Susan Rawlings se encierra en la habitación 19 del Fred’s Hotel. Sola, sin responsabilidades, después de doce años de matrimonio se empeña en buscarse a sí misma otra vez. Está enfadada, de una manera irracional y absurda, ha perdido su espacio dentro del único que se nos está permitido: el doméstico. De una manera magistral y sin tapujos, Doris Lessing retrata en su relato ‘To Room 19’ la soledad buscada, la invisibilidad y la necesidad de identificarse con el espacio que nos rodea en base a una identidad propia, y no a ser persona “en función de”: madre de, esposa de, hija de… ¿Quiénes somos NOSOTRAS y cuál es nuestro espacio?
Las mujeres vivimos enjauladas en nuestra propia percepción de identidad. Nosotras vemos la vida a través del vértice de un ángulo agudo sin realmente ser conscientes de ello. Crecemos en pequeños departamentos-estanco definidos por la construcción social de nuestro género, con paredes transparentes, pudiendo siempre ver el espacio que ocupa el otro, pero sin posibilidad de alcanzarlo. Y esos muros tienen un nombre. O muchos.
Ser una santa o una puta. Trabajar o cuidar. Amar o estar sola. Amar y estar sola, igualmente. Dicotomías, caminos divergentes sin cambio de sentido, nuestra vida es una cuenta atrás permanente en torno a la edad límite reproductiva. Postergar, procrastinar, nos convertimos en proyectos inacabados, una casa con ladrillos vistos.
Desde que nacemos, la imposición del juego simbólico nos orienta hacia el mundo de los cuidados. No se nos educa para disfrutar de la amplitud del parque, del espacio público. Ya desde pequeñas se nos enseña a sentirnos cómodas en lo pequeño, lo cerrado, se marcan con tiza en el suelo las líneas que van a definir nuestro espacio vital. Y si salimos fuera, que sea sobre unos patines de color rosa, por favor.
Los patios de los colegios siguen monopolizados por el fútbol. Y
mientras un grupo de niños acaparan el único espacio de ocio, el resto
se afana en moverse alrededor, ocupando el residuo. En ese grupo estamos
nosotras, las niñas. A mí me enseñaron a pasear mi cochecito de muñeca
por el camino, sin salirme, un piececito detrás de otro. Sin caerme. Sin
mancharme. Y no sé desaprender eso.
Las niñas crecen sin referentes
reales respecto a lo que pueden ser. El éxito personal, laboral, viene
determinado por el estrato social. No podemos ignorar los
condicionamientos e imposiciones de un sistema económico que se lucra
del trabajo gratuito de millones de mujeres. Porque cuando nosotras, las
mujeres de clase trabajadora, queremos progresar, lo hacemos a costa
del sacrificio de otra mujer en la que delegar. Y así de manera infinita
en un esquema piramidal enterrado en el subsuelo, invisible. Las
mujeres que se nos muestran como referente de progreso están en otra
dimensión social. Son hijas del privilegio. Su vida no está definida por
renuncias permanentes. Ellas, como el resto de su clase, viven a
hombros de la explotación de otras personas. Y no son, no deberían ser,
modelos de nada. No son ejemplo. La sociedad las mira como en una
reafirmación constante de lo que no pueden llegar a ser. Son la imagen
de la crueldad del inmovilismo social.
Cuál es el espacio de las mujeres en la lucha social? ¿Por qué son relevantes los nombres de mujeres dedicadas a la política pero no a la lucha sindical, por ejemplo? ¿Cómo seguimos dejando que sean ellos quienes se conviertan en ariete por la consecución de unos derechos laborales y sociales que no van a contemplar el paradigma de género en ningún momento? ¿Cuál es la barrera que nos impide a las mujeres dedicarnos a reivindicar las bases laborales de una conciliación real que nos permita realizarnos como personas en su sentido completo, sin renuncias?
