Traducido por amotinadxs. Extracto
de la conferencia con el título ‘La cárcel y su mundo. Reflexiones para
una sociedad sin jaulas’ en Rovereto el 5 de diciembre del 2000 y
publicada en italiano en la página web Anarchaos.
Cuatro puntos sobre los que reflexionar,
nada más. La pregunta fundamental, la que todos los libros eluden
siempre, dejándola al margen o tendiendo a confundir de modo más o menos
eficaz, esta pregunta fundamental es: si la cárcel significa punición,
castigo, pena, evidentemente, hace referencia a la transgresión de una
determinada regla (de hecho, la punición interviene en el momento en que
la regla se trasgrede, se viola). Ahora, la transgresión de la regla
remite a su vez al concepto mismo de regla, es decir, a quién decide –y
cómo– las reglas de una sociedad. Esta es la cuestión que los distintos
operadores del sector, los expertos, no afrontan nunca. Esta es la
cuestión que contiene todas las demás y que, si se desarrolla hasta el
final, amenaza con derrumbar todo el edificio social y, con él, sus
prisiones. ¿Quién decide, y cómo, las reglas de esta sociedad?
Está claro que todas las chácharas que se
cuentan sobre el poder del ciudadano (“el ciudadano, esa cosa pública
que ha suplantado al hombre”, decía Darien), sobre la participación
directa, se muestran cada vez más como lo que realmente son, mentiras.
Decidir, en esta sociedad y en todas las sociedades basadas en el
Estado, en la división de clases, en la propiedad, lo hace una reducida
minoría de individuos que se autodenomina representantes del “pueblo” y
que imponen, basándose en determinados poderes ejecutivos (coercitivos),
sus reglas. Esta definición, más bien genérica, resalta de inmediato
que regla y ley, acuerdo y ley, no son sinónimos. La ley no es una regla
como las demás, es una forma particular de concebir y definir la regla:
la ley es una regla autoritaria, es una regla coercitiva impuesta,
además, por una reducida minoría. Ahora bien, es posible concebir un
modo completamente distinto de definir las reglas, o dicho de otra
manera, de tomar acuerdos. Por tanto, si no hay coincidencia entre
acuerdo y ley, la pregunta fundamental es: ¿cómo se puede puede castigar
a un individuo o conjunto de individuos en base a una reglas
coercitivas, esto es, leyes que nunca han suscrito, que nunca han
aceptado libremente, que nunca han establecido? Esta es una cuestión
extremadamente simple, pero que nunca se formula.
Sin plantear aun la pregunta de qué
significa concebir las relaciones entre individuos en términos de
punición, castigo, pena; sin plantear aun esta cuestión, es necesario
preguntarse si es legítimo, justo, útil, agradable, que un individuo, un
conjunto de individuos, sean reprimidos, castigados, encerrados,
torturados por la transgresión de normas que nunca han concebido ni
suscrito. Es esta la cuestión fundamental a la que se intenta encontrar
respuesta, una respuesta que a pesar de ser teórica, debe hacerse
espacio en la práctica. Ahora, evidentemente, en la misma forma en que
planteo aquí el problema a contraluz, se puede ver cómo pienso
afrontarlo.
El libre acuerdo es la posibilidad y la
capacidad que varios individuos, más o menos numerosos en su asociación,
tienen de establecer en común determinadas reglas para realizar su
actividad, actividad cuyas finalidades e instrumentos controlan. Sin
este control de las finalidades y los instrumentos del actuar propio, no
existe autonomía alguna, que es exactamente la capacidad de asignarse
las propias reglas. Existe entonces el dominio, el ser dirigidos por
otros, por tanto, la explotación. Justo porque esta sociedad no se basa
en el libre acuerdo, esto último se desarrolla solo dentro de pequeños
grupos donde existe la conciencia de la posibilidad de tener relaciones
de reciprocidad, de libertad, por lo tanto, sin formas coercitivas; pero
más allá de pequeños grupos que, de forma conflictiva con la sociedad,
buscan vivir de este modo, en este orden de cosas no existe una
posibilidad parecida, porque precisamente vivimos en una sociedad basada
en la división de clases, en el dominio y en el Estado que, de alguna
manera, es producto y garante de esta división de clases y de este
dominio.
Entonces se entenderá porqué esta
sociedad tiene la prisión como centro, se entenderá porqué y para quién
existe esta prisión. Y, partiendo justo de esta reflexión, se puede
entender el problema de la punición y, así, el del derecho y, aun más
concretamente, del código penal en el que los jueces basan sus
sentencias que encierran bajo llave a hombres y mujeres en cualquier
parte del mundo, en el que los policías encuentran la autoridad para
arrestar, los carceleros para vigilar, el asistente social de la cárcel
para invitar a la calma y la colaboración, el cura para encontrar
materia funcional a sus prédicas sobre el sacrificio, la renuncia, la
culpa (por citar algunos de los que garantizan este sistema social).
Partiendo de esta reflexión uno se puede dar cuenta de que, en la
sociedad actual, la cárcel es un problema insuprimible, porque el
problema del crimen, es decir, de la transgresión de las normas
coercitivas (las leyes) es un problema fundamentalmente social.
