1) Dado el conflicto, el
disturbio, la insurgencia, los historiadores (y el resto de
los científicos sociales) inmediatamente se disponen a investigar las
“causas”, a polemizar sobre los “motivos”, a buscar “explicaciones”, a
“interpretar” lo que se percibe como una alteración en el pulso regular
de la Normalidad. “Causas” de los ‘furores’ campesinos medievales
(Mousnier), “causas” de las ‘revoluciones burguesas’ del siglo XIX
(Hobsbawn), “causas” de las ‘revoluciones de terciopelo’ de 1989 en el
Este socialista,… Sin embargo, la ausencia de conflictos en condiciones
particularmente lacerantes, que hubieran debido movilizar a la
población; los extraños períodos de paz social en medio de la penuria o
de la opresión; la misteriosa docilidad de una ciudadanía habitualmente
explotada y sojuzgada, etc.; no provocan de igual modo el
‘entusiasmo’ de los analistas, la ‘fiebre’ de los estudios, la
proliferación de los debates académicos en torno a sus “causas”, sus
“razones”…
Se diría que la docilidad de la población
en contextos histórico-sociales objetivamente explosivos, bajo
parámetros de sufrimiento, injusticia y arbitrariedad a todas luces
‘insoportables’, es un fenómeno recurrente a lo largo de la historia de
la humanidad y, en su paradoja, uno de los rasgos más llamativos de las
sociedades democráticas contemporáneas. Aparece, a la vez, como un
objeto de análisis tercamente ‘excluido’ por nuestras disciplinas
científicas, una empresa de investigación que nuestros doctores parecen
tener ‘contraindicada’. ¿Por qué?
2) Wilhem Reich, en
Psicología de masas del fascismo, llamó la atención sobre este hecho: lo
extraño, lo misterioso, lo enigmático, no es que los individuos se
subleven cuando hay razones para ello (una situación de explotación
material que se torna insufrible en la coyuntura de una crisis
económica, de la intensificación de la opresión política y de la
brutalidad represiva, del germinar de nuevas ideas contestatarias,…),
sino que no se rebelen cuando tienen todos los motivos del mundo para
hacerlo. Esta era la “pregunta inversa” de Wilhem Reich: ¿Por qué las
gentes se hunden en el conformismo, en el asentimiento, en la docilidad,
cuando tantos indicadores económicos, sociales, políticos, ideológicos,
etc., invitan a la movilización y a la lucha? Trasplantando su pregunta
a nuestro tiempo, grávido de peligros y amenazas de todo tipo
(ecológicas, socioeconómicas, demográficas, político-militares, etc.),
con tantos hombres y mujeres viviendo en situaciones límite -no sólo
“sin futuro”, sino también “sin presente”- y con un reconocimiento
generalizado de la base de injusticia, arbitrariedad, servidumbre y
coacción sobre la que descansa nuestra sociedad, podríamos plantearnos
lo siguiente: ¿Cómo se nos ha convertido en hombres tan increíblemente
dóciles? ¿Qué nos ha conducido hasta esta enigmática docilidad, una
docilidad casi absoluta, incomprensible, sólo comparable -en su
iniquidad- a la de algunos animales domésticos y, lo que es peor, a la
de los “funcionarios”?
3) Isaac Babel,
corresponsal de guerra soviético, cronista de la campaña polaca
desplegada por el Ejército Rojo en torno a 1920, contempla atónito las
matanzas gratuitas llevadas a cabo en nombre de la Revolución. Cuarenta
soldados polacos han sido detenidos. Los reclutas cosacos preguntan a
Apanassenko, su general, qué hacen con los prisioneros, si pueden
disparar contra ellos de una vez. Apanassenko, educado en el
internacionalismo proletario y en la universalización de la Revolución,
responde: “No malgastéis los cartuchos, matad con arma blanca; degollad a
la enfermera, degollad a los polacos”. Babel se estremece y mira hacia
otro lado. Esa noche escribirá en su diario algo que no será ajeno a su
posterior encarcelación y a su fusilamiento acusado de actividades
antisoviéticas: “La forma en que llevamos la libertad es horrible”.
