Como libertarios, nuestra postura ha de basarse en la denuncia de ese «bien común» que se mantiene, no sólo con las porras de la policía, sino también con la complicidad y la modorra del resto de la sociedad, en la denuncia del Estado como único delincuente.
A la hora de analizar la delincuencia como fenómeno social hemos de empezar rechazando las interpretaciones que «los civilizados» de izquierda y derecha han vertido a los cuatro vientos sobre el tema. Los análisis que ellos nos ofrecen están mediatizados por unas categorías ideológicas que los hacen ser intencionadamente parciales e incompletos. Se analiza la delincuencia desde el concepto de la ley, una ley definida por y desde el Poder, y que en último extremo es la institucionalización de la dominación de una clase sobre otra.
Todo análisis de la delincuencia está presidido por la dicotomía «normal-anormal», pero no cuestiona quién marca la norma, sino que se da por admitido el abstracto consenso universal que tiende a identificar norma y justicia. Su norma, su justicia, las que unos crean y otros padecen.
Las interpretaciones que nos ofrecen las «fuerzas organizadas» que intentan cambiar el mundo desde los cómodos sillones del Parlamento no difieren mucho de los análisis que desde el Poder nos hacen aceptar, y acaso alguien se sorprenda de que de las disciplinadas filas del inefable PC salgan declaraciones como la que nos brinda Antonio Rato: «Creo que al delincuente se le debe aislar por la misma razón que se aísla al portador de un virus o a un demente peligroso. Es decir, sin tratar de penetrar en el fondo de su conciencia, ni mucho menos de evaluar hasta qué punto es responsable en concreto de su personalidad.» No es en absoluto casual que se difundan en el PC estas interpretaciones: existe el mismo interés por la represión en los grupos que están en el Poder como en los que aspiran a él.
El hecho de que se ofrezca esta «realidad de la delincuencia», presentándola como un fenómeno a reprimir, pero sin intentar buscar sus causas y raíces, sólo puede responder a una asombrosa ingenuidad o a una estrategia interesada, y hay quienes no nos creemos eso de la ingenuidad del Poder.
La «necesidad» del delito
Se trata de hacer de la delincuencia una realidad al servicio del sistema, de aislar al delincuente y colgarle la etiqueta del «mal»; el Estado se presentará esgrimiendo la bandera del «bien», y con este aval se encargará de eliminar las malas hierbas que crecieron junto a los demás ciudadanos de «bien» y, de «orden».
En última instancia el fenómeno delictivo presta al Estado un pingüe servicio: justifica su existencia en cuanto defensor del orden y la paz. El Estado necesita del desorden y del mal para justificar sus mecanismos de reproducción y defensa. ¿Qué sentido tendría una policía en una sociedad sin delito?
El Estado necesita del delito tanto que cuando le interesa se lo inventa: se provoca para después reprimir.
Detrás de esta fachada de defensores quedan camuflados los intereses de la clase dominante, que con esta ideología del delito mata dos pájaros de un tiro: asegura su reproducción como clase (no sólo a nivel político, sino también a nivel sicológico, en cuanto que sus criterios morales son asimilados por la sociedad) y, por otro lado, institucionaliza y normaliza la represión y el castigo para destruir a los elementos rebeldes con la irnpunidad que le da la aceptación del delincuente como «malo» y «peligroso», no sólo para el Estado, sino para toda la sociedad.
Es un círculo: unas estructuras crean el delito y otras lo reprimen, pero una sola mano maneja los hilos.
De este modo se hace recaer toda la violencia reprimida de la sociedad sobre una parte de ella misma, los delincuentes, desviando así lo que pudiera tener de revolucionario y subversivo.
El «caldo de cultivo»
Una ciencia al servicio del sistema va a interpretar la delincuencia como un fenómeno desligado de su contexto social: el mundo capitalista. Así, la genética hablará del cromosoma del criminal y la sociología y sicología intentarán explicarla como resultado de un aprendizaje patológico; pero si queremos buscar las raíces de la delincuencia ciertamente las encontraremos en el carácter capitalista de la sociedad, tanto de los Estados llamados capitalistas como de aquellos otros países basados en un capitalismo de Estado.