Por decirlo de otra forma: mientras
existan ricos y pobres, existirá el robo; mientras exista el dinero, no
habrá nunca suficiente para todos; mientras exista el poder, nacerán
siempre sus fuera de la ley. Por lo tanto, dándole la vuelta a la
cuestión, la cárcel es una solución estatal a los problemas estatales,
es una solución capitalista a los problemas capitalistas. El problema
del robo, al igual que el de todos esos crímenes que tienden a discutir
el orden social, como las revueltas, las resistencias, las luchas
insurreccionales, etc., todos estos problemas están vinculados a la raíz
misma de esta sociedad. Es evidente que estamos todavía en el ámbito de
las reivindicaciones. Las respuestas solamente pueden venir de una
práctica social desde la que es posible delinear únicamente algunas
perspectivas. Precisamente, porque hablar de estos problemas formulados
así no nos permite salir de ese imagen social donde solo ahí tienen
sentido.
En realidad, la cárcel es un elemento
central, fundamental de esta sociedad; está presente en toda la sociedad
y no se confunde solo con esos edificios que físicamente confinan a
determinados hombres y determinadas mujeres. ¿Por qué es un eje de esta
sociedad? Justamente porque la represión cuya expresión más radical es
la cárcel no se entiende como algo diferente al consenso forzado, cuya
paz social en la que se basa el orden actual de las cosas, entendiendo
por paz social no la convivencia pacífica de las personas, sino la
convivencia pacífica entre explotadores y explotados, entre dominadores y
dominados, entre dirigentes y ejecutores.
Así, la paz social es esa condición
producida por órganos muy precisos, como la magistratura y la policía,
pero al mismo tiempo por todas esas instituciones –sean estas el
trabajo, la familia, la escuela, el sistema de los medios de
comunicación de masas, etc. – que hacen imposible o extremadamente
difícil cualquier pensamiento crítico y, por tanto, cualquier voluntad
de transformar radicalmente la vida propia; en resumen, esa trama de
relaciones, de palabras y de imágenes que presenta el actual orden de
las cosas no como un producto histórico, y, por tanto, como todos los
productos históricos, modificable, sino como un hecho natural que nadie
tiene la posibilidad ni el derecho de poner en entredicho. Así, si
nosotros vemos la cárcel (y, más en general, la represión cuyo ejemplo
es la cárcel) como una prolongación de esas normas sociales que
cotidianamente nos imponen una supervivencia cada vez más privada de
sentido, entonces, vemos que la cárcel es un espectro que se agita
contra los inquietos que podrían, en un determinado momento de su vida,
ponerle fin a esta forma de sobrevivir, a esta forma de estar atados en
sociedad y luchar para conquistar la libertad, una dignidad diferentes.
Este espectro se agita continuamente ante los ojos capaces de mirar más
allá, de lanzarse más allá de las jaulas sociales.
Desafortunadamente –y esta es la paradoja
de la sociedad en la que vivimos– esos ojos son pocos, porque ese deseo
de rebelarse ya es un esfuerzo, un salto que se conquista con
dificultad, porque para vencer, muchas veces, no es ni el miedo al
castigo, miedo que afecta solo a quienes, por un motivo u otro, se meten
en el problema concreto de transgredir las reglas de una manera que no
conviene a esta sociedad, para todos los demás basta el chantaje,
continuo e incesante que es el vivir civilmente, el vivir socialmente
con todas sus obligaciones y sus prestaciones. Incluso antes de este
miedo al castigo, es decir, la represión preventiva es la incapacidad de
imaginar una vida diferente: sin tener una alternativa –no como modelo
social, sino como proyecto de vida, de modificación de lo existente–;
sin tener esta alternativa en la cabeza, no queda más que aceptar este
mundo.
De hecho, en la actualidad, para hacernos
aceptar esta sociedad, la propaganda dominante ya casi no usa los
argumentos del orden justo, aceptados en base a los sacrosantos
principios de la propiedad, del derecho, de la moral (la suya,
evidentemente), sino que dice más simplemente y sin adornos: no existe
otra cosa. Por lo tanto, dado que no existe otra cosa, porque o ha
terminado ya en la basura de la historia o es impracticable, entonces no
queda más que resignarse y aceptar esta sociedad. Esta condición, más
que ser una condición de consenso, entendiendo consenso como un asentir
consciente, directo y libre a determinadas situaciones, a determinados
acuerdos, es la de un consenso por defecto, esto es, un no-disenso: se
vive en esta sociedad simplemente porque no se consigue imaginar y
practicar cualquier cosa diferente. (Y esto nos remite nuevamente al
discurso inicial sobre la diferencia entre libre acuerdo – condición de
reciprocidad – y leyes – condición de jerarquía).
