A mediados del pasado julio un vídeo subido a Internet impactaba una
vez más al mundo con la situación vivida en Rusia: a los pocos días de
la aprobación del matrimonio homosexual en México y EEUU a nivel
federal, dos chicos recorrían las calles de Moscú de la mano con una
cámara oculta frente a ellos que registró la inmensa cantidad de
insultos, vejaciones, malas miradas e incluso agresiones físicas que
sufrieron.
Para entender la escalada de homofobia que Rusia vive en los últimos
años, es preciso contextualizar histórica y políticamente. La población
rusa vivió una relativa tolerancia sexual hasta el intento de
“modernización” y “europeización” que acometió el zar Pedro I el Grande desde
finales del siglo XVII. Todo esto conllevaba asumir la prohibición de
la homosexualidad en sintonía con el resto de Europa. En 1917 la
revolución bolchevique anuló todas las leyes zaristas, incluidas éstas, y
se interesó mínimamente por la liberación sexual, pasando a ser el país
más avanzado del continente en esa materia. En 1934, de acuerdo con la
nueva política del país en manos de Stalin, se desataba una cruda
represión que no terminó de abolirse legalmente hasta 1993, tras la
caída de la Unión Soviética. El período posterior supuso una tolerancia
legal, que no social, hacia la homosexualidad, y un nuevo intento de
nacimiento de una cultura homosexual al igual que tras la revolución
rusa.
Desde el mismo inicio de las reformas emprendidas por los estados del
este de Europa tras la caída del telón de acero, han sido continuos los
intentos de los partidos de derecha (y algunos de izquierda, como el
Partido Comunista Ruso) y de las Iglesias Ortodoxa y Católica de
penalizar o como mínimo poner límites a la homosexualidad. En la última
década los gobiernos de Rusia, Polonia y Lituana han ido
institucionalizando prácticas de censura hacia la “promoción homosexual”
(censura en programas televisivos, leyes que restringen materiales por
su posibilidad de llegar a menores de edad); el salto cuantitativo lo
dio Rusia en 2012, cuando se propuso en el Parlamento una ley que
penalizaba la “propaganda” de la homosexualidad, finalmente aprobada en
2013. El parlamento ucraniano propuso una ley similar, pero tras el
serio conflicto que vive actualmente con Rusia, dicha propuesta ha sido
retirada para evitar cualquier cercanía con el país vecino. Los
parlamentos de las ex-repúblicas soviéticas de Armenia y Kazajistán
tramitaron leyes similares, pero no terminaron aprobadas.
La aprobación de dicha ley ha sido interpretada como una carta blanca
para que policías, neonazis y personas “normales y corrientes” hayan
protagonizado las agresiones homófobas, lesbófobas y transfóbicas que
han venido emitiéndose en los medios occidentales. Profesores y
personajes de la televisión han perdido su empleo, los intentos de
marchar por el orgullo gay hay acabado en disturbios (lo cual viene
ocurriendo desde hace ya bastante años, incluyendo ataques contra la
marcha de militantes cristianos, neonazis y estalinistas), se arresta
por colocar pancartas pro-homosexuales, enarbolar banderas del orgullo
gay o incluso por “salir del armario”. Entre los diversos apoyos
populares a la ley, destaca “Okupai Pedofilyai”, firma paraguas de
grupos neonazis que quedan con homosexuales mediante chats y los acosan,
humillan, apalizan y suben las vejaciones a Internet, reabriendo con su
nombre la vieja acusación contra los gay de pedófilos.
