El
capital ha proletarizado al mundo y a la vez ha suprimido visiblemente
las clases. Si los antagonismos han quedado integrados, si ya no hay
lucha de clases, entonces no hay clases. Y no hay sindicatos en el
sentido genuino del término. En efecto, si el escándalo de la separación
social entre poseedores y desposeídos, entre dirigentes y dirigidos,
entre explotadores y explotados, ha dejado de ser la fuente principal de
conflicto y las luchas transcurren dentro del sistema sin cuestionarlo,
no hay clases en lucha, sino masas a la deriva. Los sindicatos, la
carcasa de una clase disuelta, persiguen otro objetivo : mantener la
ficción de un mercado laboral. El obrero es la base del capital, no su
negación. Éste se adueña de cualquier actividad y su principio
estructura toda la sociedad : realiza el trabajo, transforma el mundo en
mundo de trabajadores. Fin de una clase obrera aparte, exterior y
opuesta al capital, y generalización del trabajo asalariado. Adentro no
hay más que una masa asalariada aunque no uniforme sino fragmentada:
cada fragmento ocupa un escalafón en la jerarquía social con relación a
su nivel de compra. Afuera, una masa excluida y desahuciada que pugna
por reintegrarse. Cada capa queda definida por su capacidad de consumo.
Las clases medias (middle class),
resultado cuantitativo del escamoteo de los antagonismos sociales, se
refuerzan pasando por encima de la antigua pequeña burguesía con las
capas de asalariados diplomados ligados al trabajo improductivo. Han
nacido con la racionalización y burocratización del régimen capitalista
para desarrollarse gracias a la terciarización progresiva de la economía
(y de la tecnología que la hizo posible). Existen en tanto de conjunto
de ejecutivos, cuellos blancos y funcionarios en medio de una sociedad
de mercado.
Cuando la economía funciona, todos ellos son pragmáticos,
luego partidarios en bloque del orden establecido, o sea de la
partitocracia. Denominamos partitocracia
al régimen político adoptado habitualmente por el capitalismo. Es el
gobierno autoritario de las cúpulas de los partidos (sin separación de
poderes), la forma moderna de una oligarquía, que conlleva la formación
de una burocracia autónoma con sus intereses propios y su clientela que
ha hecho de la política su modus vivendi.
Más que la burguesía, las clases medias ven al Estado como mediador
entre la razón de mercado y la sociedad civil, o mejor, entre los
intereses privados y sus intereses particulares presentados como
públicos. Y precisamente la separación entre lo público y lo privado es
lo que dio lugar a la burocracia administrativo-política, parte esencial
de las clases medias. El Estado partitocrático determina de alguna
forma su existencia privada. En condiciones favorables, las que permiten
un modo de vida consumista, dichas clases no están politizadas ; es la
crisis del llamado Estado del bienestar lo
que determina su politización. Entonces los partidos originados por la
crisis hablan en nombre de toda la sociedad, teniéndose por su
representación más auténtica.
Nos
encontramos inmersos en una crisis que no sólo es económica sino
total : es la crisis del capitalismo. Se manifiesta tanto en el plano
estructural en la imposibilidad de un crecimiento suficiente, como en el
plano territorial con los efectos destructores de la industrialización
generalizada. Las consecuencias son la multiplicación de las
desigualdades, la exclusión, la contaminación, el cambio climático, las
políticas de austeridad y el aumento del control social. Durante la fase
de globalización (cuando ya no existe clase obrera)
se produce de forma muy visible un divorcio entre los profesionales de
la política y las masas que la padecen. La distancia pesa más cuando la
crisis alcanza y empobrece a las clases medias, la base sumisa de la
partitocracia. La crisis considerada sólo bajo su aspecto político es
una crisis del sistema tradicional de partidos, y por descontado, del
bipartidismo. La corrupción el amiguismo, la prevaricación, el
despilfarro y la malversación de fondos públicos solamente resultan
escandalosos cuando el paro, los recortes, las bajadas salariales y la
subida de impuestos alcanzan a dichas clases. Entonces, los viejos
partidos no bastan para garantizar la estabilidad de la partitocracia.