Días
después se repite la escena, pero ya sin necesidad de que los soldados
cosacos pierdan el tiempo preguntando qué deben hacer a su general:
degüellan a una veintena de polacos, mujeres y niños entre ellos, y les
roban sus escasas pertenencias. A cierta distancia, Apanassenko, que se
ha ahorrado la orden, los premia con un gesto de aprobación y de
reconocimiento. Babel mira a los cosacos, sonrientes después de la
matanza; los mira como se mira algo extraño, indescifrable, algo
misterioso en su horror, algo terrible y, sobre todo, enigmático: “¿Qué
hay detrás de sus rostros; qué enigma de la banalidad, de la
insignificancia, de la docilidad?”, anota, al caer la tarde, en su
Diario de 1920.
Yo me pregunto lo mismo, me interrogo por este “enigma
de la docilidad” que nos aboca, todos los días, a la infamia de una
obediencia insensata y culpable. He mirado a mis excompañeros de
trabajo, profesores, cosacos de la educación, como se mira algo extraño,
indescifrable, algo misterioso en su horror (horror, por ejemplo, de
haber suspendido al noventa por ciento de la clase; de haber firmado un
“acta de evaluación”, con todo lo que eso significa: ¿cómo se puede
firmar un “acta de evaluación”, aunque nos lo pida el Apanassenko de
turno- “matad con arma blanca”?). Ante las pequeñas ‘unidades’ de
profesores, avezadas en ese degüelle simbólico del “examen”, me he
preguntado siempre lo mismo: “¿Qué hay detrás de sus rostros; qué enigma
de la banalidad, de la insignificancia, de la docilidad?”. “Docilidad”
también del resto de los funcionarios, de tantísimos estudiantes, de los
trabajadores, de los pobres…
4) Recientemente, Daniel
J. Goldhagen, en Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes
corrientes y el Holocausto, ha subrayado, de un modo intempestivo, la
culpabilidad de la sociedad alemana en su conjunto ante la persecución y
el exterminio de los judíos; ha remarcado la participación de los
alemanes ‘corrientes’, afables padres de familia y buenos vecinos por lo
demás, gentes completamente normales (como reza el título de un libro
de Christopher R. Browning, que constata también la cooperación -de
manera voluntaria, desprendida, ‘generosa’- de muchísimos alemanes “del
montón” en la empresa nacional del Holocausto), en todo lo que desbrozó
el camino a Auschwitz. Estos alemanes corrientes, lo mismo que los
cosacos de Apanassenko, torturaron y mataron a sangre fría, sin que
nadie los obligara a ello, sin necesitar ya el empujoncito de una orden,
deliberadamente, en un gesto supremo, y horroroso, de docilidad
-seguían, sin más, la moda de los tiempos, se dejaban llevar por las
opiniones dominantes, calcaban los comportamientos en boga, se apegaban
blandamente a lo establecido… No es ya, como solía decirse para
disculpar su aquiescencia, que ‘cerraran los ojos’ o ‘miraran hacia otra
parte’ -eso lo hizo, mientras pudo, Babel-: abrían los ojos de par en
par, miraban fijamente a los judíos que tenían delante, y los
asesinaban. Es un hecho ya demostrado, por Goldhagen, Browning y otros,
que estos homicidas no simpatizaban necesariamente con la ideología
nazi, no eran siempre funcionarios del Estado (policías, militares,…),
no ‘cumplían órdenes’, no alegaban ‘obediencia debida’: eran alemanes
corrientes, de todos los oficios, todas las edades y todas las
categorías sociales, hombres de lo más normal, tan ‘corrientes’ y
‘normales’ como nosotros; gentes, eso sí, que tenían un rasgo en común,
un rasgo que muchos de nosotros compartimos con ellos, que nos hermana a
ellos en el consentimiento del horror e incluso en la cooperación con
el horror: eran personas “dóciles”, misteriosa y espantosamente dóciles.
