Este año pasado hemos vivido de cerca varios intentos de suicidio de varias personas conocidas y muy queridas. Y nos percatamos rápidamente que todas tienen en común un origen sistémico; vivimos al límite de nuestra salud mental y en continuada precariedad económica. El sistema nos permite aparentemente cualquier libertad siempre y cuando no cuestionemos nuestra identidad como consumidores, y eso repercute en no tener otras identidades sociales más saludables, que nos hacen caer en depresiones crónicas y, además, pensando que somos culpables de nuestras desgracias. Convivimos con traumas arrastrados de una generación de adultos que nos llama de cristal pero que ellos mismos no supieron combatir convenientemente, y nos los han heredado a nosotras sin cuestionarse nada en absoluto. Nos han heredado también vidas de explotación camufladas bajo el sacrificio laboral, y es que las familias no resultan un apoyo muchas veces, pero tampoco debemos abandonar esa entidad social en manos de las ideologías conservadoras, ante nosotras tenemos un camino para desarrollar otras estructuras básicas de cooperación, sostenimiento material y emocional.
Vivimos inmersos en una sobremedicalización furibunda con el único objetivo de ser productivos y útiles; nuestra función social se mide solo en que seamos buenos consumidores y productores.
La doctrina del shock que nos han aplicado a través de medidas coercitivas y miedo en los años de la pandemia, unas dinámicas enloquecedoras pero rentables, tienen como consecuencia la pérdida de objetivos vitales claros, de creatividad y de pasiones humanas. Nuestros sentimientos están exclusivamente en los límites del marco sistémico, es decir, que pensamos y sentimos dentro del relato único del capitalismo. Todo está delimitado y organizado bajo su percepción social de máximo rendimiento de beneficios y explotación humana. A mayor shock, habrá una mayor docilidad; una predisposición más afinada a aceptar normas sociales autoritarias aunque vayan en contra de nuestros intereses como comunidad.
A mayor caos mental, mejor contexto general para aceptar que a través del consumo (ocio sobrestimulante, envenenado y efímero, productos de eterna belleza y recordándonos que nunca somos perfectos, bienes con los que se nos promete una felicidad vacía) encontraremos una vida mejor inalcanzable, cuando lo que encontramos es más vacío. Nuestra indolencia tiene un origen en el sistema, y duele demasiado levantarse cada mañana sintiendo que solo servimos para alimentar esa bestia.
A mayor caos y shock, menor crítica desde lo colectivo, vemos los problemas como algo individualizado; generamos menor conciencia común y por lo tanto representamos un menor peligro porque no abordaremos estrategias para subvertir esa situación, es decir, para poner fin a los privilegios de unos pocos. Si mantienen un nivel de caos latente, siempre pueden construir la ficción de vender una solución; y de eso se trata de manera continuada… de que el consumo no decaiga aún a costa de nuestras vidas, y hacer absolutamente de todo un producto consumible, incluso el propio colapso.
Frente a la barbarie, defendamos el activismo y la militancia política con nuestras vecinas, amigas y familia, el amor de camaradería. La lucha codo a codo que logre llevarse como un vendaval las distopías que nos inocula el capitalismo es un motor, un objetivo vital y una nueva identidad que tiene el potencial de que vivamos y sintamos desde el sentido colectivo. Esa lucha común es el único camino para no encontrar en el suicidio una salida aceptable, una ofensiva que implique forjar alternativas reales a nuestras vidas y que merezcan la pena ser vividas.
Extraído de https://www.todoporhacer.org/
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