“¿Hablamos de agricultura o de religión?”, se cuestiona un experto. Hablamos de un sector que, pese a la aversión de muchos —gran parte de la unión europea—, se extiende por el mundo como la onda que una piedra deja en un estanque.
En el planeta ya hay 170,3 millones de hectáreas con cultivos modificados genéticamente, un 6% más que durante 2011. De hecho, Estados Unidos (69,5 millones de hectáreas), Brasil (36,6), Argentina (23,9) y Canadá (11,6) copan la superficie plantada. Pero, por vez primera, en los lugares empobrecidos hay una superficie mayor (52%) que en las naziones explotadoras (48%).
Este cambio en el mapamundi agrícola alarma, alegra a multinazionales, e inquieta. En primer lugar, a la todopoderosa industria alimentaria estadounidense, que soporta cada vez más presión para que informe en las etiquetas de sus productos de los contenidos transgénicos. La cadena de supermercados Whole Foods Market acaba de anunciar que lo hará; eso sí, en 2018. Sin embargo, la idea podría extenderse a todo el sector. Y esto ha desatado los nervios.
“La industria hizo todo lo que pudo para evitar el etiquetado, y ahora está sintiendo las consecuencias: una profunda desconfianza hacia ella y sus productos. ¿Qué están intentando esconder?”, se pregunta Marion Nestlé, profesora de Nutrición y Salud Pública de la Universidad de Nueva York. Esta desconfianza viaja sobre todo a las grandes empresas de cultivos transgénicos: Monsanto —con fama de defender con fiereza sus patentes frente a los agricultores—, Dupont, Bayer, Syngenta, Basf y DowAgro Sciences. Entre las seis controlan la gran mayoría de las patentes e investigaciones genéticas. El resultado, según la ONG Grain, es dominar el 60% del mercado mundial de las semillas y el 76% del de agroquímicos.
Esta concentración genera problemas. “Compañías como Monsanto usan su monopolio virtual en las semillas para subir los precios de las variedades genéticamente modificadas y sacar del mercado a muchas —o a todas— de las opciones que no son transgénicas”, denuncia Jeffrey M. Smith, director del Institute for Responsible Technology. Es más, añade: “Cuando científicos independientes encuentran efectos adversos son atacados inmediatamente por los intereses de las biotecnológicas. Sus datos incriminatorios son distorsionados y desmentidos, y a menudo tienen que enfrentar despidos o la pérdida de dinero para sus investigaciones”. Las biotecnológicas niegan este proceder.
Ahora bien, para comprender de dónde proviene esta desconfianza hay que saber que se comercializan dos tratamientos genéticos en la agricultura modificada. Uno aporta resistencia frente a los herbicidas (HT, por sus siglas en inglés) y el otro protege de los insectos (Bt). Con esta alteración, muchos cultivos pueden resistir altas dosis de herbicidas, permitiendo al agricultor usar cantidades elevadas sin matar la cosecha. Lo cual tiene su paradoja. “Después de casi 20 años de investigaciones y miles de millones de euros invertidos, solo han logrado dos aplicaciones. Desde luego, no parece una gran revolución biotecnológica”, ironiza Gustavo Duch, coordinador de la publicación Soberanía alimentaria.
Dentro de esa esperada revolución, los transgénicos estaban llamados a ser una herramienta para erradicar el hambre. Sin embargo, las dudas se acumulan. “El 90% de los cultivos transgénicos mundiales se dedica a la colza, el maíz, la soja y el algodón. Y su destino es el textil industrial y alimentar al ganado. Pero no llega a las personas”, relata Henk Hobbelink, responsable de Grain.
Tampoco causa gran tranquilidad saber que algunas de las compañías que fabrican los herbicidas son las mismas que diseñan las semillas que lo soportan. Monsanto produce Roundup —un potente herbicida—, a la vez que vende su línea de semillas Round Ready (soja, algodón, colza, azúcar, alfalfa y maíz), que toleran ese compuesto químico. “Es como comprar un coche que necesita un mantenimiento especial y el único taller que lo ofrece es propiedad de la compañía que fabrica el automóvil. Te dará el servicio, pero generalmente con un recargo”, explica Andreas Boecker, profesor asociado de Alimentación, Agricultura y Recursos Económicos de la Universidad de Guelph (Canadá).
En este momento entra en juego la variable precio. Las semillas modificadas son más caras que las naturales. Entre un 20% y un 40%, acorde con algunas estimaciones. Y los ahorros para el agricultor procederían del menor gasto en pesticidas, maquinaria y mano de obra. “Mi impresión, desde Canadá”, apunta Andreas Boecker, “es que muchos agricultores ven las empresas biotecnológicas como socios que les ayudan a mejorar los resultados de la explotación”.
No todo el campo lo entiende igual. Cuando los agricultores compran algunas de estas semillas, relatan en la industria, firman un acuerdo que establece que no pueden guardar simientes para resembrar. Así, deben comprar semillas nuevas cada año.
En esta situación, el agricultor, más pronto que tarde, se enfrenta al dilema de hacerse transgénico o no. Con lo que esto representa. “Nuestros agricultores son hombres de negocios independientes que tomarán sus decisiones en función de lo que es mejor para sus mercados e ingresos”, reflexiona Scott Yates, miembro de Washington Grain Commission, peso pesado en los cereales estadounidenses que respalda los cultivos modificados.
En el otro lado del mundo, la unión europea representa un papel, al menos, desconcertante. Solo permite dos cultivos. Un tipo de patata (Amflora, creada por Basf) y una clase de maíz (Mon 810, diseñado por Monsanto), que es resistente a la plaga del taladro. Pero da el plácet a la importación de 45 productos. Así que nos manejamos en la paradoja de que los agricultores españoles tienen que competir contra esa puerta abierta a las importaciones. Y esto lo sufren, por ejemplo, en los algodonales andaluces y en los maizales castellanos, donde para algunos sí encajan estos cultivos. “En España, la superficie aumenta, y eso que solo nos dejan cultivar maíz. Si no fuera así, también tendríamos algodón, que soporta altas plagas y donde hay que actuar con fitosanitarios”, apunta José Ramón Díaz, técnico de la Asociación Agraria de Jóvenes Agricultores (Asaja).
Aunque quizá tampoco hay tanto motivo para la queja. “España es el décimo país del mundo que más superficie (116.307 hectáreas) dedica a maíz transgénico (Bt), lo que supone el 90% de los cultivos en Europa de este tipo”, observa Soledad de Juan Arenchederra, directora de la Fundación Antama. Y eso que vamos en dirección contraria. Pues Francia, Alemania, Hungría, Austria, Grecia, Bulgaria y Luxemburgo prohíben el maíz español.
Frente a los obstáculos, las grandes biotecnológicas se están yendo a Latinoamérica en busca de negocio. “Europa va a perder una ventaja competitiva brutal en comparación con otras áreas del planeta”, argumenta Isabel García, secretaria general de la patronal biotecnológica Asebio. Púdrete Isabel, cometé tú los transgéncios. Luchemos por una agricultura no ofensiva con la tierra de donde proviene, al servicio de la propia tierra y de los animales, humanos y no humanos. Muerte al estado y al capital, viva el anarcoveganismo. Este noticia nos ha llegado al mail sin fuente, aunque suponemos que proviene de la prensa burguesa.
Extraído de Veganxs
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