Toda “docilidad” es potencialmente homicida… Aquellos jóvenes que, en
un movimiento incauto de su obediencia, se dejaron ‘reclutar’ y no se
negaron a realizar el Servicio Militar, cuando la “objeción” estaba a su
alcance, sabían, ya que no cabe presuponerles un idiotismo absoluto,
que, al dar ese paso, al erigirse en “soldados”, en razón de su
docilidad, podían verse en situación de disparar a matar (en cualquier
‘misión de paz’, por ejemplo), podían matar de hecho, convertirse en
asesinos, qué importa si con la aprobación y el aplauso de un Estado. La
docilidad mata con la conciencia tranquila y el beneplácito de las
Instituciones. Goldhagen lo ha atestiguado para el caso del genocidio…
En general, puede concluirse, parafraseando a Ciorán, que la docilidad
hace de los hombres unos “aspirantes taimados a la dignidad de
monstruos”.
5) Sostengo que este
enigmático género de docilidad es un atributo muy extendido entre los
hombres de las sociedades democráticas contemporáneas -nuestras
sociedades. En la forja, y reproducción, de esa docilidad interviene,
por supuesto, la Escuela, al lado de las restantes instituciones de la
sociedad civil, de todos los aparatos del Estado. Me parece, además, que
esa docilidad potencialmente asesina y capaz de convertirnos en
monstruos, se ha extendido ya por casi todas las capas sociales, de
arriba a abajo, y caracteriza tanto a los opresores como a los
oprimidos, tanto a los poseedores como a los desposeídos. No resultando
inaudita entre los primeros (empleados del Estado, propietarios, hombres
de las empresas,…; gentes -como es sabido- con madera de monstruos), se
me antoja inexplicable, sobrecogedora, entre los segundos: docilidad de
los trabajadores, docilidad de los estudiantes, docilidad de los
pobres,…
Trabajadores, estudiantes y pobres que se identifican,
excepciones aparte, con la misma figura, apuntada por Nietzsche: la
figura de la “víctima culpable”. “Víctimas” por la posición subalterna
que ocupan en el orden social -posición ‘dominada’, a expensas de una u
otra modalidad del poder, siempre en la explotación o en la dependencia
económica. Pero también “culpables”: “culpables” por actuar como actúan,
justamente en virtud de su docilidad, de su aquiescencia, de su
conformidad con lo dado, de su escasa resistencia. “Culpables” por las
consecuencias objetivas de su docilidad…
Docilidad de nuestros trabajadores,
encuadrados en “sindicatos” que reflejan y refuerzan su sometimiento.
Desde los extramuros del Empleo, las voces de esos hombres que huyen del
salario han expresado, polémicamente, la imposibilidad de simpatizar
con el obrero-tipo de nuestro tiempo: “Es más digno ‘pedir’ que
‘trabajar’; pero es más edificante ‘robar’ que ‘pedir’”, anotó un
célebre ex-delincuente…
Docilidad de nuestros estudiantes, cada
vez más dispuestos a dejarse atrapar en el modelo del “autoprofesor”,
del alumno participativo, activo, que lleva las riendas de la clase, que
interviene en la confección de los temarios y en la gestión
‘democrática’ de los Centros, que tienta incluso la autocalificación;
joven sumiso ante la nueva lógica de la Educación “reformada”, tendente a
arrinconar la figura anacrónica del profesor autoritario clásico y a
erigir al alumnado en sujeto-objeto de la práctica pedagógica.
