Oposición al estado
Sobrevivimos en un sistema de dominación.
Cuando decimos esto queremos decir que nuestras vidas están sometidas
y condicionadas por multitud de relaciones de poder que derivan de
estructuras enormes y profundas que se pueden concretar en la clase, el
genero y la raza. Estos ejes de desigualdad tienen bases tangibles.
Obviamente hay bases materiales, y si
pensamos en los hombres libres de la polis griega, es decir, en los
propietarios, y en los esclavos, los que trabajan y tienen una vida
constreñida por tener un lugar donde dormir y algo que comer, tal vez
podríamos encontrar puntos en común. En unos momentos en los que no se
habla más que de crisis económica, hay que valorar cual es la relación
entre economía y política. Consideramos que la democracia es la fachada
política del sistema económico que es el capitalismo. Que son dos piezas
que pertenecen a la misma maquinaria, y que se relacionaban entre ellas
en una especie de simbiosis para garantizar la continuidad del statu
quo. El Estado cubre las necesidades económicas de grandes empresas y
bancos, si es necesario, y da subvenciones y ayudas, solo si es muy
necesario para mantener la estabilidad del sistema económico y proteger
la paz social.
También hay bases legales, esto es,
ideológicas: si nos ponemos a analizar cualquier declaración de derechos
(y si lo hacemos no es para concederles la más mínima validez, sino
porque son manifestaciones explicitas de las ideas e intenciones del
Poder) vemos que no solo regulan aquello que supuestamente pertenece al
ámbito publico, como los derechos políticos o el derecho a la propiedad
privada, sino que pretenden cubrir todas las esferas, también aquello
pretendidamente privado. Es desde el Estado donde se construyen, se
prescriben y se (de)limitan todas las relaciones: las políticas, las
económicas y las personales.
Estas bases ideológicas que son las que
hacen que se perpetúen las desigualdades, que todos sus súbditos nos
relacionemos partiendo de ellas: prescriben, delimitan y justifican
pautas de comportamiento. Es el pensamiento democrático, que dicta lo
que debe hacerse y lo que no y, aun más, cómo debe hacerse. Si hemos
dicho que el Estado se entromete en todo, en cualquier momento y
situación, el pensamiento democrático es su garante. Pensamos lo que el
Estado y sus herramientas de control (la escuela, los medios de
comunicación, la presión de vecinos y familiares) permiten que pensemos.
Se supone que en un Estado democrático somos libres de pensar lo
que queramos, pero nuestra imaginación se ve atrapada en la imposición
de una realidad muy concreta y acobardada por el miedo a la marginación o
al oprobio. Aun mas, aunque logremos pensar algo que no deberíamos
pensar, el Estado tiene aun más herramientas amenazantes por si se diera
el caso de que se nos ocurriera llevarlo a cabo: la represión en
todas sus formas (cuerpos policiales, cárceles, psiquiátricos,
centros de menores y demás instituciones que defiendan la sociedad
de semejantes tendencias perniciosas).
Sea como fuere, la cuestión es que en las
formas contemporáneas del Estado moderno este ya no esta solo contra y
sobre los individuos, sino también dentro de esos individuos. Su
poder, pues, es mas sutil, menos visible y, por ello, mas peligroso.
El Estado no es una estructura ajena a nosotros, no es un ente abstracto
ni una realidad tangible solo a nivel de condiciones materiales o de
instituciones políticas, sino que es una realidad que pretende abarcarlo
todo y cuyo orden esta presente en (casi) todo, una realidad
totalitaria en el sentido mas crudo y literal del termino. Ser
conscientes de ello, desafiar al Estado en todas sus formas y en cada
momento, desmontarlo, destruirlo… atrevernos a imaginar nuevas maneras
de vivir y de luchar contra esa realidad que nos constriñe.
Ley de mayorías
Este es quizá el mito mas solido sobre el
que se edifica la democracia: la mayoría es el ente abstracto con
atributos de autoridad incuestionables sobre el cual nadie duda o
vacila, el dios pagano que utiliza la democracia a la hora de cometer
sus desmanes.
¿Pero verdaderamente cuenta la mayoría
poblacional cuantificable en el sistema democrático parlamentario?
Podemos citar algunos ejemplos que nos clarifiquen esta pregunta; entre
ellos el de la constitución española, “incuestionable” paradigma de
legitimidad democrática sobre el que babea desde el izquierdista mas
ortodoxo hasta el ultra-derechista mas recalcitrante.
Estudiando los datos oficiosos, en el
referéndum sobre la constitución en 1978, sobre una población censada de
36,8 millones de habitantes, solo expresaron su conformidad con la
“carta magna” un total de 15,7 millones: el 40%. Así, la mayoría
cuantitativa, es decir, los 21 millones restantes no dio su conformidad,
ya sea porque se abstuvieron, votaron en contra o carecieron de derecho
a pronunciarse. Esta claro que dicha constitución fue votada por una
minoría de la población del estado español, a la que la democracia les
atribuyo valores de “representatividad de la voluntad general”.