La situación homófoba en Rusia no puede desligarse de la política
interna y externa del país. El Imperio Ruso de los zares y
posteriormente la Unión Soviética propagaron un furibundo sentimiento de
odio contra los homosexuales. Las fronteras de ambos Estados llegaron
hasta Alemania y Bulgaria por su oeste, y hasta Irán y Afganistán por su
sur. Si combinamos estos siglos de propaganda homófoba estatal con la
propia de los cultos cristianos y musulmanes de cada zona, tenemos una
situación muy poco favorable para su población no heterosexual. Ello
explica en parte la profunda homofobia que se ha experimentado en la
católica Polonia desde antes incluso de la caída del telón de acero, y
explica también la reciente aprobación en la asiática ex-república
soviética de Kirguizistán de una ley homófoba muy parecida a la rusa
pero más dura si cabe. Dicha homofobia puede medirse socialmente en
todos los territorios adscritos a Rusia en el pasado, y en la propia
Rusia. En julio una encuesta daba las inquietantes cifras de que un 41%
de la población rusa apoya la represión contra la homosexualidad con el
objetivo de “exterminar el fenómeno”. Del 59% restante, no sería
descabellado pensar que buena parte consideraría la homosexualidad como
una enfermedad mental tratable mediante terapias psiquiátricas y no
usando la cárcel o las multas.
Pero también hay algo de política internacional en esto. Las sombras
de la Guerra Fría todavía prevalecen, y los conflictos entre los dos
antiguos bloques continúan, prosiguiendo frecuentes desencuentros entre
EEUU y Rusia en temas de política internacional. Las políticas
homosexuales en cada bloque se articulan de una forma antagónica al
otro. Las leyes anti-discriminación se usan para criticar a Oriente y
reafirmar la “tolerancia” que las personas disidentes sexuales “gozan”
en Occidente, reafirmando sus políticas de integración del deseo
homosexual en la sociedad de consumo, y ocultando la inmensa cantidad de
discriminaciones por sexualidad o género que se siguen viviendo bajo
sus fronteras, tanto institucionales como sociales. Por su parte, los
países del Este europeo ven las políticas “pro-homosexuales” europeas
como una aberración que muestran a su población el camino político a no
seguir, pero a la vez Rusia no quiere separarse del todo de sus vecinos
europeos.
Los Juegos Olímpicos de Invierno en Sochi en 2014 dejaron este
conflicto a la vista: la presencia de atletas internacionales
abiertamente homosexuales motivó declaraciones de las autoridades de la
zona conminándolos a no hacer demasiado alarde de ello, mientras el jefe
del Estado, Vladimir Putin, ante la represión ejercida contra los
manifestantes homosexuales que protestaban y llamaban al boicot a las
Olimpiadas, aseguró que él tenía amigos gays, por lo que no es homófobo
(qué típico), y justificaba la legislación homófoba con el objetivo de
proteger a los niños y a las familias tradicionales.
En cuanto a las principales afectadas de esta legislación, las
personas trans, lesbianas o gays, su vida se les ha complicado
notablemente, teniendo que esquivar funcionarios del estado y grupos
neonazis para poder ejercer su sexualidad y afectividad, y asumiendo una
detención y una cuantiosa multa (transformada en cárcel de no pagarse)
si salen a la calle a visibilizar su existencia y defender sus
prácticas, cuerpos y deseos. Buena parte ya está recurriendo a los bares
clandestinos, al exilio o al armario, cuando no al suicidio. Desde
Madrid no mucho podemos hacer para evitar esta situación, que queda en
última instancia en manos de nuestras compañeras rusas, pero campañas
como boicots a intereses comerciales rusos, acciones contra
instituciones oficiales del estado ruso o de sus apoyos directos o redes
de acogida a personas exiliadas se han puesto ya en práctica en EEUU y
Alemania.
Aunque no parece que vayamos a tener próximas legislaciones
similares en el mundo occidental (aunque no podemos bajar la guardia,
como demuestra la similar reforma que se aprobó la Inglaterra bajo
Margaret Thatcher en la cercana fecha de 1988, ya revocada), sigue
siendo necesario plantar cara al heterosexismo y el patriarcado en la
forma en que se formulan actualmente en Occidente, así como combatir a
quienes desean que una legislación homófoba como la rusa se mundialice,
contra los cuales la lucha sigue siendo el único camino.
Fuente: http://www.todoporhacer.org/homofobia-en-rusia
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