Estudiantes capaces de reclamar, como corroboran algunas encuestas, un
robustecimiento de la disciplina escolar, una fortificación del Orden en
las aulas…
Docilidad de unos pobres que se limitan
hoy a solicitar la compasión de los privilegiados como privilegio de la
compasión, y en cuyo comportamiento social no habita ya el menor
peligro. Indigentes que nos ofrecen el lastimoso espectáculo de una
agonía amable, sin cuestionamiento del orden social general; y que se
mueren poco a poco -o no tan poco a poco-, delante de nuestros ojos, sin
acusarnos ni agredirnos, aferrados a la raquítica esperanza de que
alguien les dulcifique sus próximos cuartos de hora…
6) De todos modos, se
diría que no es sangre lo que corre por las venas de la docilidad del
hombre contemporáneo. Se trata, en efecto, de una docilidad enclenque,
enfermiza, que no supone afirmación de la bondad de lo dado, que no se
nutre de un vigoroso convencimiento, de un asentimiento consciente, de
una creencia abigarrada en las virtudes del Sistema; una docilidad que
no implica defensa decidida del estado de las cosas. Nos hallamos, más
bien, ante una aceptación desapasionada, casi una entrega, una
suspensión del juicio, una obediencia mecánica olvidada de las razones
para obedecer. El hombre dócil de nuestra época es prácticamente incapaz
de “afirmar” o de “negar” (Dante lo ubicaría en la antesala del
Infierno, al lado de aquellos que, no pudiendo ser fieles a Dios,
tampoco quisieron ser sus enemigos; aquellos que no tuvieron la dicha de
‘creer’ de corazón ni el coraje de ‘descreer’ valerosamente, tan
ineptos para la Plegaria como para la Blasfemia); acata la Norma sin
hacerse preguntas sobre su origen o finalidad, y ni ensalza ni denigra
la Democracia. Es un ser inerte, al que casi no ha sido necesario
“adoctrinar” -su sometimiento es de orden animal, sin conciencia, sin
ideas, sin militancia en el frente de la Conservación.
Los cosacos dóciles de Babel no
ejecutaban a los polacos movidos por una determinación ideológica, una
convicción política, un sistema de creencias (jamás hablaban del
“comunismo”; era notorio que nunca pensaban en él, que en absoluto
influía sobre su comportamiento); sino sólo porque en alguna ocasión se
lo habían mandado, por un espeluznante instinto de obediencia, por el
encasquillamiento de un acto consentido y hasta aplaudido por la
Autoridad. Goldhagen ha demostrado que muchos alemanes ‘corrientes’
participaron en el genocidio (destruyeron, torturaron, mataron) sin
compartir el credo nacional-socialista, sin creer en las fábulas
hitlerianas; simplemente, se sumergían en una línea de conducta lo mismo
que nosotros nos sumergimos en la moda…
7) Ningún colectivo como
el de los funcionarios para ejemplificar esta suerte de “docilidad sin
convencimiento”, docilidad exánime, animal, diría que meramente
alimenticia: escudándose en su “sentido del deber”, en la “obediencia
debida” o en la “ética profesional”, estos hombres, a lo largo de la
historia reciente, han mentido, secuestrado, torturado, asesinado,… Se
ha hablado, a este respecto, de una funcionarización de la violencia, de
una funcionarización de la ignominia…
Significativamente, estos
“profesionales” que no retroceden ante la abyección, capaces de todo
crimen, rara vez aparecen como fanáticos de una determinada ideología
oficial, creyentes irretractables en la filantropía de su oficio o
adoradores encendidos del Estado… Son, sólo, hombres que obedecen… Yo he
podido comprobarlo en el dominio de la Educación: se siguen las normas
“porque sí”; se acepta la Institución sin pensarla (sin leer, valga el
ejemplo, las críticas que ha merecido casi desde su nacimiento); se
abraza el profesor al “sentido común docente” sin desconfiar de sus
apriorismos, de sus callados presupuestos ideológicos; y, en general, se
actúa del mismo modo que el resto de los ‘compañeros’, evitando
desmarques y desencuentros. Esta “docilidad de los funcionarios” se
asemeja llamativamente a la de nuestros perros: el Estado los mantiene
‘bien’ (comida, bebida, tiempo de suelta,…) y ellos, en pago, obedecen.