En los países del sur de Europa la ideología ciudadanista refleja
perfectamente su reacción desairada.
Contrariamente al viejo
proletariado, que planteaba la cuestión en términos sociales, el ciudadanismo
la plantean exclusivamente en términos políticos. Así pues, han de
recurrir al lenguaje dominante, el de la dominación, usando de
preferencia el vocabulario progresista y democrático que mejor
corresponde con su universo mental. Los partidos ciudadanistas hablan en
representación de una clase universal que no es el proletariado sino la ciudadanía, cuya misión consistiera únicamente en corregir una democracia de mala calidad. Consideran la democracia,
es decir, el sistema parlamentario de partidos, como un imperativo
categórico. El ciudadanismo es un democratismo legitimista que reproduce
tópico por tópico al liberalismo burgués de antaño y con mucho alarde
verbal trata de correrlo hacia la izquierda. No olvidemos que mucha
crema fundadora de los nuevos partidos proviene del estalinismo y del
izquierdismo, para la cual lo que los nuevos valores democráticos no son
más que la trasmutación de viejas cantinelas vanguardistas realmente
desahuciadas. Formalmente pues, se sitúa en la izquierda del sistema. Es
la izquierda del capitalismo.
La
mayoría de los nuevos partidos y alianzas, dirigidos fundamentalmente
por enseñantes y abogados, inspirándose en el cambio de rumbo de la
izquierda convencional latinoamericana, o lo que viene a ser lo mismo,
identificando las instituciones como el escenario clave del cambio
liberador, en realidad tratan de cambiar una casta burocrática mala por
otra buena recuperando a los electores moderados de izquierda o de
derecha, algo en lo que siempre habían fracasado el neoestalinismo y el
izquierdismo europeos. Aspiran a desempeñar el papel de una nueva
socialdemocracia, bien constitucionalista o bien separatista. La
revolución ciudadanista empieza y termina en las urnas, por lo que
reformas electorales, jurídicas o constitucionales (la transformación
del régimen de 1978)
dependen de los resultados y las combinaciones parlamentarias. Se ha de
conseguir nuevas mayorías políticas, o como se dice, asegurar la
gobernabilidad, ya que nadie desea una ruptura social, aun al precio de
conjurarla con una ruptura nacional. La desmovilización, el oportunismo y
la rápida burocratización que ha seguido a las diversas campañas
demuestra esto: los agitadores de la víspera se vuelven con celeridad
gestores responsables. La izquierda del capital se dio cuenta de que el
Estado es esencial para el capitalismo y de que en periodos de expansión
económica tal dependencia permite políticas sociales:
algo de neokeynesianismo a las prácticas neoliberales que requieren
respaldo estatal. Estamos frente al renacimiento del Estado nacional: un
Estado social pretendidamente soberano en el marco de una Europa de los mercados. La defensa del Estado es la prioridad máxima del ciudadanismo, de ahí su estrategia de asalto a las instituciones, ridículo sucedáneo de la toma del poder
leninista, que se apoya sobre todo en los electores conformistas
decepcionados con los partidos de siempre y subsidiariamente en los
movimientos sociales manipulados. Aunque la crisis no pueda superarse,
puesto que es « una depresión de larga duración y alcance global » según
dicen los expertos, la reconstrucción del Estado como asistente y
mediador quiere demostrar que se puede trabajar para los mercados desde la izquierda.
En
definitiva, no se trata de cambiar la sociedad sino de administrar el
capitalismo –dentro o fuera de la eurozona- con el menor gasto y la
menor represión posible para las clases medias. Demostrar que una vía
alternativa de acumulación capitalista es posible y que el rescate de las personas es
tan importante como el de la banca, es decir, que el sacrificio de
dichas clases no solamente es necesario, sino que no habrá desarrollo ni
mundialización sin ellas.
