Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

lunes, septiembre 28

El origen de la violencia

Cuando hablamos de violencia es muy frecuente, casi inevitable, la aparición de discrepancias y controversias entre los interlocutores. Es posible que esto sea debido a que el término ‘violencia’ se utiliza de forma constante, desde diferentes ámbitos e ideologías, con marcados intereses propagandísticos. Sin embargo la violencia no es ningún término que por sí mismo revista de ambigüedad alguna, pues por naturaleza todas las personas somos conscientes o intuimos cuándo estamos sufriendo algún grado de violencia más allá de cuestiones legalistas o de costumbres sociales. Por este motivo, trataré de abordar esta reflexión lo más asépticamente posible con el objeto de discernir dónde se encuentra realmente el origen de la violencia tanto en cualquier situación concreta como también en el contexto general en el que vivimos hoy. Para ello, prestaremos más atención a ese sexto sentido que, desde nuestros más ancestrales orígenes, nos ha permitido poner en alerta nuestro organismo ante una situación que pudiéramos valorar de agresión hostil, y al mismo tiempo nos despojaremos y evitaremos caer en el relativismo y la confusión en que se sumerge el concepto de violencia bajo la intencional influencia del costumbrismo social, de los valores transmitidos por  las instituciones más influyentes, de la educación recibida, o incluso de las propias leyes.

 

Etimología del término.


La palabra violencia procede de la unión del latín vis- (fuerza) con el sufijo -lentus (contínuo), cuya conjunción ‘violentia’ vendría a significar “uso continuado de la fuerza“, y cuya forma verbal ‘violare‘ explícitamente significaba “agredir“.  En el diccionario de la RAE, sin embargo, podemos observar cómo le han otorgado una serie de definiciones que relativizan el término y lo orientan hacia significados algo alejados del sentido original de la palabra. Por ejemplo:

- Considera como violento todo aquello que se encuentre fuera de la “normalidad” [definiciones 1 y 6];
- Añade la condición de contener cierto grado de intensidad [definición 3], sin especificar en qué grado se empieza a considerar violento o no;
      - Subjetiviza el término completamente [definiciones 4 y 8], anulando la          posibilidad de que una persona que no sea consciente de estar siendo agredida  sí esté realmente siendo víctima de la violencia;
- Lo asocia a una emoción que generalmente se manifiesta con ausencia de control [definición 5], como si no existieran formas de ejercer la violencia perfectamente planificadas u orientadas a imponer un orden determinado (significado que, de hecho, no se considera en ninguna de las definiciones que ofrece la RAE);
- Y, por último, define la violencia como algo que no pertenece al mundo de la justicia [definición 7]. La palabra justicia, además y según la propia RAE, aparece explícitamente asociada a las instituciones jurídicas, así como también a la religión, lo cual pudiera parecer que desde un sistema jurídico o una religión no pudiera ejercerse violencia alguna.

Con esto resulta que, si nos limitamos a indagar acerca del origen de la violencia según las acepciones del término que nos ofrece la RAE, podríamos vernos enfrascados en debates interminables sobre qué es o no es “normal”, sobre qué grado de fuerza se debe aplicar para considerarse algo violento, sobre la subjetividad de cada cual, sobre el orden y el caos, o sobre la legitimidad de las leyes. Cuestiones todas ellas que no nos ayudarán a avanzar lo más mínimo y que nos arrastrarán, como suele suceder, a dar interminables vueltas sobre una serie de espirales que cada vez nos irán alejando más del significado original de la palabra violencia: acción y efecto de agredir haciendo uso de la fuerza.

 

El derecho a no ser agredido.


En su ensayo ‘Why libertarians believe there is only one right‘, Roderick Long nos muestra con lógica detallada que sólo puede haber un derecho primario, de cuya aplicación se deducen todos los demás, y ese sería el derecho a no ser agredido. Desde la perspectiva del derecho natural  (esto es, partiendo de la existencia necesaria de derechos connaturales a todas las personas, previos a cualquier tipo de ordenamiento jurídico y, por lo tanto, no supeditables a estos ordenamientos), el principio de no agresión establece que cualquier persona es libre de hacer lo que quiera consigo misma, y sin limitación alguna, siempre y cuando sus acciones no supongan iniciar una agresión o coacción sobre otra persona. Se le conoce también como principio de no iniciación de la violencia, el cual sólo se opone al uso de la fuerza si ésta supone una agresión iniciática(entendiendo como agresión cualquier tipo de empleo de la fuerza física, coacción, amenaza, fraude o incumplimiento de un acuerdo que trate de alterar, imponer o condicionar la libertad de una persona), pero sí considera legítimo el uso de la fuerza si se emplea como medida de defensa contra el inicio de una agresión.