Igual que nuestro perro condiciona su fidelidad al trato que recibe y
probablemente no nos considera el mejor amo del mundo, el funcionario no
necesita creer que su Institución, el Estado y el Sistema participan de
una incolumidad destellante: mientras se le dé buena vida, obedecerá
ladino… Y encontramos, por doquier, funcionarios escépticos,
antiautoritarios, críticos del Estado, anticapitalistas, anarquistas,…,
obedeciendo todos los días a su Enemigo sólo porque éste les proporciona
rancho y techo, limpia su rincón, los saca a pasear… Me parece que la
docilidad de nuestros días, en general, y ya no sólo la ‘docilidad
funcionaria’, acusa esta índole perruna…
8) Desde el campo de la
sicología -sicología social, sicología de la paz, sicología clínica,…-
se han aportado algunos conceptos, elusivos y tambaleantes, con la
intención de esclarecer este “enigma de la docilidad”, abordado como
enigma de la parálisis (noreacción, ausencia de respuesta, ante el
peligro, la amenaza o incluso la agresión). Partiendo de las tesis de
Norbert Elias, que interpreta la civilización de los individuos como
formación y desarrollo gradual de un “aparato de auto-coerción” (un
aparato de auto-represión que lleva a los sujetos a no exteriorizar sus
emociones, a no desatar sus instintos, a no manifestar su singularidad, a
sacrificar su espontaneidad y casi a desistir de expresarse), Hans
Peter Dreitzel ha defendido la idea de que “en los países industriales
los individuos se encuentran doblemente ‘paralizados’ como consecuencia
de la fuerza del aparato de auto-coerción y de la extremada complejidad
de las cadenas de acción.” El “hombre civilizado”, vale decir el “hombre
de Occidente”, es, desde esta perspectiva, un ser que se auto-reprime
incesantemente, de modo que en él, y por ese hábito de la
autoconstricción, de la autovigilancia, “la energía para huir o para
oponerse está paralizada”(P. Goodman). Esta “parálisis”, esta “falta de
energía para huir o para oponerse”, se resuelve al fin en aquella
docilidad estulta y casi suicida de los hombres de las sociedades
democráticas contemporáneas. En “Retrato del hombre civilizado”, Emil M.
Ciorán abundó, por cierto, en esa visión de la Civilización como
‘degeneración’, como ‘retroceso’, como alejamiento de la base natural,
biológica, del ser humano -olvido de nuestra espontaneidad y de nuestra
animalidad.
Para Dreitzel, como para Goodman o para
Ciorán, habría algo terrífico en el “proceso de civilización”; algo
siniestro y no-dicho que acudiría justamente por el lado de aquel
“aparato de autocoerción”, por el lado de la “parálisis” que origina y
de la “docilidad” a que aboca; algo que nos erigiría, como he anotado,
en aprendices desapercibidos de monstruos; algo, en fin, que echó a
andar en Auschwitz y que aún no se ha detenido -un horror que nos
persigue desde el futuro. En palabras de Dreitzel: “Hasta ahora sólo se
han tomado en consideración las, aún así dudosas, ganancias humanitarias
del proceso de civilización; y no sus pavorosos ‘costes humanos’ (…).
En este país, Alemania, la cuestión se plantea con toda brutalidad: ¿Es
Auschwitz un retroceso momentáneo en el proceso de civilización, o no
será más bien la cara oscura del nivel de civilización ya alcanzado?
¿Cuánta coerción internalizada debe haber acumulado un hombre para poder
soportar la idea, y no digamos ya la praxis, de Auschwitz?”. La
interrogación es perfectamente retórica: Auschwitz sólo fue posible -y
así lo considera Dreitzel- en el seno de una sociedad altamente
civilizada; devino como un fruto necesario de la Civilización
Occidental, un hijo predilecto de nuestra Cultura; se desprendió por su
propio peso de este árbol de la auto-represión y de la docilidad que
llamamos “Capitalismo Liberal”.
