Stefano Portelli 
A
 menudo las luchas antidesarrollistas se centran en los ámbitos rurales,
 el campo o los valles afectadas por el TAV o por la MAT. La expansión 
de las ciudades, la urbanización del campo, es sin duda el aspecto más 
visible de la compulsión por el crecimiento que está destruyendo nuestro
 hábitat. Pero la ciudad no crece sólo en extensión; crece también sobre
 sí misma, aplastando zonas y ambientes consolidados, y sustituyéndolos 
con nuevos espacios más adecuados a los imperativos económicos. Así, las
 luchas contra la especulación en los barrios y en defensa del 
territorio urbano también tienen que interpretarse como una 
batalla contra el desarrollo capitalista, ya que al modelo neoliberal 
también se pueden oponer formas y estilos de usar la ciudad que permitan
 socializar la cotidianidad, colectivamente proveer a nuestros 
transportes, diversión, gestión de las relaciones, hasta abastecimiento 
alimentario. 
Hay
 lugares en la ciudad que surgen de este tipo de experiencias colectivas
 de autogestión y no necesariamente son ocupaciones o centros sociales. 
Pueden ser también barrios populares, como las Casas Baratas de Bon 
Pastor, en Barcelona. Cuando lo conocí, este barrio era una extensión de
 casi 800 viviendas de planta baja debajo de los árboles, justo en la 
orilla del río Besós: los habitantes habían pintado las fachadas a su 
gusto, y el entramado de pequeñas calles ortogonales se abría en tres 
plazoletas con los bancos y la fuente, que aún cumplían la función de 
lugares de encuentro y conversación. Era el más antiguo polígono de 
viviendas protegidas de Barcelona. Estigmatizado desde su nacimiento, 
fue una de las zonas de la ciudad donde más fuerza tuvo el 
anarcosindicalismo «callejero» de los años treinta: bombardeado por 
Franco, fue despreciado y abandonado por las administraciones 
municipales, tanto republicanas como fascistas y demócratas; si sus 
viviendas aguantaron hasta el 2007, fue por la labor constante de 
mantenimiento de los espacios que los habitantes hacían ya por 
costumbre.
Durante
 los siete años que duró nuestra investigación (2004-2011), el 
Ayuntamiento de Barcelona derribó la mitad de las casas. A los 
habitantes —todos inquilinos del Ayuntamiento— se prometieron pisos de 
compra, a construir en los terrenos liberados por los derribos, y la 
Generalitat ofreció ayudas para abaratar las hipotecas, obviamente a 
estipularse con un banco escogido por ellos. El paradigma de la 
modernidad, la retórica sobre la obsolescencia de lo antiguo, los 
discursos sobre «el tren del progreso» se utilizaron obsesivamente para 
convencer a los habitantes de las Casas Baratas para que firmaran los 
documentos necesarios y empezar este destructivo «Plan de Remodelación»:
 en particular, la renuncia a cualquier compensación económica por el 
desahucio forzoso. 
Un proceso de destrucción masiva del patrimonio 
histórico, de masificación urbanística y de reducción de la diversidad 
constructiva urbana, fue presentado como un beneficio para los 
afectados; la Asociación de Vecinos local (cuyos miembros pertenecían a 
los mismos partidos que gobernaban Ayuntamiento y Generalitat, pero casi
 ninguno de ellos vivía en las casas a derribar) durante años trabajó 
para convencer a todo el barrio de que los nuevos pisos eran un «regalo 
del cielo» y que pedir indemnizaciones hubiera sido boicotear el 
«progreso».
Pero
 nada es gratis, como sabemos bien los antropólogos. En octubre de 2007 
algunas familias que no quisieron aceptar este regalo, prefiriendo 
reclamar las indemnizaciones que les tocaban por ley, fueron desalojadas
 a palos por los antidisturbios de la Guardia Urbana del Ayuntamiento, 
con una orden firmada por un juez administrativo del mismo. El barrio 
bajó la cabeza y se cedió a la voluntad de los más potentes hasta junio 
de 2010, cuando hubo otro resurgimiento de dignidad, con una «jornada de
 ocupación» espontánea, en la cual un centenar de habitantes abrieron 22
 casas que el Ayuntamiento había cerrado, reivindicándolas para las 
familias del barrio. Otra vez la respuesta municipal fue contundente, 
dejando de nuevo el barrio de Bon Pastor contra la pared, ante la 
violencia y la implacabilidad del poder municipal. Públicamente, aún es 
difícil que en el barrio se admita lo que algunos dijeron desde el 
principio: que todo el proceso de derribo fue una enorme estafa, cuya 
finalidad era aumentar el patrimonio inmobiliario de la Administración, a
 expensas de las necesidades y de las vidas de sus habitantes —es decir,
 de los pocos ciudadanos de Barcelona que aún disfrutaban de una 
política de vivienda pública sostenible. 