Se quiere aumentar el nivel de consumo
popular, no transformar la estructura productiva y financiera. Por
consiguiente, se apela a la eficacia y al realismo, no a los cambios
bruscos y las revoluciones. El diálogo, el voto y el pacto son las armas
ciudadanistas, no las movilizaciones o las huelgas generales. Diálogo
directo con el poder, diálogo virtual con las susodichas « personas ».
Las clases medias son más que nada clases no violentas e informatizadas:
su identidad queda determinada por el miedo y la red. En estado puro, o
sea, no contaminadas por capas más permeables al racismo o la xenofobia
tales como los agricultores endeudados, los obreros desclasados y la
canalla lumpen, no quieren más que un cambio tranquilo y pausado hacia
lo mismo desde dentro.
Por otra parte, en estos tiempos de reconversión
económica, de extractivismo y de austeridad, los partidos ciudadanistas
han de contentarse con actos institucionales simbólicos, ya que su
capacidad de resolución de problemas sociales es muy poca. Dependen de
la coyuntura mundial, del Mercado, y éste no les es favorable y
probablemente no lo será en el futuro. En resumen, su posición ante las
cámaras ha de esconder su falta de resultados cuanto más tiempo mejor, a
la espera o más bien temiendo la formación de otras fuerzas más
decididas en un sentido (un totalitarismo mucho más duro) o en otro (la
revolución).
El
capitalismo declina pero su declive no se percibe igual en todas
partes. No se ha considerado la crisis como múltiple: financiera,
demográfica, urbana, ecológica y social. Ni se tiene en cuenta que las
guerras periféricas son responsabilidad de la mundialización
capitalista. En el Sur de Europa la crisis se interpreta como una
amenaza económica y un problema político. En el Norte tiende a tomarse
como una invasión musulmana y una amenaza terrorista, o sea, como un
problema de fronteras y de seguridad. Todo depende del color, la
nacionalidad y la religión de los working poor. La
división internacional del trabajo concentra la actividad financiera en
el Norte y relega el Sur al rango de una extensa zona residencial y
turística. Por eso el Sur es mayoritariamente europeista y opuesto a la
austeridad; el Norte es todo lo contrario. La reacción mesocrática es
contradictoria, pues por una parte la ilusión de reforma y apertura
domina, pero, por la otra, se impone el modo de vida industrial en
burbuja y la necesidad de un control absoluto de la población, lo que
significa un estado de excepción « en defensa de la democracia ». Las
mismas clases votan al ciudadanismo en un sitio y a la extrema derecha
en el otro. Los libertarios han de denunciar este estado de cosas
intentando construir movimientos de protesta autónomos en el terreno
social y cotidiano a defender. La abstención es un primer paso hacia la
secesión del sistema. La perspectiva política puede superarse mediante
un cambio radical –o mejor una vuelta a los comienzos- en el modo de
actuar y en la manera de vivir apoyándose aquellas relaciones
extramercantiles que el capitalismo no ha podido destruir o cuyo
recuerdo no ha borrado. También mediante un retorno a lo sólido en el
modo de pensar: la crítica de la concepción burguesa posmoderna del
mundo es más urgente que nunca pues no es concebible un escape del
capitalismo con la conciencia colonizada por los valores de su
dominación. La necesaria desculturación (desalienación) que destruya
todas las identidades de guardarropía
que nos ofrece el sistema, ha de cuestionar seriamente el
parlamentarismo, el Estado, la idea de progreso, el desarrollismo, el
espectáculo… pero no para ofrecer versiones « antifascistas » de todo
ello. Tampoco se trata de elaborar una teoría única con respuestas y
fórmulas para todo, una especie de moderno socialismo de cátedra, o de
forjar una entelequia (pueblo fuerte, clase proletaria, nación) que
justifique un modelo organizativo arqueomilitante y vanguardista, o de
regresar literalmente al pasado, sino, insistimos, se trata de salirse
del universo mental y material del capitalismo inspirándose en el
ejemplo histórico de experiencias convivenciales no capitalistas. La
obra revolucionaria tiene mucho de restauración
Es
verdad que las luchas anticapitalistas aún son débiles y a menudo
recuperadas, pero si aguantan firme y rebasan el ámbito local pueden
extenderse lo suficiente para echar abajo la vía institucional junto con
el modo de vida esclavo que la sostiene. La crisis todavía es una
crisis a medias. El sistema ha tropezado con sus límites internos
(estancamiento económico, restricción del crédito, acumulación
insuficiente, descenso de la tasa de ganancia), pero no lo bastante con
sus límites externos (energéticos, ecológicos, culturales, sociales).