Todo lo que esta sociedad vende como
Progreso, como metas a alcanzar, es cada vez más manifiestamente
impresentable, porque los desastres producidos por este modo de vida (en
forma de opresiones, de hambrunas, de catástrofes enmascaradas como
naturales pero en realidad profundamente sociales) están ante los ojos
de todos. El poder mismo, esa megamáquina en la que la política, la
economía, la burocracia, el comando militar se confunden, apuesta hoy
por un discurso catastrofista: el mundo se dirige al desastre evidente,
pero dado que somos nosotros quienes lo hemos creado –nos dicen los
expertos pagados para serlo–, somos también los únicos poseedores de la
clave para resolverlo. Así, dentro de este baile inmóvil de disfraces
sociales y de remedios artificiales, a su vez portadores de nuevos
desastres, la imaginación se congela, se coloniza; ninguna alternativa
es posible y por lo tanto todo continúa mediante consenso negativo, por
no-disenso. Pero evidentemente no todos estamos de acuerdo con estas
reglas.
Si nos tomamos al pie de la letra la
ideología dominante, la liberal, se nos dice que el vivir social es el
resultado de un contrato estipulado del que no se sabe bien ni el cuándo
ni el por quién, en cualquier caso, por generaciones anteriores, ante
el que las generaciones presentes no pueden hacer otra cosa que
adaptarse: esto ya es más bien indicativo del modo de concebir los
acuerdos, establecidos una vez no se sabe bien el por quién y que
después debería vincular (la ley, precisamente) el resto del tiempo a
todas las generaciones futuras de la humanidad. En todo caso, estas
estupideces las contaron también filósofos bastante acreditados y por
tanto se dice, este “se” impersonal que es todos y nadie, que esta
sociedad es fruto de un contrato.
Ahora bien, es evidente que cuando
existen millones de individuos (porque siempre hay que pensar con un ojo
puesto en el planeta y en la historia, desde el momento en que el Poder
quiere empujarnos a pensar en un eterno presente que no tiene ninguna
referencia con el pasado y, sobre todo, nos cierra los ojos ante el
funcionamiento del modelo democrático a escala planetaria) a quienes se
les niega incluso el mínimo vital, este contrato social es una tomadura
de pelo asesina. Cuando se habla de democracia, no hay que tener
presente solo la televisión, las compras de Navidad, los coches nuevos y
las consecuencias que todo esto implica a nivel social y psicológico;
hay que tener presente también los campos de trabajo forzado en
Indochina, el hambre de las poblaciones del sur del mundo, las guerras
sembradas por todo el planeta, porque todo esto es la periferia de
nuestras ciudadelas democráticas. El mismo orden capitalista democrático
que asegura a determinados súbditos, en vistas a un determinado
desarrollo político, económico, burocrático, un cierto modo de vivir,
impone a otros que se pudran en las reservas, en los guetos.
Si nos metemos en el asunto de tomar al
pie de la letra esta ideología del contrato social –del que las
diferentes teorías ortopédicas son el simple corolario– se hace evidente
entonces que para quien no tiene de qué vivir, para quien ni siquiera
es considerado ciudadano, porque no tiene los documentos en regla,
porque no le dejan pasar en las fronteras, para quien es forzado a
condiciones de clandestinidad, de invisibilidad social, para mujeres y
hombres como estos (y hoy son millones), el presunto contrato ha sido
violado para siempre, en el momento en que no garantizan ni siquiera los
medios de subsistencia. Ahora bien, incluso filósofos que eran de todo
menos libertarios, de todo menos partisanos de la emancipación
individual y social, sostenían que cuando un contrato se viola
unilateralmente, quien sufre los efectos tiene todo el derecho de ir y
tomar esos bienes, esas riquezas, esas condiciones que le han sustraído;
si no tiene ningún acceso a este mundo de la propiedad es necesario y
justo que ataque ese mundo alargando las manos sobre las riquezas, es
decir, robando.
Dentro de esta sociedad, aunque el
problema parezca numéricamente poco consistente, porque son pocos en
términos generales a los que se recluye, el chantaje de la cárcel pesa
sobre millones de individuos. La supervivencia se hace cada vez más
precaria, basta pensar en las razones concretas por las que la mayor
parte de ellos acaba en la cárcel procesados y después condenados y
recluidos; se trata, en su gran mayoría, de pequeños delitos, hurtos,
tráfico que un ordenamiento legislativo diferente podría no considerar
como delitos mañana, y así cancelar de un solo golpe todo aquello que
durante décadas ha sido considerado crimen. Y esto hablando de la
universalidad de los principios que deberían valer en cualquier lugar y
en cualquier época. Las razones sociales del crimen son tan evidentes,
que los reformadores del Estado deben hacer cómo que hacen algo.
Existe una diferencia profunda entre la
perspectiva de abolir la cárcel en esta sociedad, cosa que significaría
reforzar el dominio dando un toque de respetabilidad a un orden social
profundamente autoritario, y la de destruirlo –lo que significa:
destruir todas las condiciones sociales que la hacen necesario. Esto es
una cosa completamente diferente. Paradójicamente, la única perspectiva
no utópica no es la de pensar que pueda existir el dinero sin el hurto,
el poder sin las revueltas, la colonización sin la resistencia; es la de
subvertir desde la raíz las condiciones que hacen todo esto necesario,
suprimir las clases y derrocar todos los Estados.
Massimo Passamani
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