Ciudad no es el nombre correcto para llamar a las aglomeraciones urbanas actuales, esclavas de los vehículos, sin límites, sin unidad y sin proyecto común. Es más propio el término de conurbación. Las movilizaciones en defensa del territorio pueden originarse en ella, pues la conurbación no deja de ser parte del territorio, aunque sea parte destruida. La defensa del territorio es también una defensa de la ciudad en el verdadero sentido de la palabra, al menos tanto como la defensa de la ciudad es en buena parte desurbanización. Por otro lado, la mercantilización completa del territorio, arruina lo que podía quedar de libre y gratuito en el modo de vida rural, que queda totalmente convertido en un modo de vida suburbano. Desde el lado creativo, se puede combatir perfectamente la destrucción territorial desde las barriadas urbanas estableciendo puentes con el campo, bien para instalarse allí, bien para llevarlo a la conurbación. No es necesario extenderse sobre los grupos de consumo y los huertos urbanos. Desde el lado de la resistencia, dado que el campo se halla casi despoblado, los contingentes necesarios para oponerse a los ataques han de venir forzosamente de las conurbaciones. Resumiendo: tanto en el campo como en la conurbación hay que impulsar modos de vida no capitalistas, es decir, todo lo que se pueda al margen de la economía y del Estado, al tiempo que se organiza la resistencia contra las constantes agresiones territoriales.
¿Es compatible esta oposición con el modo de vida urbano actual?
Es
evidente que existe una enorme oposición entre el espacio tal como lo
conforma la mercancía, y tal como sería si albergara una humanidad
liberada. Lo mismo sucede con el tiempo. La forma de vivir que impone el
capitalismo, pagando y cobrando por todo, es absolutamente incompatible
con un modo de vida biológica y culturalmente equilibrado, solidario y
libre.
¿Cómo sería la defensa
del territorio desde la ciudad? La defensa de los barrios, ¿sería un
buen punto de partida para defender la tierra?
La
decisión de combatir, tanto dentro como fuera de la conurbación,
resulta de la toma de conciencia del conflicto real que han provocado
las contradicciones del sistema de dominación, las cuales son bien
visibles en la destrucción del territorio y en la exclusión social. La
contradicción principal, que le viene de fuera, es la que existe entre
unas necesidades ilimitadas debidas al crecimiento y unos recursos muy
limitados que la tecnología no puede prolongar. En contrapartida, la
mayor contradicción interna reside en la misma producción capitalista,
cuando el precio del trabajo, siempre a la baja, y el estallido de las
burbujas crediticias, no permiten alcanzar la cota de consumo necesaria
para obtener suficientes beneficios. O dicho de otro modo, cuando la
extracción de plusvalía no basta para asegurar la reproducción ampliada
de capitales. La lucha social desde las barriadas está adoptando un
doble aspecto; por una parte, la creación de circuitos de
abastecimiento, transporte y formación al margen de la economía y del
Estado; por la otra, la puesta en marcha de medios de autoorganización y
autodefensa como las asambleas de barrio, las comisiones y los
piquetes. Son indicadores de la descolonización de la vida cotidiana y
la desestatización de la vida pública.
Qué hacer con el concepto de clase en el marco de la defensa del territorio. ¿Existe la clase obrera? ¿Hay lucha de clases?
El
capitalismo, al apoderarse de toda la sociedad y extenderse por ella a
todos los niveles, genera constantes antagonismos y estos son fuente de
conflictos. La sociedad capitalista se halla dividida. Cuando un
fragmento o parte es consciente de sí misma, de su fuerza y de sus
posibilidades, forma una clase. Las clases no son factores sociales
estables; evolucionan y se transforman de acuerdo con el resultado
cambiante de las alianzas y los enfrentamientos entre sí. Son productos
históricos. Desde que un poder separado llega a constituirse, hay una
clase dominante y una población dominada. Que esta llegue a formar una
clase para si depende de la conciencia que pueda nacer de su resistencia
a la dominación y de sus intentos por liberarse de ella. En las
actuales condiciones de producción y consumo, los trabajadores no forman
una clase. No quieren salirse del sistema; solamente aspiran a
prosperar dentro de él. No son capaces de la menor autonomía; siempre
actúan a través de mediadores. Eso es así porque el conflicto laboral no
trasciende al capitalismo, no plantea su superación, sino que se
mantiene siempre en su terreno: el trabajo nunca ha sido sino la otra
cara del capital. La lucha por los salarios o el empleo ignora
expresamente la naturaleza del trabajo y sus consecuencias. Ejemplos
recientes: los mineros nunca se han planteado el impacto en el medio
ambiente de las actividades extractivas; los obreros que fabrican
automóviles o refrescos, o los que construyen autopistas o centrales
nucleares, no se cuestionan jamás la finalidad de lo que están haciendo.