Hace falta una crisis más profunda que acelere la dinámica de
desintegración, vuelva inviable el sistema y propulse fuerzas nuevas
capaces de rehacer el tejido social con maneras fraternales, de acuerdo
con reglas no mercantiles (como en Grecia), amén de articular una
defensa eficaz (como en Rojava). No obstante, la crisis en sí misma
conduce a la ruina, no a la liberación, a menos que la exclusión se
dignifique y tales fuerzas concentren un poder suficiente al margen de
las instituciones. La estrategia actual de la revolución (el uso de la
exclusión y las luchas en función de un objetivo superior) ha de apuntar
-tanto en la construcción cotidiana de alternativas como en la pelea
diaria- hacia la erosión de cualquier autoridad institucional, la
agudización de los antagonismos y la formación de una comunidad
arraigada, autónoma, consciente y combativa, con sus medios de defensa
preparados.
Los
libertarios no desean sobrevivir en un capitalismo inhumano con rostro
democrático y todavía menos bajo una dictadura en nombre de la libertad.
No persiguen fines distintos a los de las masas rebeldes, por lo tanto
no deberían organizarse por su cuenta dentro o fuera de las luchas. No
reconocen como principio básico de la sociedad un contrato social
cualquiera, ni la lucha de todos contra todos; tampoco la fundan en la
tradición, el progreso, la religión, la nación o la naturaleza. El
comunismo libertario es un sistema social caracterizado por la propiedad
comunal y estructurado por la solidaridad o ayuda mutua en tanto que
correlación esencial. Allí el trabajo –colectivo o individual- nunca
pierde su forma natural en provecho de una forma abstracta y fantasmal.
Las tecnologías se aceptan mientras no alteren el funcionamiento
igualitario y solidario de la sociedad. La estabilidad va por delante
del crecimiento, y el equilibrio territorial por delante de la
producción. Las relaciones entre los individuos son siempre directas, no
mediadas por la mercancía, por lo que todas las instituciones que
derivan de ellas son igualmente directas, tanto en lo que afecta a las
formas como a los contenidos. Las instituciones parten de la sociedad y
no se separan de ella. Es la hora de una nueva sociedad histórica libre
de mediaciones alienantes y de trabas, sin instituciones que planean por
encima, sin trabajo-mercancía, sin mercado y sin trabajadores
asalariados. El proletariado existe únicamente en el capitalismo a causa
de la división entre trabajo manual y trabajo intelectual. Igual pasa
con las conurbaciones, fruto de la separación absurda entre campo y
ciudad. Una sociedad autogestionada no tiene necesidad de empleados y
funcionarios puesto que lo público no está separado de lo privado. Ha de
dejar la complicación a un lado y simplificarse. Una sociedad libre es
una sociedad fraternal, horizontal y equilibrada, desestatizada,
desindustrializada, desurbanizada y antipatriarcal. En ella el
territorio recobra su importancia perdida, pues contrariamente a la
actual, será una sociedad con raíces.
Miguel Amorós.
Charla en la Cimade, Béziers (Francia), 29 de enero de 2016.
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