Long deduce que, al reconocer el derecho de una persona a ser tratado de una determinada forma, surge como consecuencia la obligación del resto de personas a tratarla de esa manera. Pero dicha obligación en realidad resulta ser una coacción y la iniciación de un primer acto violento, ya que supone una limitación sobre la libertad de no querer ofrecer ese trato determinado. La única excepción a esta regla lógica, que determina que la adición de un derecho supone la sustracción de otro, es el principio de no agresión.

Por tanto, para llegar a entender dónde se produce la violencia, más allá de consideraciones jurídicas y ya sea en una circunstancia concreta cualquiera como en nuestro contexto general actual, distinguiremos los actos que, por medio de la fuerza, están orientados a ejercer una imposición o condicionamiento sobre otras personas, de aquellos otros que tratan de impedirlo. De esta forma, conseguiremos discriminar con mayor facilidad dónde se origina la violencia.

El monopolio de la violencia.


Como hemos visto, la regulación de cualquier derecho por medio de una institución, por muy justo y equitativo que dicho organismo fuera, implica determinar una serie de obligaciones que sólo se podrían hacer cumplir mediante el uso de la fuerza. Es por ello que gobernar implica forzosamente limitar las libertades individuales, y por tanto inflingir también una primera agresión sobre la población gobernada. Por tanto, podemos concluir que, dado un estado natural de libertad previo a la existencia de cualquier forma de gobierno (como ha ocurrido en multitud de momentos a lo largo de la historia, puesto que los gobiernos nunca han existido antes que las personas),sólo se podría originar la violencia de dos maneras:
 
1) tratando una o varias personas de agredir, coaccionar o condicionar directamente la libertad de otra u otras personas, ante lo cual al menos cabría la posibilidad de defenderse directamente de la agresión, o compensarla;
 
2) o bien formando un gobierno que se encargase de regular una normativa sobre un grupo determinado de personas. Al tener asignado dicho gobierno el monopolio de la violencia (pues sin dicho monopolio no podría hacer valer su ley y, por tanto, no tendría razón de ser), las posibilidades de defensa ante cualquier agresión del gobierno estarían en una situación de insalvable inferioridad.

Errico Malatesta lo resumió así perfectamente: “Gobierno significa el derecho de hacer la ley y de imponerla sobre todos por la fuerza“, independientemente de si ese gobierno es de mayorías o minorías, y tanto si se trata de un dictadura como de una democracia.

No estoy sugiriendo que la única forma de convivir con una serie de normas sea recurriendo forzosamente a la violencia. No. De hecho, siempre han existido diversas formas de organización social basadas en los libres acuerdos que, como consecuencia, son capaces de establecer códigos de convivencia sin necesidad de tener que institucionalizarlos bajo ninguna forma de gobierno. Lo que sí trato de poner en relieve es que las formas actuales de organización social en que nos encontramos, los Estados Nación, no podrían existir ni funcionar sin la condición de ejercer de forma continua la violencia, y en mayor intensidad cuanto mayor sea el Estado o cuanto mayor sea su ordenamiento jurídico.

Por supuesto, crear un código de normas en cualquier comunidad de personas es una necesidad para la convivencia, pero el hecho de que hoy en día la elaboración de esa normativa se efectúe a través del Estado no significa que ésta sea la única forma de conseguirlo, y ni mucho menos que sea la mejor posible. No tenemos más que mirar a nuestro alrededor para comprobar la deficiencia de los Estados a la hora de asegurar los mismos derechos por los cuáles justifica la necesidad de su existencia: sigue habiendo pobreza, desigualdad, robo, fraude, hambre, explotación, y una creciente e imparable violencia. Con el tiempo, lo que vamos observando es que, tanto con apariencias de democracias como de dictaduras, los Estados se van convirtiendo poco a poco en la máxima expresión del sometimiento de unas personas sobre otras.