Auschwitz es la verdad de nuestras
democracias, el resumen y el destino de las mismas…
Goldhagen ha hablado de la
“responsabilidad individual” de todos y cada uno de los alemanes de ayer
en el genocidio (por participación o por pasividad). Karl Otto Apel ha
añadido la idea de una “responsabilidad heredada”, como alemán, en todo
lo que su pueblo ha podido hacer (“Soy hijo de este pueblo y pertenezco a
la tradición sociocultural e histórica de este pueblo… No puedo negar
que soy corresponsable de lo que este pueblo haya podido hacer”). Dando
un paso más, y acaso también para no satanizar en exceso a los alemanes
(el Diablo no tiene patria: ya se ha globalizado), yo me permito apuntar
la corresponsabilidad de todos nosotros, en tanto hombres dóciles, en
el Auschwitz que ya conocemos y en los que tendremos ocasión de conocer.
En la medida en que consintamos que la docilidad acampe a sus anchas en
nuestro corazón y en nuestro cerebro, seremos los padres morales y los
artífices difusos de todos los Holocaustos venideros…
9) Otros psicólogos,
como Harry Stuck Sullivan o el americano Ralph K.White, han intentado
concretar un poco más los mecanismos psíquicos que acompañan y casi
definen la mencionada “parálisis” del hombre contemporáneo. Y han
aludido, por ejemplo, a la autoanestesia psíquica y a la desatención
selectiva.
La “autoanestesia psíquica” permite al
‘hombre civilizado’, que ya ha interiorizado unos umbrales
estremecedores de contención, hacerse insensible al dolor derivado de la
percepción del peligro, de la constatación de la amenaza -dolor de una
comprensión de la iniquidad de lo real-, y al padecimiento
complementario de la conciencia de su esclerosis (reconocimiento de
aquella “falta de energía” para huir o para oponerse). Autoanestesiado,
todo lo acepta: la insidia de lo de ‘afuera’ y la vergüenza de lo de
‘adentro’; las miserias de lo social y su propia miseria de ser casi
vegetal, casi mineral, monstruosamente dócil. Todo se admite, a todo se
insensibiliza uno, como mucho con una “ligera mezcla de resignación,
miedo, impotencia y fastidio” (Lifton).
Por su parte, la “desatención selectiva”,
un ‘mirar a otro lado’, ‘desconectar interesada y oportunamente’,
pretensión de no-ver, no-sentir y no-percibir a pesar de todo lo que se
sabe, quisiera “lavar las manos” de la parálisis y de la docilidad
cuando el sujeto se enfrenta por fin a las consecuencias de su
no-movilización: la atención se concentra en otro objeto, cambiamos de
canal perceptivo, hacemos ‘zapping’ con nuestra conciencia. Desatención
selectiva por no querer “asumir” a dónde lleva la docilidad… White
señala que la “desatención selectiva” se estabiliza en algunos
individuos, ampliando su campo, haciéndose casi general, a través de una
sobreatención compensatoria (una atención focalizada obsesivamente
sobre un único objeto, o sobre unos pocos objetos), sobreatención de
índole histérico-paranoide. En el caso de los profesores, hombres
normalmente dóciles, paralizados, extremadamente ‘civilizados’ (es
decir, ‘autoreprimidos’), cabe observar, en efecto, cómo la “desatención
selectiva” que les lleva a ‘desconectar’, a ‘no querer saber’, de su
propio oficio (“el tema de la enseñanza no me interesa nada”, me han
dicho a menudo), se complementa con una “sobreatención
histérico-paranoide”, un centramiento desaforado y enfermizo, devorador,
en algo noescolar, extraescolar, algo que de ningún modo remite o
recuerda a la Escuela: sobreatención a algún ‘hobby’, a algún proyecto
(construcción de una casa, preparación de un viaje, estudio de una
operación económica,…), a algún interés (afectivo, o sexual, o
intelectual, o…), a alguna cuestión de imagen (la línea, el cuerpo, el
vestir, los signos de ostentación,…), etc. Como la “autoanestesia
psíquica” no es muy efectiva en el caso de la docencia -el sujeto se
expone casi a diario, y durante varias horas, a la fuente de su dolor-,
la “desatención selectiva” (desinterés por la problemática escolar, en
sus dimensiones sociológicas, políticas, genealógicas, ideológicas,
filosóficas,…) y la “sobreatención histérico-paranoide” paralela quedan
como los únicos recursos para procurar ‘sobrellevar’ la mentira de una
tarea envilecedora y la conciencia de que nada se le opone, nada se
trama contra ella.