Y
 eso no es todo. Porque en los ochenta años de vida del polígono de 
Casas Baratas, sus habitantes habían realmente «progresado», en un 
sentido muy diferente del habitual. Entrevistando a la gente, viviendo 
allí durante años, luchando juntos con ellos para reivindicar las 
indemnizaciones, para reclamar mejores condiciones de traslado, 
estudiando juntos soluciones alternativas al derribo, entendimos hasta 
que punto los ochenta años de cohabitación en ese mismo espacio habían 
creado lazos muy especiales. «Era como si viviéramos todos en la misma 
casa, pero en habitaciones diferentes», me dijo una vez una mujer, 
nacida y crecida en las Casas Baratas. Sus calles eran patios de juego 
para los pequeños y salas de estar comunes de los vecinos; apoyadas en 
las puertas, las vecinas vigilaban la calle, saludaban a quién pasaba y,
 a menudo, sacaban sillas y tumbonas para pasar los ratos libres en el 
fresco. En verano, las piscinitas sobre el asfalto convertían ese 
espacio abandonado de la periferia en una ciudad ideal para los niños. Y
 la apoteosis de ese uso intensivo de la calle era obviamente la fiesta 
de Sant Joan: «una discoteca en cada calle», y las hogueras alrededor de
 las cuales los habitantes cada año hacían «borrón y cuenta nueva» de 
sus conflictos de vecindario.
Así,
 mientras los partidarios de la demolición alimentaban la falsa 
dicotomía entre «nostalgia» y «modernidad», el barrio nos dio infinitas 
señales de que, anteriormente al «Plan de Remodelación», los habitantes 
de Bon Pastor ya habían puesto en marcha una dinámica de crecimiento 
cultural de larga duración. Las Casas Baratas eran un 
«barrio-resistencia» que, con su propio funcionamiento habitual, ponía 
en cuestión muchos de los implícitos sobre qué es y cómo tiene que ser 
una ciudad. En primer lugar, cuestionando de quién son las calles.
 Naturalmente, prohibir las hogueras de Sant Joan en toda la ciudad (en 
Bon Pastor tardaron algún año más en apagarse) fue un golpe muy duro 
para esta sociabilidad de calle y para el mantenimiento de las 
relaciones de cohabitación: Sant Joan era aún una fiesta de catarsis 
colectiva y purificación de los «malos espíritus», es decir de los 
conflictos. La tendencia cada vez más de la Administración a crear 
espacios públicos de puro tránsito, con todos los dispositivos que han 
ido llenando nuestras ciudades en estos años, tenían que chocar contra 
un sitio en que la vida en la calle era: primero, una necesidad obligada
 por la conformación urbanística y la densidad de población en cada 
vivienda, luego un extraordinario instrumento para la cohesión social y 
la convivencia. Las calles de Bon Pastor eran parte de un sistema de convivencialidad, como diría Ivan Illich. No eran del todo públicas, y menos aún privadas. 
Eso
 se aplica también a las viviendas. Como decían los habitantes de Bon 
Pastor, «las casas son nuestras». Para justificarlo, contaban una 
historia de la cual no queda constancia escrita: que el Ayuntamiento 
engañó a la gente, porque los terrenos en los que se construyó el barrio
 eran de una Marquesa que los había cedido «a los pobres», y con el 
tiempo las viviendas tenían que ser de propiedad. Todas las fuentes 
oficiales se han apresurado a definir como falsos estos rumores; pero en
 antropología sabemos que a este tipo de narraciones se les puede bien 
llamar con otro nombre; el cuento de la Marquesa es un mito. No 
importa si es verdadero o falso: sirve para dar fundamento a una 
realidad más profunda, que los habitantes de las Casas Baratas sienten 
que las casas les pertenecen, al menos tanto como ellos les pertenecen a
 ellas. Las han habitado sus padres y abuelos, reconstruido después de 
las bombas, pintado y modificado cada rincón; la propiedad legal de los 
terrenos poco importa ante esta evidencia histórica, pues estarían en el
 suelo sino fuera por ellos. Si fuera un pueblo indígena, hablaríamos de
 derecho consuetudinario: los habitantes de Bon Pastor (al menos, la mayoría de ellos) se han comportado con las Casas Baratas como si les pertenecieran.
