Cada día que pasa se hace más
necesario desterrar de las filas del izquierdismo la figura estimada del
trabajador. Ser un trabajador no es ningún orgullo, sino una
penitencia. Nuestro pecado capital ha sido y será la mitificación del
trabajo como valor humano. El marxismo y el anarcosindicalismo han hecho
suyas la tesis nacionalsocialista de que el trabajo nos hará libres,
cuando, realmente, el laborar está más próximo al contravalor, al
suicidio del alma. Más allá de la advertencia realizada por Engels y
Marx acerca del salario, donde la plusvalía era la única explotación
dada, hay que comprender que el trabajo en sí, en toda su
dimensión, es un crimen, la forma de dominación más efectiva creada por
los poderes.
El hombre, por
naturaleza, no desea trabajar. Las conquistas del movimiento obrero han
ido siempre encaminadas en esa dirección. Las reducciones en la jornada
laboral y la mejora en las condiciones, bajas médicas, de lactancia,
etc. son en esencia formas merecidas de escaqueo. Amamos el tiempo
libre, las vacaciones. Deseamos disponer tiempo para el ocio. El trabajo es uno de los mayores productores de enfermedades mentales y sociales contemporáneos.
El estrés o la depresión, así como las rupturas de los núcleos
familiares o sentimentales, la soledad, la incomprensión familiar o la
ausencia de tiempo pedagógico, son la metástasis del trabajo.
Es en el trabajo donde más se nos enseña a respetar las reglas, donde se nos configura como seres del sistema.
Se imponen un horario; unas obligaciones no consensuadas, puesto que el
trabajo es un aprovechamiento por parte de patrón de la necesidad del
trabajador de existir; unos turnos para realizar nuestras funciones
fisiológicas de aseo, excreción y alimentación; y un temor constante
provocado por la creciente incertidumbre que crea el despido libre, el
trabajo temporal y, en definitiva, la inestabilidad del puesto de
trabajo. Es, trabajar, una manifestación de poder en carne viva,
comparable al sistema penitenciario. Y no lo es porque las actuales
condiciones laborales sean precarias: el simple hecho de intercambiar
experiencias por dinero ya es una maldición para el hombre. El dinero, y
el trabajo como manera de generarlo, es jerarquía y represión.
Es desesperanzador ver al
trabajador esforzarse en contentar las apetencias fetichistas de la
patronal. Estos caprichos son estéticos, modificando el aspecto
personal; de consumo, modificando las vestimentas; de trato, sumiéndose
en un proceso autoritario en el que el respeto es el mismo que el
ejecutado tiene al verdugo tratando de ganarse el perdón de su vida con
la amabilidad; de tiempo, pues empleamos el máximo del nuestro a
modificar nuestra posición laboral (del desempleo al empleo, y del
empleo a otra posición laboral más privilegiada) con la elaboración de
currículums atractivos y haciendo marketing sobre nosotros mismos. El
currículum, en sí mismo, es fruto de la depravación más devastadora del
trabajo, en el que de conformidad resumimos nuestra experiencia vital a
aquel conocimiento que consideramos susceptible de ser empleable.
Capitalismo-explotación
En
este sentido, tanto el patronato como la organización sindical,
principalmente esta última, insiste en la necesidad de formar al
trabajador para ser un mejor trabajador. El trabajo ha dejado de ser
derecho para ser un deber, en el cuál es necesario estar preparado y
competir con el prójimo en una inhumana batalla por demostrar quién
posee unas habilidades más eficazmente explotables. Pasamos la vida, y más aún los periodos de desempleo, entrenando nuestra capacidad de ser esclavizados.
La
enseñanza superior, la Formación Profesional y la cada vez más
mercantilizada formación universitaria, no tiene más interés que el
dotarnos de unos conocimientos inútiles fuera del trabajo. Éste es el
centro hegemónico de la vida. El consenso en torno a los valores de
sacrificio y disciplina ligados al trabajo es claro. Nosotros mismos,
como clase, miramos con recelo al vago, al que busca equilibrar la
balanza del aprovechamiento con el patrón, al que trata de ponerse a su
nivel rebajando la calidad y jornada de trabajo. No importa la
naturaleza del patrón, si es estatal o iniciativa privada. El trabajo es
el método de control social de nuestro tiempo, y es necesario
reaccionar contra él privándole de su existencia.
Ello
no significa que debamos abandonar de manera autónoma y unilateral el
mundo del trabajo. Sabemos que el desempleo es un drama y que no es
fácil sobrevivir, no sólo biológicamente sino humanamente, sin dinero. Y
sabemos, también, que en la mayoría de los casos, tampoco sería honrado
vivir del trabajo de los demás compañeros. Nuestra madurez está caminar
cada vez más firme en la senda del socialismo libertario. Poco a poco
ir creando las condiciones necesarias para depender menos del dinero y,
por tanto, del trabajo.
Vivir para
uno y para sus compañeros y compañeras, no para el trabajo. Las
asociaciones libres seguirán existiendo, pero no de trabajadores, sino
de creadores y de jugadores. Crear y jugar es innato al hombre. Nuestra
infancia lo pone de manifiesto. Sentimos la necesidad más o menos
constante, en su justa medida, de hacer cosas, la mayoría de ellas,
útiles, tanto para el individuo como para la sociedad. Es la verdadera
vocación, la verdadera aplicación de nuestras habilidades, al margen de
salarios o prestigios sociales vinculados a la profesión. El individuo
puede producir bienes y bondades para la comunidad sin necesidad de
estar sometidos a yugo y al látigo de la explotación laboral. Más allá
de ganar o perder, el juego se realiza por la propia experiencia de
jugar cuando éste es entendido sanamente. Esta es la alternativa
propuesta al trabajo: la libertad.
A. Tarín
Extraído de http://arrezafe.blogspot.com.es
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