El período iniciado después de la pasada guerra
mundial, y que hoy ha conducido a una nueva catástrofe de
incalculable alcance, no solamente ha echado por la borda una
cantidad de instituciones políticas y sociales, sino que ha dado
también una nueva dirección al pensamiento y lleva hoy a la
conciencia de muchos lo que algunos habían reconocido hace tiempo.
No sólo se ha producido una modificación en el pensamiento de las
capas burguesas de la sociedad; el mismo cambio se advierte también
en el campo del socialismo. La gran mayoría de los socialistas que
han creído con Marx en la misión histórica del proletariado y
sostuvieron con el marxismo que “de todas las clases que se
encuentran hoy frente a la burguesía, sólo el proletariado es una
clase realmente revolucionaria”, se encuentran ahora ante fenómenos
que no se puede explicar con argumentos puramente económicos. Era
muy cómodo ver en el proletariado al heredero de la sociedad
burguesa y creer que eso obedecía a férreas leyes históricas, tan
inflexibles como las leyes que rigen al universo.
Este es el defecto inevitable de todos los conceptos
colectivos y de las generalizaciones arbitrarias. Pero el pensamiento
y la acción del hombre no son sólo un resultado de su incorporación
a una clase. Está sometido a todas las influencias sociales
imaginables y, sin duda, también depende, en parte, de ciertas
disposiciones innatas que encuentran la expresión más variada bajo
la acción del ambiente social circundante. Seis hijos engendrados
por el mismo padre proletario, dados a luz por la misma madre
proletaria y crecidos en el mismo ambiente proletario, siguen, en el
desarrollo de su vida ulterior, los caminos más divergentes y son
atraídos por toda suerte de aspiraciones sociales, o son reacios a
todo sentimiento social. Uno llega al campo hitleriano, el otro se
vuelve comunista, socialista, reaccionario, revolucionario,
librepensador o sectario religioso. ¿Por qué ocurre eso? No lo
sabemos, y tampoco los mejores ensayos de explicación son capaces de
descubrirnos absolutamente el desenvolvimiento del individuo.
Si el pensamiento de la evolución tiene un sentido,
sólo puede consistir en el hecho que todo fenómeno lleva en sí las
leyes de su formación gradual, leyes que se ajustan a las
condiciones externas del ambiente social y natural. Ya el hecho
singular de que la fe en la “misión histórica del proletariado”,
la idea misma del socialismo, no han nacido del cerebro de los
llamados proletarios, sino que han sido inventadas por descendientes
de otras clases sociales y fueron presentadas a las clases
trabajadoras como un condimento listo para el consumo, debería sonar
algo críticamente.
Casi ninguno de los grandes precursores y animadores
del pensamiento socialista ha surgido del campo del proletariado. Con
excepción de J. P. Proudhon, E. Dietzgen, H. George y algún par de
ellos más, los representantes espirituales del socialismo de todos
los matices han surgido de otras capas sociales. Ch. Fourier, H.
Saint-Simon, E. Cabet, A. Bazard, C. Pecqueur, L. Blanc, E. Buret,
Ph. Buchez, P. Leroux, Flora Tristan, A. Blanqui, J. de Collins, W.
Godwin, R. Owen, W. M. Thompson, J. Gray, M. Hess, K. Grün, K. Marx,
F. Engels, F. Lasalle, K. Rodbertus, E. Düring, M. Bakunin, A.
Herzen, N. Chernichevsky, P. Lavroff, Pi y Margall, F. Garrido, C.
Pisacane, E. Reclús, P. Kropotkin, A. R. Wallace, M. Fluerschein, W.
Morris, N Hyndman, F. Domela Nieuwenhuis, K. Kautsky, F. Tarrida del
Mármol, F. Mehring, Th. Hertka, G. Landauer, J. Jaurés, Rosa
Luxemburg, H. Cunow, G. Plekhanof, N. Lenín y centenares más, no
eran miembros de la clase obrera.
No fueron las leyes de la “física económica”
las que llevaron a esos hombres y mujeres al campo del socialismo,
sino principalmente motivos éticos, aun cuando quizás en algunos
también hayan intervenido otros factores. Su sentimiento de
justicias se rebeló contra las condiciones sociales de su tiempo y
dio a su pensamiento una orientación determinada.
Y, por otra parte, vemos que hombres como Noske,
Hitler, Stalin y Mussolini, que han surgido de las más bajas capas
sociales, se han elevado a la categoría de los peores enemigos de un
movimiento obrero independiente y se convirtieron en vehículos
conscientes de una reacción social cuya significación para el
próximo futuro de la historia humana no se puede calcular todavía.
Si se pudiera probar que la pertenencia a una clase
determinada influye tan fuertemente en el pensamiento y en el
sentimiento del hombre que le distingue, por toda su esencia, de los
miembros de las otras clases sociales y le lleva por una dirección
completamente determinada, entonces se podría hablar, quizás, de
“necesidades” y de “misiones históricas”. Pero como no es
así, por esa senda no se llega más que a peligrosos sofismas que
transforman el pensamiento viviente en un dogma muerto, incapaz de
otro desarrollo. Lo que hoy se suele calificar como “contenido
social” de una clase, como “psicología” de una raza o
“espíritu” de una nación, es siempre el resultando de un
trabajo mental individual que se atribuye luego, arbitrariamente,
como supuesta “ley de su vida”, a la clase, a la raza o a la
nación. En el mejor de los casos, no pasa de una ingeniosa
especulación. Pero en la mayoría de las veces obra como una
fatalidad, pues no estimula nuestro pensamiento, sino que lo condena
a una infecunda parálisis.
La clase es sólo un concepto sociológico que tiene
para nosotros la misma significación que la división de la
naturaleza orgánica, por el hombre de ciencia, en diversas especies.
Es un fragmento de la sociedad, como la especie es un fragmento de la
naturaleza. Atribuirle una “misión histórica” es incurrir en un
juego especulativo de nuestro pensamiento y no tiene mayor valor que
si un naturalista quisiera hablar de la misión de los cocodrilos, de
los monos o de los perros. No es la clase, sino la sociedad en que
vivimos, y de la cual la clase no es más que una parte, la que
influye continuamente hasta en lo más profundo de nuestra existencia
espiritual. Toda nuestra cultura, el arte, la ciencia, la filosofía,
la religión, etcétera, es un fenómeno social, no un fenómeno de
clase, y se impone a cada uno de nosotros, cualquier que sea la capa
social a que pertenezcamos.
¿No nos ha dado Alemania en este aspecto un ejemplo
clásico? Hay todavía a estas horas bobos que no quieren ver en el
movimiento hitleriano más que una rebelión de la pequeña
burguesía, afirmación absurda privada de todo fundamento. En la
institución del Tercer Reich han contribuido los hombres de todas
las clases sociales y no en último término las grandes masas del
proletariado alemán. En 1924 recibió Hitler en las elecciones
1.900.000 votos; diez años más tarde, en 1934, esa cifra alcanzó a
13.732.000. El ejército pardo de Hitler no se componía solamente de
pequeño burgueses y de intelectuales, sino, principalmente, de
obreros alemanes que, a pesar de su origen proletario, fueron tan
subyugados por las ideas del fascismo como las otras capas sociales.
Si se quiere combatir eficazmente la barbarie
general que amenaza nuestra cultura, hay que renunciar a más de un
dogma muerto y arrojar al montón de desperdicios más de una “verdad
absoluta”.
Rudolf Rocker
No hay comentarios:
Publicar un comentario