 Por eso es legítimo poner en duda el derecho legal del Ayuntamiento a 
obrar en esos terrenos. Aún más si es para demoler las viviendas. Vemos 
así como desde la extrema periferia de la ciudad nos llegan elementos 
para poner en duda lo que es más central para el orden económico de la 
ciudad, el derecho a la propiedad del suelo urbano, del patrimonio inmobiliario, de la vivienda, del espacio, público y privado. 
Un
 último apunte sobre las dinámicas de gestión de la «diversidad 
cultural», así llamada. Cuando se construyeron esas viviendas —y con las
 de Bon Pastor, también otros tres polígonos en terrenos igualmente 
aislados del área metropolitana— se enviaron allí a grupos de 
«indeseables» de todo origen, muchísimos inmigrantes del sur de España, 
murcianos y andaluces, y también muchos catalanes expulsados de los 
barrios del centro en curso de recalificación. Allí fueron a parar 
muchos de los antiguos barraquistas de Montjuïc (y algunas de sus 
«barracas» eran casitas rurales de ladrillos, con dirección y número de 
placa), así como mucha gente que vivía en el Raval, en El Clot, en La 
Sagrera y en Sants. Al cabo de pocos años, las diferencias sociales, 
lingüísticas, culturales, habían cedido a la necesidad común de 
autorganizarse y luchar: allí la huelga de alquileres empezó en 1930, 
pocos meses después de la asignación de las casas. «Desheredados» y 
expulsados a la periferia, estos «indeseables» crearon una cultura común
 inclusiva y adaptable, capaz de hacer frente al racismo y al clasismo 
institucional sin reproducir en su interior las tensiones entre grupos. 
Durante toda la historia del barrio hubo matrimonios entre inmigrantes y
 catalanes, entre charnegos y «catalans catalans», como los llama 
Francesc Candel, un escritor que se obsesionó con ver si los habitantes 
de las Casas Baratas se convertirían en verdaderos catalanes. «Yo soy 
catalán, pero hablo castellano», me dijo un hombre de Bon Pastor que se 
llamaba como él. Nada más fácil.
Cuando,
 a partir de los setenta, empezaron a llegar los gitanos, esta capacidad
 de inclusión se mantuvo. El lenguaje de quién vive en las Casas Baratas
 nos choca por racista y ofensivo, por la falta de tacto o corrección 
política. Pero los hechos demuestran que allí a menudo no es fácil saber
 realmente quién es gitano o payo: la colaboración en las necesidades de
 cada día, vigilar la calle cuando los niños están fuera, picar a la 
puerta a una anciana que no sale hace tiempo son prácticas de 
convivencia que refuerzan los vínculos entre familias, tanto gitanas 
como payas. Habiendo vivido cerca durante décadas, no es raro 
escuchar frases como «A los gitanos no los soporto; pero los de mi calle
 son muy buenas personas, nos ayudamos en todo». En una época en que el 
resurgimiento del racismo, y hasta su promoción institucional, es una 
constante en toda Europa, la capacidad integradora espontánea de un 
barrio popular de la periferia puede darnos muchas ideas, a la hora de 
imaginar una sociedad antirracista.
Así
 que, la demolición de las Casas Baratas, que seguirá en los próximos 
años hasta abatir las últimas 400 que quedan de pie, borrará del mapa de
 Barcelona también una serie de interpretaciones alternativas de la 
ciudad, un conjunto de dinámicas sociales y culturales —una cultura popular— que cuestionaba en profundidad el discurso urbano dominante, contraponiendo al derecho oficial la práctica del uso.
