No sé qué fulano dijo en cierta ocasión que el ser humano, si dejaba creer en esa abstracción absoluta supuestamente idealizada que denominan Dios, acababa creyendo en cualquier cosa. Lo que no se tuvo en cuenta, con semejante aseveración nada imparcial, es que la misma creencia en un ser omnipotente, infalible y, presuntamente, magnánimo sin fisuras es el mayor despropósito al que nos podemos enfrentar los seres humanos. Que nadie se ofenda, todos creemos en cosas que a los ojos de otros, seguramente, resultan disparatadas. Yo mismo, mi fe inquebrantable en que algún día podamos fundar una sociedad mínimamente digna se contradice con la cantidad de estulticia, mediocridad y papanatismo con el que nos enfrentamos a diario. Exagero, por supuesto, hay gente haciendo cosas loables, pero los inicuos, los que fomentan la subordinación y creencias de la gente, hacen mucho daño y la masa gris parece seguirles a pies juntillas. Pero, volvamos a las creencias. ¿Puede evitarse que la gente crea en abiertas majaderías y actúe de forma aceptablemente racional?
Los problemas existenciales o de salud empujan al personal en confiar en doctrinas y terapias que, madre mía, dejaremos para otro momento. Pero, las creencias sobrenaturales son quizá más fáciles de criticar y más propensas a echarnos unas risas. Sin embargo, si nos abonamos al terreno político e ideológico la cosa resulta incluso aparentemente más peligrosa. Así, de forma evidente, hay todavía botarates capaces de pensar que Hitler o Stalin eran prohombres que condujeron a sus respectivas naciones hacia la gloria. De acuerdo, serán una minoría, pero no sé si es lo tanto aquellos que justifican en este inenarrable país al asesino dictador Franco, tan amigo del führer. Por cierto, volviendo a la frase del inicio, hay quien quiere explicar los genocidios del nazismo y del estalinismo, precisamente, por la ausencia de la creencia en Dios. Cuestionable resulta llegar a esa conclusión, viendo la cantidad de guerras y matanzas que se han librado en nombre de la dichosa divinidad. Considerando que Franco y sus secuaces crearon su cruzada, capaz de fusilar a media españa, precisamente en nombre de la civilización cristiana, la cosa ya se va clarificando y comprobamos que lo mismo la deidad suprema es el problema y no precisamente dejar de creer en ella.
Los anarquistas, en una muestra de lucidez encomiable ignorada por todos esos cretinos que les acusan de lo contrario, y queriendo potenciar los lazos más fraternos alejados de toda alienación, consideraron que, precisamente, la subordinación a la autoridad política tiene su origen en la creencia en el gran déspota sobrenatural. Esto quizá explique esa permanente entrega de la libertad a abstracciones terribles como nación o Estado, que vienen a ser algo muy parecido, negando esa cosa tan bella que es la fraternidad universal; y, lo que es peor, el sometimiento a sus máximos líderes ávidos de poder sobre sus congéneres. Hay, con seguridad, mecanismos psicológicos, más allá de la simple estupidez, que explican esta subordinación que ha arrastrado a infinidad de jóvenes a guerras de una u otra índole realizadas en nombre de causas religiosas o ideológicas. Estamos ahora, presuntamente, en otra época histórica en la que las creencias no serían ya fuertes en forma de grandes causas o relatos, aunque no veo yo que hayamos acabado con el dogma, más bien se ha dispersado en forma de las majaderías anteriormente mencionadas. No obstante, no subestimemos a la reacción, a los que persisten en creer en grandes causas absolutas. Son los peores creyentes y, en este inefable país, están muy crecidos.
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