Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

miércoles, septiembre 7

¿Por qué vivimos en una prisión?

En esta sociedad existe un lugar donde una/o se encuentra perpetuamente bajo vigilancia, donde cada movimiento es monitoreado y controlado, donde todas/os están bajo sospecha, a excepción de la policía y sus jefes, donde se asume que todas/os son criminales. Hablo, de la cárcel, por supuesto…

Pero a un ritmo cada vez rápido, esta descripción se está ajustando cada vez más a los espacios públicos. Los centros comerciales y los centros de las principales ciudades están bajo video vigilancia. Guardias armados patrullan escuelas, bibliotecas, hospitales y museos. Una/o es registrada/o en aeropuertos y estaciones de bus. Los helicópteros policiales vuelan sobre las ciudades e incluso sobre los bosques, en busca del crimen. La metodología del encarcelamiento, que junto con la metodología policial son una sola, está siendo impuesta gradualmente en todo el paisaje social.

Este proceso está siendo impuesto por medio de miedo y las autoridades lo justifican sobre nosotras/os en función de nuestra necesidad de protección — de los criminales, de los terroristas, de la vigilancia y las drogas. Pero ¿quiénes son esos criminales y esos terroristas, quienes son tales monstruos que a cada momento amenazan nuestras vidas llenas de miedo? Solo un momento de cuidadosa atención es suficiente para responder esta pregunta. A los ojos de los amos del mundo, nosotras/os somos los criminales y los terroristas, nosotras/os somos los monstruos — potencialmente, al menos. Después de todo, somos las/os únicas/os a quienes ellas/os controlan y vigilan. Somos las/os únicas/os que son observadas/os por las cámaras de vídeo y registradas/os en las estaciones de bus. Una/o solo puede preguntarse si el hecho que este sea manifiestamente obvio es lo que provoco a la gente cegarse a ello.

El dominio del miedo es tal que el orden social incluso nos pide ayuda en nuestra propia vigilancia. Padres registran los pulgares de sus niñas/os en agencias policiales conectadas con el FBI. Una compañía con sede en Florida llamada «Applied Digital Solutions» ha creado el «VeriChip» (conocido también como «Ángel Digital») el que puede almacenar información personal, médica y de otros tipos, y se pretende que esté implantado bajo la piel. Su idea es promover en las personas su uso voluntario, para su propia protección, por supuesto. 

Prontamente puede estar conectado a la red del satélite del Sistema de Posicionamiento Global (GPS) de tal forma que cualquier persona con el implante pueda ser monitoreado constantemente[9]. Además, hay docenas de programas que fomentan la delación — otro factor que es también similar a las prisiones, donde las autoridades buscan y recompensan a las/os soplones. Por supuesto, hay otros presos que tiene una actitud bien diferente hacia esta escoria.

Pero todo esto es puramente descriptivo, una imagen de la sociedad/cárcel que está siendo construida a nuestro alrededor. Una comprensión real de esta situación que nosotras/os podemos usar para combatir este proceso, necesita un análisis más profundo. De hecho, la prisión y la policía se sostienen en la idea de que hay crímenes, y esta idea se sostiene en la ley. La ley es representada como una realidad objetiva mediante la cual las/os ciudadanas/os de un Estado pueden ser juzgadas/os. La ley crea, de hecho, una especie de igualdad. Anatole France expresó irónicamente esto señalando que ante la ley tanto a vagabundos como a reyes se les prohibió robar pan y dormir bajo puentes. Desde este punto, está claro que ante la ley todas/os nos volvemos iguales, porque nos convertimos simplemente en cifras no-seres sin sentimientos, relaciones, deseos y necesidades individuales.

El objetivo de la ley es regular a la sociedad. Esta necesidad implica que la sociedad no está satisfaciendo o llenando los deseos de todos quienes están dentro de ella. Esta existe más bien como una imposición sobre la mayor parte de aquellas/os que la componen. Es obvio que tal situación solamente podría llegar a ocurrir donde el más importante tipo de desigualdad existe — la desigualdad de acceso a los recursos para que cada una pueda crear su vida a su propia manera. Para aquellas/os que tienen la delantera, esta situación de desigualdad social tiene el doble nombre de propiedad y poder. Para las/os que están abajo, sus nombres son pobreza y sometimiento. La ley es la mentira que transforma esta desigualdad en una igualdad que sirve a los amos de la sociedad.