 

Sobre la naturaleza del ser humano.


Ahora bien, ¿por qué aceptamos ideológicamente al Estado como figura necesaria para la convivencia sin cuestionarlo lo más mínimo? En su obra ‘el Leviatán‘, Thomas Hobbes justificaba la necesidad del Estado partiendo de la suposición de que el ser humano es malvado por naturaleza e incapaz de alcanzar acuerdos libres. Según Hobbes, en los primeros momentos de una organización social, las personas estaríamos contínuamente enfrentadas por tratar de alimentar similares deseos, y temerosas por el perpetuo peligro de una guerra inminente de todos contra todos. Y de semejante condición es de donde, según él, surgiría la necesidad de transferir los derechos naturales de las personas, como el de autoconservación, a un poder absoluto que procuraría el bien de todas.

De alguna forma, se podría explicar que Hobbes llegara a estas conclusiones dentro del contexto histórico en que creció, durante la sanguinaria y prolongada Guerra de los Treinta Años. Pero asumir hoy en día estas tesis, supondría también admitir que el hombre no sería capaz de bondad alguna sin mediación ni supervisión alguna, y que lo único de bueno que pudiera contener una sociedad sólo sería traído por su gobierno y no por las personas mismas. Sin embargo, multitud de prácticas que podemos observar en nuestro entorno a diario desmienten esta teoría.

¿A qué tipo de prácticas me estoy refiriendo? A las que se dan de forma natural entre las personas en todos aquellos espacios comunes en los cuales el Estado todavía no se ha arrogado la potestad de legislar. Por ejemplo: al organizarse turnos o colas para ser atendidos en una tienda, la cola del autobús, o en un comedor social; cuando se forma un club de personas en torno a una afición concreta; cuando organizamos un torneo; cuando planificamos un evento, una fiesta, o un viaje entre amigos o conocidos; cuando acudimos a prestar auxilio ante algún accidente o catástrofe; cuando una comunidad de vecinos reforma o mejora los espacios comunes; cuando pactamos las reglas de algún juego; cuando intercambiamos objetos o servicios; o también, poniéndonos más sofisticados, cuando desarrollamos software y hardware basados en código abierto; cuando compartimos nuestros vehículos o viviendas para transportar o alojar a otras personas; o cuandocomerciamos al margen de imposiciones, privilegios y restricciones económicas y políticas… son todas acciones reales y cotidianas que nos demuestran que las personas somos capaces de organizarnos con cualquier nivel de complejidad sin graves problemas, y sin necesidad de ninguna institución reguladora(incluso mejorando con creces las posibilidades de ésta), y demostrando una innata capacidad para el desarrollo de soluciones a nuestras necesidades. Todas estas actuaciones tampoco surgen porque hayamos sido previamente domesticadas por un Estado que, con su divina gracia y providencia, nos ha dotado a las personas salvajes de la capacidad de comportarnos cívicamente. No. Más bien son acciones y comportamientos que emergen como formas naturales de ordenamiento y organización social elaboradas espontáneamente al convivir entre nosotras. Esas fueron precisamente las conclusiones a las que llegó  Piotr Kropotkin en sus estudios sobre el ‘Apoyo Mutuo‘, el cuál no se trataría sólo de una habilidad exclusiva del ser humano, sino que se encuentra generalizada en el indómito reino animal. Tal y como mostró a través de sus investigaciones, la práctica de comportamientos basados en el orden, la solidaridad y el apoyo mutuo, tienen un elevado componente evolutivo por cuestiones de pura supervivencia… e incluso por interés propio:

“La sociedad se ha creado sobre la conciencia —aunque sea instintiva— de la solidaridad humana y de la dependencia recíproca de los hombres. Se ha creado sobre el reconocimiento inconsciente o semiconsciente de la fuerza que la práctica común de dependencia estrecha de la felicidad de cada individuo de la felicidad de todos, y sobre los sentimientos de justicia o de equidad, que obligan al individuo a considerar los derechos de cada uno de los otros como iguales a sus propios derechos”. (Kropotkin, en ‘El Apoyo Mutuo: un factor en la evolución’).