10) Desde un campo muy
distinto, y con unos intereses divergentes, Marcel Gauchet, analista y
comentarista de ese otro “enigma”, ese otro “absoluto desconocido” (está
entre nosotros, pero no sabemos con qué intenciones), que llamamos
Democracia Liberal -ya he adelantado que, en mi opinión, los regímenes
liberales conducen a una modalidad nueva, inédita, original, de
“fascismo”-, ha pretendido asimismo arrojar alguna luz sobre este
desasosegante “misterio de la docilidad contemporánea”. Gauchet parte
precisamente de lo que podemos conceptuar como docilidad de la
ciudadanía ante la forma política de la democracia liberal -una
docilidad que no significa respaldo firme y convencido, sino mera
tolerancia, aceptación desapasionada y descreída. Detecta, incluso, “un
movimiento de deserción cívica de la democracia que la abstención
electoral y el rechazo hacia el personal político en ejercicio está
lejos de medir suficientemente”. En el momento en que el régimen
demoliberal se queda sin antagonistas de peso (por la cancelación del
experimento socialista en la Europa del Este), parece también que no
convence a la población y que simplemente se ‘soporta’. Gauchet habla de
una “formidable pérdida de sustancia de la democracia, entendida como
poder de la colectividad sobre sí misma, que explica la atonía, o la
depresión, que ésta sufre en medio de la victoria”. El aliento que
mantiene viva la democracia no es otro que el aliento de la docilidad:
como fórmula vigente, consolidada, que de todos modos “está ahí”, se
admite por docilidad; pero ya no despierta ilusiones, ya no genera
entusiasmo, no suscita verdaderas adhesiones, resueltas militancias. “Si
está ahí, y parece que no tiene recambio, que siga estando; pero que no
espere mucho de nosotros”: esto le dice el ‘hombre dócil’, todos los
días, al sistema democrático… Curiosamente, la hegemonía de la cultura
democrática se ha acompañado de una despolitización sin precedentes de
la población.