Nosotras estamos en segunda línea de lucha, compañeras. Y esto es así tanto por nuestra nula capacidad de autoconvencimiento respecto a nuestras propias posibilidades, como a la resistencia que ofrece la otra mitad a responsabilizarse de lo que tradicionalmente ha sido nuestra tarea. Lo que nosotras conocemos por conciliar, para ellos es delegar. Y no les importa. Ni miran atrás ni se sienten culpables por ello. Para nosotras, hay un antes y un después de los trabajos de cuidados. Y todo el espacio que ocupábamos, todo lo que pensamos que podríamos hacer, todo se convierte en un espejismo que reproducimos mentalmente mientras ponemos nuestra vida en pausa. La tercera ley de Newton dice que: «Para cada acción hay una reacción igual y en el sentido opuesto». Eso quiere decir que, siempre que un objeto realice una acción como mover, empujar u oprimir otro objeto, este último reacciona devolviendo la misma fuerza. Y así reacciona el sistema. Por cada lucha obrera, por cada logro peleado, la resistencia del poderoso, y para nosotras, la creación de diques alrededor de nuestro trabajo más allá de la puerta del hogar. Nuestras reivindicaciones corren de manera paralela, pero sin ser totalmente asumidas por ninguna organización. «Hay alguien todavía más oprimido que el obrero, y es la mujer del obrero», que dijo Flora Tristán hace más de dos siglos. Doscientos años, las mismas demandas.
Nuestra casa es nuestro castillo. Nuestro cuerpo, nuestra frontera. Y ni siquiera de ese espacio somos dueñas. Las imposiciones legislativas son una losa sobre nuestra capacidad de toma de decisiones sobre nuestro propio cuerpo. Las imposiciones estéticas nos amputan, nos esquilman, nuestro espacio se convierte en una muñeca rusa infinita de limitaciones hacia adentro.
Hay un espacio de libertad plena, y Virginia Woolf lo sabía bien. «No hay barrera, cerradura o cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente». Sólo que no es cierto. Y ella lo demostró acabando con su atonía vital en el agua de un río. Nuestra mente es a menudo nuestra prisión. Los condicionamientos ideológicos patriarcales y la aplastante realidad modelan nuestros pensamientos para acunarnos y frenar la disonancia cognitiva que produce la inacción ante una situación de opresión que identificamos plenamente pero a la que no sabemos o podemos poner freno.
La salida a este laberinto de ratones en el que se convierte la vida de una mujer se llama otras mujeres. Es escuchar otra voz más allá del muro que derriba barreras. Es la tribu de manos que teje otras vidas. Para crear espacios nuevos debemos modificar el paradigma relacional entre nosotras. Y eso pasa por destruir el sistema que impone delegar las responsabilidades de cuidados de unas en otras, y por pelear los preconceptos respecto a nuestras propias posibilidades en una sociedad capacitista moral que esquilma nuestro potencial como personas de pleno derecho. Es desaprender el amor para que se convierta en una herramienta liberadora y deje de transformar nuestras vidas en maquetas a escala de la realidad. Reivindicar el amor como constructor de espacios más allá de la ensoñación romántica y, sobre todo, promover el amor entre nosotras, sin censuras, como herramienta de lucha y cimiento de lugares y no lugares igualitarios y plenos.
Invadir, conquistar, ese es nuestro mantra. Ser invadidas y conquistadas, nuestro aprendizaje. Lo que para los hombres es un hábitat natural, para nosotras es parasitismo de espacios ajenos. No hay concesiones para las mujeres, no hay derecho que no hayamos peleado, no hay descanso, sólo en la mirada de la amiga. Y así hasta que descubramos que pisar los caminos, hasta los que ya están trazados, es crear, y que cada paso amplía el horizonte y la realidad de que nuestro espacio, hasta el que no vemos, se puede arañar con la punta de los dedos. Nosotras somos la mitad. La mitad de todo lo que te rodea. Sabemos cuál es nuestro lugar.
Y ya no pedimos permiso.
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