Por lo tanto es palpable que ni la
mayoría de la población ni la mayoría del cuerpo electoral (ni mucho
menos las siguientes generaciones que en dicha consulta aun no habían
nacido o incluso la anteriores que puedan haber cambiado de opinión) le
han dado el visto bueno a esta constitución. Es pues una falacia que
esta haya de ser de inexcusable acatamiento porque se corresponda con un
voluntad mayoritaria; en todo caso se acata por estar forzosamente
impuesta y defendida (y no con liviandad, por cierto) por los cuerpos y
fuerzas de seguridad del Estado, la magistratura y las prisiones, entre
otros.
Casos idénticos se pueden utilizar para las elecciones
generales, municipales, etc, ya que, en una democracia es siempre
una minoría del “cuerpo electoral” quien decide que partido político
optara a gobernar el país y que grado de representación parlamentaria
tendrá. Porque esa es otra, ni siquiera es que se elija el gobierno ni a
las personas que lo ostentaran, sino que se elige la lista presentada
por el partido y luego, ese partido elegido por la minoría mayoritaria
del censo electoral ira al parlamento junto con otros partidos (elegidos
por minorías aun menos mayoritarias) y entre todos sus representantes
en el, elegirán presidente de gobierno (y este conformara el gabinete)
. Esto claramente es una oligarquía democrática.
No obstante, y pese a lo aquí denunciado
(complementado en un siguiente apartado en el que se explica el
funcionamiento de la ley electoral), esto no significa aceptar las
reglas democráticas en otras condiciones, es decir, no aceptamos
la presión de ninguna minoría a ninguna mayoría (real o ficticia) ni
viceversa. Motivos hay muchos, entre ellos porque estamos por el
reconocimiento de todos los intereses, sean estos mayoritarios,
minoritarios o individuales: la ley de la mayoría no es sinónimo de
tener razón y en la historia podemos encontrar muchos ejemplos a
ese respecto. Otro motivo es que nos negamos a ser cosificados como
porcentajes en función de los cuales se nos dan o se nos quitan
derechos: ni queremos derechos, ni queremos deberes, a lo sumo
hablaremos de necesidades, deseos, intereses,… que tenemos, no permisos
u obligaciones que nos impongan o concedan. No hablaremos tampoco de los
intereses de mayor número, sino del número de intereses.
Derechos
Derechos
Los derechos son las concesiones que
otorga un poder establecido, es decir, lo que se ese poder permite hacer
a quienes somete. Los deberes son las imposiciones de ese mismo
poder, es decir, lo que obliga a hacer. Derechos y deberes son por
lo tanto un binomio ya que los unos son contrapartida de los otros y
viceversa. Lo cual, y dado que los dos puntales de la democracia son la
ley de mayorías y los derechos, nos lleva a varias reflexiones.
Una es que las personas no tienen
derechos, sino necesidades vitales. Confundir derechos con necesidades
es un grave error que nos viene de la mano del pensamiento autoritario.
Se tiene necesidad de alimentarse, respirar, abrigarse, dormir,
gozar,… si estas necesidades no se cubren se pueden tener carencias
y enfermedades. Nadie puede concedernos el derecho a la vida (a lo sumo
nos la pueden dar o quitar) salvo en formas de vida autoritarias y/o
domesticadas.
Otra es que quien tiene derechos tiene
deberes y, como se ha señalado antes, esto es axiomático. Todo derecho
implica que alguien te lo reconozca y ese alguien a cambio te
reclamara deberes.
Otra mas es que para tener derechos se ha
de ser súbdito (de un rey), ciudadano (de un estado de derecho, o una
república) o demócrata. También tienen derechos quienes sufren
las dictaduras, los niños en las escuelas, los presos en la cárcel, los
animales, las “minorías”, etc.
Una nueva reflexión, ahondando en las
anteriores, es que para tener derechos es necesario ser gobernado,
domesticado y por lo tanto hay que estar oprimido, o lo que viene a ser
lo mismo, esta reflexión nos lleva a que quien tiene derechos no
tiene libertad.
Estas reflexiones nos llevan a la
conclusión de que quien quiera ser libre, ademas de luchar por ello, no
puede reclamar derechos, dado que no es posible que la libertad se
conceda. Los derechos prefiguran necesariamente autoritarismo.
Señores: dense por satisfechos de que éste perjuicio haya arraigado en el pueblo, ya que ese es su mejor policía. Conociendo la impotencia de la ley -mejor dicho, de la fuerza- han hecho de él el más sólido de sus protectores. Pero tengan cuidado: todo termina. Todo lo que es construido, edificado por la fuerza y la astucia, la astucia y la fuerza pueden demolerlo.
Marius Jacob
Extraído de http://revistanada.com
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