(…)
Y, después de todo esto, que nadie venga a hablarme del trabajo, quiero
decir del valor moral del trabajo. Me veo obligado a aceptar la idea de
trabajo como necesidad material, y a este respecto no puedo sentirme
más que ferviente partidario de su mejor, de su más justo reparto. Que
me lo impongan las siniestras obligaciones de la vida, sea; que se me
pida que crea en él, que venere el mío o el de los demás, nunca.
Prefiero, una vez más, caminar a oscuras mejor que tomarme por el que
camina iluminado. De nada sirve estar vivo mientras se está trabajando.
El acontecimiento con el que cada cual tiene derecho a esperar la
revelación del sentido de su propia vida, ese acontecimiento con el que
quizá yo todavía no he topado pero tras cuya pista me busco, no existe
si es a costa del trabajo.
(…)
Sí, por las tardes, hacia las siete, le gusta encontrarse en un vagón
de segunda mano del metro. La mayoría de los pasajeros son personas que
regresan de sus trabajos. Se sienta entre ellos, trata de sorprender en
sus caras el motivo de sus preocupaciones. Naturalmente, están pensando
en lo que acaban de abandonar hasta mañana, sólo hasta mañana, y también
en lo que les espera esta noche, lo cual les alegra o les preocupa aún
más. Nadja se queda mirando fijamente algo definido: «Hay buenas
personas». Más alterado de lo que quisiera mostrarme, ahora sí me enojo:
«Pues no. Además tampoco se trata de eso. El hecho de que soporten el
trabajo, con o sin las demás miserias, impide que esas personas sean
interesantes. Si la rebeldía no es lo más fuerte que sienten, ¿cómo
podrían aumentar su dignidad sólo con eso? En esos momentos, por lo
demás, usted les ve; ellos ni siquiera la ven a usted. Por lo que a mí
se refiere, yo odio, con todas mis fuerzas, esa esclavitud que pretenden
que considere encomiable. Compadezco al hombre por estar condenado a
ella, porque por lo general no puede evitarla, pero si me pongo de su
parte no es por la dureza de su condena, es y no podría ser más que por
la energía de su protesta. Yo sé que en el horno de la fábrica, o
delante de esas máquinas inexorables que durante todo el día imponen la
repetición del mismo gesto, con intervalos de algunos segundos, o en
cualquier otro lugar bajo las órdenes más inaceptables, o en una celda, o
ante un pelotón de ejecución, todavía puede uno sentirse libre, pero no
es el martirio que se padece lo que crea esa libertad. Admito que esa
libertad sea un perpetuo librarse de las cadenas: será preciso, por
añadidura, para que ese desencadenarse sea posible, constantemente
posible, que las cadenas no nos aplasten, como les ocurre a muchos de
los que usted me habla. Pero también es, y quizá mucho más desde el
punto de vista humano, la mayor o menor pero, en cualquier caso, la
maravillosa sucesión de pasos que le es dado al hombre hacer sin
cadenas. Esos pasos, ¿les considera usted capaces de darlos? ¿Tienen
tiempo de darlos, al menos? ¿Tienen el valor de darlos? Buenas personas,
decía usted, sí, tan buenas como las que se dejaron matar en la guerra,
¿verdad? Digamos claro lo que son los héroes: un montón de desgraciados
y algunos pobres imbéciles. Para mí, debo confesarlo, esos pasos lo son
todo. Hacia dónde se encaminan, ésa es la verdadera pregunta. De algún
modo, acabarán trazando un camino y, en ese camino, ¿quién sabe si no
surgirá la manera de quitar las cadenas o de ayudar a desencadenarse a
los que se han quedado en el camino? Sólo entonces será conveniente
detenerse un poco, sin que ello suponga desandar lo andado». (Bastante a
las claras se ve lo que puedo decir al respecto, sobre todo a poco que
decida tratarlo de manera concreta.) Nadja me escucha y no intenta
contradecirme. Tal vez lo último que ella haya querido hacer sea la
apología del trabajo.
Extraído de http://arrezafe.blogspot.com.es/
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