En una situación en la que todas/os tienen total e igual acceso a todo lo que necesario para realizarse a una/o misma/o y para crear su vida en sus propios términos, una riqueza de diferencias individuales florecería. Un vasto conjunto de sueños y deseos se expresarían a sí mismos, creando un aparentemente infinito espectro de pasiones, amores y odios, conflictos y afinidades. Esta igualdad en la que ni la propiedad ni el poder existirían, se empresaria por tanto la aterradora y hermosa desigualdad no jerárquica de individualidades.

Por el contrario, donde la desigualdad de acceso a los medios para crear la propia vida existe —por ejemplo, donde la gran mayoría de la gente ha sido despojada de sus propias vidas— todos se vuelven iguales, porque todos se convierten en nada. Esto es cierto inclusive para aquellas/os con propiedad y poder, porque su estatus en la sociedad no esta basado en quienes son, sino en lo que tienen. La propiedad y el poder (el cual siempre reside en un rol y no en una persona) es todo lo que tienen que vale la pena en esta sociedad. La igualdad ante la ley beneficia a los amos, precisamente porque su meta es preservar el orden que ellas/os gobiernan. La igualdad ante la ley disfraza la desigualdad social precisamente detrás de lo que la mantiene.

Pero, por supuesto, la ley no mantiene al orden social con palabras. La palabra de la ley no tendría sentido sin la fuerza física que se encuentra detrás de ella. Y esta fuerza existe en el sistema de aplicación de la ley y el castigo: la policía, la cárcel y el sistema judicial. La igualdad ante la ley es, en realidad, un delgado barniz que oculta la desigualdad de acceso a las condiciones de existencia, los medios para crear nuestras vidas a nuestro modo. La realidad constantemente rompe con este barniz y su control solo puede mantenerse por la fuerza y mediante el miedo.

Desde la perspectiva de los amos del mundo, todo somos, de hecho, criminales (potencialmente, al menos) todas/os somos monstruos amenazando sus dulces sueños, porque todos somos potencialmente capaces de ver a través del velo de la ley y escoger ignorarla y recuperar los momentos de nuestras vidas a nuestra manera, cada vez que podamos. Por tanto, la ley por sí misma (y el orden social de la propiedad y el poder que la necesitan) nos hace iguales precisamente al criminalizarnos. Esta es, por lo tanto, la lógica resultante de la ley y del orden social que la produce, que el encarcelamiento y la vigilancia se volverían universales, de la mano con el desarrollo del supermercado global.

A la luz de esto, deberla estar claro que no vale la pena hacer leyes más justas. 

No sirve vigilar a la policía. No vale la pena intentar mejorar este sistema porque cada reforma inevitablemente reproducirá el sistema, incrementando el número de leyes, aumentando el nivel de vigilancia y control, haciendo el mundo algo cada vez más parecido a una cárcel. Si deseamos tener nuestras vidas en nuestras manos, hay solo una manera de responder a esta situación. Atacar a esta sociedad con el fin de destruirla.

LA PROPIEDAD: LAS REJAS DEL CAPITAL QUE ENCIERRAN

Entre las grandes mentiras que mantienen el dominio del capital se encuentra la idea de que la propiedad es libertad. La naciente burguesía hizo esta reclamo a medida que particionaban la tierra con rejas de todo tipo — físicas, legales, morales, sociales, militares… lo que sea que hubieran encontrado necesario para cercar las riquezas asesinadas de la tierra y para excluir a las muchedumbres indeseables, salvo por su fuerza de trabajo.

Como muchas de las mentiras del poder, esta consigue engañar por medio de una maniobra propia de ilusionistas. Las multitudes “desencadenadas” de sus tierras fueron libres de escoger entre morirse de hambre o vender el tiempo de sus vidas a cualquier amo que las comprase. “Trabajadores libres” les llamaron sus amos, ya que a diferencia de las/os esclavas/os, los amos no tenían necesidad de responsabilizarse por sus vidas. Era solamente su fuerza de trabajo lo que los amos compraban. Les dijeron que ellas/os eran dueñas/os de sus vidas, aunque de hecho estas habían sido ya arrebatadas, renunciando a cualquier vestigio de opción real, cuando los amos capitalistas le pusieron cercos a las tierras y expulso a estos “trabajadores libres” a la búsqueda de su supervivencia. Este proceso de expropiación, que permitió al capitalismo desarrollarse, continúa hoy día hasta sus márgenes, pero otro truco ilusionista mantiene en el centro esta ilusión burguesa.

Se nos dijo que la propiedad es una cosa y que la conseguimos con dinero. 