Decir que la delincuencia es patrimonio de la clase obrera no es desvelar ningún misterio: la procedencia de la población penal está clara a los ojos de todos; pocos hijos de la burguesía podemos encontrar en Carabanchel o en la Modelo. Es del mundo obrero de donde salen los candidatos a las celdas de nuestras prisiones.
Las grandes ciudades donde nos almacenan para que seamos más rentables y productivos son viveros de delincuencia. El emigrante que llegó a la capital a pedir que le explotaran se da cuenta de que las ocho horas de trabajo, si es que aceptaron su solicitud de explotación, no llegan para comprar esos productos que a todas horas le estan incitando a comprar. La constante frustración que crea el desequilibrio entre el deseo incrementado por la publicidad y la limitada capacidad adquisitiva tiene dos salidas: la docil (horas extras, letras para toda la vida…) y la rebelde, es decir, el delito.
El mundo capitalista está organizado para producir dóciles currantes que produzcan más y mejor y que consuman aquellos que mayores beneficios rinda al capitalismo. En un mundo tal el único delincuente es el Estado, de aquí la necesidad de dar la vuelta al concepto de la delincuencia: debemos asumir el hecho de que en esta sociedad ser delincuente es rebelarse contra las estructuras alienantes que la configuran. Intentar ser libre y recuperar lo que nos pertenece es ser calificado de delincuente por esta sociedad.
Estado y delincuente
Una ideología represiva subyace en el discurso de las relaciones capitalistas: unos mandan, controlan la producción, los medios de comunicación, hacen las leyes…. otros obedecen, producen y acatan las leyes y la autoridad. Esto es el orden y el bien común, el Estado cuida de nosotros para que el mundo no se sumerja en el caos y la anarquía; en tres palabras: establece la norma.
Frente a esta sociedad ordenada, de individuos normales y obedientes, y en contra ella se levantan la antisociedad, el desorden, el caos y el mal. No se sabe, ni por otro lado interesa saber, de dónde procede este grupo de transgresores, pero el poder ha de combatirlos y estirparlos del mundo del orden, porque ponen en peligro el bien común, o sea los intereses del Poder.
Y para combatir este grupo social se crean las leyes, la justicia. Aquí encuentra la cárcel su razón de ser: aislar al delincuente, encerrarlo para que no destruya al «bien común», que tan trabajosamente hemos construido.
La cárcel no está destinada a extinguir el delito, sino a controlarlo y a rentabilizarlo; en cuanto tal, la cárcel significa el último eslabón que cierra el círculo de la opresión y el más degradante de todos.
«Tenemos que convertir las cárceles en islotes donde meter a los delincuentes para que se destruyan entre sí.» Estas declaraciones de un fiscal de Burgos son suficientemente elocuentes.
Pero, ante todo, la cárcel es el lugar en donde la represión institucionalizada alcanza las más altas cotas de degradación humana: palizas, chantajes, tortura, incomunicación, aniquilación sicológica, todo queda oculto tras los muros y las vallas electrificadas.
En una carta al ministro de Justicia, Emilio Monteseril, funcionario de la cárcel Modelo de Barcelona, después de pedir la excedencia, decía textualmene: «Las cárceles no son más que trituradoras de hombres, y nosotros los carceleros somos sus verdugos.»
Los medios de comunicación: un arma eficaz
Los medios de comunicación, como canales que el poder utiliza para la transmisión de su ideología, juegan un papel decisivo en el «manejo» del fenómeno delictivo.
A través de la prensa de sucesos se constata la presencia de otros jueces, «los jueces de papel impreso», que se yerguen como tendenciosos moralizadores de los hechos y que, en última instancia, constituyen una «conciencia normativa» paralela.
