Pero
además, el turismo es desde hace tiempo una industria tóxica. Durante
décadas se benefició de una indulgencia de la que no disfrutaban otras
industrias, asociándola a valores positivos: el turismo era un factor de
desarrollo, de paz, de salvaguardia del patrimonio, de
interculturalidad, de protección de la naturaleza… Pero últimamente se
está resquebrajando este consenso que hacía del turismo la madre de
todas las virtudes.
El turismo es una actividad depredadora que
entraña la degradación global del planeta: transforma los territorios,
rompe el equilibrio social y posee un alto coste medioambiental, por el
consumo de recursos, la contaminación generada y la destrucción de
entornos humanos y no humanos, volviéndolo, en definitiva, incompatible
con un modo de vida sostenible.
En los enclaves masificados se
asiste desde hace tiempo a una saturación turística con un grave impacto
en la vida cotidiana: ya no se puede vivir y trabajar con normalidad, y
el acceso a la vivienda se vuelve casi imposible, expulsando la vida
local a la periferia. El turismo se ha convertido en una industria
totalitaria que afecta al conjunto de la vida de las personas, cuyo
descontento no deja de crecer.
Reconocer toda esta realidad no es turismofobia,
sino una reflexión política que no puede ser tachada de patológica ni
descalificada por un diagnóstico médico. Criticar el turismo apunta más
ampliamente al modo de vida de nuestra sociedad de consumo. Y en ese
sentido, no existe el buen turismo ni el mal turismo, sólo distintos
grados en la escala de la nocividad. La única alternativa al turismo
sería dejar de practicarlo.
Rodolphe Christin (1970)
se doctoró en Sociología con una tesis sobre el imaginario del viaje,
que le llevó a emprender un análisis crítico del turismo. En 2018
publicamos su libro Mundo en venta. Crítica de la sinrazón turística.
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