 (Esta es una cuestión sobre la cual Giorgio Agamben está escribiendo en
 estos años palabras iluminadoras). Mi hipótesis es que este conjunto 
cultural tiene que ver con el pasado anarcosindicalista de las Casas 
Baratas, con que la peculiar conformación urbanística haya permitido que
 tantos elementos de ese proceso de emancipación colectiva siguieran 
impregnando este espacio, sus muros y sus plazas, a pesar de las bombas,
 de las represalias y de los carteles «prohibido jugar a pelota». Y si 
quienes viven hoy allí saben poco de las luchas de sus abuelos. Sin 
embargo, en sus vidas cotidianas reproducen y contribuyen a transmitir 
algo de sus logros, de su insumisión al poder y al discurso dominante, 
de su hostilidad hacia los intentos de control sobre el espacio.
Por
 esta razón es sorprendente la distancia que hay ahora entre quien vive y
 resiste cotidianamente en el barrio y los movimientos sociales de la 
ciudad, cuyas raíces son esa misma historia de autonomía y oposición al 
poder municipal, que en las Casas Baratas permanece inscrita en los 
espacios y en sus usos cotidianos. Durante muchos años de actividad 
política en Bon Pastor me he dado cuenta de lo difícil que es que los 
habitantes de las Casas Baratas, a pesar de la durísima lucha que 
conducían contra las administraciones de la ciudad, consiguieran 
despertar el interés del mundo activista. 
Hubo casos esporádicos (y sin 
duda importantes) de solidaridad concreta desde otros barrios, centros 
sociales y redes contra la especulación; pero en la cotidianidad los 
mundos siempre estuvieron separados. Las barreras construidas alrededor 
del barrio —tanto a nivel físico, con la infeliz posición del polígono, 
como social, con la estigmatizan y la creación de mitos negativos sobre 
sus habitantes— siguen vivas y activas, y nos impiden ver que 
pertenecemos a una historia común, más allá de las diferencias 
culturales, sociales e incluso lingüísticas. Sobre todo, nos impiden 
comprender hasta qué punto podemos aprender desde lugares como estos, que a menudo nos apresuramos a clasificar como externos a nuestros ámbitos de pertenencia.
Las
 Casas Baratas eran una «ciudad horizontal»: un lugar donde, con la 
práctica, se afirmaba el derecho a no ser gobernados, a no ser 
controlados, a odiar a los líderes. En 1934, los niños de la escuela 
pidieron que el barrio se llamara Vilabesós, rechazando el nombre
 del militar que había dado la dictadura de Primo de Rivera al barrio y 
también el del nacionalista catalán que había escogido la República. 
Después, durante el fascismo, llegó un cura que decidió dar al barrio el
 nombre de Bon Pastor: el pastor era él, y los habitantes unas 
«ovejas descarriadas», anticlericales y autónomas, que él se proponía 
redimir. Como él, otros misioneros que los diferentes partidos 
comunistas clandestinos enviaron al barrio en los sesenta, buscaban 
ovejas que dieran números a sus movilizaciones: así surgió la Asociación
 de Vecinos. Son fragmentos de un largo proceso de verticalización de
 un barrio que había sido horizontal —urbanística y socialmente. La 
demolición de las casas es la culminación de este proceso y el nuevo 
barrio vertical con que se están sustituyendo, reorganizando 
completamente el espacio según criterios planificados fuera de él, está 
acabando de disgregar la comunidad, invalidando todos sus instrumentos 
para la convivencia; sancionando definitivamente el cierre de ese tiempo
 de horizontalidad, de control descentralizado del espacio, de 
autogestión. En la monografía etnográfica que estamos a punto de 
publicar, y que se llamará La ciudad horizontal, describo con detalle cómo se articuló todo ese proceso y cuáles fueron sus impactos sociales.
Esa
 sustitución empezó con las bombas que descargó sobre el barrio la 
aviación fascista italiana en 1939. Uno de los niños que murieron ese 
día en las Casas Baratas se llamaba Progreso, un típico nombre 
anarquista de principios de siglo. El sueño de un progreso popular 
autónomo murió entonces. A este le sustituyó el progreso del desarrollismo,
 que empezó justo después de los bombardeos, utilizando los mismos 
agujeros que dejaron las bombas para construir una ciudad de muerte y de
 control social. Hoy ese sueño se remata, acabando la labor de la 
aviación fascista, en tiempos de paz y con la retórica de la 
participación ciudadana. Si somos antidesarrollistas es porque seguimos 
soñando con ese progreso autónomo de entonces. Y esperamos que nuestras 
palabras, fotografías, vídeos y grabaciones, sirvan para mantener vivo 
su reflejo en nuestras conciencias, si no puede vivir en nuestras 
ciudades.

 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario