Toda la historia de la civilización
occidental puede ser leída como una tentativa sistemática de excluir y
segregar el cuerpo. De Platón en adelante, esto ha significado en
repetidas ocasiones esquizofrenia represiva, afán de control,
inconsciencia que psicoanalizar, fuerza de trabajo que encuadrar.
La separación platónica entre cuerpo y
alma, separación llevada a cabo con toda la ventaja para la segunda (“el
cuerpo es la tumba del alma”) acompaña también a las expresiones
aparentemente más radicales del pensamiento. Ahora esta tesis es
defendida en numerosos textos de filosofía, casi todos, a excepción de
los que se mantienen al margen del aire enrarecido e insalubre de la
universidad. Una lectura en este sentido de Nietzsche y de autores como
Hannah Arendt ha encontrado su adecuada sistematización escolástica
(psicología fenomenológica, pensamiento de la diferencia y un largo
etcétera encasillador).
Sin embargo, o tal vez por eso, no me parece que
se haya reflexionado a fondo sobre el problema, cuyas implicaciones
resultan fascinantes.
Una liberación profunda de los individuos
comporta una profunda transformación de la manera de concebir el
cuerpo, su expresión y sus realizaciones.
Por un aguerrido legado cristiano
tendemos a creer que la dominación controla y expropia una parte del
hombre sin mellar así su interioridad (y sobre la división entre una
presunta interioridad y las relaciones externas habría mucho que decir).
Cierto, la explotación capitalista y las imposiciones estatales
adulteran y contaminan la vida, pero creemos que nuestra percepción de
nosotros mismos permanece inalterada. Así, también cuando imaginamos una
ruptura radical con esta realidad, estamos seguros de que es nuestro
cuerpo tal como lo concebimos ahora el que tomará parte en ella.
Yo creo al contrario que nuestro cuerpo
ha sufrido, y continúa sufriendo una terrible mutilación. No sólo por
los aspectos evidentes del control y de la alienación determinados por
la tecnología (que los cuerpos hayan sido reducidos a depósitos de
órganos de recambio, como demuestra el triunfe de la ciencia de los
trasplantes, parece que está claro. Pero la realidad me parece bastante
peor de cuanto nos desvelan las especulaciones farmacéuticas y la
dictadura de las medicinas entendidas como ente separado y de poder).
Los alimentos, el aire, las relaciones cotidianas han atrofiado nuestros
sentidos. El sinsentido del trabajo, la sociabilidad forzosa y la
aterradora banalidad en la conversación, regimentan tanto el pensamiento
como el cuerpo, ya que no es posible ninguna separación entre ellos.
La dócil observación de las leyes, los
paréntesis carcelarios en los que se encierran los deseos, que
precisamente en cautividad se transforman en una triste contrafigura de
ellos mismos, debilitan el organismo tanto como la contaminación o la
medicación forzosa.
“La moral es extenuación”, dijo Nietzsche.
Afirmar la vida propia, esa exuberancia
que pide ser entregada implica una transformación de los sentidos no
menos importante que la de las ideas o las relaciones.
La determinación ética de quien deserta y
ataca las estructuras del poder es una intuición, un instante en el que
se saborea la belleza de los compañeros y la mezquindad del deber y la
sumisión. “Me rebelo, luego existimos” dice una frase de Camus, que me
fascina como sólo una razón para la vida puede hacerlo.
Frente a un mundo que presenta la ética
como el espacio de la autoridad y la ley, creo que la única dimensión
ética se encuentra en la revuelta, en el riesgo, en el sueño. La
supervivencia en la que estamos confinados es injusta porque afea y
embrutece.
Sólo un cuerpo distinto puede realizar
esa mirada ulterior a la vida que se abre al deseo y a la reciprocidad, y
sólo un esfuerzo hacia lo bello y hacia lo desconocido puede liberar
nuestros cuerpos encadenados.
Massimo Passamani
ESTAMOS PROGRAMADOS PARA OBEDECER SIN IMPLICARNOS EN LO QUE ACATAMOS AUNQUE ESTO SEA TERRIBLE Y NOS PRODUZCA NAUSEAS....ES ESPELUZNANTE.
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