Recientemente, escuché una estadística sobre los suicidios en este inefable país, que parecía increíble por estremecedora. Nada menos que once personas acaban con su vida a diario en el Reino de España, algo totalmente cierto de lo que apenas se habla. Por mucho que se aluda a cuestiones particulares de cada uno, un factor que se nos trata de introducir en todos los ámbitos de nuestra vida haciendo creer que todo es posible desde la actitud individual, la estructura social y el sistema político y económico están íntimamente relacionados con los problemas personales que empujan a la gente a lo peor. Como en tantos otros problemas sociales, que es lo mismo que decir que los de los individuos que componen la sociedad, no interesa profundizar en los mismos, no sea que el personal empiece a cuestionar el sistema que se le impone. Los problemas mentales, como no podría ser de otro modo, están ampliamente extendidos en una sociedad donde las crisis se suceden y la precariedad se acumula a diario. El machacón discurso de que todo es posible, sencillamente con una actitud positiva, parece una broma cruel de los que solo quieren que nos convirtamos en meros consumidores compulsivos y sumisos feligreses del Estado.
Urge un modelo social más saludable a todos los niveles basado en la comunicación racional y una libertad vinculada estrechamente a la solidaridad y no a un emprendimiento vital material, falaz para la inmensa mayoría de la población, que se ve abocada a sobrevivir en el mercado de la nada. Y parte de ese mercado es una industria farmacéutica deshumanizada, poniendo por delante el beneficio económico, que empuja, como parte de la demencia consumista, a que las personas se mediquen en exceso con efectos secundarios sobrecogedores. Ya importantes psicólogos sociales, como Erich Fromm, advirtieron en el siglo XX que el sistema capitalista es caldo de cultivo para toda suerte de patologías mentales, para individuos totalmente enajenados respecto a un yo mínimamente racional. Bien entrado en el nuevo milenio, esa situación solo se ha exacerbado con crisis económicas cíclicas, que nos hacen al común de los mortales todavía más precarios, y crisis sanitarias, que nos vuelven todavía más débiles y sumisos (y, consecuentemente, más psiquiatrizables).
En la llamada sociedad posmoderna los valores humanos son líquidos, la conciencia social aparece como inaprensible y la frustración individual está servida a través de promesas de éxito y belleza, tan frívolas, como vacuas. A nadie extraña entonces que la enfermedad mental esté servida. Solo podemos seguir caminando hacia el abismo si no analizamos de esta manera el mundo en que vivimos, profundizando en todos y cada uno de los problemas sociales, que son también los problemas individuales, para comprender que son necesarios cambios radicales a todos los niveles. Una auténtica revolución, este término tan denostado en la actualidad, en todos los ámbitos humanos imaginables, para subvertir auténticamente el estado de las cosas frente a tanto maquillaje político. No obstante, si algo hemos aprendido a la fuerza en la sociedad posmoderna, es que resultan vanas las promesas de una mañana mejor si no colocamos ese horizonte revolucionario en el quehacer diario. Como primer paso, tendamos aquí y ahora nuestra mano a todas esas personas sumidas en la desesperación hasta el punto de querer acabar con su existencia. Los anarquistas siempre insistieron en la solidaridad y el apoyo mutuo, como paradigmas sociales predominantes, y sobre esos valores tenemos que colocar toda nuestra esperanza.
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