Por la propia realidad de nuestro entorno, esa misma realidad que acabamos de describir, y por la cantidad creciente e ilimitada de iniciativas existentes que se están construyendo al margen de los gobiernos y basadas en la solidaridad, el apoyo mutuo y los acuerdos libres... la idea de la necesidad de un Estado como única vía para elaborar normas de convivencia y poder construir comunidad y sociedad juntos, no se sostiene por ninguna parte. ¿Por qué entonces la asumimos sin más e incluso integramos su lógica en nuestra propia vida cotidiana? ¿Por qué aceptamos la total cesión de nuestros derechos a cambio de una supuesta protección que ni siquiera se nos ofrece con unas mínimas garantías? Pues esto sucede por la propia naturaleza agresora y coercitiva del Estado por la que gran parte de la población considera que no le queda más remedio que someterse.

 

La legítima defensa.


Resumiendo: al construir sociedad, y al margen de conflictos particulares, la violencia no surge de la necesidad de establecer normas, sino que ésta se origina en el momento mismo en que se crea (ya sea democráticamente o de forma impositiva) un organismo encargado de legislar y hacer cumplir la norma, para la cual  se le habrá de conceder, como hemos visto, el monopolio de la violencia. Ahí es donde reside actualmente, y en última instancia, el origen de la práctica de la violencia en sociedad.

Por supuesto, existen muchas otras formas de violencia, aunque ninguna de ellas se aplican en una escala tan enorme como la de un Estado. Mi posición particular es la de considerar al ser humano como proveedor de tantas virtudes como de defectos a la hora de construir comunidad, capaz de luchar por imponerse sobre otras personas y al mismo tiempo de solidarizarse con otras que precisen auxilio. Nacemos y vivimos debiendo resolver de forma continua en nuestro interior los conflictos generados entre nuestras virtudes y nuestros defectos, y esta batalla interna lógicamente se acaba transportando a las comunidades que las personas vayamos construyendo. Pero siempre existe la tendencia innata hacia la búsqueda de un equilibrio que nos asegure la supervivencia. Por eso, en un primer momento de la historia formado por crecientes tribus geográficamente muy separadas, sería concebible una dura lucha instintiva por el acaparamiento de recursos que fueran localmente escasos, pero hoy en día, en un mundo globalmente interconectado no (excepto en los espacios en que, por la fuerza, se genera escasez de forma artificial con el objeto de acumular mayor poder). Y es por ello que estamos asistiendo al actual despliegue de una gran diversidad de redes distribuidas por todo el mundo, perfectamente sostenibles y capaces de conectar recursos y servicios más allá de las fronteras, y evitando así el acaparamiento de esos mismos recursos por parte de los gobiernos. Algunas personas pensaran que, aún a pesar de todo, a pesar de la violencia de Estado y el sometimiento de las personas, nos vemos compensadas por las libertades civiles que el mismo Estado dice que nos garantiza. Vale, supongamos que el Estado garantizase nuestra libertad ante la agresiva naturaleza del ser humano... Bien, ahora pregúntate en primer lugar por qué a nadie se nos permite decidir si queremos o no formar parte del Estado. Simplemente por el hecho de haber nacido dentro de unas fronteras (, etc…

Se podría decir que cada parcela de nuestra vida social que es intervenida por el Estado se acaba viendo desprovista de un gran número de libertades individuales y colectivas. Esto supone una profunda y constante agresión que se extiende desde el mismo nacimiento de cada persona hasta cubrir el resto de todo nuestro proceso de desarrollo tanto individual como comunitario. Lo cual supone una iniciación de la violencia a gran escala, que además se ve sostenida de forma permanente en el tiempo. Y cómo hemos visto más arriba, en términos del derecho natural, ante una agresión inicial e injustificada como la que supone la existencia misma del Estado(puesto que se nos aplica por el mero hecho de haber nacido), cualquier acción orientada a la defensa, corrección o compensación de dicha agresión recibida, no se trataría más que de un acto de legítima defensa, puesto que su intención no sería la de someter o coaccionar a ninguna otra persona, sino más bien impedirlo.



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