A tenor de algunas respuestas en mi entrada anterior, con la cual yo pensaba que había rozado una vez más la sublimidad, no estoy seguro de que dejara bien claro mi absoluto rechazo por todas y cada una de las formas de nacionalismo. Cierto es que dedicaba la mayor parte de lo escrito a mostrar mi desprecio y escarnio sobre aquellos, nada nuevo en este inefable país, que abanderan una España unitaria y que, oh, sorpresa, rara vez se consideran a sí mismos nacionalistas. Y es que resulta sorprendente que, creo que especialmente a raíz del auge de las nacionalismos periféricos, los españolistas hagan una distinción entre patriotismo, lo de ellos (benévolo), y nacionalismo (lo de los otros, que como se sabe son el infierno). No hace falta tener el cerebro demasiado oxigenado para considerar los conceptos «nación» y «patria» sinónimos e intercambiables (y no por representar, desgraciadamente, la esa sí muy preciada fraternidad universal). Podemos aceptar, en cualquier caso, que la realidad es pertinazmente poliédrica, por lo que hay conceptos que tienen diversas lecturas semánticas y estamos obligados a una serie de lúcidas aclaraciones.
Diremos en primer lugar que, soy incapaz de verlo de otra forma, y aunque en ocasiones haya seducido no se sabe muy bien a qué supuestos revolucionarios, el nacionalismo es forzosamente reaccionario, con su culto al pasado, e identitario, con su cansina retahíla acerca de los rasgos comunes de un pueblo, que le diferencia de otros y en ocasiones le enfrenta con los contendientes bien uniformados. Por otra parte, y aunque esto ha sido objeto de discusión en alguna ocasión (más bien estéril, por supuesto), la construcción nacional, aunque se presente como presuntamente liberadora, no tarda en desembocar en un Estado y en sus instituciones coercitivas con alguna suerte de oligarquía gobernante y privilegios inminentes. Y es que si escucho el concepto de Estado-nación, algo que constituye la causa o efecto de cualquier forma nacionalista, es inevitable pensar que le van a imponer a uno una bandera, sin importar demasiado el color, y lo que es peor, todo lo que viene detrás. Uno, que cree fervorosamente en la libertad individual, indisociable de la colectiva, confía siempre en que el personal sea libre de elegir la bandera que le plazca, sin importar el accidente geográfico donde haya nacido, y presentaremos batalla para que esa elección sea siempre aquella que represente la deseada fraternidad universal en base a comunidades verdaderamente libres, plurales y solidarias.
Y es que con el término «patriota», sin mencionar la rima con el obvio insulto, uno evoca más a un fulano armado presto a defender no sé muy bien qué, que a alguien auténticamente preocupado por los intereses del vecino. Resulta moral e intelectualmente obligatorio recordar al bueno de Rudolf Rocker, y su magna obra Nacionalismo y cultura, donde se deja ver la voluntad de poder que hay detrás de todo lo nacional en la historia y se demuestra que los dos conceptos del título son claramente divergentes en la historia. Y es que una cosa son los pueblos y otra muy diferente las naciones, la misma distinción que podemos hacer entre sociedad y Estado. Hay también quien ha sostenido, y no está nada mal que insistamos en ello hoy en día, que la mistificación nacionalista ha sido también preconizada en la modernidad por aquellos que detentaban el capital. Tiene su perfecta lógica, ya que siempre es mucho mejor buscar factores de cohesión social, por parte de la clase dominante, con aquellos a los que explotan. Y es que la gente se muestra mucho más dócil y sumisa si se le inocula alguna suerte de mito alienante y beligerante, por muy poliédrico que sea. Trataremos de buscar un antídoto, sobre todo moral y también intelectual, para anular esas férreas identidades nacionales y las consecuentes mistificaciones patrióticas. He dicho, con notable sapiencia y justa moralidad.
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