Recuerdo hace unos años, estando todavía el papa emérito recién fallecido en el trono de Roma, que hubo manifestaciones masivas por la celebración en Madrid de no sé que jornadas joviales de la Iglesia, con la visita de innumerables jóvenes católicos y del propio, entonces, sumo pontífice. El caso es que uno, gruñón y curioso por naturaleza, se pasó por aquellas protestas para ser testigo de algunas escenas peculiares. Así, los manifestantes, cada vez que se cruzaban con aquellos feligreses de corta edad venidos de tierras lejanas les espetaban, a modo de mantra, algo así como «¡Vuestro Papa es un nazi!». Es muy posible que la indescriptible expresión de los fervorosos creyentes, a medio camino entre el estupor y el espanto, estuviera motivada sencillamente por la incomprensión del idioma castellano, aunque no es descartable que estuviera originada en la ignorancia pura y dura acerca del fondo de la cuestión. Hay que decir, cierto es y como no podría ser de otra manera, que Joseph Ratzinger, cuyo nombre artístico fue Benedicto XVI, fue sin duda un tipo ultraconservador y, se destapó en su momento, había pertenecido al parecer a las Juventudes Hitlerianas, algo que él mismo aclaró fue de manera forzosa siendo un tierno infante. El caso es que, pretendiendo ser el que suscribe algo racional en sus protestas, sufrí algo de vergüenza ajena ante aquellos gritos iracundos que transgredían sin pudor la ley de Godwin.
Y es que uno pensaba que acudía a aquellas manifestaciones para protestar por una institución eclesiástica abiertamente reaccionaria, opuesta a todo asomo de librepensamiento, misógina, homófoba, que santifica la pobreza en lugar de combatirla, así como feroz y nauseabundamente jerarquizada, hasta el punto de que el fulano que está en la cúspide, sin asomo de la menor vergüenza, asegura estar en contacto con un ser sobrenatural todopoderoso. No tuve la sensación de estar compartiendo esa visión con gran parte de los manifestantes, que parecían lamentarse exclusivamente de que hubiera un tipo excesivamente conservador al frente de la institución; los hechos parecen haberme dado la razón cuando, no mucho después de aquello, un Papa supuestamente progre sustituyó a Ratzinger. Que todo cambie para que todo siga igual, que dijo el clásico. Y, ojo, viendo como la derecha más repulsiva alaba al ahora fenecido supongo que da que pensar, pero yo prefiero que el clero se manifieste como lo que realmente es, qué queréis que os diga. Ratzinger, como el propio Juan Pablo II antes que él fue efectivamente azote del feminismo, de la homosexualidad y de todo afán ilustrado, así como un dogmático de los pies a la cabeza arguyendo esa necedad del relativismo moral que conlleva el progreso; seamos serios, ¿acaso un verdadero católico no debe ser todo esto?
Dejemos a Joseph Ratzinger descansar en paz y vayamos ahora con su sucesor, que al parecer encabeza el frente progresista dentro de la muy carca institución católica. Jorge Mario Bergoglio, de nombre artístico Papa Francisco, sucedió a Benedicto XVI, si la memoria no me falla, allá por 2013. Las maneras del nuevo pontífice eran, por supuesto, más cautas y cercanas y la práctica totalidad de la prensa, incluida esa que se dice de izquierdas, aplaudió su llegada. La falta de análisis riguroso, en cuanto a una institución sencillamente anacrónica, rivalizó con una cuantiosa dosis de papanatismo ante cualquier memez que soltara el tal Francisco. Y habrá quien sostenga, con dudoso talante democrático, la existencia de una innumerable masa enfervorecida, que sigue ciegamente a cualquier líder eclesiástico (o de otro tipo); claro, estamos por la absoluta libertad de conciencia, algo que en cualquier caso no parece tener cabida en una institución dogmática que promueve la docilidad, la obediencia y la actitud acrítica en aras de una salvación ficticia que hay que dejar para otra vida. Francisco, eso sí con muy buenas maneras, no tardó en manifestarse como cualquier otra Papa: una abierta homofobia, que considera una patología toda condición sexual que no conlleve la procreación, su condena a una crítica radical a a religión (acordémonos del atentado a Charlie Hebbdo y lo que dijo el fulano) o sus necedades acerca de la virgen o el diablo en lugar de profundizar en los problemas sociales. Mis protestas contra alguien como Bergoglio, y lo que representa son tan enérgicas, como las que pretendí hacer hace años sobre Ratzinger; siempre, en nombre de la racionalidad, del bendito librepensamiento y de eso tan denostado que denominan progreso. Hay quien sostiene que la Iglesia no debería sucumbir ante la modernidad y el avance de los tiempos, estoy totalmente de acuerdo; nada me gustaría más, que no sucumba, que la dejemos morir de una vez por todas.
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