El lenguaje utilizado no es, ni mucho menos, neutral, va dirigido a crear un sistema de reflejos emocionales que actuarán ante valores-palabras fetiche. «Delincuente», «drogado», «homosexual», son ejemplos claros de palabras fetiche que desencadenarán una intensa emocionalidad.
Tras ser objeto de bombardeo continuo sobre situaciones de accidentes, robos, suicidios (previamente moralizados), nos invade un sentimiento de inseguridad total que nos lleva a reclamar la presencia de un poder que con su control, vigilancia y castigo nos garantice el «bien» amenazado y el «orden» transgredido.
La jugada que se efectúa a través de los medios de comunicación es pcrfecta: reclamamos nosotros mismos lo que ellos desean establecer. No imponen la vigilancia, el control o el castigo, sino que éstos son solicitados y el Poder los concede.
Delincuencia y subversión
Ante el Poder, el delincuente y el revolucionario son, con algunas diferencias de matiz, subvertidores del sistema social establecido.
A pesar de que el delincuente no actúa movido por una concepción revolucionaria o crítica de la realidad, marca el camino de la revolución, a menudo olvidado por el político: la destrucción fáctica del orden establecido. El delincuente se presenta así como un «subversivo» sin conciencia de tal, que a su modo lucha contra la opresión de unas estructuras capitalistas que marginan a los individuos según su poder adquisitivo o su clase social.
Pero la identificación total del delincuente y el revolucionario es, con mucho, una afirmación gratuita. Si bien el delincuente lleva impresa en su conducta una crítica al trabajo asalariado, un rechazo de la moral de obediencia y resignación que el Poder nos impone, sus actos no tienen como fin la abolición del salario, de la autoridad o de la moral burguesa, sino que son la expresión de una rebeldía espontánea pero sin objetivos.
Del mismo modo, el delincuente explicita una crítica de la mercancía que es sólo parcial e inconsciente: con el robo critica el valor de cambio de la propiedad, pero sin cuestionar su valor de uso, El robo viene a menudo a satisfacer las exigencias del consumismo.
Marginación y revolución
La delincuencia y la marginación en general vienen a indicarnos que la lucha contra el Estado no puede quedarse en las ‘reivindicaciones salariales y en meros intentos de recuperación de plusvalía, que la opresión ideológica es quizá más sutil, pero también más virulenta y brutal que la opresión económica. La marginación señala la lucha contra la superestructura como condición «sine qua non» para la liberación social, así la lucha de los grupos marginados está centrada en la crítica a la autoridad y la ideología represora que conlleva, en la rebeldía contra la alienación que enmarca nuestra vida, pero a menudo pierde de vista al factor central del sistema capitalista: las relaciones de producción.
En este sentido la tarea fundamental sigue sin hacerse: dotar a la lucha de los marginados de unos horizontes de lucha social, extender la crítica individualizada y visceral que el marginado hace a la autoridad y al sistema y situarla en un contexto global y crítico. Es decir, reivindicar la «locura», la sexualidad libre, el consumo de droga o la negación al trabajo asalariado, no como expresiones viscerales de unos cuantos maniáticos ante una sociedad represiva, sino como propuesta de subversión ante una sociedad enferma.
El revolucionario ha de darse cuenta de que ha de ser un delincuente si quiere acabar con el orden establecido.
Delincuentes del mundo, si es que llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones, unámonos y destruyamos éste.
Germinal Rodríguez
Bibliografía
• Deligny, Fernand: Los vagabundos eficaces. Ed. Estela, Barcelona, 1971. – Grupos marginados y peligrosidad social. Campo Abierto Ed., Madrid, 1977.
• Basaglia, Franco: La institución negada. Ed. Barral, Barcelona, 1977.
– La mayoría marginada. Ed. Laia, Barcelona, 1973.
• Becker, Howard: Los extraños, sociología de la marginación. Editorial Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1971.
Artículo publicado en la revista Bicicleta (región ibérica) Nº6 Mayo 1978
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