataba de atraer a los turistas, de atrapar a los capitales y de
seducir a los ejecutivos (Barcelona pasó de tener 2,5 millones de
pernoctaciones en hoteles en 1990 a tener 8 en el 2000). En resumen, una
ciudad como las de hoy. Una ciudad de dirigentes en perpetuo
movimiento, puesto una característica de los miembros de la nueva clase
es que éstos sólo están en su sitio cuando circulan. Una ciudad pues,
cuya última palabra la tienen las grandes infraestructuras: las M-30,
las rondas de “arriba” o de “abajo” y los bulevares periféricos por un
lado; el TAV, los megapuertos y los aeropuertos transcontinentales por
el otro.
Los
nuevos métodos urbanistas tratan de borrar huellas históricas, de
organizar el olvido. Si el urbanismo desarrollista tardó en eliminar las
últimas señales de los combates sostenidos por los antiguos habitantes
contra las clases que les oprimían, el urbanismo totalitario actual, que
planifica a lo grande, cambia la identidad de las ciudades como de
traje. Por ejemplo, han bastado pocos años para que Bilbao perdiera todo
su paisaje industrial ligado a los astilleros y a la siderurgia,
escenario de grandes batallas sociales, mientras en su lugar montaban
todo un circo temático de arquitectura internacional “de marca”, reflejo
de la esclavitud de las masas solitarias ante la técnica. La elevación
del museo Guggenheim sobre el solar de la factoría Euskalduna simboliza
el tránsito de la ciudad industrial y proletaria al albergue competitivo
del espectáculo. Las nuevas edificaciones transfieren a la ciudadanía
la experiencia de una soledad extrema. A fuer de encontrarse en todas
partes constituyendo no lugares, fijan la identidad del poder global,
mostrando su barbarie tecnológicamente equipada por todo el planeta. Es
la única identidad que puede poseer la no ciudad, paisaje exclusivo de
la ausencia histórica.
Las
elites emergentes se consolidan doblemente con la
reurbanización “logística”. La construcción, financiación, gestión y
explotación de las grandes infraestructuras incorporan por derecho al
sector privado, acabando con la noción misma de servicio público. El
caso de Barcelona merece especial atención. Sus dirigentes formularon el
programa de urbanización espectacular de masas “Barcelona 92”
sintiéndose herederos de la burguesía de las Exposiciones Universales.
La fórmula no tiene ningún secreto: si los dos tercios de la
inversión son privados, estaremos ante “un modelo de
transformación urbana típicamente barcelonés”, según el alcalde
Clos. Ese modelo exclusivo ha contribuido a fomentar una
especulación loca que ha expulsado de la ciudad a miles de habitantes
(Barcelona ciudad ocupa un área de 100 km2 en la que habitan un millón y
medio de habitantes, 300.000 menos que hace quince años; el área
metropolitana abarca 3000km2 y viven en ella 4’5 millones de habitantes, incluidos los de la ciudad). Barcelona es
una reserva de espacio-mercancía y sus dirigentes apuestan por que lo
sea mucho más: esa es la misión del “Foro de las Culturas 2004”. Y para
muestra de cultura, un botón: bella como el encuentro entre una cloaca y
un mar de coches en un espectáculo cultural, es la definición hecha por
Clos de la construcción de una gran plaza encima de una depuradora:
“una muestra de los paradigmas culturales del siglo XXI”. Ya sabíamos
que un alcalde no es alcalde hasta que no produce monumentos, pero hasta
Clos, la originalidad de la revolución cultural de las corporaciones
municipales se había detenido en palacios de congresos innecesarios y en
auditorios inútiles. Sucede que en el idioma de los dirigentes las
palabras suelen significar lo contrario de lo que nombran, como es el
caso de “ecología urbana”, “equilibrio territorial” o “vertebración”,
etiquetas para colocar y vender el urbanismo basura, la destrucción del
territorio o la desarticulación. Así pues, Clos llama cultura a lo que
no son más que detritus.
Si
a fuerza de consumir y consumirse la ciudad ha dejado de existir, el
ciudadano también lo ha hecho. Y también los barrios y los movimientos
vecinales. En una anomia espacial absoluta nada que merezca ese nombre
existe. La vida de los individuos se reduce a movimientos reflejos
condicionados por los medios técnicos que la colonizan. Con la
desaparición de todos los espacios públicos la vida se repliega sobre lo
privado y se atrinchera en los pisos. Una población sin autonomía,
completamente dependiente de sus prótesis mecánicas, ni se rebela, ni se
comunica. Los lugares abiertos como plazas, calles, portales,
escaleras, jardines, aparcamientos, etc., se han vuelto tierra de nadie.
En ese cocooning popular el discurso securitario se impone. Una parte
de la población se siente desprotegida frente a la otra parte y reclama
el control policial de esa zona intermedia. El nuevo urbanismo tiene el
efecto perverso de envilecer a la población que lo padece. Parece que
la cuestión social exista pero sólo en forma de problema de seguridad.
El sistema dominante se sabe vulnerable y teme a la gente que ha
marginado y expulsado. Por dos sencillas razones; primera, porque toda
la aglomeración urbana puede paralizarse por un apagón en serie o por un
simple embotellamiento. Segunda, porque la ciudad entera es un
escaparate a la merced de un “alunizaje” general. Un hipermercado
repleto de mercancías en movimiento a las que hay que proteger de
potenciales invasores, que no pueden ser otros que los que las desean y
no las tienen al alcance. Esa es la clave para entender al urbanismo
totalitario: es la forma de asegurar con rapidez un control total del
enemigo, que en un momento dado, por culpa de una avería urbana, decante
la correlación de fuerzas a su favor, y aunque no llegue a liberar
espacios, cuando menos los arrase. Lo que nos lleva a suponer que todas
las revueltas futuras en esos espacios de la alienación comenzarán al
azar mediante imponentes saqueos y no menos imponentes destrucciones. Un
caos arreglará otro caos.
Para
terminar, sacaremos a colación la antigua designación del urbanismo
como medicina de las ciudades, medicina de la clase que mata a los
pacientes. A decir verdad el urbanismo se retrata mejor por las
enfermedades que ha provocado a lo largo de su historia. Si la
tuberculosis fue la enfermedad emblemática del urbanismo burgués y el
cáncer la del urbanismo desarrollista, la que mejor define al urbanismo
totalitario es la locura. La contrarrevolución urbana en sus dos
primeras etapas creó condiciones cada vez más inhóspitas para los
cuerpos. En la tercera mató el alma. Es tanto el horror urbano que
representa esa muerte que para recobrar la ciudad como proyecto de vida
comunitaria habrán de demolerse hasta sus mismas ruinas.
Notas
1. Internacional Situacionista n.6, agosto 1971
2. Ildefons Cerda, Juício crítico del informe del Jurado.
[Juicio crítico del dictamen de la junta nombrada para calificar los
planos presentados al concurso abierto por el Excmo. Ayuntamiento de
esta ciudad el 15 de abril de 1859. Barcelona, lmprenta de Francisco
Sánchez,1859, NdR]
3. Guy Debord, La sociedad del espectáculo. 1967
4. Principios de urbanismo. La carta de Atenas. Ariel, Barcelona 1971
5 Lewis Mumford, La ciudad en la historia: sus orígenes, transformaciones y perspectivas. Buenos Aires: Infinito, 1966 (1961)
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