1637
Bahía de Massachusetts
«Dios es inglés»
dijo el piadoso John Aylmer, pastor de
almas, hace unos cuantos años. Y John Winthrop, fundador de la
colonia de la bahía de Massachusetts, afirma que los ingleses pueden
apropiarse de las tierras de los indios tan legítimamente como
Abraham entre los sodomitas: Lo que es común a todos no pertenece
a nadie. Este pueblo salvaje mandaba sobre vastas tierras sin título
ni propiedad. Winthrop es el jefe de los puritanos que llegaron
en el Arbella, hace cuatro años. Vino con sus siete hijos. El
reverendo John Cotton despidió a los peregrinos en los muelles de
Southampton asegurándoles que Dios los conduciría volando sobre
ellos como un águila, desde la vieja Inglaterra, tierra de
iniquidades, hacia la tierra prometida.
Para construir la nueva Jerusalén en
lo alto de la colina, vienen los puritanos. Diez años antes del
Arbella, llegó el Mayflower a Plymouth, cuando ya
otros ingleses, ansiosos de oro, habían alcanzado, al sur, las
costas de Virginia. Las familias puritanas huyen del rey y sus
obispos. Dejan atrás los impuestos y las guerras, el hambre y las
pestes. También huyen de las amenazas del cambio en el viejo orden.
Como dice Winthrop, abogado de Cambridge nacido en cuna noble, Dios
todopoderoso, en su más santa y sabia providencia, ha dispuesto que
en la condición humana de todos los tiempos unos han de ser ricos y
otros pobres; unos altos y eminentes en poder y dignidad y otros
mediocres y sometidos.
La primera vez vieron los indios una
isla andante. El mástil era un árbol, y las velas, blancas nubes.
Cuando la isla se detuvo, los indios se acercaron, en sus canoas,
para recoger fresas. En lugar de fresas, encontraron la viruela.
La viruela arrasó las comunidades
indias y despejó el terreno a los mensajeros de Dios, elegidos de
Dios, pueblo de Israel en las arenas de Canaan. Como moscas han
muerto los que aquí vivían desde hace más de tres mil años. La
viruela, dice Winthrop, ha sido enviada por Dios para obligar a los
colonos ingleses a ocupar las tierras desalojadas por la peste.
Memorias del fuego I. Los
nacimientos.
Eduardo Galeano
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