Las personas de mi generación, nacidas a finales de los sesenta y
principios de los setenta, hemos vivido dos grandes fenómenos que han
condicionado nuestra forma de leer y de enfrentarnos al mundo. El
primero fue -y es- la televisión. Fuimos, nos referimos siempre al caso
español, la primera generación educada íntegramente bajo la tutela de
ese sagrado electrodoméstico que ya nos empieza a parecer añejo. El
segundo fue la decadencia del hábito de lectura entendida ésta como
vehículo apasionante de grandes ideas y anhelos de rebelión. Para
comprender este segundo fenómeno basta con advertir cómo en los años
ochenta, cuando nos hacíamos adolescentes, la sociedad entró en una fase
de estancamiento político que coincidió con la extinción, paulatina o
súbita según los casos, de antiguas esperanzas de emancipación. Hasta
entonces, y sobre todo entre la población joven y estudiante, ciertos
libros y autores habían sido emblemáticos de esa inquietud compartida
por otra forma de vida. La lectura, esperábamos, debía llevarnos más
allá de los lugares comunes, de la resignación y cinismo de los que
ejercían nuestra tutela.
No es que a partir de aquella época, los años ochenta, la gente joven
dejara automáticamente de leer, como obedeciendo a una oscura e
imperiosa voz de mando. Pero es verdad que a partir de entonces la
lectura fue perdiendo ese carácter un tanto clandestino y heroico. Ya no
era el acto privado que se dirigía hacia lo colectivo justamente a
través del esfuerzo del individuo aislado que era capaz de elevarse
hacia las cuestiones universales y candentes. La lectura ya no guardaba
su fragor de combate subterráneo. Era el acto privado, a secas. Nosotros
quisimos leer aún como habían leído nuestro antecesores, seguros de seguir viviendo
bajo una tiranía injustificable. Así que nuestra lectura era el acto
póstumo, el homenaje a una generación que había sido derrotada. Delante
de nosotros, cuando levantábamos los ojos del libro, se nos habría un
enorme espacio de incertidumbre y de trampas. No sabíamos que nos
esperaba el vacío. Suponíamos que la Industria del Ocio, nuestro
particular O’Brien orwelliano, había preparado para nosotros ese pequeño
margen donde podríamos creernos elegidos. Estábamos condenados a vivir
en un nicho, pero ¿cómo esquivar la trampa sin al mismo tiempo renunciar
a todo?
Para las personas que aman leer podemos suponer que las lecturas que
marcarán para siempre su espíritu y su visión del mundo se realizan
entre la adolescencia y el fin de la primera juventud, algo así como
entre los quince y los veintidós o veintitrés años, tomando, claro,
estas cifras como datos aproximativos. A partir de esa edad, haremos sin
duda lecturas interesantes, fascinadoras, decepcionantes o
perturbadoras, pero, salvo en casos excepcionales, es dudoso que puedan
tener ese carácter deslumbrador que suelen tener las primeras lecturas
de adolescencia y temprana juventud.
En realidad, los lectores de mi generación no tuvimos autores o libros
en particular, novedosos, exclusivos. Más bien nos apoderamos de todas
esas obras que habían impresionado a los que vinieron antes. Era un totum revolutum
donde se mezclaban Kafka, Hesse, Orwell, Sábato, Fromm, Cortázar,
Rimbaud, Dostoyevski, Breton, Melville, Thoreau, Huxley, Salinger,
Lawrence, Vian, Kerouac, Kesey, Dos Passos, London, Camus, Lorca… Cuando
leímos El castillo de Kafka, nos identificamos con el
agrimensor K y su conmovedora constancia frente al hermetismo del Poder
inasequible. Nos identificamos también con los personajes melancólicos y
desarraigados de Herman Hesse, como su Peter Cammezind. Leyendo Autopista hacia el sur de
Cortázar, vimos retratado el absurdo de la sociedad moderna en la que
vivíamos. Sábato nos mostró ese mismo absurdo en su ensayo Hombres y engranajes, mientras Orwell, en sus Homenaje a Cataluña y Rebelión en la granja
nos alertaba de las amenazas que se ciernen sobre todo proceso
revolucionario. Thoreau nos enseñaba un camino de deserción que se
perdía en el bosque y André Breton, en Los pasos perdidos, nos mostraba otro camino que iba hasta la rebelión de la poesía moderna. Nos hundimos en el Madrid miserable pero vibrante de Luces de bohemia, en el Nueva York alucinante de Lorca. Leyendo La peste escarlata de London y El corazón de las tinieblas
de Conrad, aprendimos lo frágil que es la frontera que separa lo que
consideramos civilización de lo que consideramos barbarie. Nos
entusiasmamos leyendo las páginas del Hiperión de Hölderlin y
nos contagiamos de su luminosa y revolucionaria esperanza. Al día
siguiente, los poemas en prosa de Baudelaire nos conducían a un terreno
opuesto pero igualmente instructivo, el del desengaño y la visión cruel
de la urbe, donde todavía quedaban vestigios de una poesía sacrílega… Al
final, todos estos autores, aunque entonces sólo lo sospechábamos,
tenían algo en común: todos habían avistado una dimensión diferente de
la tiranía que debíamos combatir. Esa tiranía se podía llamar Dictadura,
Iglesia, Ejército, Capital, pero también Democracia, Sociedad del
Bienestar, Desarrollo Sostenible, Servicio Público, Derechos Humanos…
todas ellas máscaras hipócritas del Tiempo y del Orden, de la Jerarquía
intocable que se nos quería, y se nos quiere, imponer.
Ha pasado el tiempo pero el fulgor de esas lecturas persiste. Hoy se
dice que la lectura, y los libros en general, está amenazada por la
fluidez insensata del mundo digital. Es cierto. Pero, más que los libros
en sí mismos, es la lectura inteligente y consecuente la que desde hace
tiempo está amenazada por la industrialización de la cultura y por el
abandono de la sociedad ante las cuestiones que verdaderamente cuentan.
Sin pasión por la ética y la política, la lectura se convierte en una
especie de vicio confesable y anodino.
¿Dónde están hoy los lectores que volverán a leer buscando apoyos para combatir estos tiempos de miseria?
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Grande Ardillo aquí.
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