Según esta mentira, la libertad se basa en las cosas que podemos comprar y que se incrementa al acumularlas. En la búsqueda de esta libertad que nunca está verdaderamente alcanzada, la gente se encadena a actividades que no son de su elección, renunciando a cualquier opción real, con el propósito de ganar dinero que se supone le comprará libertad. Y mientras sus vidas son consumidas al servicio de proyectos que nunca les han sido propios, ellas/os gastan sus salarios en juguetes y entretenimiento, en terapias y en drogas, los anestésicos que garantizan que no vean a través de la mentira.

De hecho, la propiedad no son las cosas que alguien posee. La propiedad son las rejas — las rejas que nos mantienen dentro, que nos tiene afuera, todos los límites por los cuales nuestra vida se nos es robada. Por lo tanto, la propiedad es, por sobre todo, una restricción, un limite de tal magnitud que garantiza que ningún individuo podrá realizarse completamente mientras estos límites existan.
Para entender completamente esto, debemos ver a la propiedad como una relación social entre las cosas y la gente, mediadas por el Estado y el mercado. 

La institución de la propiedad no podría existir sin el Estado, el que concentra el poder en las instituciones de dominación. Sin las leyes, las armas, los policías y los tribunales, la propiedad no tendría una base real, ninguna fuerza para sustentarla.

A decir verdad, se podría decir que el Estado es en sí mismo una institución de la propiedad. ¿Qué es el Estado, sino una red de instituciones por las cuales controla cierto territorio, y sus recursos son asegurados y mantenidos mediante la fuerza de las armas? Toda la propiedad es en el fondo perteneciente al Estado, ya que existe solo con el permiso y bajo la protección de aquel. 

Dependiente de los niveles de poder real, esta protección y este permiso pueden ser quitado en cualquier momento y por cualquier motivo, y la propiedad volverá al estado. Esto no quiere decir que el Estado sea más poderoso que el Capital, sino más bien que los dos están tan profundamente conectados que constituyen un único orden social de explotación y dominación. Y la propiedad es la institución a través de la cual hace valer su poder en nuestra cotidianeidad, imponiéndonos el hecho de trabajar y de pagar con el fin de reproducirla.

Por lo tanto, la propiedad es en realidad el alambre de púas, el cartel que dice “no pasar”, la etiqueta con un precio, el policía y la cámara de vigilancia. El mensaje que cada uno de estos trae es el mismo: una/o no puede usar o disfrutar de algo sin permiso, el que debe ser otorgado por el Estado y pagado con dinero en alguna parte del proceso.

No se vuelve entonces una sorpresa que el mundo de la propiedad, dominado por el Estado y el Capital sea un mundo empobrecido donde la carencia, no la satisfacción, llena la existencia. La búsqueda de la realización individual, bloqueada en cada vuelta por una u otra reja, es reemplazada por la competencia (que homogeniza y atomiza) por acumular cosas, ya que en este mundo el “individuo” es medido solo según las cosas que tiene. Y la inhumana comunidad de etiquetas con precios se empeña en enterrar la singularidad por debajo de las identidades que se encuentran en las ventanas de las tiendas.

Atacando las posesiones de las/os dueñas/os de este mundo —rompiendo las ventanas de los bancos, quemando los vehículos policiales, explotando la oficina del empleo o rompiendo máquinas— ciertamente tiene su mérito. Una/o puede conseguir un poco de placer, si acaso algo más, y varias acciones de este tipo pueden incluso obstaculizar proyectos específicos del orden dominante. Pero, al final, debemos atacar a la propiedad como institución, a cada cerco físico, mental, moral o social. Este ataque empieza con el deseo de cada una/o de recuperar nuestra vida y determinarla de la forma que nosotras/os queramos. 

Cada espacio y cada momento que recuperamos a esta sociedad de consumo y producción nos proporciona un arma para expandir esta lucha. Pero, como un compañero escribió “… esta lucha o se extiende o no es nada. Solo cuando los saqueos sean una práctica a larga escala, cuando el intercambio de regalos se subleve contra el comercio de productos,[5] cuando las relaciones no están ya mediadas por mercancías y los individuos le dan su propio valor a las cosas, solo entonces la destrucción del mercado y del dinero —que es la misma que la demolición del estado y de cada jerarquía— se vuelve una posibilidad real”, y con esta, la destrucción de la propiedad. La revuelta individual contra el mundo de la propiedad debe expandirse en una revolución social que eche abajo cada reja y abra todos las posibilidades para la realización individual.


Wolfi Landstreicher

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