No se preguntan por la utilidad social del trabajo, y mucho menos
persiguen su abolición como mercancía: sencillamente desean su
conservación y una mejor remuneración. Lo que realmente quieren es
mantener el acceso a las mercancías, no desertar de su mundo; llevar un
modo de vida consumista que han interiorizado, no desprenderse de él. La
mercancía es la vida cuando la vida no es más que mercancía. Cuando
cualquier otra cosa no cuenta, el acceso seguro al mercado lo es todo.
Esas luchas pues, no disuelven las condiciones presentes, porque nada
tienen que ver con la lucha de clases. Cuando el imperio de la mercancía
es total, la clase antagónica, verdaderamente anticapitalista, no puede
forjarse desde dentro, desde el trabajo, sino desde fuera, desde el
vivir. En el combate por el ágora, por la justicia social; en la
agroecología, en la defensa del territorio. Allí es donde mejor puede
desprenderse el trabajador de la alienación que le coloca fuera de sí.
Por encima de cualquier estatuto del trabajo está la constitución de la
libertad.
Si hay un éxodo
urbano hacia el campo, ¿cómo sería esa transición poblacional, si fuera
insostenible vivir en la ciudad? ¿Cómo afectaría al campo, a lo rural?
La
imposibilidad de supervivencia en las conurbaciones empujaría la
población al campo sin duda, pero los efectos sobre el territorio
dependerían de cómo se realizara el proceso. Si fuera de manera
consciente, la ruralización no sería traumática ni desastrosa. Daría
lugar a comunidades vecinales. Si se lleva a cabo inconscientemente, por
el mordisco del hambre, la ruralización será desordenada y depredadora,
ocasionando caos y violencia, pues dominarían las bandas de
desesperados y las mafias. Dará lugar a miniestados militaristas. Que la
humanidad del fin de la civilización transcurra por vías populistas y
fascistas, o al contrario, escoja los caminos de la emancipación, no
dependerá más que del desenlace de un proceso de luchas sociales más
intenso que todos los del pasado.
¿Cómo
serían las alianzas entre las luchas en teoría cada vez más numerosas
en defensa del territorio y otras luchas más tradicionales?
Las
luchas de tipo laboral, contra los recortes en sanidad, contra los
desahucios o contra el encarecimiento del transporte público o de la
electricidad, son legítimas y necesarias, pues para quien ha quedado
atrapado en la sociedad de mercado la supervivencia es lo primero. Pero
sólo la defensa del territorio puede darles perspectivas
anticapitalistas y catalizar la formación de comunidades. La conexión de
unas luchas con otras no es fácil, porque la integración que domina en
unas y la segregación que debería hacerlo en otras, son fenómenos
opuestos. Además, casi siempre la defensa del territorio discurre por
cauces ciudadanistas, que aíslan los problemas y tratan de
compatibilizarlos con el progreso capitalista. Es algo muy evidente en
los conflictos “nimby”
(no en mi casa, pero sí en otra parte) y en las formas de rentabilizar
la exclusión conocidas como “economía social”. Así pues, en las actuales
circunstancias, cuando la radicalización no parece deseable a la
mayoría, de producirse una conexión lo más probable sería que se
impusieran mecanismos integradores.
¿Cómo será el equilibrio, inestable en apariencia, entre la crisis ecológica y la crisis del valor en el capitalismo?
No
hay equilibrio, hay interacción. Quienes tras la debacle financiera
apuntan a la crisis del “valor”, proclaman la perdida de función del
dinero, su expresión material, lo que no es cierto. El “corralito”
argentino no se ha vuelto a repetir. La confianza en el dinero no se ha
evaporado y por consiguiente éste conserva su valor de cambio; traduce
ese valor. El desarrollo capitalista, aunque zigzagueando, sigue
adelante, por lo que el descenso de la tasa de ganancia, la caída del
“valor”, aún puede compensarse, principalmente con la destrucción del
territorio: eólicas, fracking, cultivos transgénicos, incineradoras,
infraestructuras… Por lo demás, la crisis reviste variados aspectos:
económico, cultural, político, ecológico, energético, demográfico,
alimentario, sanitario, urbano… Es una crisis global, signo de la
quiebra de los sistemas metropolitanos y, en general, de la fragilidad
del capitalismo contemporáneo.
Cuando
el barco se hunde –cuando el desarrollo se vuelve problemático– buscar
la causa primera o la relación entre todas no es lo importante, pues lo
que urge es ponerse a salvo y organizar tanto la supervivencia en
colectividad como el desmantelamiento de la megamáquina.
http://argelaga.wordpress.com/ |
Miquel Amorós
Cuestionario para la charla del 26 de abril de 2014 en la librería Eleutheria, de Madrid.
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