Incapaz de “amar” o de “odiar” el sistema
político imperante, inepta para “afirmar” o “negar” una fórmula de la
que deserta sin acritud -o que ‘acepta’ sin convicción-, la ciudadanía
de las sociedades democráticas se hunde hoy en una apatía difícil
de explicar. Marcel Gauchet busca esa explicación en un terreno
equidistante entre lo social y lo psicológico. Consumido en
inextinguibles “conflictos interiores”, corroído por innumerables
“dilemas íntimos”, atravesado por flagrantes “contradicciones”, el
hombre de las democracias -sugiere Gauchet- ya no puede cuestionar nada
sin cuestionarse, no puede combatir nada sin combatirse, no puede negar
sin negarse. “Lo que combato, yo también lo soy (o lo seré, o lo he
sido)”. De mil maneras diversas el hombre contemporáneo se ha
involucrado en la reproducción del Sistema; y obstaculizar o torpedear
esa reproducción equivale a obstaculizar o torpedear su propia
subsistencia. Gauchet menciona el atascamiento, la inmovilización, que
se sigue de esos “imposibles arbitrajes internos”, de esas
“perplejidades desorientadoras”, de esos “torturantes dilemas” de cada
sujeto consigo mismo. Entre estas contradicciones paralizantes
encontramos, por ejemplo, la de aquellos críticos del Estado y del
autoritarismo que se ganan la vida como funcionarios o insertos en un
aparato o en una institución de estructura autoritaria; la de los
enemigos del Mercado y del Consumo que se aficionan a los “mercados
alternativos” y a un consumo de élites, de privilegiados (artículos
‘bio’, o ‘eco’, o ‘artesanales’, o de ‘comercio justo’, o…); la de los
padres de familia ‘antifamiliaristas’; la de los “defensores de la
libertad de las mujeres” enfermos de celos cuando sus mujeres quieren
hacer uso de esa libertad ‘con otros’; la de los antirracistas que no
terminan de ‘fiarse’ de los gitanos; etc., etc., etc. La lista es
interminable, y ninguno de nosotros deja de aparecer entre los
afectados…
Sólo se puede luchar de verdad desde una
cierta coherencia, desde una relativa pureza; si se consigue que nos
instalemos en la inconsecuencia y en la culpabilidad, se nos habrá
desarmado como luchadores, se nos habrá desacreditado ante los demás y
ante nosotros mismos, se habrá dejado caer sobre nuestra praxis el
anatema de la impostura, de la doblez, de la falsía. Por otro lado,
“asumidas” dos o tres contradicciones, se pueden asumir todas; cerrados
los ojos a dos o tres pequeñas miserias íntimas, se pueden cerrar a la
miseria total que nos constituye. La docilidad del hombre contemporáneo
se alimenta, sin duda, de este juego paralizador de las contradicciones
personales, de este astillamiento del ser a golpes de complicidad y
culpabilidad. El individuo que se sabe culpable, cómplice, apoyo y
resorte de la iniquidad o de la opresión, dócil por no poder rebelarse
contra nada sin rebelarse contra sí mismo, no encuentra para sus
conflictos interiores otra salida que la seudo-solución del “cinismo”
(percibir la incoherencia y seguir adelante) o la huida hacia ninguna
parte de la “negativa a pensar”, del vitalismo ciego, amargo, del
sensualismo desesperado… No sé si con estas observaciones de Gauchet,
sumadas a las de Dreitzel y otros, el “enigma de la docilidad” se hace
un poco menos opaco, un poco menos abstruso. Desde luego, no son
suficientes…
11) Algunos autores
asumen esta docilidad de la ciudadanía contemporánea como un hecho
incontestable, un factor siempre operante; una realidad casi material
que han de incorporar a sus análisis, pero sin ser analizada en sí
misma; evidencia que ayuda a explicar muchas cosas, aunque permaneciendo
de algún modo inexplicada (¿inexplicable?); cifra de no pocos procesos
actuales, que no se sabe muy bien de dónde procede o a qué responde.
Calvo Ortega, abordando cuestiones de educación, subraya, en esa línea,
el “enorme automatismo del comportamiento social”; y M. Ilardi ha
apuntado el “fin de lo social” como cancelación de toda forma de
apertura insubordinada al Sistema…
Yo, que tampoco hallo muchas
explicaciones a esta faceta dócil del hombre de las democracias, y que
me resisto a esquivar el problema mediante la apelación
a “conceptos-fetiche” (el concepto de alienación, por ejemplo), quiero
remarcar no obstante la responsabilidad de la Escuela en la forja y
reproducción de esa rara aquiescencia. Estimo que se está diseñando una
“nueva” Escuela para reasegurar la mencionada docilidad, hacerla
compatible con un exterminio global de la Diferencia y sentar las bases
de una forma política inédita que convertirá a cada hombre en un policía
de sí mismo (“neofascismo” o “posdemocracia”). Junto a la docilidad de
las gentes, la disolución de la “diferencia” en irrelevante “diversidad”
prepara el camino de ese Sistema. Y la Escuela está ya allanando las
vías…
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